El príncipe de Viana.
Años 1460, 1461 y 1472.
(Época del reinado de Juan II el Grande de Aragón)
Non può più la vertù fragile, e stanca
Tante varietati omai soffrire.
Chén un punto arde aggihaecia arrossa e ´nbianca
Fuggendo spera i noi dolor finire....
Petrarca.
El palacio del rey don Juan segundo no era ya hermoso jardín donde las prendas de la reina doña Blanca sobresalían como flores extendiendo su inextinguible aroma por todos sus pacíficos estados.
Este precioso ramo, arrancado por el soplo fatal de una imprevista muerte, había dejado un hermoso pimpollo solitario, que solo crecer debiera a la sombra de un trono real, y con la vida de un sol inextinguible, del brillo que cual sol le trasmitiera a la par una corona regia. Más ¡ay! el hermoso pimpollo no estaba ya en el jardín, pues, trasplantado en árido lugar, su aroma no se percibía y, en vez de admirarse su gala en la floresta, solo se veía una ávida serpiente que destruía las flores y hasta tronchaba la planta, fingiendo con su silbido la aura (sic.)[1] ligera y suave del estío[2].
La reina doña Blanca había muerto; el príncipe don Carlos lloraba solo en Monserrate, esperando con la ayuda de Dios y la justicia el nombramiento de sucesor y primogénito, y Juana Enríquez, segunda esposa del monarca, detenía con aparente amor las esperanzas de su hijastro, para favorecer a sus hijos, a la par que con traidora fineza procuraba aumentar el odio que había logrado fijar —117— en el corazón del Rey contra su desgraciado primogénito.
—¡He aquí el ramo, el pimpollo y la serpiente!
Nunca había estado más combatido el corazón del Príncipe como al verse solitario llorando por su amor, que debía ocultar, por su genio y afición a las letras, que mal podía cultivar entre dudas, por la injusta indiferencia que notaba en su padre para con él, y por la incierta alternativa que le presentaban los ofrecimientos de Castilla y de su valido Beamonte, y las palabras francas y de aprecio con que los catalanes le manifestaban la poca confianza que debía tener en la ayuda de otras naciones y en la falsa protección y consejos de la madrastra.
— En caso que don Juan sea mal padre, por vos nosotros, como buenos hijos, sabremos pelear. ¡En Cataluña tan solo confiad, príncipe Carlos!
Fundado en tal confianza, el joven príncipe pasó a leer las últimas cartas que le escribía su Rey y padre, haciéndolo con interés mayor que otras veces, pues hasta entonces siempre había recibido en sus escritos nuevas cuitas y amenazas, o, más bien, afiladas saetas que doraba con expresiones de cariño la falsa Reina.
En la última carta leyó el Príncipe que las Cortes de Lérida querían aclamarle primogénito y solo esperaban su presencia para que el Rey se decidiera... En una carta el Rey manda comparecer a su hijo; en otra le manifiesta su ánimo de acceder a cuanto pretendan los catalanes; en otra le repite muchas veces el nombre de hijo; en otra le declara amor y cariño y junto a su firma va también la de la Reina.
—¡Oh, qué felicidad! ¡oh, qué esperanza !.... Envaina ya tu espada, joven Príncipe, que solo es ley y amor lo que te llama. ¡Tal vez la sierpe vil se volvió tórtola!
Y envainando su espada, lleno de esperanza y gratitud, se dirigió el Príncipe a Lérida, para verse nombrado primogénito y sucesor ante las Cortes. La ilusión del porvenir que entonces empezaba le hacía olvidar todos los recelos —118— que su corazón pudiera sentir y hasta le hacía tenaz, para despreciar los obstáculos que los ministros castellanos le presentaron en el camino, vaticinándole la pérdida de su libertad en tal viaje.
— Mi padre es padre aún — respondía el Príncipe adelantando—. Ni de su carne sabrá tomar venganza, ni en su sangre bañar aquellas manos que me esperan.
Y con esta seguridad fue avanzando el joven príncipe hasta llegar a Lérida y presentarse ante las Cortes que debían coronarle. Al entrar, vio el Príncipe a su padre que le esperaba, y no pudo menos de alegrarse como hijo; saludó con afabilidad y se dirigió a su sitio; mas, cuál fue su sorpresa al oír en aquel mismo momento la campana que indicaba la hora de levantarse el Congreso dando fin a sus tareas por aquel año.
—¡Alto, alto! ¡Señores, aguardaos!... El Príncipe de Viana os lo suplica!..—gritaba el desgraciado Carlos.
—Tarde llegasteis, hijo— respondió el Rey ocultando en sus palabras el ardid que había usado de retardar sus cartas para que el Príncipe llegara a las Cortes cuando ya fuese hora de cerrarlas.
—¿Y mi derecho? — clamaba el hijo.
— No hay derecho que valga.... afuera todos, — respondió el falso padre.
El Príncipe dio una mirada suplicativa a los diputados catalanes, y estaba ya para seguir a su padre, cuando la voz de un diputado con enérgica fuerza detuvo milagrosamente a la muchedumbre. Así decía:
“Por el fuero de prórroga yo exijo que aún duren seis horas nuestras Cortes”[3].
El Rey accedió, dando un beso en la frente de su hijo y sentándose luego con frialdad. Las Cortes propusieron, cuestionaron, manifestaron abiertamente su decisión por el Príncipe; pero las seis horas pasaron y el inocente tuvo que separarse de sus defensores.—119—
El Rey, para calmar los ánimos, pasó todo el día con el Príncipe y por la noche le mandó preparar un convite en el que debía acompañarle la madrastra.
El pueblo esperó una injuria mayor para vengarse y dejó libres a los reyes en su cena pero, mientras el pueblo esperaba, llegó el último plato del convite... llegó una cuadrilla prevenida que arrancó de la mesa al Príncipe y le sacó de Lérida por una puerta falsa, conduciéndole prisionero al castillo de Aitona, donde sufrió inmensas penalidades sin la pérdida de su libertad. Entonces empezó el fuego de su trágica vida que no pudieron apagar ni los aragoneses con su voluntad, ni los catalanes con sus ofertas y sus doblas. ¡Entonces llegó la injuria mayor que los leales esperaban!
Al mirarse el cuitado en su soledad y sin su espada, asomó un día la cabeza a los hierros de la cárcel para ver un ejército que pasaba. Era el ejército del rey don Juan que iba a reforzarse con el bando agramontés, para hacer la guerra a Cataluña levantada ya por su adorado Príncipe.
Ante todos marchaba el anciano rey don Juan con su corona.
— ¡Ah!.... ¡mi corona!!! ¡Sí! — exclamó al verla el afligido Carlos.
—¡Yo te maldigo a ti, Rey.... mas no a ti, padre! ¡Maldita tu esperanza, Rey injusto; malditas las victorias que consigas! ¡Vive, para llorar solo mis yerros: para hallarte en tu muerte sin mi alivio! Dios haga que me llores sin recurso; que no puedas gozar del desengaño; que, al quererme poner tú la corona, no sepas encontrar ya mi cabeza; que, para sostener tu injusta rabia, hayas de perder vidas a millares y a mares verter sangre de inocentes; que, al querer sojuzgar a mis soldados, sepulten tu corona las ruinas de la indómita y libre Barcelona; que no puedas gozar tranquilo nunca de esta hermosa ciudad; y finalmente, que solo borrar puedas tanta infamia con hechos tan impropios de —120— tu orgullo, que te hagan grande acaso y hasta olviden por ellos tu maldad, mis defensores!...
Y aquí iba a arrojar su espada al ejército el desesperado joven, pero, al volverse, no halló más que el libro de sus pasatiempos, único alivio en sus adversidades.
El ejército del Rey topó luego con otro ejército que no esperaba, con el de los catalanes sublevados que intimaban el reconocimiento del príncipe Carlos por primogénito y sucesor. ¡Aquí se alzó una guerra!....
Las batallas infundieron al Rey desengaños y sospechas y, por último, fue preciso aclamar al estimado príncipe por !o que deseaban sus defensores; mas, no pudo gozar el Rey de verdadera paz con su sucesor y sus vasallos, pues el primero murió de tristeza a poco de ser aclamado, y los segundos le siguieron una guerra de once años, cuyo furor solo pudo aplacar concediéndoles, además de sus exigencias, un número mayor de fueros, privilegios y confirmaciones, que no podían esperarse sino de un amigo, por lo que, el enemigo Rey llegó a merecer de la generosidad de sus mismos contrarios hasta el nombre de Grande que luego le dio Barcelona.
La Reina no volvió más a esta ciudad, para que los catalanes no recordaran el modo con que se había interesado por el Príncipe. ¡Fue prudencia! pero los fieles defensores del primogénito, interpretaron siempre esta prudencia de otro modo, y quizá esta misma causa les hizo llorar más de continuo la pérdida de su aclamado.... ¡Si hubiese sido fácil a los que lloraban registrar con su perspicacia las cartas que recibía el príncipe, tal vez en ellas hubieran hallado gotas de mortal veneno! ¡Si al dar el Príncipe su último suspiro, hubieran podido levantar los catalanes la corona que ya le cedía la madrastra, quizá hubiesen distinguido debajo a la serpiente que destruyó al pimpollo —121— mejor de la floresta y apagó la aroma de las primeras flores de aquel reino.
FUENTE:
Bofarull y de Brocá, Antonio de, Hazañas y recuerdos de los Catalanes: o, Colección de leyendas relativas a los hechos más famosos, a las tradiciones más fundadas, y a las empresas más conocidas que se encuentran en la historia de Cataluña, desde la época de la dominación árabe en Barcelona, hasta el enlace de Fernando el Católico de Aragón con Isabel de Castilla, obra escrita a imitación de ciertas baladas que compusieron en alemán, Goethe, Klopstock, Schiller, Burger y Korner, Oliveres, 1846, págs.116—121 (Leyenda XXV).
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] la aura (en lugar de “el aura”); error que se repite en “la aroma” al final del texto.
[2] El rey don Juan II de Aragón, fue casado de primeras nupcias con doña Blanca, reina de Navarra, de cuyo matrimonio nació Carlos príncipe de Viana. De segundas nupcias casó con Juana Enríquez, hija mayor de don Fadrique Enríquez, almirante de Castilla. (Nota del autor)
[3] Lo que era el fuero de prórroga, y para enterarse de la verdad histórica que encierra esta leyenda, véase el tom. III de Feliu, página 10 y 11.