La leyenda de la torre
Voy a referirle a Vd. ahora la sombría leyenda de la torre de Moncada.
Por los años de 1379 fueron pactadas paces, después de una larga y sangrienta guerra, entre el conde Armagnac y Gastón Febo, conde de Foix y soberano del Bearn. Decidióse por estas paces, entre otras cosas, que Gastón, hijo del monarca bearnés, se casaría con la hija del conde de Armagnac, conocida por su belleza y gracia con el nombre de la gaya Armagnagaise. -p.319-
Los desposorios del joven Gastón y de la bella Beatriz, se efectuaron el 4 de abril de aquel año 1379 en el castillo de Manciet, pero la boda no debía efectuarse jamás. Una sangrienta tumba iba a ser el tálamo nupcial del apuesto doncel.
Decidióse, que antes de consumarse el matrimonio, el joven Gastón iría a visitar a su madre Inés de Navarra, la cual, separada de su esposo Gastón Febo, por cosas que no son de este lugar, habitaba tiempo hacía en los estados de su hermano el rey de Navarra, conocido por Carlos el Malo.
El mancebo, que era un gallardo joven de quince a diez y seis años, partió en efecto para Navarra. En mala hora fue para él y para el país de Bearn. Acogiósele con verdadero cariño en la residencia real de Olite, y allí permaneció algunos días con su madre, sin que sus ruegos e instancias pudiesen alcanzar de ella que regresara con él al Bearn. Inés le preguntó si el conde de Foix, su padre, le había dado el encargo de llevársela consigo; pero como el mancebo contestó que nada le había dicho en este punto, Inés no se decidió a seguirle, y permaneció en Olite.
Luego que de su madre se hubo despedido, el doncel pasó a Pamplona para saludar a su tío el rey de Navarra, el cual le acogió muy bien, le hizo permanecer diez días en su compañía, y después le despidió colmándole de regalos. Uno de los regalos que le hizo fue la muerte.
En el acto en que el heredero de Bearn se disponía a ponerse en camino, Carlos el Malo le llamó aparte, y haciéndole entrar en su cámara, le presentó una bolsa llena de ciertos polvos.
—Gastón, sobrino mío, le dijo el rey, vais a hacer lo que os diré y por Dios vivo os suplico que no os apartéis de mis instrucciones. Ya sabéis el grande e injusto resentimiento que vuestro padre el conde de Foix guarda contra vuestra madre, mi hermana, lo cual me desplace en gran manera y mucho debe desplaceros a vos también. Sin embargo, para ponerlas cosas en buen punto y a fin de que vuestra madre recobre el cariño de su esposo, tomareis un puñado de estos polvos y los pondréis en uno de los alimentos que haya de comer vuestro padre. Tan pronto como lo haya probado, no pensará en otra cosa más que en volver a ver a su esposa, vuestra madre, y con tenerla a su lado. Desde aquel instante volverán a amarse más que nunca, no querrán separarse jamás, y esto es precisamente lo que yo deseo y deseáis vos mismo de seguro. Pero una advertencia he de haceros.
Nadie en el mundo debe saber la virtud maravillosa de estos polvos y su existencia en vuestro poder. Como alguien haya que os los vea o sepa que los tenéis, perderán los polvos su virtud y grandes y terribles males caerán -p.320- sobre vos. Guardad sobre esto secreto profundo y seguid al pie de la letra mis instrucciones.
El inocente mancebo, tomando por cierto todo cuanto su tío el rey de Navarra le dijo, prometió hacer lo que se le pedía, y regresó al castillo de Orthez, donde enseñó a su padre todos los regalos que le hablan hecho, excepto la bolsa de los polvos maravillosos, sobre lo cual se guardó bien de decir la menor palabra.
Tenía el joven príncipe por compañeros de juego a Ivain y Graciano, dos bastardos, hijos de Gastón Febo. Dormían junios en la misma cámara; se amaban como hermanos y se vestían con las mismas ropas. Gastón e Ivain eran los dos de una misma edad y de una misma estatura. Un día que estaban jugando y peleándose desde sus camas, como jóvenes, cambiaron sus jubones, de manera que el de Gastón, del cual colgaba interiormente la bolsa de los polvos maravillosos, fue a parar encima la cama de Ivain. Descubrió éste la bolsa y dijo a su hermano
-Gastón, ¿qué bolsa es esta que lleváis escondida en el jubón sobre vuestro pecho?
La pregunta disgustó sobremanera a Gastón, que contestó en el acto con ademan brusco:
—Nada os importa a vos, Ivain; devolvedme mi jubón.
Ivain se lo arrojó, y vistióselo Gastón, el cual todo aquel día lo pasó pensativo y cabizbajo.
Al siguiente día Gastón se incomodó con su hermano Ivain, jugando a la pelota, y le dio un cachete. El joven le imitó y entró llorando en la cámara de su padre, a hora en que Gastón Febo llegaba de asistir al sacrificio de la misa.
—Ivain, ¿qué es eso? le preguntó el conde al ver su semblante lloroso.
—Monseñor, Gastón me ha pegado, y en verdad que más motivos hay para pegarle a él que a mí.
—¿Por qué? preguntó el receloso conde.
—Por mi fe os aseguro, monseñor, que desde que ha regresado de Navarra lleva sobre su pecho una bolsa llena de polvos. No sé para qué sirve ni qué quiere hacer con ellos, pero ya me ha dicho una o dos veces que antes de poco su madre habrá hecho con vos las paces y viviréis más unidos que nunca.
—¡Oh! dijo el conde, cállale y que nadie sepa lo que me acabas de decir.
—Así lo haré, contestó el joven.
Desde aquel momento, dice el cronista Froissart, que es quien va re -321- latando el hecho conforme nosotros lo contamos, desde aquel momento el conde de Foix estuvo inquieto y desazonado, pero disimuló hasta hallar ocasión oportuna, que no tardó, por cierto, en presentársele.
Al llegar la hora de la comida, el conde se lavó las manos, como tenía de costumbre, y entró en el comedor, sentándose a la mesa. Su hijo Gastón tenía el encargo de presentarle los platos y en cuanto se acercó para ponerle delante el primero, arrojóle el conde una mirada y vio cómo se escapaban de entre su jubón los colgantes de la bolsa. La sangre se le agolpó al rostro.
—Acércate, Gastón, le dijo. Quiero decirte algo al oído.
Acercóse al momento, y en el acto Gastón Febo echó mano a su jubón que desabrochó, cortando con un cuchillo los cordones de la bolsa, la cual le quedó en la mano. Enseguida le dijo:
— ¿Qué hay en esta bolsa?
Sorprendido el joven príncipe y asustado no dijo una palabra. Púsose pálido y comenzó a temblar de todos sus miembros como un delincuente.
El conde de Foix abrió la bolsa, y extendiendo parte de aquellos polvos sobre un pedazo de pan, se lo dio a comer a uno de sus lebreles que allí se hallaba tendido a sus pies. Tan pronto como el perro hubo tragado el pedazo de pan: dio algunos botes y cayó muerto. Al ver esto el conde de Foix, no pudo contenerse: se levantó de la mesa y echando mano a la daga que pendía de su cinto, hizo ademan de arrojársela a su hijo, a quien hubiera muerto sin remedio, si los caballeros y escuderos que se hallaban presentes no se hubiesen interpuesto, exclamando:
—¡Gracia, por Dios, monseñor! Informaos antes de proceder contra vuestro hijo.
Las primeras palabras que el conde dijo, cuando su cólera le permitió hablar, fueron:
— ¡Oh! ¡Traidor Gastón! Por ti y para que fuese mayor la herencia que debías recoger, he tenido guerra con el rey de Francia, con el de Inglaterra, con el de Navarra, con el de España y con el de Aragón, y contra todos ellos me he defendido como caballero y como bueno. ¡Y ahora tú me quieres matar! Pues bien, yo te aseguro, hijo desnaturalizado, que vas a morir a mis manos.
Y dichas estas palabras se abalanzó otra vez sobre su hijo, pero de nuevo se interpusieron los presentes, quienes arrojándose a sus plantas exclamaban:
—¡Oh! ¡Monseñor! ¡Gracia, gracia, por Dios! No matéis á Gastón, pues – 382- que no tenéis otro hijo. Encerradle, informaos antes de todo, pues de seguro el infeliz no sabía que los polvos fuesen envenenados.
—Pues bien,—dijo el conde sosegándose—encerrádmele en una torre y con vuestra vida me responderéis de su persona.
Así se hizo en efecto, y el desgraciado príncipe fue llevado a la torre de Moneada.
No se limitó a esta medida Gastón Febo. Mandó prender a todos los que servían a su hijo, pero algunos se pusieron en salvo, siendo de este número el obispo de Lesear. Quince de los presos fueron ajusticiados porque no quisieron revelar el complot que, según el conde, debía existir.
Enseguida, Gastón Febo convocó los estados para hacer pronunciar la sentencia de muerte de su hijo. Los diputados, aturdidos por esta horrible proposición, más clementes que el padre, acordaron que no debía morir el joven que, según dice Froissart, era «la esperanza y el corazón del país.» Ante la noble actitud de su pueblo, hubo de calmar un poco el conde su cólera, y resolvió entonces castigar a su hijo con la cárcel por espacio de dos o tres meses, enviándole enseguida a viajar dos o tres años con la esperanza de que con la edad se corrigiese lo que él creía su mala índole.
Dio orden, pues, para retenerle prisionero en una oscura habitación de la torre de Moncada. Diez días permaneció allí el joven príncipe, bebiendo y comiendo muy poco, sin embargo de llevársele comida abundante cada día: pero el mancebo la rechazaba, como si fuese su intención dejarse morir de hambre. El carcelero se presentó un día al conde y le dijo:
—Monseñor, vengo a advertiros que vuestro hijo se deja morir de hambre en la cárcel en que yace. Apenas ha comido desde que en ella ha entrado; pasa todo el día tendido en la cama y le hallado intactos en un rincón los manjares que le he llevado estos últimos días.
Al oír esto, el conde se encolerizó, y sin decir nada, se dirigió a la torre.
Por desgracia llevaba en la mano la daga que pendía siempre de su cintura. Mandóse abrir la puerta de la cárcel, y acercándose a su hijo que continuaba tendido en la cama, le dijo:
— ¡Ah! ¡Traidor! ¿Conque no quieres comer? Ya te haré yo que comas a la fuerza.
Y dándole un golpe en el cuello con la mano en que llevaba la daga, le volvió las espaldas y se salió de la estancia.
Pocos momentos después el joven Gastón estaba muerto. Al darle su padre el golpe, le había herido en una vena con la punta de su daga.
Cuando Gastón Febo, supo que había dado muerte a su hijo, empezó -323- a llorar y a desesperarse. Aquel accidente fatal sepultaba en la tumba a toda su raza, pues ya no le quedaban sino dos bastardos, Ivain y Graciano, los cuales no podían sucederle. En seguida envió por su barbero y se hizo rasurar, vistiéndose de negro y enlutando su palacio. El cadáver del joven príncipe fue llevado, en medio de llantos y sollozos, al convento de los frailes menores de Orthez, donde fue sepultado.
Así cuentan el hecho Froissarl y casi todos los historiadores franceses: así resulta de las crónicas y tradiciones del Bearn; pero es justo sin embargo advertir que Moret y otros historiadores navarros niegan lo del veneno, atribuido a Carlos el Malo, cuyo rey se esfuerzan en rehabilitar.
Lo positivo en este punto es la muerte del hijo llevada a cabo por el padre. Los cronistas hablan mucho de la desesperación de Gastón Febo y de su arrepentimiento. Dicen que creyó ver la mano de Dios en esta desgracia terrible, y que, cuando más tarde quería recordar aquellos tiempos, decía: «Cuando el Señor estaba irritado contra mí.»
Otro acontecimiento contribuyó también a martirizar el corazón del conde de Foix.
Una dama de la corte, muy íntima amiga suya, Margarita, cuya conducta nada tenía de irreprochable, la cual vivía en el mismo castillo de Orthez, se hubo de afectar extremadamente con la muerte del pobre heredero de los estados de Bearn. Acaso la terrible voz de la conciencia acusaba a aquella dama de no ser del todo extraña a tan funesto acontecimiento y a la conducta del padre con el hijo.
Un día, o por mejor decir, una noche, pocos días después de la muerte del joven Gastón, Margarita, que estaba arrodillada en su oratorio, creyó oír cerca de ella tres gemidos profundos y dolorosos, capaces de desgarrar el corazón más empedernido. De tal manera aterró esto a Margarita, que sus damas la encontraron desmayada al pie del reclinatorio. Cuando volvió en sí, exclamó:
«El hijo del conde se me ha presentado esta noche, le he visto y le he oído: pero en nombre de Dios no digáis nada a monseñor Gastón.»
A causa de este acontecimiento, Margarita, sin querer ver ya más al conde de Foix, se arrojó en brazos de la religión para pedirle consuelos, pero su impresión dolorosa no se pudo disipar, y al poco tiempo entregaba su alma al Criador.
Esta es una de las varias dramáticas leyendas que se cuentan en Orthez al viajero, cuando se le enseñan las ruinas del castillo y la torre de Moncada.
FUENTE: Balaguer, Víctor. “Recuerdos históricos y tradiciones de los Pirineos”. Revista de España. Año 9, 1876 n.191, pp. 318-323