El avaro de Barcelona[1]. Los caballeros de la Merced
A principios del siglo XIII vivían en Barcelona dos hermanos, últimos vástagos de una familia tan célebre por su nobleza como por su antigua fortuna.
Llamábase el mayor don Pedro Alamírez y Mirón y el segundo Jaime.
Ninguna semejanza tenían entre sí por su diversa índole y carácter. Don Pedro había vivido siempre noblemente, aunque había perdido la mayor parte del patrimonio de sus padres; empero Jaime era muy enemigo del lujo y de los grandes gastos.
Un suceso inesperado vino a suscitar la desgraciada inclinación de Jaime a la avaricia.
Una mañana entró su hermano mayor en su habitación y le dijo:
—Sabes, Jaime, las desgracias que amenazan a esta ciudad.
Nuestro digno soberano Pedro II, rey de Aragón y conde Barcelona, acaba de sufrir grandes reveses en la guerra que hace a Francia por sostener a los albigenses[2]. Deber nuestro es el acudir a su socorro con nuestras personas y bienes.
No se atrevió Jaime a contestar negativamente a estas palabras.
—Eres mi hermano mayor, le dijo, y a ti toca el sostener el honor de la familia. No me toca contradecirte y haré lo que me mandes. Te ruego, sin embargo, que repares en el estado de nuestro patrimonio, por los reveses que hemos sufrido en nuestra fortuna por tu obstinada voluntad en mantener un cierto número de lanzas contra los infieles.
Además, eso te toca a ti, y no a mí, pobre segundón[3], que no tengo más que unas tierras, procedentes de mi madre, y que tu munificencia me ha dejado como un puro regalo.
Sonrióse amargamente Don Pedro y le dijo:
—Veo por qué hablas con tanta mesura y aparente reconocimiento por tu hermano mayor: porque temes que te pida algún donativo para la defensa de nuestro reino; tu podrás defenderte de este deber de buen vasallo. Libre eres de guardarte tu dinero, empero yo también soy libre de reconocerte por mi hermano.
Asustado, Jaime se apresuró a tranquilizar a su hermano, asegurándole que no resistiría a su deseo, sabiendo que podía mandarle lo que le pedía, y después añadió tímidamente.
—¿Y cuánto piensas tú, por tu parte, gastar en esa generosa empresa, mi querido Pedro?
—Yo, dijo don Pedro, ¡ni un óbolo[4]! puedes comprender que no me queda más que mi espada, cuando recurro a ti.
En cuanto a lo que hay que sacrificar en esta ocasión si estuviese en tu lugar pondría todo hasta mi última blanca[5].
Jaime se enjugó el sudor que cubrió su frente.
—¡Tú eres el primogénito, el jefe de la casa!
—Mañana podrás tú serlo si a mí me matan, replicó don Pedro, empero si vencemos recobraremos nuestros bienes sacrificados en la defensa de Barcelona.
Grande era la avaricia de Jaime, sin embargo, era tal el imperio de las circunstancias en aquella época, que se hizo violencia, alargó la mano a su hermano y le prometió estar dispuesto a vender sus tierras, si encontraba quien se las comprase inmediatamente.
Don Pedro abrazó a Jaime y se retiró dejándole en una cruel ansiedad. La avaricia que se albergaba en él se desarrolló con gran fuerza.
Fiel a su palabra, vendió inmediatamente sus tierras, y la suma bastante considerable de la venta de ellas la puso en oro sobre una mesa, aguardando a su hermano.
¡Daba Jaime gimiendo daba vueltas alrededor de aquella mesa!
La vista de aquel oro de que iba a desprenderse, causábale calentura: en aquella primera crisis de su innoble pasión, el desgraciado llegó hasta maldecir lo ilustre de su casa y las obligaciones que este lustre le imponía.
En aquel momento vio enfrente de él el retrato de uno de sus abuelos, muerto en la batalla de Simancas contra los moros. Estaba pintado teniendo en la mano un estandarte sobre el que había una cruz de fuego: cercábanle muchos enemigos y un hachazo le corta enteramente el brazo izquierdo que llevaba la bandera que afianzó y sostuvo con los dientes.
La historia de la familia contaba que acudieron en su socorro y que logró a costa de su vida salvar su bandera.
A aquella vista, Jaime exclamó con cólera.
—¡Ah, también yo daría uno de mis brazos por retener mi fortuna!
Acaba apenas de pronunciar estas palabras, cuando desprendiéndose de la pared, el cuadro viejo vino a rodar a sus pies en el suelo.
Trastornóle aquel extraño accidente y se estremeció cual si acabase de recibir un aviso del cielo: lo era en efecto, como más tarde veremos.
Jaime levantó con respeto el cuadro, contempló por un instante el noble y venerable rostro de su abuelo, y después separándose de la mesa dijo exhalando un suspiro:
—¡Vamos! ¡nobleza obliga…!
Volvió a colocar el retrato en su lugar y aguardó a la llegada de su hermano.
En aquel instante mismo entró don Pedro, pero volvía agobiado de un profundo pesar.
Pedro II había sido muerto en el sitio de Maret[6]. Jaime I, advertido a tiempo con aquella desgracia, reinaba en Aragón y en el condado de Barcelona.
—Traspasado de dolor, le dijo a Jaime, me retiro de la corte y mi vida no será larga, empero llevo el consuelo de que a mi muerte llevareis dignamente el nombre de Alamírez y Mirón.
Jaime al oírle se sintió aliviado de un enorme peso: no tenía que separarse de su tan querido dinero.
Fuéle después de esta prueba más precioso el dinero.
Desde aquel día, retirado, solitario en su casa, no pensó más que en aumentar la suma que constituía toda su fortuna.
Felicidad grande encontró para ello en aquella época de perturbaciones, de continuas revueltas.
Al principio observó grande probidad en sus negocios, después se hizo exigente, luego artero y por último un bribón, decayendo mucho en el concepto público. -123-
La mayor desgracia para Jaime y la causa tal vez de que no pusiese un freno a su pasión, fue el gran descrédito en que no tardó en caer. Uno de nuestros antiguos poetas ha dicho con razón:
Es el honor una roca,
escarpada y sin orillas.
El que una vez baja de ella,
no vuelve más a subirla.
En efecto, Jaime se desanimó.
—¿A qué portarme con escrupulosa probidad, exclamaba, si nadie me lo ha de tener en cuenta?
No nos proponemos seguirle en la fatal pendiente en que se arrojó hasta precipitarse en el abismo. Su único consuelo, su único goce, su único placer fue amontonar dinero, sin reparar en los medios y a costa de las más duras privaciones.
Descendió hasta hacerse usurero, y fue un implacable y desapiadado usurero.
Un día llegóse a él para que le prestase una cantidad de dinero, un caballero noble catalán, Pedro Nolasco, y habiéndole pedido garantía para la devolución del préstamo, le dio éste por fiador a un compañero suyo de armas, que vivía en las inmediaciones de Barcelona, y al mismo tiempo nombró a don Pedro Alamírez y Mirón.
Grande fue el embarazo de Jaime al oír el nombre de su hermano mayor, y tuvo miedo de que a conocimiento de éste pudiese llegar la noticia del villano oficio que ejercía.
Aparentó encontrar muy buena la fianza.
Por una armadura de Toledo, un caballo de batalla y treinta ducados, Pedro de Nolasco se comprometió por su honor a partir, con Jaime, todo cuanto pudiese ganar en la campaña que contra los moros iba a emprender como caballero voluntario.
Además le dio un documento por el cual pudiese reclamar en caso de muerte el precio total del préstamo de los bienes que poseía en Cataluña y en el Languedoc, prometiendo constituirse prisionero de Jaime en el caso de insolvencia hasta el reembolso de la deuda, según lo permitía la ley y usanza de entonces.
En aquel mismo año volvió Nolasco de la guerra trayendo consigo prisioneros muchos moros, cuyo rescate debía de dividir con Jaime, empero era necesario tiempo para el canje de los cautivos. Nolasco había vuelto herido y al pronto necesitaba un nuevo préstamo, no hallándose en estado de devolver el primero.
Negábase a esto Jaime, apremiando para el pago de la primera deuda.
—Cuidad, don Jaime, le dijo Nolasco, que si no me dais los medios de tratar honrosamente a mis prisioneros, entre los que los hay de mucha categoría y distinción, me veré obligado a darlos libertad sin rescate, según el uso y costumbre entre nobles caballeros.
Irritóse Jaime pretendiendo tener derecho a que se le entregaran los cautivos en prenda de sus adelantos, y de la mitad de los beneficios, pactado con él.
Nolasco exclamaba:
—¡Vive Cristo! qué me negaré a ello, porque os conozco! Capaz seríais por avaricia de dejarlos morir de hambre.
Son unos valientes caballeros y no quiero que aumentéis el rescate que he fijado de acuerdo con ellos, y no dejaríais de hacerlo.
En medio de esta disputa, uno de los cautivos, de noble estatura y distinguido continente, que acompañaba a Nolasco, tomó la palabra.
Súpose después que era un príncipe moro.
—No es justo, dijo a su amo, que pierdas el fruto de la feliz campaña. Tengo confianza en ti y voy a darte una prueba sacándote del embarazo en que te pone este judío.
Y al mismo tiempo señaló a Jaime, que arqueó las cejas y se ruborizó al ver que el moro le creía un miserable hebreo.
Al acabar de hablar el moro, sacó de debajo de su vestido un tahalí[7] de tafilete, enriquecido de arabescos caracteres formados con preciosa y riquísima pedrería.
—Este cinturón vale muchas veces más que el precio de mi libertad y la de mis cuatro compañeros. Puedes asegurarte de ello. Te lo dejo en depósito. Júrame, por tu fe de caballero, devolvérmelo tan pronto como te haya enviado el rescate en que hemos convenido, lo que se verificará por la primera galera cristiana que tenga un salvoconducto para ir a cualquiera de los puertos del reino de Granada.
Aceptó Nolasco sin vacilar la propuesta, y a Jaime le acometió un temblor nervioso producido por su avidez. Sus ojos ejercitados en valorar los objetos, acababan de reconocer que el bordado del cinturón estaba compuesto de admirables diamantes. Expresó con vehemencia la codiciosa idea de apropiárselo como una parte del botín de guerra.
Fue preciso, para aplacar su ardiente ansia, que Nolasco le prometiese una cantidad más para indemnizarle del rescate demasiado flojo en que había consentido.
Después de la marcha de los cautivos, Jaime llevó sus usuras y codiciosos excesos hasta el último extremo, empero nada le satisfacía desde que había visto el precioso tahalí.
Buscaba sin cesar alguna astucia, algún medio para hacerse dueño de él.
La delicadeza había cedido su lugar a la usura, la usura había dado entrada a la mala fe, la mala fe no podía menos de haber impulsado al robo, al crimen tal vez es la marcha natural y sintióse arrastrado a ella.
Vivía en una hermosa casa que se había hecho adjudicar casi por nada a consecuencia de un proceso contra un infeliz deudor.
En su jardín había tenido el avaro la paciencia de abrir con sus manos y en secreto un espacioso subterráneo para ocultar en él su oro.
Allí pasaba una parte de sus noches sin sueño porque, inquieta su conciencia, no le dejaba gozar de descanso.
Allí cada vez más infeliz y más endurecida el alma, pasaba algunas horas aun durante el día a la luz de una lámpara que reflejaba sus macilentos y débiles resplandores sobre los apilados montones de monedas de oro y plata colocadas en derredor suyo.
Siempre temblando de que le robasen su tesoro veía ladrones por todas partes, y asustado de su propia sombra, una vez, cogió su propio brazo gritando y creyendo sujetar al que venía a robar su tesoro.
En esta posición le representa el grabado que damos a nuestros lectores; posición eminentemente copiada, y que el inmortal Molière ha tomado después en su Avaro.
Su insaciable codicia calculaba la suma que podría producir el rico cinturón dejado en depósito al caballero Nolasco.
Había encontrado que produciría tres veces el valor de todo cuanto ya poseía. Concibió un acceso de envidioso furor.
Uno de los suplicios del avaro, es la sed devoradora, -124- inextinguible y siempre creciente de acumular tesoros de que no hace ningún uso.
Regocijábase algunas veces a la idea de que casi se había pasado ya el año señalado por plazo para rescatar el depósito, de suerte que, no reclamándolo nadie, dividiría su valor con Nolasco, discurriendo al mismo tiempo los medios de apoderarse de una parte de la porción de éste, si le encargaba el venderlo, porque la avaricia cuando llega a su más alto grado, como había llegado en Jaime, no retrocede ante ningún modo de adquirir el dinero.
Solo faltaban tres días para espirar el plazo del año. Miraba ya Jaime como seguro el abandono de la prenda, cuando un día el patrón de una galera mallorquina le dijo que estaba encargado de una considerable suma de dinero para un cierto caballero del que debía de recoger una prenda que tenía en depósito.
Jaime palideció al saber esta noticia.
No se acostó en aquella noche, devorábale la ansiedad; formaba mil proyectos a cual más insensatos, deseaba la muerte de Nolasco, la del patrón de la galera, su dolor y su codicia habían extraviado su razón.
En aquel momento entró en su habitación don Pedro Nolasco y con aire triste y solemne le dijo:
—¡Os anuncio una gran desgracia!
—¡Ay! ¿con que la sabéis también? le contestó Jaime con voz lamentable, pensando que le hablaba del cinturón.
—¿Y cómo no saberla, prosiguió el caballero Nolasco cuando acabo de pasar dos días a la cabecera de su cama y no le he abandonado hasta después de haber cerrado sus ojos para siempre?
Tan preocupado se hallaba Jaime de su única fija idea que respondió sin cuidarse de comprender:
—¿Qué importan las gentes que salen de esta vida? ¡A los que hay que compadecer es a los que se quedan y pierden las riquezas de que iban a gozar! ¡Ah, Nolasco, si me creyeseis mañana seríais tan rico en oro como el conde de Barcelona!
—¿Es posible, don Jaime, respondió el caballero, que os ocupéis de la fortuna cuando debiera de agobiaros el dolor?
—También me agobia, repuso lamentablemente Jaime, y por eso os confieso que hagáis todo lo posible por evitar su pérdida.
—¿Pero de que pérdida me habláis? dijo Nolasco cada vez más sorprendido, ¿hay un tesoro comparable al de que acabáis de veros privado?
—Todavía no, y eso lo veremos, exclamó el avaro.
—¡Ay, esa cruel pérdida está consumada, mi noble amigo, añadió Nolasco inundado en lágrimas, qué fortuna pierdo al perderte!
—Entonces son dos las que perdéis, contestó Jaime no pudiendo abandonar su idea fija, y en cuanto al valor de la que nos reclaman, fijaríais más atención en esa fortuna, si supierais que los diamantes del tahalí de vuestro cautivo valen por lo menos cien mil dineros de oro mozárabe [8].
El caballero dio un paso hacia atrás; mirando con desprecio al avaro, asustado de sus propias palabras.
—Adiós, don Jaime, voy a las exequias de vuestro hermano, y veo, añadió lanzando un triste suspiro, que con él se ha extinguido la noble familia de Alamírez y Mirón.
Y le volvió la espalda con el más profundo desprecio.
Así como el color negro absorbe todos los rayos luminosos, y no refleja ninguno, así la avaricia absorbe todos los nobles sentimientos que puede irradiar un alma degradada por ella.
Jaime comprendió el ultraje de Nolasco y no sintió ni vergüenza ni cólera.
Su alma se hallaba muerta y una demencia real causaba las emociones frenéticas de aquel miserable, y las gentes que le veían y lo trataban lo atribuían al dolor de la pérdida de su hermano, y lo saludaban con tristeza y las palabras de perdide cruce, que no se caían de sus labios, las atribuían todos al único pesar, el solo que debía tener.
Cuenta la crónica que Dios le abandonó del todo, y que desde la muerte de su noble hermano fue guiado por el demonio de la avaricia.
Iluminóse de repente el perturbado cerebro del maldito avaro. De una sola y rápida ojeada trazó su plan para apoderarse en algunas horas de la rica prenda del rescate del príncipe árabe, asombrándose de que no le hubiera ocurrido antes un medio tan fácil.
Compúsose su asustado rostro, vistióse de luto, dio con aparato limosnas a los pobres en memoria de su pobre hermano y procuró captarse la aprobación general del pueblo y de la nobleza.
Hasta se encontraron razones especiales para disculpar su primitiva mezquindad y miseria. Se había portado como un segundón de la familia, mientras fue pobre, ahora se trataba del heredero de la casa de Alamírez y Mirón.
Entre los cargos que heredaba don Jaime de su hermano era el de alguacil de la Inquisición, que don Pedro se había procurado para ponerse a cubierto de haber aconsejado al difunto rey que socorriese a los albigenses declarados herejes, cargo que jamás había ejercido y que para él solo fue un título de honor y de seguridad.
Don Jaime fundó sobre él todo su proyecto. Denunció a Pedro Nolasco como cristiano renegado, musulmán de corazón, afirmando por prueba que había dado sin rescate libertad a unos cautivos moros, y añadiendo que conservaba en su poder un tahalí del que usaba y en el que con cristales tallados en forma de pedrería estaba escrito el famoso: No hay más Dios que Alah y Mahoma es su profeta; fórmula que declaraba la apostasía.
No se necesitaba más para perder a un hombre, desde que por boca de los intérpretes se probase que los caracteres árabes podían presentar esta significación.
En aquel siglo lleno de fervor había mucha ignorancia. Y credulidad. Nada era más natural que la esmerada inscripción tomada del Coram sobre el tahalí de una cimitarra mahometana.
Bastaba solo el explicar cómo se hallaba en poder de don Pedro Nolasco; empero buen cuidado tuvo de evitarlo Jaime.
Merced al cargo que acaba de heredar debía de examinar todos los objetos que se aprendiesen con inscripciones o caracteres escritos, para saber si encerraban algún talismán mágico o cabalístico.
Muy pronto sin comprender la causa vióse Nolasco arrestado en uno de los calabozos de la Inquisición y el patrón de la galera mahonesa, por un aviso que había recibido de que se trataba de prenderle, bogaba a fuerza de remo y vela, alejándose del puerto, y Jaime lleno de alegría volvía a su casa con su inestimable tahalí, oculto bajo su manto de luto.
El primer cuidado del avaro fue quitar los diamantes del tahalí y reemplazarlos con cristales tallados de que con mucha anticipación se había provisto, con la esperanza de que -125- podría un día sustraerlos, teniendo, aunque no fuese más que por un solo día, el cinturón confiado a Nolasco.
Era ya el anochecer, cuando hubo terminado su trabajo. Completísimo había sido el resultado de él. Los diamantes estaban cambiados, la galera mallorquina huía, Nolasco estaba preso, y en sus manos se hallaba el codiciado tesoro.
¡Era feliz!
Guardando en su pecho cuidadosamente su tesoro bajó rápidamente a su subterráneo, y en el trasporte de su alegría encendió doce mecheros[9] de la lámpara de bronce que colgaba de su bóveda. Sentóse después sobre una multitud de sacos llenos de oro y se puso a contemplar con entusiasmo sus inmensas riquezas, que acababa de cuadruplicar en aquel día.
En su loca embriaguez se tenía por el hombre más feliz del mundo. Creía que si quería placeres, acudirían a él al ver sus manos llenas de oro. Si quería el poder lo tendría, porque su nombre, decía, se remonta hasta Carlo-Magno, que creó los primeros condes de Barcelona, de quienes yo desciendo. De mí solo depende oponerme a Ponce de Cabrera, que va a cambiar, dicen, su condado de Urgel por el reino de Mallorca con Jaime de Aragón, su soberano actual.
¿Lo quieres? ¡Tuyo es ese reino!... ¡puedes pagarlo más que él!
—¿Quieres vengarte de alguno, Jaime?... Habla, ¿no eres alguacil mayor de la Inquisición, de que tu hermano no supo aprovecharse para su fortuna? ¡Tú no tienes más que pronunciar una palabra, extender tu mano sobre tus antiguos enemigos para verlos arrastrarse a tus pies!..... ¡Oh, goces! ¡Todos me obedecéis! ¡No hay nada en la naturaleza que no pueda ser mío! ¡Y no sé si el cielo mismo podrá ofrecerme su equivalente de lo que me pertenecerá sobre la tierra!
Acabada de proferir esta última blasfemia, notó que se debilitaba la claridad de sus lámparas y que casi se había consumido en ellas el aceite.
Había pasado sin repararlo la noche entera en su subterráneo.
—Vamos, dijo, a volver a ver la luz del día, a respirar el fresco de la mañana, el perfume de las flores, oír el cántico de los pajarillos y después volverse. Démonos priesa, a fe nía, que he gastado como un pródigo todo el aceite. ¡Pobre Jaime! ¡Laméntate de que no eres bastante rico para encender luz en tu tesoro real: si real!... ¡La luz de mis lámparas vacila!... Pero, pero... ¿dónde está mi llave? ¿La llave de la puerta de entrada?... ¡La llave!... ¡No está en la puerta... que se cierra!... (y se estremeció). ¡Que se cierra ella sola de golpe! ¡Cielos! (y un frio sudor inundó todos sus miembros). ¿Habré dejado fuera esta llave? ¡Oh! eso sería ¡Oh, imposible! Sin embargo, yo no la veo, ¿dónde está? (Y la luz iba disminuyendo cada vez más).
—¡Dios mío! añadió después con furor, corriendo a la cuerda para bajar la lámpara y apresurándose a verter algunas gotas de aceite que quedaban en el fondo de los once mechero, en el que dejó solo encendido y que cobró vida por algunos minutos, apagados los demás
—En mi premura, en mi demasiada viva embriaguez habré olvidado sacar la llave... ¡Oh! si, es preciso llamar...
¿Llamar? ¡es que hay tres puertas y un largo corredor entre cada una de ellas, hasta la escalera del jardín!
¡Y la escalera! ¡está cerrada por una trampa!...
¡Y la trampa cubierta de tierral ¡No llegará allí nunca la voz! ¿Nunca? ¡Infeliz! ¡infeliz! ¡Malditos diamantes!
¡Que yo los maldigo y son la fuente de mis esperanzas!
¡Oh, por si yo los maldigo! ¿De qué pueden servirme? ¡Ay! si voy aquí a morir sin socorro ¡Oh! yo los maldigo, los maldigo.
Uniendo ambas manos con convulsivo arrebato gritaba llorando:
—¡Quién me dará aceite! ¡una gota de aceite! ¡un puñado de oro por una gota de aceite! para para verme morir.
Al llegar aquí, la lámpara dio un gran resplandor, como todas las luces al apagarse, y agitándose sobre la pared la sombra de su propio cuerpo, creyó ver el espectro de Alamírez.
La oscuridad del sepulcro había comenzado para él.
Cayó de rodillas, sollozó, gimió, gritó, hasta hacerse pedazos los cartílagos de la laringe, corrió furioso contra la puerta, trató de derribarla con sus débiles manos que se herían y aporreaban en su impotente desesperación, y por último, cayó sobre el húmedo suelo, fatigado, agobiado y sin aliento.
Ya desde el primer día le pareció intolerable el horror de su situación. ¡Hubiera dado la mitad de sus bienes por un solo rayo de sol! Su suplicio no hacía más que comenzar.
Al segundo día su desfallecimiento se convirtió de repente en un hambre rabiosa.
Al tercer día le sobrevino una horrible fiebre acompañada de un acceso de furor, ¡mezclado de oraciones e imprecaciones al cielo y al infierno! ¡Y el tormento del hambre crecía siempre! Aquella horrenda hambre parecía sostener sus fuerzas.
—¡Ah! — decía, derribando con furor aquellos sacos de oro que tanto le habían costado adquirir. ¡Miserable borrón amarillo al que he sacrificado mi vida, y que eres impotente hoy para salvármela! ¿Dónde está tu poder? ¡Oh, por un mendrugo de pan doy todo cuanto poseo! ¡Veinte millones! por una onza de pan! ¡con un poco de aire y de luz!
En un acceso de desesperado frenesí, cogiendo un talego de oro gritaba:
—¡Dame tú de comer, tú que por tanto tiempo me has hecho creer que todo lo podías y que el que te tenía lo tenía todo contigo!
Y al mismo tiempo lo llevó a su boca, clavó en él sus dientes que. ensangrentados, se hicieron pedazos antes de que con desprecio tirase el talego sobre los montones de oro que le rodeaban.
Dejóse caer en el suelo invocando a la muerte, una pronta muerte.
¡La muerte venia! ¡Empero siempre con su lento y sordo paso, y medido por la justicia divina!
¡Al séptimo día!... o más bien a la séptima noche, porque allí no se distinguía el uno de la otra; su completa debilidad y aniquilamiento le sumergió en un sueño letárgico, del que a cada minuto le despertaba el tormento de su estómago, y en aquella terrible somnolencia soñaba alternativamente en opíparos y espléndidos festines o en las comidas de los caníbales..... Creíase ser un vampiro. Pensaba en comer la carne de los muertos; después al despertar se hallaba con una realidad, más horrenda que los sueños. Recordó de repente la historia de un navío cuyos hambrientos marineros se habían visto reducidos a alimentarse con los cuerpos de los compañeros, que la muerte o las enfermedades les ofrecían! ¡Sonrióse!
—¡Carne humana! exclamó con un movimiento de feroz esperanza ¡Aquí tengo dos brazos! ¡Dos brazos a los puede alcanzar mi boca! - 126-.
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El horrible dolor de aquella horrible comida, aunque por el pronto le reanimó, le debilitó en seguida hasta el punto de que perdió completamente el sentido.
Cuando volvió en sí, le agitaba un terrible vértigo. Parecióle ver delante de sí un espectro, que con una antorcha en una mano, le miraba fijamente, y que en la otra llevaba un puñal con el que iba a atravesarle el corazón.
Aquel espectro se parecía a Pedro Nolasco, su víctima, sepultado por su calumnia en un calabozo de la Inquisición.
El infeliz, con un movimiento de terror, extendió suplicante su brazo izquierdo hacia el que creía una aparición, y ésta retrocedió llena de espanto al ver aquel brazo ensangrentado y medio devorado por el moribundo.
Aquella no era una aparición. No era el vértigo el que hacía ver allí á Nolasco. Su presencia extraordinaria no era el fruto de una imaginación exaltada por los padecimientos del pobre avaro.
Era real y verdaderamente don Pedro de Nolasco.
No viendo durante ocho días adelantar en la Inquisición su causa, de la que esperaba salir absuelto por su inocencia, comenzando a no confiar en ésta, intentó por medio de su puñal, que cuidadosamente y con destreza había conservado, desprender una piedra de su calabozo.
Su constante y obstinado trabajo le llevó a lograr abrirse paso al través de un foso mal cegado, hasta el subterráneo donde sin saberlo don Jaime Alamírez había labrado su sepulcro, contiguo y al lado casi de la prisión de su víctima.
Movido de compasión hizo todos sus esfuerzos Nolasco por socorrer al moribundo.
—¡Ay! le dijo éste, ya es tarde, mis males tocan a su término.... pero vos, a quien doy estas riquezas tan fatales y tan inútiles para mí ¡cómo podéis salvaros de las prisiones de la Inquisición! Yo no puedo proclamar vuestra inocencia he perdido la llave de este maldito lugar.
—¿La llave? exclamó Pedro Nolasco; ¿no será por ventura esa esa que tenéis atada en ese tahalí que os sirve de cinturón?....
Y era verdad. Cien veces la había tenido en la mano, sin reconocerla, sin sentirla.
Entonces levantando sus ojos moribundos sobre el caballero y alargándole la mano para salir
—¡Es la mano de Dios, dijo, que ha extendido sobre el culpado para perderlo y sobre el justo para salvarlo!
Nolasco cogió en sus brazos a don Jaime, y sus ojos volvieron a ver la luz del día antes de cerrarse en la noche del sepulcro.
Se arrepintió con dolor de sus culpas, y es excusado decir que proclamó la inocencia de Nolasco, que fue reconocida por la Inquisición.
Al volver a su casa el caballero Pedro Nolasco, encontró una carta que le había dejado el patrón de la galera mallorquina era del moro, su antiguo cautivo.
Decíale en ella que gracias a los esfuerzos de su generoso vencedor por convertirle al cristianismo, y el enlace que había contraído con una joven cristiana a quien amaba, había abandonado la impura religión de Mahoma para abrazar la de Jesucristo.
Añadía en esta carta en que le trataba como hermano, que destinaba el inmenso valor de su tahalí, procedente del tesoro de los primeros califas de Granada, para socorro de los pobres y desgraciados.
A la lectura de esta carta, Pedro Nolasco, cuya vida había pasado por terribles pruebas, y sobre todo por la terrible de que acababa de ser testigo, sintió un vivísimo deseo de consagrar el resto de sus días, en que había visto tantos desengaños, a obras de humanidad, y viendo a un infiel recién convertido dar tan bello ejemplo del modo de emplear sus riquezas, formó el proyecto de
consagrarse todo al servicio de su Dios y al alivio de sus prójimos.
Reuniendo en derredor suyo a muchos caballeros valientes, empero escasos de fortuna, los llevó un día al rico subterráneo de don Jaime de Alamírez y Mirón, que le pertenecía por auténtica donación de aquel infeliz que murió arrepentido de sus culpas y que quizá debió su salvación eterna a las exhortaciones de Nolasco, como había debido su aparición el salir del encierro a que le había llevado su avaricia.
Allí, después de haberles contado la historia del avaro de Barcelona, penetró sus corazones de tal compasión por los desgraciados y de tal desprecio por los superfluos bienes del mundo, que los alistó a todos en la más noble asociación de caridad que jamás vio el mundo.
—Todas estas riquezas, que son mías, dijo, nada valen sino por el bien que pueda hacerse con ellas. Consagro este oro a socorrer y rescatar a los cautivos que se hallan en poder de los infieles, padeciendo la más grande de las calamidades para un alma noble y altiva: la pérdida de la libertad.
Los que no puedan dar su hacienda para el rescate de los cautivos, darán su sangre en las batallas Habrá, yo lo pronostico, quien lleve su valor hasta quedarse esclavo en lugar de sus hermanos cautivos, que creerán más necesarios a sus familias o que verán expuestos a flaquear en la fe.
Pedro de Nolasco, de acuerdo con Raimundo de Peñafort y el rey don Jaime I de Aragón, a quien Dios en una triple y simultánea inspiración, hizo concebir igual idea, fundó la orden de la Merced, colocándola bajo la protección santa de María.
Antes de su muerte recibió Nolasco la sanción del papa Gregorio IX para su santa fundación.
En el primer año, Pedro Nolasco rescató hasta mil cautivos cristianos del poder de los moros, y durante sus funciones de general de la orden de la Merced, libertó más de cinco mil.
Su sucesor, Guillermo de Bas, barón de Algar[10], tuvo la dicha de aumentar en su tiempo esta cifra hasta doce mil cuatrocientos, devolviendo los libres al seno de sus familias.
Un siglo más tarde dejó de ser militar esta orden, pasando a ser un instituto religioso, y sus individuos, que antes peleaban en los campos de batalla, dejaron de combatir para consagrarse a la oración en el claustro, y a la redención de los pobres cautivos, si bien conservó siempre y hasta nuestros días el nombre de Real y militar orden de la Merced.
El reconocimiento público y la piedad de los pueblos, hizo más tarde que la Iglesia Católica proclamase Santo, y colocarse sobre los altares al que los pueblos y los reyes habían proclamado el gran bienhechor de la humanidad y la gloria de su patria.
FUENTE
Muñoz Maldonado, José (conde de Fabraquer) Museo de las familias. Segunda serie (1866) Año XXIV, vol.24, pp. 122-127.
Edición: Pilar Vega Rodríguez.
NOTAS
[1] El conocido suceso del avaro, muriendo de hambre en medio de sus tesoros,-se ha atribuido a muchas ciudades y se ha contado de diversas maneras. Nosotros lo restablecemos en su primitivo origen.
Esta relación está compuesta del extracto de varios viajes, cronicones y de un sermón que sobre la avaricia oímos el año pasado en Barcelona, en el convento que fue de la Merced, en el día 24 de setiembre, festividad de la fundación de esta militar y religiosa orden. (Nota del autor) El antiguo convento hospital de los mercedarios fue demolido para construir la plaza de Castilla, conservándose el solar de la iglesia.
[2] Albigenses: 3. adj. Seguidor de una fracción de los cátaros que tuvo su principal asiento en la ciudad de Albi durante los siglos XII y XIII. (RAE, Diccionario de la lengua española).
[3] Segundón: m. y f. Hijo segundo de la casa. Por tanto, con cierta desventaja en el reparto de la herencia. (RAE, Diccionario de la lengua española).
[4] Óbolo:1 m. Pequeña cantidad con la que se contribuye para un fin determinado. 2. m. Moneda de plata de la antigua Grecia, que era la sexta parte de la dracma. (RAE, Diccionario de la lengua española).
[5] Blanca: 22. f. Moneda de vellón, que según los tiempos tuvo diferentes valores. (RAE, Diccionario de la lengua española).
[6] Sic. por Muret, en 1213.
[7] Tahalí: Tira de cuero, ante, lienzo u otra materia, que cruza desde el hombro derecho por el lado izquierdo hasta la cintura, donde se juntan los dos cabos y se pone la espada. (RAE, Diccionario de la lengua española)
[8] Sobre unos treinta millones de reales, según la evaluación de algunos numismáticos (Nota del autor)
[9] Mechero: En el candil o velón, cañutillo donde se pone la mecha para alumbrar o para encender lumbre. (RAE, Diccionario de la lengua española).
[10] BAS (Guillermo), de nación francés, segundo general de la orden de Nuestra Señora de la Merced fue elegido sucesor inmediato del mismo San Pedro Nolasco en 1249, cuando este santo fundador renunció el gobierno de su orden. Fr. Guillermo Bas empezó su generalato visitando los conventos de Perpiñán, Montpeller, Tolosa, Valencia, y algunos otros que ya entonces estaban establecidos: reunió aquel mismo año un capítulo general en Barcelona, en el cual entre otras cosas dispuso que se eligieran cuatro definidores generales, dos sacerdotes, y dos caballeros seculares, con quienes poder consultar los asuntos más importantes de la orden recibió del rey de Aragón la merced y el título de barón de Algar en el reino de Valencia con voto en cortes para sí y sus sucesores; renunció otras grandes donaciones que el rey le hizo en el mismo reino, cuando hubo este quedado libre de los moros, fundo los conventos de Vique, Játiva y otros muchos; y rescató por sí y por medio de sus religiosos durante su generalato 1400 esclavos cristianos. Y para imitar en todo a su patriarca y antecesor el gran Pedro Nolasco, quiso renunciar el gobierno de su orden; pero negósele la licencia para ejecutarlo; tanta era la confianza que se tenía de su actividad y acierto, a pesar de haber cumplido los 80 años de edad. El cielo, que oyó sus ruegos, le sacó de este mundo al año siguiente en el de 1269. Diccionario histórico o Biografía universal, Volumen 2. en la librería de Narciso Oliva, 1830. p. 338.