[El cuarto de la marquesa]
Vivía en uno de los pueblos de esta provincia de Orense [1]a mediados el siglo pasado, el marqués de V... -590- Era señor en lo temporal y espiritual del mismo pueblo, y estaba apreciado generalmente. Su esposa, mujer altiva y colérica, no podía endulzar sus días, y el marqués más bien por libertarse de su presencia que por afición, se entregaba con ardor al ejercicio de la caza. En una de sus expediciones conoció a una joven bonita, hija del farmacéutico de una aldea cercana, y agradándole su amable carácter, dio en frecuentar su trato, aunque sin romper los deberes conyugales. La soberbia marquesa supo muy en breve estas inocentes relaciones, y dándoles más importancia de la que tenían, ardiendo en celos, herida profundamente en su orgullo al verse reemplazada (según suponía) por una miserable boticaria, concibió el execrable designio de quitar la vida a su esposo.
Un día hizo llamar a un su colono llamado Alonso, hombre de grandes fuerzas, pero de cortos alcances. Sin emplear largo tiempo en preámbulos, la marquesa le propuso, o ser desposeído de la tierra que llevaba en arriendo, privándole de este modo de los únicos medios de subsistencia con que podía contar él y sus hijos, o adquirir la propiedad de la misma tierra, cuya donación legal tenía ya prevenida, y un bolsillo lleno de oro, si le ayudaba a matar al marqués.
Resistióse al pronto el labrador, pero cediendo a las sugestiones de su pérfida ama acordaron juntos el medio de llevar a cabo el designio de esta.
Era ya entrada la noche cuando el marqués, después de pasar casi toda la tarde en compañía de la hija del farmacéutico, llegó a su palacio, y encontrándose algún tanto fatigado o indispuesto, se acostó. Su esposa, fingiendo el mayor interés, le dio por su misma mano una bebida calmante, según dijo, pero que contenía un activo narcótico que sepultó en un profundo sueño al desdichado marqués. Pasadas algunas horas, y cuando en el palacio reinaba el más completo silencio, Alfonso llevando en su mano una soga y un hacha de partir leña, y precedido de la marquesa que le alumbraba, se dirigió al lecho de su amo. Obra fue de un instante el echarle al cuello un estrecho lazo, descargarlo tan terrible golpe en la cabeza, que los sesos de la víctima se derramaron por la cama y el suelo. Sin embargo, al recibir el golpe mortal, despertó por un instante de su letargo, y murmuró el nombre de su mujer. Esta y su colono. que temblaba horrorizado del asesinato que acababa de cometer, arrastraron el cadáver hasta una bodega en que había varios arcones para guardar el grano, llamados en Galicia huchas, y bajo uno de estos pesados muebles, y a poca profundidad, lo sepultaron. Después la marquesa, ayudada de su cómplice, hizo desaparecer las manchas de sangre, y las demás muestras que pudieran dar indicio del crimen, e hizo que Alonso ensillase el caballo favorito del muerto, y que con la levita de este ensangrentada lo pusiera a la orilla del río que solía atravesar diariamente, para hacer creer que algunos salteadores le dieron muerte, y arrojaron su cadáver al río.
En efecto, al rayar el día siguiente, dos labradores que iban al trabajo, encontraron el caballo pastando tranquilamente, y a pocos pasos la levita sangrienta del jinete, y esparcieron la alarma en el pueblo y en la familia. La marquesa fingió el más desesperado sentimiento, y Alonso, que desde algún tiempo vivía en el palacio, aseveró que su amo le había ordenado al acostarse la noche anterior, que a las doce de la misma le despertase y aparejase el caballo, pues tenía que emprender un largo viaje que quería que nadie lo supiese. Quedóse acallado por entonces este suceso, y se pasó más de un año sin que nadie volviese a recordar lo, cuando la justicia divina que no duerme dispuso que tan execrable crimen no permaneciese impune, y lo descubrió de este modo.
Un sargento del regimiento de infantería de Asturias, que iba a una comisión del servicio, con ocho soldados y un cabo, hizo alto en este pueblo con su pequeña partida con objeto de descansar una o dos horas, y se dirigió a la única taberna que en el había para tomar un bocado. Desde luego llamó su atención el grandioso palacio que a pocos pasos se descubría, y preguntó a la tabernera quién era su poseedor. La mujer que era tan habladora como suelen serlo las de su profesión, no solo le refirió que pertenecía al joven marqués de V... capitán del regimiento de las Órdenes militares, sino también toda la historia de la familia, desde los más antiguos tiempos, y por último la misteriosa desaparición del último marques, añadiendo en voz baja que en el pueblo se decía que en su casa estaba y que en ella le habían asesinado, pues que por más pesquisas que la justicia hiciera para encontrar el cadáver, y averiguar el nombre del matador, nada había logrado. El sargento atendía poco a esta historia que nada le importaba, y seguía tranquilamente dando fin a una buena tortilla de magras, que su interlocutora le aderezara, cuando echó de menos a un perro a quien quería mucho. Salió enseguida a buscarlo por el pueblo, y se volvía ya disgustado a la taberna por no haberlo encontrado; más se le ocurrió de pronto si podía haberse entrado en el palacio del marqués, y se dirigió allí.
Estaban abiertas de par en par las puertas de una gran bodega llena de arcones, la misma en que estaba someramente sepultado el marqués y en ella varios labradores midiendo grano, cuya operación presenciaba tranquilamente la señora vestida de rigoroso luto, y sentada en un gran sillón, y su antiguo colono Alonso, envuelto en una luenga levita, como ascendido a la clase de mayordomo y confidente, después del asesinato de su amo. Al entrar el sargento en la bodega vio a su perro que con extraordinario afán socavaba con las patas delanteras la tierra a los pies del arcón que cubría el cadáver, atraído sin duda por el olor a carne podrida. En el mismo momento reparaba la marquesa en el pobre animalejo, y justamente alarmada, dijo con imperio a su cómplice: «Alonso, mátalo.»
Iba este a descargarle un palo, cuando se sintió cogido por detrás (pues estaba vuelto de espalda a la puerta), por el fuerte brazo del sargento que le dijo con voz brusca: «¡Te guardarás bien de hacerlo, gran pícaro!»
Volvió la cabeza Alonso, y al verse cogido por un militar con fornituras, signo inequívoco de estar de servicio, creyó iba a prenderle, y alarmado por su conciencia no pudo contenerse de gritar: “¡Ay, ama mía... estamos descubiertos!... “
La marquesa logró conservar la serenidad, y altiva como una verdadera señora gallega del siglo pasado, dirigió los más imperiosos denuestos al sargento, por haberse atrevido allanar su casa, y poner la mano a uno de sus criados, Y le amenazó de hacerle salir a palos, si no despejaba en el momento. El sargento justamente resentido por tan insultante lenguaje, y tomando en cuenta la exclamación del mayordomo, comenzó concebir sospechas, y contestó a la marquesa:
-Sí, señora, me iré pero después de aclarar el misterio que hay debajo de ese arcón, pues no era posible que V.S. se enfureciese contra mi pobre perro, si nada tuviese que temer.
Diciendo estas palabras tiró de la espada, la introdujo con trabado en la tierra por bajo del arcón, y la sacó cubierta de moho podredumbre, entonces exclamó: «Aquí hay sin duda un cuerpo muerto, tal vez el del marqués» (pues recordó entonces las palabras de la tabernera). En tanto se habían llegado a la bodega algunos soldados y vecinos atraídos por el ruido de la disputa. Entre estos últimos se hallaba el alcalde, honrado labrador, a quien ya conocía el sargento por haberle hablado a su entrada en el pueblo, y desde luego fue requerido por este, para que hiciera reconocer el suelo que cubría el hacha. Resistióse al pronto el agreste funcionario, pues no solo era colono de la marquesa, sino también su vasallo, nombrado alcalde por ella, como señora del pueblo, y no se atrevía a ejecutar lo que le parecía un gravísimo desacato; mas hubo de ceder a la energía del digno sargento. Apartóse, pues, el arcón de su lugar, y quitando una ligera capa de tierra, apareció el cuerpo del marques bastante bien conservado por la frescura del terreno, envuelto en su propia sábana, y con el dogal al cuello con que le arrastraron hasta allí. Todos los circunstantes le reconocieron al punto, y Alonso dio un grito y cayó desmayado. La marquesa aparentó también afligirse y admirarse de que el cuerpo de su amado esposo estuviese en su propia casa, pero fue presa en el momento con su cómplice y todos los criados. Conducida después de orden de las autoridades superiores a la cárcel pública de la Coruña, esta mujer infernal manifestó el mayor valor y energía hasta en la terrible prueba del tormento, negando siempre haber tenido parte en la muerte de su marido. No así el pusilánime Alonso pues a la primera vuelta (como dice el proceso original) confesó todo el hecho y sus menores circunstancias, y atrajo, como era justo, el rigor de la ley sobre él y su alevosa ama. La audiencia de Galicia condenó a ambos reos a la pena de los parricidas, esto es a ser arrastrados, altercados, descuartizados y encubados pero solo pudo verificarse en el desdichado Alonso, a quien condujeron casi muerto al patíbulo, pues al entrar el verdugo, los hermanos de la caridad y la escolta, en el cuarto capilla dc la marquesa, la encontraron muerta. Después llegó a averiguarse judicialmente, que sus parientes la envenenaron en la última comida, para libertarla de la afrenta de un público suplicio.
La habitación que le sirvió de prisión, aún es conocida en la cárcel de la Coruña por el cuarto de la marquesa.
FUENTE : Bermejo, Ildefonso Antonio, Viaje ilustrado en las cinco partes del mundo, Madrid, Mellado, 1853, vol.2. 589-590.
Ed. PIlar Vega Rodríguez
[1] Este lecho es histórico en todas sus partes. Vive y lleva el título el título del personaje de que aquí se habla su biznieto. (Nota del autor)