La leyenda de la mujer de agua
En esta misma masía de Casa Blanch, de que acabo de hablar, en el pintoresco valle de Arbucias, al pie del Montsoliu y del Montseny, es donde recogí una de esas muchas singulares — 16 — leyendas de mujeres de agua, tan populares y comunes en ciertas comarcas de nuestra Cataluña y en las sierras de los Pirineos catalanes.
La tarde era calurosa, como que estábamos a mediados de julio, y abandonamos el elegante salón para ir a buscar el fresco del campo y la sombra deliciosa de los árboles, todo lo cual hubimos de encontrar bajo la anchísima copa de la encina, verdaderamente monumental, que se eleva a pocos pasos de la casa.
Es, en efecto, una encina corpulenta y centenaria, de esas que se llaman “de desmayo”, porque sus ramas, como si tuvieran naturaleza de sauce, se doblegan e inclinan buscando la tierra, al propio tiempo que su tronco se abalanza y tuerce cual si fuese a desplomarse vencido de su gran pesadumbre.
Fue necesario un día levantar una pared para contener el declive de las tierras, que se venían abajo, y la encina tras ellas. Es un árbol que hay que cuidar y también mimar; primeramente, porque así lo exigen su grandeza y venerable senectud, y luego porque, tan antiguo casi como la propia casa, va unido a ésta, a su tradición y a su historia. Es encina que merece una visita de honor por parte de los pintores y de los poetas a quienes la suerte pueda conducir a Arbucias, pues que si en ella encuentran los unos modelo y enseñanza, en ella también hallarán los otros poesías y leyendas.
En efecto, el árbol recuerda la tradición de Casa Blanch que voy a contar, según bajo sus ramas me contaron.
Una tarde, allá en los buenos y lejanos tiempos de las leyendas, sesteaba plácidamente sondormido[1] al pie de la encina el señor de Casa Blanch, que era gallardo mancebo y atrevido cazador, cuando llegó a sus oídos una dulce voz de mujer entonando una canción de amores.
Así cantaba la voz:
Si l'aigua es plata, la mía amor,
la mía amor, menina,
la mía amor,
no pas mon cor, menina,
no pas mon cor,
que tot es or. — 17 —
El señor de Casa Blanch creyó estar soñando, y como la voz acertara a callarse en aquel momento, volvió a sondormirse para seguir su siesta. Poco hubo de tardar en dejarse oír nuevamente la voz pura, dulce, argentina, rasgando los aires, como si bajara del cielo:
Si l´ayre gela, la mía amor,
la mía amor, menina,
la mía amor,
no pas mon cor, menina,
no pas mon cor,
Movido por secreto e irresistible impulso, se levantó el mancebo, y acercándose cautelosamente al sitio donde sonaba la voz, vio a una hermosa y garrida joven, de singular y peregrina belleza, perezosamente recostada a la vera del arroyo, que era entonces linde de la hacienda. Poco tardó en entablar conversación con ella, requiriéndola de amores, y aún el sol no había desaparecido tras la región montuosa que cierra el valle, cuando ya la enamorada pareja se había jurado amor eterno, aviniéndose la desconocida a ser esposa del señor de Casa Blanch y dueña y señora de su corazón y ricas heredades.
Efectuóse la boda con toda la pompa y todo el estruendo con que se celebraban las bodas en los tiempos legendarios, y por espacio de algunos años no hubo en el mundo matrimonio más feliz, más enamorada pareja ni dicha más constante. Todo sonreía al señor de Casa Blanch. Sus campos daban opimos[3] frutos, sus cosechas no se conocieron mejores ni más abundosas de memoria de hombre, y frutos de bendición, un niño como una estrella y una niña como un sol, vinieron a ser la alegría de aquella casa bendita, hacia la cual iba cada día extendiendo sus dobladas ramas, en señal — 18 — de cariño, la encina centenaria, bajo la que había ido la voz misteriosa a despertar los sentidos del señor de Casa Blanch en sus momentos de duermevela para llamarle a nuevos destinos y abrirle nuevos horizontes.
Una sola condición impuso la gentil doncella al gallardo mancebo el día que le entregó un corazón y su mano, la de que nunca le preguntase su nombre ni su origen, ni nunca la llamara mujer de agua (dona d´aigua). El día que tal hiciera, sobrevendría una gran catástrofe, terminándose la dicha y la paz del hogar.
Accidentes de la vida, circunstancias internas de familia, hicieron, andando el tiempo, que surgiera cruel desavenencia entre los esposos. El marido, cediendo a uno de esos raptos de cólera que a veces se desencadenan de repente en el corazón, como la tempestad en los aires, amenazó a su compañera, dirigiéndole entre otras injurias estas palabras:
—¡Anda allá, tú, que ignoro de qué madre naciste! ¡Anda allá, mujer de agua!
Al oír estas frases palideció la esposa, transmudándose repentinamente en sus facciones, en sus modales, en su ser, y saliéndose de la casa, sin decir palabra, emprendió desenfrenada carrera, descompuesta, furiosa, insensible a todo, desamorada, flotantes los cabellos y la veste[4], en dirección al sombrío Montseny que ante ella se alzaba, y que parecía ex tender sus negras selvas como brazos abiertos para atraerla y recibirla. Arrepentido el esposo, tremulosa la voz y remordiente la conciencia, se lanzó tras ella dando voces lastimeras y clamoreando perdón y piedad con acentos del alma que pudieron conmover las peñas, pero no el corazón de la fugitiva. Así llegaron, uno en pos de otro, y en vertiginosa carrera, hasta la orilla del insondable y misterioso gorch negre[5], donde la mujer se arrojó desalada, desapareciendo entre las aguas a la vista del infeliz esposo.
Desde aquel día la paz huyó de Casa Blanch, y con ella la ventura. Todo fue de mal en peor para el dueño de la casa, que parecía caminar a su ruina como antes a su grandeza. Sólo una cosa singular ocurría en el seno de aquella familia. Cada mañana la casa aparecía limpia y aseada sin aderezarla nadie, y los niños peinados y vestidos con esmero y elegancia, sin que nadie cuidara de ellos.
Preguntóles un día su padre que quién aseaba la casa y les vestía, y contestaron que era su madre, la cual se presentaba todas las mañanas con la primera luz del alba, desapareciendo antes que nadie se levantara.
Una mañana el triste padre acariciando a su hija, encontró dos perlas en su blonda cabellera.
Eran dos lágrimas de su madre.
Quiso varias veces levantarse antes del alba para sor prender a su perdida esposa. Cuantas lo intentó fue en vano.
Cada mañana un letargo soporífero, un sueño de muerte se apoderaba de él, sin poder vencerlo, y sólo se despertaba cuando, alto el sol, había desaparecido su esposa.
Jamás se volvió a saber de la dama de agua; pero por espacio de mucho tiempo aparecían las lágrimas de la madre convertidas en perlas en la cabellera de la hija. Y así es cómo la casa volvió a recobrar su bienestar y su riqueza.
Durante mi permanencia en Casa Blanch, me hospedé en la estancia en que la dama aparecía y vi la puertecita de escape por donde entraba.
Excuso decir que la dama no apareció y que la puerta es tuvo siempre desapiadadamente cerrada.
FUENTE
Balaguer, Víctor: “La leyenda de la mujer de agua”, Revista Contemporánea. Año XXII. TOMO CIII. Julio –agosto 1896,pp.16— 18.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Sondormido: dormido con un sueño ligero, dormitar.
[2] Si el agua es plata, mi dulce amor,—mi dulce amor, menina,—mi dulce amor,— no así mi corazón—que es todo de oro.
Si el aire hiela, mi dulce amor,—mi dulce amor, menina,—mi dulce amor, — no así mi corazón menina,— no así mi corazón,—que todo él fuego.
[3] Ópimo: abundante, rico.
[5] Gorch negre: corriente negra