¡Paz a los muertos!
(TRADICIÓN)
I
Orad por los difuntos;
que no es la misericordia
de Dios más dura que las
entrañas de la tierra...
Sombrío como un mal pensamiento, fuerte como un atleta, elevábase a orillas del mar el castillo de Valdecoz. Encaramado sobre un peñasco, descansaban sus cimientos sobre la roca viva; su gran rampa levadiza que reforzaba la puerta, miraba hacia el mar, y su torre del homenaje se elevaba orgullosamente hacia el cielo, rematando en una enorme águila rampante sobre el firmamento, que oprimía entre sus garras un blasón roto. Hubiérase dicho que aquel gigante de granito se alzaba en su soberbia, diciendo al mar: Te desprecio. -A las rocas. -Te domino. -Y al cielo, decía impotente: ¡No te alcanzo!...
-Nadie le habitaba: cerrado como una tumba, reinaba en él un silencio aun más lúgubre que el de la soledad: aquel silencio parecía el de la muerte. Roto el soberbio blasón que en la torre del homenaje sostenía el águila entre sus garras, parecía que, desplegando esta sus alas de piedra, iba a huir de allí graznando aterrada: -¡Lo que he visto!...
La hiedra, fiel amiga de las ruinas, había coronado una lápida corroída por el tiempo y los temporales, en que por debajo de una estrecha saetera, se leía: Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat.
Al leer aquella inscripción, que como único nombre y única historia se descubría junto a un escudo destrozado, hubiérase dicho que la cólera divina había venido a sustituir a la vanidad humana, en el dominio del castillo de Valdecoz. Su último señor, llamado el Malo, desapareció cazando en un bosque, que formaba el límite de su señorío: tres meses antes, su hijo único Ferrant, llamado el Bueno, había desaparecido también, ignorándose su paradero.
El tiempo, gran descubridor de misterios, ha conservado, sin embargo, una tradición del castillo de Valdecoz, que, viniendo de padres a hijos, llega hasta nosotros, ennoblecida con el polvo de los siglos, y bautizada con más de una lágrima de ternura: tradición que reconoce por origen la sencilla fe de nuestros antepasados, o quizá alguno de esos prodigios de que se sirve Dios para despertar el arrepentimiento en el corazón del malvado y mantener la confianza en el del justo.
Bien se nos alcanza que estas tradiciones, siempre sencillas y poéticas, al par que profundamente religiosas, no encuentran hoy el santo eco que merecen. La despreocupación es la primera preocupación de este siglo, que se empina sobre el escepticismo, creyendo subir al pedestal de la más alta superioridad intelectual, y consigue tan sólo encerrarse en el mezquino círculo de ideas triviales que alcanza y comprende. Mas no por eso dejaremos nosotros de recoger estas tradiciones, cual santas reliquias de la fe de nuestros mayores que venerar, ni dejaremos tampoco de narrarlas, cual hermosos ejemplos que imitar.
Niéguelas en buen hora el que no las crea: pero no se juzgue por eso superior a los que tenemos la dicha de creerlas y venerarlas. A cualquier necio le es dado negar más de lo que puede probar un filósofo; y es por otra parte la sonrisa del escéptico demasiado fácil y vulgar, para ser de buen gusto ni de buen tono.
II
Una mañana de octubre, volvía el Castellano de Valdecoz al frente de sus hombres de armas, de saquear un territorio vecino con cuyo Señor mantenía añejas rencillas. Cautivo este de su enemigo, esperaba, con esa altivez de espíritu que en la adversidad es madre del heroísmo, ser colgado del águila que, cual la imagen de la soberbia, coronaba el castillo de Valdecoz.
En vano el caritativo Ferrant, pidió a su padre el perdón del prisionero, recordándole que el verdadero valor se corona, como el mérito con la modestia, con la clemencia hacia el vencido. Para vencedores como el Castellano de Valdecoz, no hay más ley que la de Breno -¡Væ victis!(5)- y desoídos por eso los ruegos de la compasión, fue cumplida la bárbara sentencia. Pendiente el cadáver del águila, que parecía cebar su corvo pico en aquel horrible trofeo de la muerte, había de permanecer allí hasta que fuese pasto de los buitres.
Ferrant se retiró horrorizado, y al mismo tiempo que las blasfemias del padre, subían al cielo las oraciones del hijo. A la media noche, el piadoso doncel salía cautelosamente de su estancia: con el mayor sigilo subió a la torre del homenaje, y cargando sobre sus hombros el cadáver del desgraciado caballero, le dio sepultura en la playa, al pie de una roca a que no llegaban las mareas.
Imposible es describir la cólera del Castellano, al notar la desaparición del cadáver de su víctima. Todos los del castillo temblaron por Ferrant el Bueno: mas tranquilo él como la buena conciencia, sereno como el que cumple un deber, se presentó a su padre, confesándose autor de aquella obra que era para el Castellano un delito. En este la sorpresa, adormeció a la cólera por un momento.
-¡Desgraciado! -exclamó: ¿qué razón tuviste para desobedecer mis órdenes?
-Dar paz a los muertos, ya que vos dais muerte a los vivos -respondió Ferrant, con la dulzura del respeto que contiene y la firmeza de la convicción que no se doblega.
-¡Paz a los muertos! -barbotó el Castellano, lleno de rabia y desprecio. ¡Más que mallas y capacete, una cogulla mereces!... ¡Pero no lograrás tu intento... te lo juro por la barba!... ¡Tú mismo vas a volver el cadáver de ese traidor al sitio que ocupaba!... Ferrant se negó resueltamente a cumplir la orden impía de su padre, porque sabía que la autoridad paterna tiene un límite, que termina donde lo que es bueno y justo acaba. Como el cable que flexible pero fuerte resiste al embate de las olas, resistió sumiso pero firme a las amenazas del Castellano.
Entonces aquel padre desalmado, en cuyo corazón ahogaba el crimen la voz de la naturaleza, arrojó a Ferrant del castillo; y el caritativo doncel abandonó los dominios de sus mayores, solo, desvalido, llevando en su escarcela, como único tesoro, una flor que había cortado en la tumba de su madre.
Pero en vano trató el Castellano desde la partida de Ferrant, de distraer en la guerra y en la caza la negra melancolía que también desde entonces le roía el alma: el primer dolor con que el remordimiento hiere la conciencia del criminal, es con la impotencia de deshacer su crimen.
Una mañana el Castellano, más triste y taciturno que de costumbre, salió a cazar en un espeso bosque que formaba el límite del señorío, y en vano sus hombres de armas le esperaron un día y otro día, porque el Castellano de Valdecoz no volvió nunca.
A poco decíase por los alrededores que en el silencio de la noche salía de aquel bosque una voz tristísima, tristísima, que clamaba: -¡Paz a los muertos!... ¡Paz a los muertos!...
Los años, cuya rapidez aterra cuando se cuentan pasados, pero que parecen una inmensa cadena de días cuyo último eslabón se pierde en la eternidad, cuando se miran en el porvenir, cambiaron el aspecto del señorío de Valdecoz: los niños se hicieron hombres, los hombres se hicieron viejos, los viejos se hicieron... polvo!
Ya no resonaban en el castillo los cantos de los hombres de armas, ni la bocina del vigía de la torre del homenaje anunciaba el día, el medio día y el crepúsculo: solitario, cubierto de esas yerbas que el tiempo y el abandono hacen nacer en los edificios, como las penas y los años hacen nacer canas en la cabeza del hombre, parecía oprimido más por el peso de una maldición que por el de los siglos. En su soledad, desmoronábase viejo, caduco y sombrío, y renegando de su fortaleza, pedía, cual el Judío errante, por única gracia la muerte. Sólo aquella voz triste, tristísima, continuaba a la media noche resonando en el bosque, con el afán del que pide, con la tristeza del que se queja, con la angustia de un lamento. -¡Paz a los muertos!... ¡Paz a los muertos!...
Ferrant el Bueno volvió al señorío de su padre, después de haber combatido a los árabes como simple soldado, durante los veinte años que duró su ausencia. Al pasar por el bosque era la media noche, y más triste que nunca llegó a sus oídos el misterioso lamento: Ferrant se sintió sobrecogido por ese terror misterioso que infunde siempre lo sobrenatural hasta en los ánimos más esforzados: encomendóse, sin embargo, a la Virgen María, y entró denodadamente en la espesura.
Abríase en medio del bosque un gran círculo árido y triste, que contrastaba con la verdura de los árboles que, como horrorizados, no osaban traspasar aquella extraña circunferencia: en su centro vio Ferrant destacarse a la luz de la luna, un cadáver informe, sucio y medio podrido.
¡Cosa rara! aquel cadáver tenía abiertos los ojos, como si la muerte mirase y pidiese algo a la vida. Ferrant se aproxima poseído de un religioso terror, y da un grito terrible al reconocer a su padre en aquella masa inerte.
Pasados los primeros trasportes de sorpresa y de dolor, Ferrant intentó abrir con su hacha de armas una fosa en que sepultar el cadáver de su padre: pero la tierra, dura, como lo había sido el corazón del Castellano; seca, como lo fueron sus ojos; repelente, como lo fue su mano para la desgracia, rechazó el acero, cual si fuese duro mármol, negándose a dar una tumba al Castellano de Valdecoz. Ferrant vio la mano de Dios, que castigaba al impío.
Pero aquel impío era su padre, y el buen hijo oró, rogó humilló su frente sobre aquel suelo, instrumento de la justicia divina; y las lágrimas, que todo lo borran, que todo lo alcanzan, corrieron abundantes de sus ojos, viniendo a humedecer la tierra y a ablandar sus entrañas.
Ferrant vio entonces que ésta se abría lentamente por sí sola, dejando aparecer una fosa, en que el piadoso hijo depositó el cadáver de su padre.
Los villanos de Valdecoz no volvieron a oír nunca aquel grito que pedia:
¡Paz a los muertos!
FUENTE:
Coloma, Luis. 4ª ed., Colección de lecturas recreativas, Bilbao, Administración del "Mensajero del Corazón de Jesús", 1887.