La cueva del conde
Es triste que la historia se vea obligada a rechazar como a hijas espúreas (sic.) ciertas bellas y peregrinas tradiciones impregnadas de un colorido local que tanto las enaltece y, envueltas en ese sabor y perfume de los caballerescos tiempos, que tanto las hermosea.
Afortunadamente para esas galanas hijas de las nieblas, tímidas y muy a menudo históricas creaciones de la fantasía popular, afortunadamente para ellas, digo, existen los poetas que amantes las acogen, cuando los historiadores, severos ya que no injustos, las maldicen. Y si alguna vez sucede, como ya de ello se cuentan muchos casos, que la historia reconociendo una falta o deplorando un error vuelve a reclamarlas y a abrirlas sus brazos, entonces aquellas tradiciones rehabilitadas tornan púdicas, vírgenes, hermosas y frescas como salieron a los brazos de su madre, gracias a la poesía que les ha dado generosa hospitalidad y que las ha paseado, lujosamente vestidas, de hogar en hogar, de castillo en castillo, de corte en corte, haciéndolas admirar siempre, pero sin prostituirlas nunca; gracias a la poesía que las ha dado un techo bajo el cual abrigarse y un manto con que cubrir su desnudez y que las ha alimentado y nutrido sin permitir que se revolcaran por el fango y que se perdieran para siempre en el cieno del olvido.
Por esto, pues, señores, voy a contar esta tradición que se nos ofrece, aunque rechazada por la historia, recogida por la poesía, y que nuestras crónicas se han ido legando unas a otras marcándola cada una con el sello respetable y venerado de cada siglo.
He aquí, señores, cual es esta leyenda.
Más allá de Caldes de Monbuy, la célebre villa de las aguas termales, entre el pueblo de San Feliu de Codinas, que asoma en lo alto de una plataforma, pareciéndose su grupo de dispersas y rojizas casas a un puñado de dados arrojados sobre un tablero, y San Miguel del Fay, la peregrina cascada que eternamente libra a los vientos de la montaña para que jueguen sin descanso con ella su ondulante cabellera de plata, se abre la boca de una cueva que más de una vez he tenido yo mismo ocasión de visitar en mis excursiones, y que es conocida en el país con el nombre de la cueva del conde.
Los montañeses cuentan a cualquiera que oírla desee la lamentable historia que en un día de luto para Cataluña dejó tal nombre a la cueva. — 147 —
Corría el año 992. Cinco habían pasado desde la reconquista de Barcelona por Borrell II y sus esforzados hombres de paradge[1]. Los árabes, que no podían sufrir que tan presto y por tan pocos hombres se les hubiese robado una ciudad, que para ganar habían tenido que reunir tantas fuerzas y verter tanta sangre, decidieron volver a emprender una excursión con el objeto de recobrarla. Armáronse diligentes, dispusiéronse a la empresa en el secreto del silencio y en el silencio de la trama, y un día cayeron de improviso sobre la comarca catalana como una nube de langostas cae de repente sobre un campo.
El primer ímpetu de los sarracenos era irresistible. No había muralla de hierro que resistiera a su primer ataque, como no hay dique que se oponga al primer impulso de un torrente desbordado.
Los moros, desenfrenados sibaritas en mal hora llegados de Oriente, audaces y lúbricos galanteadores, nacidos en sino fatal para España toda, habían visto a Barcelona y se habían enamorado de ella. Todo lo habían por lo tanto de intentar en su descompuesto apetito para cautivar a la belleza y halagar su coquetería haciéndola reina de un serrallo[2] de ciudades.
Los moros, pues, abrigando esta intención y deseando resueltamente llevarla a cabo, entraron con grueso y crecido ejército de caballería y de infantería saqueando, asolando y destruyendo los lugares, villas, aldeas y caseríos circunvecinos, talando los campos y asesinando a los moradores, sin perdonar, como dice el cronista, piante ni mamante[3].
Supo el conde la nueva de la invasión, y como era todo un valiente y todo un héroe, Borrell II, el desdichado, salióse de su capital al frente de quinientos caballeros, los más de ellos hombres de honor e ilustre sangre, que siguiendo valerosos a su príncipe se resolvieron a morir en la demanda o a sacar de todo el condado de Barcelona a aquella extraña y bárbara gente.
Atrevida fue su empresa, osada su resolución. Eimerudis, la segunda esposa que había reemplazado junto a Borrell el amor de su primera mujer Lutgarda, vio partir a su conde y señor con lágrimas en los ojos y con el desconsuelo en el alma. Un funesto presentimiento le decía que no debía ya tornar a sus brazos aquel anciano guerrero de blanca barba pero de juvenil entusiasmo, honra y prez de Cataluña.
Partieron los quinientos caballeros siguiendo el pendón de las barras, vestidas las lucientes armaduras, templados los cortantes aceros, alias las lanzas, dejando flotar al aire sus divisas, banderolas y penachos. Todo el pueblo les acompañó con vítores hasta fuera de la ciudad, y las almenas se —148 — cubrieron de damas que estuvieron agitando blancos lienzos hasta que una nube de polvo robó el ilustre escuadrón a los ojos de todos.
Aquel mismo día encontró Borrell a los moros en las llanuras del Valles.
Era innumerable el ejército de los Ínfleles. No había dos, ni cinco, ni diez árabes solo para cada cristiano: había cincuenta, había ciento para cada uno.
Decidió no obstante atacarlos. ¿Qué se hubiera dicho de él y de su valor si no lo hubiese hecho? Borrell estaba acostumbrado a avanzar siempre y a no retroceder nunca, y sus quinientos caballeros sabían bien lo que era el valor, pero desconocían el miedo. A más, hay derrotas tan gloriosas como la más brillante victoria. Borrell no lo ignoraba y estaba por lo mismo seguro de que, vencidos o vencedores, se cubrirían de gloria.
Fue una temeridad el atacar a los moros, pero hay temeridades que honran.
Envueltos entre una nube de enemigos, perdido aquel grupo de cristianos entre un mar de infieles, en vano fue que luchasen con la desesperación del valor y con la heroicidad de la cólera. Fueron arrollados, fueron vencidos, y los pocos que no sucumbieron, arrastrando a su conde y señor, que a toda costa querían salvar, se partieron hacia los montes de Caldes, cerrado como estaba el paso a la ciudad por los moros, y se refugiaron en una cueva que abría su boca al pie de un castillo llamado de Gantha o Gante recientemente destruido por los sarracenos.
Los árabes les siguieron afanosos como tigres tras de su presa. Habían tenido apenas tiempo de guarecerse en la cueva los cristianos y catalanes caballeros, cuando ya los enemigos se apiñaban a la puerta pugnando para entrar en ella. Trabóse entonces un combate terrible y sangriento, combate mortífero y a todo trance; convirtióse aquel pedazo de terreno en un palanque[4], donde ya los catalanes no luchaban para vencer sino para vender caras sus vidas.
Caras las vendieron en efecto. Sin cuento fueron los moros que cayeron bajo la cortante espada o la pesada hacha de armas y que rodaron despeñados por las vertientes del monte.
Las hazañas que allí llevaron a cabo aquellos buenos caballeros, no fueron hazañas de hombres sino de gigantes. Dios, con la palma del martirio, y la posteridad con el lauro de los héroes han sabido premiarles.
Ninguno quedó vivo en poder de los infieles. Todos supieron perecer como buenos y como honrados. Lo mismo el conde que sus compañeros, —149 — dando que hacer más a los enemigos para apoderarse de aquella cueva que para ganar una ciudad. ¡He aquí, señores, por qué de entonces más se ha llamado aquel sitio la cueva del conde!
Cuéntase, a más, que ufanos los árabes por tal victoria, se acercaron triunfantes a las murallas de Barcelona, muda y aterrada con tan funesta noticia, y que cortando las cabezas a los quinientos cadáveres, las arrojaron una tras otra dentro Barcelona, a favor de los ingenios y trabucos que entonces usaban para arrojar piedras.
Los habitantes vieron pues, llenos de dolor y espanto, entrar por encima de los muros las cabezas de aquellos esforzados varones que al ondear de los pañuelos, al tremolar de las bandas, al vitorear de la gente hablan salido jinetes en lujosos caballos y vistiendo bruñidas armaduras, para marchar a la gloria. A la gloria habían ido en efecto. ¿La muerte de los guerreros no es casi siempre la gloria?...
En cuanto a la cabeza del conde Borrell, venerable como un santo recuerdo y de luenga y poblada barba blanca como la nieve del Montseny, fue la última que entró en la ciudad atravesada por una ballesta. El lugar donde cayó llamóse en tiempos posteriores Lloc de la ballesta que se llama también en catalán basseija, cuya palabra corrompida y transformada en la de Basseya, ha acabado por último en llamarse Basea, que es el nombre actual de la calle que recuerda aquel sitio. Las demás cabezas cayeron todas en la plazuela de San Justo.
Este hecho sangriento infundió sin duda ánimos y dio mayores bríos a los de la ciudad para resistir al ímpetu sarraceno, pues, aun cuando lo contrario pretendan algunos, no consta que Barcelona volviese a caer segunda vez en poder de la desenfrenada morisma. Es de creer que los moros, viendo que la capital se resistía y viendo acaso que se armaban para acudir en su auxilio aquellos valientes hijos de las montañas, que ya les hicieran probar un día la fuerza de su brazo, es de creer, digo, que abandonaron su empresa y regresaron, más bien que victoriosos, vencidos a sus hogares.
Así terminó, señores, su agitada vida el desdichado Borrell II. Su hijo y sucesor Borrell III o Ramón I, que de ambos modos le conoce la historia, al recoger la herencia de gloria que su padre le logaba, recogió también su herencia de venganza.
FUENTE
Balaguer, Víctor. Bellezas de la historia de Cataluña, lecciones pronunciadas en la Sociedad filarmónica y literaria de Barcelona, Volumen 1 Narciso Ramírez, 1853. pp.147-149.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Paradge: valor, en occitano.
[3] Piante ni mamante: no dejar a nadie con vida, ni hombre ni animal.
[4] Palanque: palenque. “Valla de madera o estacada que se hace para la defensa de un puesto, para cerrar el terreno en que se ha de hacer una fiesta pública o un combate, o para otros fines” (RAE, Diccionario de la lengua española).