[La princesa encantada]
[...]
Un edificio se descubre allí, dijo el Venegas, al subir delantero a una especie de llanada, a la raíz de un monte; y acercándose los demás, deseosos de encontrar quien les diese refugio o quien les sirviese de guía, quedáronse admirados, al ver que era una especie de caserón deshabitado, sin vestigio de puerta o ventana; y habiendo penetrado casi a tientas, recorrieron una estancia, y luego otra, y después otras varias hasta el número de doce, todas ellas labradas al parecer de una sola y única piedra, sin que se descubriera -268-trabazón ni juntura, ni aun asomo siquiera de haber mediado en aquella obra la mano de los hombres.
« Gualá, dijo el Moro: que no vuelva yo a ver la cara de mis hijos, si no hemos llegado a parar al palacio de la Encantada, de que se cuentan en esta tierra tantas maravillas. » Sonriyóse el Venegas, al notar los aspavientos que hizo el Moro; pero no dejó de quedar a su vez sorprendido, cuando empezando a desvanecerse a la niebla con los rayos de la naciente luna, distinguió con más claridad lo singular y extraño de semejante edificio, único tal vez en su clase en toda la redondez de la tierra ".
Durante el corto tiempo que permanecieron nuestros caminantes sentados en aquel sitio, para reponerse del-269-cansancio y emprender con mayores bríos la subida del monte, cedió el Moro a las instancias que le hicieron sus compañeros de viaje, si bien temeroso de que no diesen crédito a lo que en aquella tierra se contaba respecto de la Princesa Encantada.
« Había un rey, no sé cuándo, pero debe de haber muchos siglos, que mandaba en toda esta comarca, llamado Abdalaxis, y que dejó su nombre a una de esas sierras. Este rey tenía una hija, tan hermosa y lozana como una hurí del paraíso, que nunca se envejecen; pero era tan extremado su orgullo, que quería aventajar a los hombres todos en las dotes de su entendimiento, así como aventajaba a todas las mujeres en donaire y belleza. -267-Por satisfacer sus deseos, hizo su padre venir a un viejo muy sabio, que se hallaba en la corte de Egipto; el cual enseñó a la princesa a trocar todos los metales en oro, como se cuenta del rey que labró los alcázares de la Alhambra, y le enseñó también varios secretos de la naturaleza, y hasta dicen que el arte de la nigromancia. Nada se ocultará a tu vista (le decía) de cuanto encierran -270- los siete cielos y la tierra; todos los elementos obedecerán a tu voluntad, sin más que hacer tres círculos en el aire con esta varita de enebro, cortada en la luna menguante después de la pascua de Idquivir; pero aunque puedas vencer a tigres y leones, guárdate de una tímida oveja.
» Con estas promesas del viejo, cada día estaba la princesa más orgullosa y desvanecida, en términos que rehusó dar su mano a varios monarcas que la solicitaron; dando lugar con sus desaires a largas y cruelísimas guerras. Pesóle mucho al padre el desacuerdo de su hija, conociendo demasiado tarde el error que el propio había cometido; y como no bastasen consejos ni amenazas, echóle al cabo su maldición, deseándole la muerte. Bien fuese que el cielo quisiera castigarla por su altivez e inobediencia, o bien que estuviese así escrito en el libro de su destino, a poco murió la princesa, a no faltando quien lo achacase a yerbas. Mas ni con la muerte se aplacó el encono del padre; el cual se negó a que se la enterrase en la rauda[1], donde yacían -271- los demás príncipes; y ordenó que llevasen el cadáver, como a hurtadillas, en una noche oscura y tormentosa, a una profunda cueva, que hay en frente de ese monte, y que tomó desde entonces el nombre de cueva de la Encantada.
» Andando el tiempo, borróse algún tanto la memoria de aquel suceso; pero apenas murió el rey Abdalaxis (como si su voluntad sola fuera bastante para mantener a su hija encerrada debajo de tierra), empezó a salir está casi todas las noches, dando unos quejidos tan tristes que tenía aterrada la comarca. Dudaba al principio la gente; pero los más incrédulos hubieron al fin de convencerse, al ver que se les aparecía bajo distintas formas, aunque antes de amanecer se iba disipando, cual si fuese una nieblecilla, y volvía a esconderse en la cueva.
» Una vez que había acudido mucha gente del contorno, porque la noche estaba muy clara y apacible, vieron que la Encantada señalaba una porción de terreno, del tamaño de un gran estanque, y se recostaba en él, -272-destrenzado el cabello y suelto el vestido, cual si fuera a bañarse; pero como no hubiese allí agua, y la gente empezase a reír de tan extraño antojo, no hizo más la princesa que señalar con su varita el monte de enfrente, que se dividió al punto como tajado con una cuchilla, y bajó despeñado desde la cumbre un caudaloso río, formando al pie una balsa o remanso. No hay que reír tampoco, dijo el Moro, al notar cómo que sus compañeros se mofaban: en cuanto amanezca podemos ir a verlo; que ahí cerca esta”.
» También se ve aún, junto a aquel despeñadero, abierto el taladro que hizo en el mismo monte la Encantada, y donde habitó durante algún tiempo: dos de las estancias subsisten, labradas en las entrañas de la piedra; pero no se ha podido llegar hasta la última, aunque algunos lo han intentado con riesgo de la vida, con el ansia de desenterrar un tesoro.
Apenas se esparcía algún rumor contra la Encantada, hacía esta nuevo alarde de su poder, y cada vez con mayores prodigios. Hace bien -273-en esconderse en ese agujero, y en la cima del monte, como una lechuza (dijo una noche un pastor, estando a solas en su choza con otro); y al salir con sus ganados a la mañana siguiente, ya hallaron labrada de una sola peña esta casa en que estamos, que ocupaba precisamente el mismo terreno que empleaban aquellos pastores para redil de su ganado.
» No contenta con esto la Encantada, se propuso no menos que labrar ella sola una ciudad, sin emplear para ello más horas que las que mediaban entre salir la luna y aparecer por el oriente el lucero de la mañana. Ya llevaba muy adelantada la obra, después de haber allanado la cumbre de un monte, de ese mismo que ahí se divisa, y en el que veréis, así que aclare el día, las señales y vestigios de aquella ciudad, que llevaba trazas de ser de las más grandes y famosas que tuviese la Andalucía.
» Pero estaba escrito que no había de llegar a completarse aquella obra, que hubiera asombrado a las gentes; faltando el mismo artífice, cuando -274- cabalmente su fama iba a llegar hasta el último confín de la tierra.
» Es pues el caso (y así lo he oído referir mil veces) que la Encantada solía divertirse en retar a los caudillos más valientes más valientes, tomando diferentes disfraces, y a veces inquietándolos en sus amores y galanteos. Llegó a sus oídos la voz de que en el ejército cristiano, que tenía puesto cerco a Antequera, venia un mozo de muy pocos años, en términos que ni siquiera le apuntaba el bozo; pero de tan gran corazón y tan diestro en el manejo de las armas, que ninguno se le aventajaba en su campo; los sitiados le temían como a su mayor enemigo. Cuando supo la Encantada que aquel rapaz había vencido no menos que al valeroso Argolán, que era el terror del reino, sintió un irresistible deseo de retar al cristiano, y pelear con él ante los muros de Antequera, para que fuese más cumplido el triunfo. Puso por obra su pensamiento; presentándose en aquella ciudad bajo el aspecto de un joven gallardo, que venía de Fez para romper tres lanzas con aquel cristiano. Aceptó este el desafío -275- sin más defensa que un escudo en el brazo izquierdo, con un vellón pintado en el centro; y en rededor estas palabras: me conservo cándido y puro.»
Trabóse al principio muy brava la pelea; notando la Encantada que sus armas no herían a su adversario, a pesar de que cien veces le tocaban el cuerpo; y empezando entonces a desmayar, levantó la varita en alto, como para preservarse de los golpes; en cuyo momento se la cortó el contrario, dándole un tajo con la espada; y se disipó la visión, dando un grito que puso espanto, sin que desde entonces acá haya vuelto a aparecerse en parte alguna.
Parece que el enemigo que había vencido a la Encantada, no era un guerrero, como se creía; y después se supo que era una doncella, llamada Laurena, hija de un rico ganadero, la cual hizo muchas hazañas durante el sitio de Antequera; manteniéndose hasta el fin en hábito de hombre, para defender mejor su honestidad. Es creíble que vosotros también hayáis oído hacer mención de aquella mujer singular, que ha dejado -276-en esta tierra tanto renombre y fama...
Al decir esto, y advirtiendo que clareaba el día, levantóse el moro; y sus compañeros le siguieron hasta subir a lo alto de un monte, cuya cima forma una especie de llanada; por lo cual hoy día la llaman vulgarmente mesas de Villaverde. Allí se descubría realmente la traza de una antigua ciudad, señalado una especie de campamento, amojonado el terreno y piedras de labrar por todas partes.
Martínez de la Rosa, Francisco. Doña Isabel de Solís, Reina de Granada. Madrid, Jordán, 1839, pp.267- 276
Edición: Ana Mª Gómez-Elegido Centeno
[1] Rauda: cementerio árabe