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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

El mundo pintoresco, núm. 37, 11 de septiembre de 1859, p. 291 y  núm. 38, 18 de septiembre de 1859, p. 299.

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Castillo de los condes
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PREXIGUEIRO

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El castillo del Perxegueiros[1] (Leyenda). Tradición gallega.

 

I.

En las orillas del Miño, poco más abajo del punto donde  el Perxegueiro desagua, hay una roca, bastante elevada sobre el nivel del río, a cuya cima no es posible llegar, a causa de hallarse muy dificultoso y resbaladizo el terreno en la única parte por donde es accesible.

Hacia el lado oriental de dicha roca, vense algunas piedras en montón, labradas, pero enmohecidas por el tiempo, ignorándose a qué edificio debieron pertenecer, ni con qué objeto han sido allí colocadas.

Al pasar cerca de la orilla del río, se divisan perfectamente, aunque algunas de ellas se encuentran cubiertas de tierra y maleza en su mayor parte.

Sin duda esta tierra debe ser procedente de la que consigo arrastraron las lluvias desde los montes inmediatos, en las grandes avenidas ocasionadas durante el invierno, bastante rigoroso en aquel país.

Cuentan las gentes que aquellas piedras son ruinas de un castillo que allí había en la antigüedad.

Y aun dicen más.

Añaden que su ruina es debida al fin trágico, y por demás horrible a ser cierto, del último vástago o señor que lo poseía.

Cierta noche calentábame yo a la lumbre rodeado de una porción de labradores, vecinos del indicado lugar.

El más anciano contóme la siguiente historia, cuya verosimilitud no puedo asegurar, ni desmentir tampoco; porque en este mundo, según creo, todo puede ser verdad, como puede ser también mentira.

Es probable, sin embargo, que algún fundamento tenga que sobre el tal castillo se dice, al menos respecto a su existencia, advirtiendo que entre las gentes del campo de aquel país, suelen conservarse las tradiciones, aunque al pasar de padres a hijos estos las desfiguran algún tanto, según su memoria o su capricho.

He aquí la narración que sobre el presunto castillo me hicieron.

 

II.

Corrían los años de 159...

Alzábase entonces el castillo en aquel punto con sus vigorosas formas, con sus invulnerables fosos y ostentando a su frente una magnifica torre.

Habitábalo un conde, su poseedor, bastante anciano ya, en compañía de su mujer joven y hermosa todavía.

Diz que en las primeras lunas de su matrimonio tuvieron un hijo, el cual, de edad muy corta, había sido arrebatado por unos bandoleros que asolaban entonces aquellas comarcas. Si este robo había sido ejecutado por los bandoleros o por otra persona, es cosa que a punto fijo no puede asegurarse. Lo que hay de cierto en esto, es, que el niño desapareció sin saber cómo.

Todas las investigaciones y todos los medios imaginables se pusieron en práctica para recobrarle, pero en vano.

Pasaron años y años, y el perdido vástago no pareció jamás.

El viejo conde no podía consolarse de su funesta pérdida;  y como su esposa no le hubiese dado otro ningún heredero, casi la aborrecía, o al menos la miraba con notable indiferencia.

Comían juntos, pero sin hablarse una palabra.

No compartían su lecho, pues cada cual vivía en una habitación distinta.

El anciano dormía en la ancha torre.

Y la esposa, abrumada con su aislamiento, ocupaba la estancia misma donde por primera vez durmiera la noche de sus bodas.

De toda su servidumbre no conservaban más que un solo criado.

Este, ya bastante cargado de años, murió al fin,  y el conde admitió a su servicio un mancebo que apenas contaría veinte años de edad, y cuya hermosura hubiera inquietado a otro que no fuese el conde.

Había sido paje de los condes de Rivadavia, quienes se lo cedieron, atendiendo a las buenas prendas y servicios que le distinguían.

Fue pasando así el tiempo; y las cosas marchaban como siempre dentro de aquella morada feudal, donde muy pocas veces penetraba nadie, a no ser cuando cualquier personaje les obsequiaba con su visita.

Pero esto acontecía pocas veces, y de tarde en tarde.

 

III

Como el viejo conde tan escasas pláticas tenía con su esposa, ésta llegó a encontrar en su nuevo servidor un amigo, a cuyo trato se acostumbrara de día en día, siéndole cada vez más agradable; y en tal manera le cobrara afición, que ya no podía pasarse un momento sin su compañía, a trueque de aburrirse y caer en una profunda tristeza.

El mancebo, por su parte, miraba a su señora con notable interés, y a su lado pasábanse para él las horas sin sentir y de la manera más grata.

Por las noches particularmente, en tanto que recogido en su torre lamentaba el conde todavía la pérdida de su único hijo, ambos se entregaban a sus conversaciones de costumbre, olvidándose de aquel anciano, que no lejos de ellos se entretenía en renovar las llagas de su corazón, vertiendo lágrimas de hiel.

Poco a poco aquella amistad fue tomando otro giro, sin que ninguno de ellos hubiese podido comprenderlo en un principio, ni menos evitarlo.

La amistad llegó a convertirse en amor, y este amor se apoderó de ambos, hasta rayar en delirio.

De sus ojos,-cuando se llegaban a encontrar alguna vez-, brotaba fuego.

Y entonces su voz era temblorosa.

El rubor coloreaba sus mejillas.

Y cesaban de hablar, porque el corazón quería salírseles del pecho.

Pero nunca se decían nada de lo que mutuamente sentían, aunque, como queda dicho, cada una de sus miradas encerraba un tesoro de amor.

Existe esa diferencia tan grande entre la condición del que manda y la del que se ve obligado a obedecer.

Ella esperaba que su servidor la revelase lo que en su corazón sentía; pero el mancebo jamás tuviera el suficiente valor para romper de una vez aquel nudo, que atando su lengua, cerraba el paso a las palabras que querían brotar del corazón.

 

IV.

Una noche, como siempre, hablaban de cosas indiferentes, y rodando de asunto en asunto, vinieron a parar en él que más interés les tenia.

—Amaro, preguntó la condesa, ¿nunca amasteis a mujer alguna?

El joven vaciló un momento, y luego, con una voz sofocada por la pasión, respondió:

—Nunca, señora.

—¿Nunca?

—Quiero decir, repuso Amaro, que antes de venir a Vuestro servicio, jamás había comprendido lo que era el amor.

—¿Y ahora?

—No puedo aseguraros lo que siento en mi alma; pero no estoy tranquilo.

—¿Y podré saber quién es el objeto de vuestra inquietud, de vuestro  desasosiego, amoroso?

—Yo mismo lo ignoro.

—¿Acaso alguna campesina?...

—No señora.

—Pues entonces no concibo cómo podáis estar enamorado si no  sabéis en quién se cifra ese amor...

—Ya os lo dije: yo mismo no lo sé.

—No puedo creeros, Amaro. ¿Por qué no sois franco, y me decís la verdad? ¿No os inspiro bastante confianza?

—Y tanta, señora, que nada os ocultaría en la vida por secreto que fuese; pero esto... perdonadme, es imposible que os lo confiese...

—¡Imposible!... y ¿por qué?...

—Por Dios, señora, no me angustiéis más; nunca os diré a quién amo... Efectivamente, yo amo a una persona, a una mujer, por la cual despreciaría la misma gloria; pero su nombre, lo repito, su nombre no puede saberlo nadie...

—¿Y yo no puedo saberlo tampoco?...

Vaciló un momento el joven, y haciendo luego un esfuerzo supremo dijo:

—Tampoco lo sabréis: no debéis saberlo jamás.

La condesa al oír esto, levantóse de su asiento, y fingiendo que las últimas palabras y la obstinada reserva de Amaro la habían ofendido, hizo un ademan indicándole que saliese, y con voz airada dijo:

—Puesto que en tan poco precio tenéis la confianza que de vos hacia... retiraos, y no volváis nunca a esta la habitación sino cuando vuestro servicio os obligue, y si queréis, si no os place entrar en este castillo, mañana mismo, al rayar el día podéis  abandonarle para siempre.

—Señora, exclamó entonces Amaro, dirigiéndole una mirada suplicante, mirada en la cual rebosaban los sentimientos de su alma; matadme, pero no me arrojéis de esa manera.

—Pues complacedme, Amaro, complacedme, repuso la condesa, bajando su voz a un tono más dulce.

—Si me lo mandáis, os lo confesaré todo, pero no me habléis de esa manera...

—Os lo mando, y juro también no reprenderos, sea quien sea la persona que vais a nombrar.

—Pues bien, señora, ¿sabéis por qué no me atreví, por qué causa jamás llegaría a deciros el ser a quien amo, mil veces más que a mi propia existencia?... Nunca os lo diría, repito, pero ya que me obligáis, sabed que el objeto de mis ensueños sois vos... vos, señora, que estáis para mí tan alta como el mismo cielo; vos a quien amo sin esperanza; ¡porque en vos amo un imposible!...

Al decir esto, cayó Amaro de rodillas, sin atreverse a levantar la vista del suelo y pidiendo perdón a la condesa, mientras que esta le contemplaba con arrobamiento, satisfecha de haber triunfado del joven, y de haber conseguido tan deseada confesión.

Y efectivamente, aquello había  sido un verdadero triunfo, triunfo que acaso no hubiera conseguido nunca, sin descender ella, como descendiera, para descorrer aquel velo de reserva y obligar al servidor a una revelación, que él consideraba como un delito.

Hubo un breve instante de silencio, durante el cual solo se escuchaban los latidos de aquellos corazones, dominados por una misma idea, por la unidad de un mismo sentimiento.

Luego la condesa, alzando del suelo al joven, preguntóle con dulcísima voz.

—¿Es cierto lo que me decís, Amaro?

—Por mi desgracia demasiado cierto, señora, respondió este.

—No será por tu desgracia, no; sí en el fondo de tu alma sientes esa pasión que el temor te obligaba a acallar, si tu felicidad se cifra en ese amor; a tiempo, Amaro, que yo condenaba al silencio lo mismo que tú condenabas; solamente que yo callé, porque casi dudaba, y tú vacilas entre el amor y el respeto... Yo te amaba también, pero en silencio; desde hoy, en vez de un criado eres para mí el amante, el único señor... ¡Ojalá no llegue a desvanecerse nunca en tu pecho el fuego de esa pasión.

Amaro y la condesa no volvieron a  tratarse ya como dos confidentes que eran, y entre los cuales existiera una distancia tan grande.

Desde entonces el servidor humilde fue el apasionadísimo  amante de la enamorada condesa.

 (El mundo pintoresco, núm. 37, 11 de septiembre de 1859, p. 291)

 

V.

Trascurrieron cinco meses desde la noche en que tuviera lugar la escena que acabamos de referir.

La condesa y Amaro seguían amándose cada vez con más delirio.

Mientras tanto el viejo conde lamentándose de la pérdida de su hijo; y en una ocasión cansado ya de rogar a todos los santos  del cielo, para que se lo volviesen, y viendo que no se realizaba su deseo, apeló a Satanás.

Apareciósele el  diablo incontinenti, porque entonces no se hacía el remolón, cuando al llegar uno de estos casos le invocaba cualquier desgraciado. En aquellos tiempos era más caritativo sin duda alguna; hoy, temeroso de que los hombres más civilizados con los adelantamientos del siglo exploten  su placer y le jueguen una mala pasada  no querrá comprarlos a tan alto precio. Puede ser también, que más civilizado él que nosotros, hubiese llegado a comprender que en el siglo XIX no es ya necesario comprar el alma de ningún hombre, aunque sea el de un ministro loco, porque ellos mismos se las ceden gratis. Sea cualesquiera la causa, lo cierto es que muchos le llaman todavía, pero Satanás se hace, el sordo.

Volviendo a nuestra historia, cuentan que el señor del bajo imperio compró al conde su alma, prometiéndole bajo su palabra de honor, e hipotecando a la seguridad del contrato, cuantos efectos tenía en sus arsenales para dar tormento a las almas, que presto le proporcionaría el consuelo de morir abrazado a su hijo.

Así lo esperó el conde, y desde aquel punto, a trueque de perder su existencia y aún el alma misma, deseaba fuese llegado aquel instante para él tan venturoso.

 

VI.

Al cabo de tres días, hallábase el infeliz conde postrado en su lecho, presa de un terrible y continuo insomnio.

Sin embargo de que el recuerdo de ver a su hijo rayaba en delirio, el remordimiento y el temor del infierno torturaban su alma.

Pero, ¿qué ser podía hallar en el mundo que se interesase por él sino su propio hijo? ¡Lástima que el diablo en esta ocasión fuese tan avaro con él y no le hubiese  permitido gozar por más largo plazo tan inefable dicha!

Su esposa le abandonaba, y aú más todavía: no le eran desconocidos ya sus amores con el joven servidor, si bien ninguna inquietud le causaba esto: ya hemos dicho cómo él miraba a la condesa; si no la tenía odio,  al menos le era del todo indiferente.

Solo estaba en el mundo, completamente solo.

 

VII.

Era una de las más crudísimas noches del invierno.

El viento arreciaba de una manera impetuosa.

La lluvia se desplomaba a torrentes.

Algunos truenos, precedidos de cárdenas exhalaciones, ora retumbaban allá a lo lejos en la montaña, ora parecían desplomarse sobre la torre del castillo.

Mientras la tempestad seguía su curso, tomando cada vez mayor incremento en  la estancia de la condesa tenía lugar lo siguiente:

Reclinada ella con delicioso abandono entre los brazos de Amaro, embriagada en su amor, rogábale que huyeran aquella misma noche, y que a favor de la tempestad, antes de rayar el día, se hallarían en salvamento. Las riquezas que consigo llevarían, serían lo bastante para vivir felices  en cualquiera país.

Esto decía la condesa.

—-¿Mas... cómo hacerlo?... objetaba su amante, casi decidido, pero vacilando ante el temor de ser descubiertos; mañana sabrá el conde nuestra fuga, y ayudado por mi antiguo señor, nos buscará por todas partes, hasta encontrarnos...

—Podemos hacer que el conde no lo sepa nunca, ni pueda tampoco perseguirnos...

—¿De qué manera? preguntó el joven sobresaltado.

—Es muy fácil, querido mío: ahora duerme y...

—¿Y qué?

—Antes de salir del castillo puede quedarse dormido para siempre.

—¡Matándole!  exclamó aterrado Amaro.

—¿No te parece un buen modo? continuó la condesa con imperturbable calma.

—¡Oh! ¡esto es horrible! esto sería cometer el más espantoso de los crímenes.

—¿Tienes miedo? observó ella, dirigiéndole una mirada de desprecio; pues bien, haz lo que quieras: de otro modo, tú mismo lo has dicho; es imposible nuestra fuga, y yo, por mi parte, renuncio desde ahora al amor de un hombre tan cobarde.

-Pero Berta, ¿no conoces que tu proposición es abominable, y que Dios puede castigarla?

—Nada conozco, Amaro; comprendo, sí, que en vez de amar a un hombre amaba a un niño sin corazón.

—¡Qué horror, Dios mío!...

-Si eso te espanta, renuncia a mi amor para siempre.

— Hay otros medios, Berta.

—¿Cuáles?

—Lo que antes pensábamos; huir a favor de la noche, hasta encontrar un paraje donde nos hallemos .seguros.

 —Caminando a la ventura ¿eh? Tú lo has dicho una vez, y yo vuelvo a repetirlo... es imposible, enteramente imposible.

Callaron ambos, y el joven, lleno de abatimiento, luchando entre entre su  amor y el crimen, fija su mirada en el suelo, estaba más pálido que un cadáver.

—Decídete, exclamó con exultación la esposa adúltera; o accedes a mis deseos o renuncia a mi amor.

Quedóse Amaro pensativo, y luego, mirando a la condesa con extravío, poseído de aquel amor, gritó casi de una manera insensata:

—Sí, Berta, dices muy bien: mataré al conde; es necesario que él muera, para que podamos ser felices. Dentro de una hora dormirá para siempre. Mientras tanto... aprovechemos el tiempo que nos queda.

Ambos amantes, por entonces, no se acordaron más que de sí mismos, es decir, de sus amores.

VIII

Dormía el conde.

Pero su sueño era una continua pesadilla.

Hondos gemidos se escapaban de su pecho. Su respiración era fatigosa.

El nombre de su hijo espiraba en sus labios repetidas veces.

En uno de sus cortos momentos de sosiego, un hombre apareció descorriendo las gruesas colgaduras de su dormitorio.

Era Amaro.

Llevaba  en su diestra una finísima daga.

Acercóse con lentitud y recalado paso al lecho del anciano.

Esto, como siempre, llamaba a su hijo, aunque de una manera casi  imperceptible.

Pasaron dos minutos.

Todo continuaba en silencio.

Solo el gemir de la tempestad venía a interrumpirle a cortos intervalos.

De  pronto resonó un terrible grito de agonía.

El puñal de Amaro atravesara el pecho del conde, y éste, en medio de su dolor, abrazóse al cuello del asesino, gritando:

—¡Satanás! ¡mi hijo! ¿dónde está el hijo mío?

Una voz calmosa que  dejó aterrado al autor de aquel crimen, respondió a la premura del conde...

—Ahí le tienes, dijo, abrázale, abraza al hijo parricida, abraza al hijo incestuoso  de su propia madre.

El conde cayó sin fuerzas sobro su lecho exclamando:

—¡Maldición!...

Y al decir esto, dejó de existir para siempre.

 

IX.

Amaro, lleno de terror y bañado en la sangre del conde, su padre pues no era otro, huyó de aquella estancia.

Al atravesar la antecámara fue detenido por la condesa, que le esperaba impaciento.

—Vamos,  dijo esta.

Apartóse Amaro  como si aquella voz le atemorizara.

Miró a Berta de una manera intensa y exclamó:

—Decid, señora, ¿no habéis tenido un hijo?

—Sí, respondió ella perdiendo el color, pero sin acertar a comprender nada todavía.

—¿Le conocéis?

—Después de tantos años... solo podría reconocerle por dos lunares que tenía en medio de su pecho.

—Miradlo, señora, miradlos, yo soy vuestro hijo... el hijo parricida, yo, el hijo  incestuoso de su madre.

Así diciendo, mostró  a la condesa su pecho desnudo, y dejó ver dos lunares que tenía sobre el corazón.

La condesa al oír esto cayó examine, exhalando un terrible grito, y con él su postrimer aliento.

Amaro corrió como un loco por los anchos corredores del castillo, gritando también:

—¡Incestuoso ... parricida!

Y a veces añadía:

—¡Estoy maldito de Dios!

Un clamoreo terrible, como de ayer y risas descompasadas, sucedió a la exclamación del joven.

Cimbreábase el castillo desde su planta.

Brilló un prolongado relámpago.

Retumbó un espantoso trueno en lo más profundo de aquella roca.

Hundióse el castillo, y entre el ruido que formara al desplomarse volvióse a escuchar aún la voz de Amaro, que gritaba:

—¡Incestuoso... parricida!

 

X.

Aun hoy al descender la noche, los labradores de aquellos lugares, temen pasar al pie de la roca donde suponen haber tenido lugar cuanto queda referido.

Particularmente,  si han dado ya las doce, su temor es más grande.

Al llegar esta hora, dicen se oye la voz de Amaro que sale de entre las ruinas,  repitiendo aquellas palabras tan fatales.

Yo he pasado una vez, bastante avanzada la noche, cerca de aquel punto.

Por más que puse atento el oído, nada me fue posible percibir. -302-

Solo el gemir del viento modulaba extraños ecos al resbalar entre aquellas quebraduras.

Sin duda sería porque no llegaría a tiempo oportuno.

Acaso en aquel momento estaría el alma de Amaro en su primer sueño.

 

FUENTE:  Vázquez Taboada, Manuel. “El castillo de Perxegueiro”.  El mundo pintoresco, núm. 37, 11 de septiembre de 1859, p. 291 y  núm. 38, 18 de septiembre de 1859, p. 299.

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

[1] Prexigueiro (Orense)