Leyendas vascongadas. Los perros de Martín Abade.
A mis queridos amigos, Quendo y Medinabeitia
A la derecha del camino que conduce de Mondragón a Santa Águeda, muy próximo a este establecimiento renombrado y a la anteiglesia de Garagarza, se alza majestuoso el gigantesco monte de Udala, cuya elevación es tal, que su cúspide y la del severo y misterioso pico de Amboto, no muy lejano, son las que los marinos descubren primero al acercarse a las temidas costas vascongadas. La parte inferior y media del Udala está cubierta de verdes y frondosos bosques; su cima, cual la cabeza de un anciano, aparece pelada, y sus grises peñascos, que simulan de lejos ciclópeas fortalezas, se pierden casi siempre entre plateadas nubes.
Una de las estribaciones de este monte guarda oculta a todas las miradas, en una depresión del terreno, la anteiglesia de Udala, tan apartada, tan silenciosa, tan ignorada, que pudiera muy bien servir de penitente asilo a los Antonios y a los Pablos, si este retiro no fuese, en medio de su abrupta soledad, tan pintoresco y risueño y lleno de naturales encantos, como todo el país euskaro. -98-
Udala es un pueblecillo reducido y humilde; sus casas, encantadoras a los ojos de un artista, esconden la vetustez de sus agrietados muros entre copudos castaños y trepadoras hiedras y madreselvas, que rodeando de graciosas guirnaldas ventanas y techos, dan sombra, aromas y alegría a aquellas pobrísimas viviendas.
En ellas viven felices, sin embargo, unas cuantas familias que, en completo aislamiento, pasan su vida trabajando y bendiciendo a Dios, sin que ninguna haya sentido jamás la triste ambición de que su aldea ocupe un lugar en la historia. Pero si Udala no tiene historia, conserva en cambio una leyenda, lo cual vale infinitamente más, y esta es la que, tal como niños y ancianos la relatan, os voy a referir.
Allá, por la segunda mitad del siglo XVII, era, según parece, arcipreste de Leniz un abad llamado Martin, hombre de buenos sentimientos, pero de carácter vehemente, y en cuyo corazón, un tantico apegado a las cosas de este mundo, dominaba tiránicamente una invencible pasión: la caza. Este ejercicio, que en un seglar, y practicado dentro de los límites prudentes, nada hubiera tenido de reprobable, tomaba en el Abad los caracteres de una monomanía, y le hacía descuidar hasta el olvido los altos deberes de su sagrado ministerio. -99-
Ignoro si D. Martín era versado en historia profana; pero si esta no le era desconocida, puede asegurarse que a sus ojos el pueblo más famoso de la antigüedad debía ser el tebano, que pasa por inventor del arte cinegético; el monarca más grande Mitridiates, quien, según cuentan las crónicas, estuvo siete años cazando fieras sin descansar bajo techado; y los príncipes más ilustrados Alfonso el Sábio y Gaston Phebus, renombrados autores de libros de Montería.
¡La caza! ¿Era posible encontrar en este mundo nada que pudiera comparársele? Sin la caza qué fuera de la vida? Tan solo ese admirable y sin par ejercicio podía trocar en alegría y felicidad las amarguras que atormentan al hombre en el duro destierro de este mundo! Estas eran, por lo menos, las ideas del bueno de D. Martin, y tan lejos las llevaba, que más de una vez vínole alas mientes la duda de si en la mansión de los Bienaventurados, a donde por la misericordia divina pensaba llegar, habría medios de entregarse a su diversión favorita, sin la cual, repetimos, no comprendía que pudiera existir dicha completa ni bienestar cumplido. La caza era su único pensamiento, su solo anhelo, el fin de todas sus ansias; en cazar pensaba al despertar; cazando pasaba el día; proyectando excursiones cinegéticas le sorprendía la noche, y con ellas soñaba mientras su fatigado cuerpo se preparaba con el descanso a nuevas aventuras.
Más de una vez, sin embargo, debió sentir, allá en el fondo de su alma, la voz del deber que le acusaba, y en esos momentos el pobre abad, que en medio de todo tenía excelente natural, deploraba de todas veras su pasión malhadada, renegaba de ella, y se proponía vencerla por completo, para no ocuparse más que de sus tareas parroquiales. Bañábanse entonces sus ojos en lágrimas de arrepentimiento, y acudiendo en busca de remedio a su olvidada biblioteca leía con afán obras piadosas, recordaba las severas palabras con que el santo Agustino califica el ejercicio de la caza; repetíase mil y mil veces las prohibiciones que del mismo hacen a los eclesiásticos algunos Concilios, y elevando el agitado espíritu a las puras regiones de la fe procuraba meditar sobre las tremendas verdades que el gran Santo guipuzcoano estampó en su libro de los Ejercicios. ¡Vano empeño! El buen D. Martin era, por lo visto, tan débil de alma como robusto de cuerpo, y no conseguía sino acallar por breves instantes su insaciable pasión, que luego se alzaba más potente, más rebelde, más impetuosa que nunca! Inquieto, desosegado, combatido por la tentación, esfor-100- zándose por resistirla, se encerraba vacilante en la iglesia, o en alguno de los aposentos más apartados de su casa, al cual no pudieran llegar ni el canto de las parleras aves, ni el mundanal ruido, ni los alegres rayos del sol, y allí se entregaba afanoso a las lecturas espirituales, pero todo era inútil; entre sus ojos y el libro aparecían, como evocadas por un genio maléfico, mil risueñas imágenes; los tranquilos valles y los frondosos bosques, donde habitualmente cazaba, se le representaban con todo el misterioso encanto de las selvas vírgenes; veía atravesar en confuso tropel bandadas de perdices, palomas y becadas y rebaños de liebres, corzos y jabalíes, mientras en sus oídos resonaban en animado concierto cantos de pájaro, ladridos impacientes, aullidos de fieras y gritos de triunfo! Cuanto más se esforzaba por rechazar estas ilusiones con más viveza le perseguían, siendo frecuente el que se le sorprendiera leyendo las terribles meditaciones sobre los Novísimos con la sonrisa en los labios y el gozo retratado en el rostro... Y era que si sus ojos se obstinaban en fijarse tenaces en el papel, su imaginación desbordada volaba por fantásticas regiones, retratando con colores exageradamente brillantes y risueños las animadas escenas que había presenciado en sus buenos tiempos de cazador. Cuando esto sucedía-y esto sucedía casi siempre-arrojaba D. Martin con desesperación los libros, abandonaba apresuradamente su retiro, cual si quisiera huir de sí mismo; sentábase lloroso y abatido al amor de la lumbre que alegre chisporroteaba en su cocina, y procuraba distraerse presenciando los preparativos de su frugal comida; pero para atribular más y más su combatido espíritu acudían también brincando a su lado sus cariñosos y leales canes, sus inseparables compañeros de caza y sus soñolientos gatos, que a través de las espirales del humo que envolvía el hogar¡¡antojábansele liebres !!!
Soportó el Abad durante algún tiempo esta vida de lucha y de tormentos, vacilando siempre entre el deber y los deseos; queriendo sustraerse a su pasión tiránica, y sin fuerza de voluntad bastante para arrancarla de su corazón por completo; huyendo, como la mujer de Loth, del peligro y fijando al mismo tiempo la vista con complacencia en él. Tornóse sombría su mirada, palidecieron sus mejillas y agrióse su carácter, hasta que cierta hermosa mañana de primavera en que el sol inundaba todo el valle de luz y de alegría, abandonó el lecho D. Martin, abrió presuroso las ventanas de su cuarto, aspiró con avidez las auras embalsamadas de la montaña, paseó su vista volup-101-tuosamente por aquellos deliciosos riscos, contempló con éxtasis las enhiestas sierras.... y como quien toma una resolución suprema corrió a descolgar su arcabuz, llamó a sus perros y lanzóse á los bosques, entregándose con loco frenesí a aquella diversión dulce y sabrosa
Más que la fruta del cercado ajeno.
Desde aquel día cazó D. Martin mañana y tarde, a todas horas, en todas estaciones, y descuidó más y más sus sagrados deberes. En su aldea, donde el aire es tan puro y por aquellos tiempos no había médico, es natural, moría poca gente: los funerales eran extraordinarios acontecimientos, y esto dejaba más tiempo y libertad al nuevo Nemrod; pero aun las más estrictas y habituales tareas de su cargo llegaron a serle insoportables: celebraba los Divinos Oficios con una rapidez eléctrica; predicaba en taquigrafía, cantaba las Vísperas ¡en menos.... que se amordaza a un fuerista! El pueblo murmuraba, sus amigos le amonestaban, reprendíanle sus superiores, pero todo era en vano.
Cierto día en que, por una causa que la historia no menciona, fue D. Martin a decir misa a la anteiglesia de Udala, oyó, mientras celebraba el santo sacrificio, que sus perros ladraban furiosamente en la vecina selva, lanzando esos característicos aullidos que indican haber encontrado pista. Conmovióse el abad al percibirlos, cono al contacto de una pila eléctrica; interrumpió sus oraciones; cerró con estrépito el misal y escuchó con ansiosa atención; pero sacóle de ella un labrador que irrespetuoso se asomó a la puerta del templo, gritando con estentórea voz:-«Señor Abad, los perros han levantado y persiguen una liebre como un ternero!»>
Oír esto D. Martin, retirarse a la sacristía, dejando sin terminar la misa sin consideración a lo sagrado del lugar y a la sublimidad del santo sacrificio; quitarse las vestiduras sacerdotales; empuñar sus armas y lanzarse al bosque en pos de sus lebreles fue obra de un instante. Los escandalizados fieles, al cabo de un momento de estupor, corrieron indignados tras del monomaniaco D. Martin para recordarle con energía sus deberes; pero ya el Abad se ocultaba entre las nieblas que coronan la cumbre del Udala, y solo se escuchaban los lejanos ladridos de sus perros. Aquella noche hubo una furiosa tormenta, y el -102- Abad no volvió: esperáronle inquietos en la aldea, y al siguiente día salieron los vecinos a recorrer el monte, buscándole consternados en todas direcciones; pero todo fue inútil: ni en Larrino, ni en Bedoña, ni en Mondragón, ni en parte alguna del valle de Leniz se volvió a tener noticia del incorregible cazador. ¡D. Martin se había ausentado para no volver jamás!
¿Qué fue de él? Nadie lo supo, pero al cabo de algún tiempo los pastores y los moradores todos del monte Udala oyeron repetidas veces durante el silencio de la noche los furiosos y lastimeros ladridos de los perros del Abad, y sintiéronlos pasar azuzados por los furiosos gritos de éste, mientras que una ráfaga de aire cruzaba impetuosa el espacio, doblegando las ramas de los robles, agitando temblorosamente los nogales y haciendo girar en confuso torbellino los helechos y las hojas que tapizan el suelo. Era el espíritu de Martin Abade, condenado por Dios en castigo de sus culpas a andar errante y correr sin reposo cual otro Asheverus!
Así vaga desde entonces; así permanecerá hasta que se cumpla la eterna justicia y Dios se apiade del desgraciado, y así le sentiréis cruzar por las montañas, desde las abruptas rocas del Udala y los sombríos bosques que se extienden en torno de la célebre gruta de San Valerio y la hermosa villa de Mondragón hasta la humilde anteiglesia de Garagarza, y desde la excelsa cúspide del Aloña hasta las humildes y pintorescas casas de Aramayona.
Esta es la leyenda del Udala, leyenda que no pocos han de calificar de pueril y absurda, sin reparar en que cuando las fábulas encierran una enseñanza moral, lejos de merecer nuestro desdén deben ser conservadas cuidadosamente, porque en esas sencillas consejas se oculta la filosofía del pobre pueblo, escaso de ciencia, pero exuberante de sentimiento y poesía.
Lo que las disertaciones más elocuentes de muchos sabios no conseguirían tal vez hacerle comprender acerca de la criminalidad del que abandona sus deberes, y de esa ley de eterna justicia que exige tanta mayor responsabilidad cuanto más elevado y respetable sea el cargo o ministerio del que a ellos falte, todo eso lo alcanzan con sus ladridos los fantásticos perros de Martin Abade.
FUENTE
Iturralde y Suit, Juan. “Los perros de Martín Abade”, Euskel-erria, fundador y director J. Manterola, Volúmenes 4-6, septiembre- diciembre de 1881.pp. 99-102.