La sombra de D. Luis de Arce
I
El conde don Francisco había muerto en su castillo del reino de Navarra dejando dos hijos, heredero el uno de sus bienes, de sus virtudes y de su valor; el otro envidioso, malvado e hipócrita. Solo se parecían en el físico, si bien la expresión de los ojos del primogénito era más dulce y benévola que la del menor.
Durante dos años que duró la enfermedad del conde, resultado de heridas graves recibidas en el campo de batalla, Luis no se había separado ni un momento de él, mientras Mauricio se iba de caza a los montes, ocupación favorita del joven que se aburría al lado de su familia, mirando con enojo a su padre por la preferencia que mostraba a su hermano, y a este con odio porque para él habían de ser los castillos y la fortuna de Don Francisco. Vivía cerca de este otro noble señor, compañero de armas del anciano, viudo también, con una hija de rostro hermoso y alma no menos bella, prometida esposa de don Luis, con el que iba a casarse, cuando la muerte del conde hizo aplazar la boda para un año más tarde. -81-
También Mauricio, rival en todo de su hermano, estaba prendado de los hechizos de la encantadora Isabel, y sufría el mayor tormento, el de los celos, cada vez que la niña fijaba sus azules ojos con expresión dulcísima en los de su amante.
Al morir don Francisco, su hijo menor, después de verificarse el entierro con gran pompa, se dirigió al aposento de su hermano, que triste y pensativo se hallaba solo en él, y le dijo:
- Luis, tú crees ahora perdón tú eres ahora el único dueño de la fortuna de nuestros padres, yo nada poseo y de ninguna manera puedo permanecer en el castillo donde por la tiranía de las leyes soy aún menos que un servidor. Nuestro padre me dio un día elegir entre dos carreras, la de monje o la de guerrero, y como prefiero la última, voy a partir buscando para para compañeros de armas algunos amigos de la infancia que, como yo, han quedado sin bienes por ser segundos de casas nobles. Siento alejarme de ti, a quien he profesado siempre un cariño sincero, pero me obligan a ello las circunstancias.
-Mauricio-respondió Luis con conmovido acento-tú eres tan dueño de este castillo de la herencia de nuestros padres como yo. Cuanto tengo es tuyo a punto de, entre dos buenos hermanos no puede haber diferencia de fortuna ni de nada. Me darías un gran disgusto si no dispusieras de todo lo mismo que dispongo.- 82-
- Eso lo crees hoy. Pero cuando te cases, acaso tu mujer te haga variar de ideas.
-Isabel te quiere como a un hermano, y no torcerá mi voluntad.
-Tendrás hijos….
-No sabrán nunca que tu fortuna y la mía es una sola. Creerán que posees una propia, y aun cuando yo muriese no te harían un cargo por el empleo que de tus bienes hicieras. Quédate, pues, a mi lado, que tu compañía, lejos de ser una traba para mí, me causará el único placer que puedo sentir en este instante.
Mauricio se dejó convencer, y con emoción fingida se arrojó en los brazos de su hermano.
II
Un año después Luis pidió de nuevo la mano de Isabel a su padre y se fijó la boda para principios de diciembre. La joven le amaba con ternura y cifraba su única dicha en aquel enlace. Mauricio sufriendo el martirio de los celos, sintiendo pena, ira y envidia por la suerte de su hermano, pensaba día y noche como evitaría el casamiento que había de labrar su desventura eterna y su reina.
-Hermano-le dijo un día Isabel dándole anticipadamente un hombre tan dulce-Luis y yo hemos decidido de acuerdo con mi padre ir mañana al monte de caza; ¿queréis acompañarnos? 83-
- No sé si podré-balbució el joven.
- Nada de excusas, o creeré que os molesta mi presencia.
-¡Molestarme, cuando no puedo vivir sin veros, sin hablaros y sin oídos!
-Agradezco la lisonja, pero no me convencéis; es preciso que vayáis con nosotros para que no se disguste Luis que tanto os quiere.
-¡Siempre Luis!- exclamó Mauricio coma todo es para él, amor, fortuna, consideración, honores.
Y dicho esto se separó de Isabel, que al quedar sola se preguntó sorprendida. ¿Qué le sucederá? Pero al ver a su amado que se dirigía hacia ella, no volvió a pensar en Mauricio.
Al día siguiente salieron muy temprano la joven, su padre, los dos hermanos y Sancho el escudero de Luis. La mañana era clara, pero fría, la nieve cubría la cima de los montes, los árboles extendían sus brazos desnudos, no divisándose más vivienda que los castillos del conde y de su viejo amigo.
Isabel y Luis conversaban alegremente, la fiesta no ofrecía más atractivo para ellos que la de hallarse juntos. Mauricio no tardó en adelantarse, y pronto le perdieron de vista a sus compañeros de expedición.
La caza se presentó abundante puente de coma el anciano y Sancho mataron muchas reses, riéndose el primero de la distracción de Luis que no pensaba en perseguirlas.
-Os juro-dijo el joven-que he de echar por tierra la primera que divisemos.
Una corza acosada por los perros cruzó por el monte a corta distancia de los cazadores, y como Luis no le alcanzase al intentar herirla, corrió tras ella, a pesar de los ruegos de Isabel que no quería que se alejase. Sancho fue el único que siguió alguna distancia a su señor.
-¿Por qué no dejas a Luis que cumpla su palabra?-preguntó a Isabel su padre- ¿Qué temes? ¿Que recelas? Es un gran cazador y no persigue a un animal feroz que pueda quitarle la vida.
-Ese no, pero en el monte hay lobos, osos y jabalíes.
-No llegará al sitio donde se ocultan.
Tranquilizada la joven siguió su camino, cazando en el monte largo rato; pero fatigada de aquel ejercicio, se sentó en un banco de piedra, esperando el regreso de su amante.
-¿No habéis oído padre?-preguntó de repente la joven.
-¿El qué A
-Un grito agudo, triste y prolongado, un gemido de agonía.-
-No he escuchado más sonido que el de las hojas secas que arrastra el viento, el del agua del torrente y los ladridos de los perros que se impacientan porque hemos interrumpido la caza.
- No, padre, un hombre ha sido asesinado tal vez. -85-
-Delirios: ya te convencerás de que no es nada.
Una hora después llegaba Mauricio jadeante, con las ropas en desorden, sin armas, alterado el rostro por el terror o la pena, temblorosa y convulso.
-¡Qué desgracia!-exclamó- mi hermano, mi pobre hermano…
- ¡Qué decís! -le interrumpió Isabel.
-Luis ha sido asesinado en el monte.
La joven cayó sin sentido, en los brazos de su padre, mientras Mauricio se entregaba la desesperación más violenta-
Avisado los servidores del castillo de Arce, acudieron al sitio del siniestro, cogiendo el ensangrentado cuerpo de su amo, que depositaron en la capilla, jurando que le vengarían si lograban descubrir al asesino. La gente designaba como tal al escudero Sancho, que había desaparecido sin que nadie pudiese averiguar su paradero.
III
El dolor, como la alegría, no puede ser eterno; al inmenso a pesar de los primeros meses sucedió el abatimiento; a este la resignación, y Mauricio entró en posesión de los bienes de su hermano, si no contento por lo menos tranquilo. Esto opinaban sus amigos y criados sin que ni los unos ni los otros tuviesen queja de nuevo dueño del castillo de Arce.
Visitaba con frecuencia a Isabel, y esta, que al principio no le amaba, al ver lo constante de su afecto, que se sometía a cuantas pruebas se le imponía, y sobre todo que su semejanza con Luis era cada vez más notable, acabó por corresponderle. El anciano le concedió la mano de su hija como en otro tiempo se la había concedido al hermano mayor, decidiendo que la boda se celebraría en la capilla sin aparato alguno. Pocos fueron los convidados a la fiesta. La novia estaba resplandeciente de belleza y elegancia, el novio triste y preocupado. El sacerdote subió el altar profusamente iluminado y adornado de flores naturales, y a arrodillarse los jóvenes empezó la ceremonia con voz conmovida; era el mismo que debía haber casado a Luis con Isabel. Antes de que la dama pronunciase las palabras que habían de probar que aceptaba a Mauricio por esposo, el nuevo señor de Arce vio adelantarse hacia él, con negro con lento paso, una figura vestida de negro; tenía el mismo porte, igual estatura que Luis, pero más que un hombre parecía una sombra confusa, en la que todo era oscuro y vago. Se colocó a la izquierda de los novios sin que nadie más que Mauricio advirtiese su presencia. ¿Iba a impedir aquel enlace?
Esto tenía el conde, pero el fantasma no se movió mientras duró la ceremonia, y al terminarse siguió los desposados sin -87- que hubiese nada de hostil ni de amenazador en sus ademanes.
-¿Qué personas van con nosotros? dijo Mauricio Isabel por saber si su esposa veía como él aquella sombra de su hermano.
- ¿No te has fijado en ellas- murmuró la joven-¡Extraña pregunta! Mi padre, mis tíos, los señores de Linares y el duque de...
-¿Nadie más?-interrumpió Mauricio.
-Nadie.
-¿Pues quién es ese señor vestido de negro?
-No hay sino mi padre que lleva un traje así.
El conde no insistió; la sombra no era visible más que para él. Cuantas veces intentó hablar de ella, el fantasma se lo impedía colocando un dedo en su boca para imponer silencio, y Mauricio, que tenía miedo a aquella sobrenatural aparición, obedecía la orden del antiguo señor de Arce.
Desde aquel día en todas partes y casi a todas horas la sombra de Luis le perseguía, colocándose cerca de su esposa y de él sin que Isabel lo notara, y a medida que pasaba el tiempo, Mauricio amaba más a su esposa y temía más al fantasma. Ella era buena y fiel y quería su marido, aunque no con aquel fuego con que hubiese adorado a Luis.
Tres hijos nacieron de aquel matrimonio, y a su bautizo no faltó nunca la sombra -88-. Cuando el sacerdote echaba el agua sobre sus puras frentes como aquellas se aproximaba a los niños, se inclinaba sobre ellos y parecía estudiar cuál sería su porvenir, observando sus infantiles rostros. Y Mauricio había creído advertir que la suerte del mayor sería funesta, y había rodeado siempre de cuidados al que más tarde había de ser su hijo predilecto.
Crecieron los niños, se hicieron hombres y el fantasma no desaparecía como si esperase alguna cosa. La primera juventud de Isabel y Mauricio había pasado. Ella estaba siempre hermosa, pero su belleza era más triste y más severa; él había envejecido mucho, sus cabellos encanecían, profundas arrugas surcaban su frente; no dormía ni vivía en paz ni un instante. Al verle mirar atentamente el vacío, muchos le tomaban por loco, y en balde su familia le interrogaba apesadumbrándose por su oculta pena; él estaba cada vez más abatido a causa de la persecución de la sombra de don Luis de Arce.
IV
Era una noche fría de invierno, la víspera del aniversario de las bodas de Isabel y Mauricio. Se preparaban para el siguiente día grandes fiestas, a las que debían asistir los dueños de castillos no lejanos. En una espaciosa sala se hallaban reunidos los -89- señores de Arce y una parte de sus servidumbre, cuando un joven paje anunció la llegada de un trovador que pedía hospitalidad, esperando que no se la negarían.
-Hacedle pasar- dijo Mauricio.
Entró el trovador, que representaba unos veinte años; era de bella y simpática figura, y su deteriorado traje indicaba que venía de alguna remota a tierra.
Para entretener a los señores del castillo en torno con dulce voz varias canciones, unas amorosas, otras tristes recordando la patria, otras galantes dedicadas a la castellana Isabel. Esta las escuchó con agrado, Mauricio con alguna distracción y sus hijos con deleite.
-Debe ser entretenido ir como vos de pueblo en pueblo con el laúd cantando-dijo uno de ellos.
-No tanto como pensáis, señor-murmuró el artista-yo he venido aquí para cumplir una promesa.
-¿Hecha hace mucho tiempo?
-Pocos años.
-Trovador-preguntó Mauricio al joven-¿sabéis algún romance para entretenernos?
-Ciertamente, señor-contestó él- he aprendido muchos y no creo que el que voy a recitaros os desagrade.
Todos guardaron silencio, y el mancebo después de dirigir una mirada a su auditorio, empezó con voz clara y sonora la siguiente composición: -90-
¿Por qué está triste el señor,
el señor de este castillo,
el que tiene mil vasallos
y es poderoso y querido?
La castellana le adora
y le respetan sus hijos,
de todos sus servidores
más amado es que temido.
Es bueno y hospitalario,
que albergue da el peregrino
que se aproxima a su puerta
con sed, con hambre o con frío.
El rey le distingue siempre
aumentando sus dominios,
y al moro temor inspira,
pues cien veces le ha vencido.
¿Qué causa sus pesadumbres,
sus disgustos y su hastío,
si es el noble caballero
poderoso, amado y rico?
¡Ay! No bastan la riquezas,
ni el amor, ni el poderío
para labrar la aventura
de aquel valiente caudillo.
Él no descansa de noche,
sufre de día un martirio
que no comunica a nadie,
queriendo ignorarlo él mismo
tiene las manos manchadas
de sangre de un fratricidio,
llamándole su conciencia
con sorda voz asesino.
Y aunque de las fiestas busque -91-
el continuo bullicio,
aunque venza en las batallas
a mortales enemigos;
ni los triunfos, ni los goces
de un hogar dulce y tranquilo,
la sombra del muerto alejan
ni de su conciencia el grito.
Guardó silencio el trovador, al que todos felicitaron, menos la Castellana y su esposo.
Ella exhaló un suspiro, él bajó la cabeza como abrumado por un recuerdo.
- ¿Acaso- preguntó el joven- a los señores Condes no les agradó mi romance?
-Sí, contestó Isabel, ¿quién nos lo ha enseñado?
-Mi padre, señora-me lo enseñó.
-¿Cómo se llamaba vuestro padre?
-Sancho-que era-escudero de don Luis Arce.
-¡Ah!-exclamó la dama-¡del hermano de mi esposo!
-¿Es posible? Si lo hubiera sabido no lo hubiese recitado; ahora me explico vuestro silencio cuando terminé... como el conde murió a traición ...
- El día que le mataron-prosiguió Isabel con voz trémula- el escudero Sancho desapareció…-¿Y no sabéis por qué? Oíd una historia, señora, que acaso ignoráis.
Mauricio iba a interrumpirle para que no -92-evocase tan crueles recuerdos, pero la sombra de su hermano se interpuso como otras veces entre su mujer y él, e hizo un imperioso ademán para que callarse.
-El conde don Luis Arce - empezó el trovador, al que todos oían en religioso silencio- salió una mañana de caza con su escudero, y de otras personas cuyo nombre no hace al caso.
Era valiente el caballero hasta la temeridad, y alguien le advirtió que no es internarse en el monte; pero él, desoyendo sus consejos, siguió persiguiendo una res hasta que mi padre le perdió de vista. Continuó, sin embargo, su camino y desde lejos, sobre una altura que dominaba el terreno, vio a su amo tendido en tierra junto a un hombre, cuyas facciones no pudo descubrir, que acababa de asesinarle. En balde quería lavar la sangre de su puñal, y este debía ser muy conocido, y temer el matador que se descubriese por él el crimen, porque viendo que las huellas no desaparecían, lo metió bajo tierra, al pie de un árbol que señaló con una cruz. El escudero llegó junto a su señor cuando el infame había huido, y viéndole muerto y temiendo que le acusaran de semejante delito, después de cerrar los ojos entreabiertos de don Luis y murmurar una oración, vertiendo sinceras lágrimas se alejó del país jurando no volver hasta que pudiesen vengar a su amo.
-¿Y lo cumplió?- preguntó Isabel. -93-
-Tal era su intento; pero una noche se le apareció en sueños la sombra de don Luis Arce, y le dijo: “el que has sospechado que era mi asesino lo es en realidad, pero no quiero que manches tus manos con una sangre que siempre juraste defender. Yo me he encargado de mi venganza, no me separo ni de día ni de noche ni matador, que al verme ha perdido la salud, la dicha y la tranquilidad: no es preciso más para la expiación de un crimen.
- ¿Y después que ocurrió?
- Mi padre no volvió a Navarra y murió en Galicia, encargándome viniese para saber la terminación de la historia.
-Habéis hablado de fratricidio…
-El asesino era como un hermano para don Luis, ¿qué nombre darle si no ese?...
-Trovador-interrumpió Mauricio-es tarde y hora de retiraros. Si queréis descansar, contad con una habitación en el castillo.
-La acepto hasta mañana, señor conde. Al rayar el alba me retiraré.
V
Ya a solas en su cuarto, el mismo que en otro tiempo ocupó el escudero Sancho, el trovador dejó su laúd y se dispuso a acostarse en el lecho. Llamaron suavemente a la puerta y un instante después penetró en aquel aposento el hijo mayor de los condes-94- Mauricio Isabel. Era un apuesto joven, más parecido a su madre que a su padre, el ídolo de este, su esperanza como a su único consuelo en medio de los pesares que le abrumaban.
-Trovador-dijo tímidamente-vengo a pediros un servicio.
-¿A mí? – preguntó él, asombrado.
- Sí. ¿Es cierta la narración que hemos oído?
-Ciertísima.
-¿Conocéis este país?
-Mucho, por habérmelo descrito mil veces mi buen padre.
-¿Sabéis dónde está el árbol señalado con una cruz?
-Lo sé.
-¿Queréis guiarme?
-¿A estas horas?
-Al momento, si es verdad que partís mañana.
-¿Es fácil salir sin que nos vean?
-Muy fácil si soy yo el que lo intento.
-¿Y habláis formalmente?
-Sí.
-En este caso estoy a vuestras órdenes.
-Pues seguidme primero y guiadme después.
Salieron con sigilo de la habitación, y los guardias del castillo y los dejaron partir libremente.
Sin pronunciar una palabra tomaron el camino del monte, andando el uno al lado -95- del otro mudos y pensativos…. El cielo estaba despejado, tachonándole millares de estrellas. La luna brillaba en todos los esplendor y dominando con su clara y poética luz los escabrosos senderos. El monte por un lado, profundos precipicios por el opuesto; el agua corriendo a veces con dulce murmullo, otras saltando en alegre cascada, otras despeñándose en atronador torrente; el silencio y la soledad en cuanto se refiere a los seres humanos; he aquí lo que rodeaba el trovador y al hijo de los condes.
Después de más de una hora de camino, el primero de ambos jóvenes se detuvo, buscó un árbol entre varios, mostró a su compañero una cruz, que aunque hecha muchos años antes se conservaba clara y distinta, y murmuró.
-He aquí el árbol; el arma debe estar a su pie.
No sin n trabajo lograron sacar un puñal enmudecido, que el hijo de Mauricio guardó con respetuoso cuidado.
-¿Que más deseáis?-preguntó el trovador.
-Nada: alejémonos de aquí.
Y tomaron la senda más próxima para llegar al castillo.
VII
A lucir el alba partió el trovador sin despedirse de los señores de Arce -96-. La condesa se hallaba sola en sus habitaciones, cuando entró su hijo mayor que se nombraba Luis, como su tío.
-Madre-le dijo con dulzura-en la torre del Norte he encontrado varias armas que dicen deben ser de los antiguos dueños de este castillo; he cogido una a la casualidad y aquí la traigo para que me digáis si es cierto.
Dejó en sus manos un puñal y la condesa al verlo se puso pálida.
-¿Qué os recuerda esa empuñadura?-preguntó el joven.
-Hace veintitrés años, murmuró Isabel, un viejo florentino trajo dos puñales como estos al castillo, donde mi padre y yo nos hallabamos casualmente. Tu tío Luis Arce los compró porque afirmó no haber visto nada más bello ni mejor trabajado; no se encontraban otros iguales; dio uno a tu padre y el otro lo guardó para sí. Poco después jugando con el arma, se hizo Luis una ligera herida, y como yo llorase al ver su sangre creyendo más serio aquel incidente, cuando juntos salimos al monte, tu tío arrojó el puñal al río por haber causado mis primeras lágrimas.
-¿De modo que este debe ser el de mi padre?
-No hay duda ninguna.
-¿No se lo robaron jamás?
-El último día que fuimos de caza con Luis, lo llevaba. ¿Pero por qué me haces todas esas preguntas? -97.
-Me ha interesado el hallazgo, y …. nada más…
Guardaron un instante de silencio y el joven prosiguió:
-Dicen en la comarca que don Luis Arce era muy rico y que sólo por su muerte heredó mi padre sus bienes, añaden que debíais haberos casado con él y su prematuro fin os llenó de pena y de espanto …
-Sí, hijo. ¿A qué evocar estos recuerdos?
-Que mi padre os amaba en vida de su hermano, y que anhelaba casarse con vos, que no le queríais….
- Luego ha sido muy bueno y generoso para mí.
-No lo dudo, os amo demasiado y quiero mi padre lo bastante para creer en vuestras frases. Madre, dadme un beso, me marcho de caza.
La condesa le abrazó con cariño y el joven se dirigió hacia su cuarto. Al pasar por el de Mauricio, cuya puerta estaba abierta, vio su padre pasearse con agitación como quisiera alejar a algún ser invisible que lo persiguiera, y observó por primera vez que en su rostro estaban impresas, no las huellas del dolor, sino las del remordimiento.
-Ya no podré amarle, ni respetarle jamás, murmuró: se ha manchado de las manos con su sangre: que Dios nos perdone a los dos.
Y aquel joven, casi un niño, tuvo horror de la vida que le esperaba al lado de un padre -98- asesino y fue a buscar para morir el lugar donde mataron a Luis, hiriéndose con el puñal con que le hirieron.
VII
Aquella noche algunos aldeanos llevaron al castillo el cadáver del primogénito de los Condes de Arce; su madre no le sobrevivió mucho tiempo; Mauricio, perseguido sin cesar por la sombra de su hermano, acabó por perder el juicio, y sus hijos menores, sin apoyo y sin guía, se entregaron a todo género de excesos, malgastando sus bienes y dejando que se destruyera su castillo. Con ellos distinguió aquella familia, cuyo triste fin cantó el trovador en un sentido romance y recitó muchas veces, sin que causase el singular efecto que produjo su principio a Isabel y su esposo.
Hoy no se conserva de aquella señorial vivienda más que una torre en la que las aves nocturnas tienen su nido, y un montón de ruinas que nada recuerdan su pasado esplendor. Acaso en algún señalado día vaya aún a visitarlas, no la sombra de don Luis de Arce, que descansarán paz en el reino de los justos, sino la de su criminal y desventurado hermano.