-¡A caballo, a caballo, amigos míos! Toca el alhalí[1], mi buen montero: Zafiro, bufa; Zafiro, escarba la tierra con sus ferradas manos. ¡Alerta, perezosos! Subamos al Iru: en sus ventisqueros y jarales encontraremos la gamuza[2]que ayer burló nuestros esfuerzos; la gamuza de piel bermeja y ligeros pies.
Y al decir esto, el barón de Garro, el gallardo Luis de Lehet, montaba su negro potro nacido a orillas del Vidasoa, y cuyos primeros relinchos despertaron los ecos de Altobiscar.
El patio cuadrado del noble edificio cuajóse de caballeros, pajes y escuderos, peones, ojeadores y perros de todas razas. -188-
El sol asomó su disco sobre la cima de la montaña, y la brillante cabalgata salió al campo al sonido de marcial estrépito, cruzó el Nive, y se hundió en los solitarios barrancos y angostos valles.
Cuando la pluma de garza que adornaba el birrete del barón se perdió de vista en el robledar vecino, oyóse un feble suspiro en el abandonado casar .
La fría escarcha abruma con su peso a la débil flor.
Se la ve mustia, macilenta, perdida la elasticidad de su tallo: aun la queda un soplo de vida, y vuelve ansiosa su corola hacia el Oriente en demanda del sol.
La tórtola viuda, tristemente posada en la rama que sostiene su nido, se anima, se gallardea al oír el arrullo de otra que hiende los aires con raudo vuelo....
Ay! la tórtola pasa.... prosigue su camino..... va en busca de su pareja.... desaparece....
La viuda engañada en su esperanza, mira entonces melancólicamente su nido solitario.... y llora su viudez y su abandono.
Como la flor que ansía un rayo de sol que la vivifique; como la solitaria tórtola que llama incesantemente a su compañera, así Berta de Labrit ansia en vano una mirada de Luis, y lo llama a su lado.
Pero el señor de Lehét ni oye las voces de su joven esposa, ni repara en sus miradas. Porque el ruido de las trompas de caza, el estrépito de la orgía se lo impiden.
Porque sus ojos tienen harto que ver, para reparar en las lágrimas de su mujer.
El débil suspiro que se escuchó en la estancia, era la expresión del dolor que causaba a Berta su abandono. -189-
Para consolarse acudió a la religión; y puesta de hinojos ante la imagen de la Madre de Dios, pedíala con fervor apartase a su marido del camino de perdición por el cual caminaba, y lo volviese a su gracia.
Y mientras sus humildes plegarias subían al cielo, Luis de Lehét atronaba los montes con gritos de triunfo ? alegría, y sus compañeros formaban coro.
Embriagado con tanto ruido, con el crujir de las armas, con el ladrido de los perros, y los relinchos de los caballos, corría frenético por montes y valles.
El firmamento se encapotó de súbito.
Una nube blanca comenzó a formarse en la cima del fru; extendiese paulatinamente de una manera prodigiosa, y los rayos del sol no tuvieron fuerza bastante para atravesarla.
La nube se condensó; tornóse cenicienta, luego plomiza, después negra.
El ambiente fue caldeándose; el viento se retiró a cavernas desconocidas.
Pero Luis perseguía a dos pasos de distancia a un magnifico ciervo de diez puntas, y nada vio.
De repente la montaña sacudió su frente granítica; oyóse un estrépito horroroso hendiéndose el cielo por mil partes, y centenares de rayos se desprendieron de las nubes.
Luis se encontraba solo, rodeado de jarales espesos, de tenebrosos precipicios.
El trotón se paró. -¡Joup, Zafiro! ¡joúp! voceaba Luis animando al nervudo corcel.
Pero el caballo rehilaba las orejas, lanzaba sonoros resoplidos, ocultaba su hermosa cabeza entre los brazos, y permanecía inmóvil. -190-
-¡Joup! tornaba a gritar el barón: voto al diablo, que si no me sacas de este mal paso, te entrego a la primera manada de lobos que encontremos.
Zafiro empezó a temblar, pero se estuvo quedo.
-¡Maldita tempestad, y maldito sea quien la envía! gritó Luis con furia.
Y comenzó a tañer la bocina con toda la fuerza de sus pulmones.
Nadie contestó a su sonata.
La tormenta seguía aumentándose por momentos.
Rasgó el cazador con sus espuelas los hijares del caballo,-199- al mismo tiempo que un rayo tronchaba con infernal ruido el pino más erguido de aquellos bosques,
Zafiro partió con la rapidez de la flecha.
En medio de su furiosa carrera encontraba al acaso un barranco, parábase un instante, y saltaba al lado opuesto sin que su elástico lomo se resintiera; sin que sus enjutas piernas se doblegasen lo más mínimo.
-¡Joup! ¡Joúp! gritaba en el ínterin Lehet, hundiendo sin compasión las espuelas en el vientre del caballo, y aflojando las riendas.
La noche avanzaba tétrica, oscura, preñada de misterios.
El corcel volaba sin dirección fija, y en su desesperada carrera salvaba torrentes, atravesaba pantanos, cruzaba bosques.
Y entre trueno y trueno, se oía el estridente grito de Luis.
- ¡Joup, Zafiro! ¡Joúp! Yo te prometo doble medida de avena fresca, y pan empapado en vino.
Y el jinete tendido sobre el corvo cuello del corcel, per-191-dió su birrete, rasgó por mil partes su herreruelo, y estaba cubierto de lodo.
Zafiro relinchó de improviso.
Una luz lejana se divisó en medio de las tinieblas; el caballo hizo un esfuerzo supremo; apresuró el galope, y llegó a la puerta de una pobre cabaña.
El barón de Garro desmontó y miró por la rendija de la carcomida puerta, al interior de la vivienda.
Ocupaban la estancia dos mujeres colocadas junto al hogar.
La una había pasado de los cuarenta años: la otra apenas contaba diez y ocho.
La de más edad, sentada en una silla de madera, hilaba tranquilamente, mientras la otra sentada a su vez en un taburete bajo, tenía apoyados los codos sobre sus rodillas, y el rostro en las palmas de las manos.
La una narraba alguna historia; la otra la escuchaba con profunda atención e infantil curiosidad. De pronto llegó a sus oídos el relincho de Zafiro.
-Dios proteja al caminante, dijo la hilandera santiguándose. María, prosiguió dirigiéndose a su compañera: alguno se acerca a nuestra pobre morada; preparémonos a llenar el sagrado deber de la hospitalidad.
En este momento el barón de Garro aplicaba el ojo a la rendija.
María se levantó de su taburete y se acercó a la puerta. - Luis de Lehet se retiró algún tanto; la puerta se abrió, y la joven montañesa se asomó al umbral con una tea en la mano.
-¿Tendréis un lecho de heno para el pobre viajero? preguntó el barón adelantándose.-192-
-Entrad, señor, contestó María: la cabaña de mi madre está siempre abierta para los caminantes extraviados.
-Una boca tan linda como la vuestra, donosa doncella, no puede pronunciar más que palabras dulces y consoladoras.
María se sonrió e invitó a entrar al extranjero.
Sirvióse la cena frugal; señalóse al viajero un mullido lecho de musgo, y madre e hija se retiraron a descansar.
María miró al huésped al salir de la cocina, y es fama de que Luis de Lehét no durmió aquella noche.
II.
Han pasado muchos días desde la famosa cacería.
El barón de Garro abandona su casa solariega antes de amanecer; a la salida del sol los ecos de las montañas repiten:
-¡Joup, Zafiro, Joúp!
Y a través de los pinares, corre veloz como el viento el potro negro del barón:
-Buenos días, María, buenos días; dice saltando del caballo y acercándose a la joven: aquí me tienes como ayer, como desde el primer día que te conocí.
-Te vuelvo a ver gozosa, Luis: solo temo que el señor a quien sirves note tus frecuentes ausencias. ¡Pobre Zafiro! añade acariciando al caballo que viene a buscar en su mano el manojo de yerba fresca con que le regala todos los días.
-Mi corcel corre tan ansioso como yo en busca tuya, -193-amada María: él, para recibir tu regalo; yo, para mirarme en tus ojos, para deleitarme en tu sonrisa, para estrecharte en mis brazos.
- Pero dime, Luis, ¿por qué no pides mi mano? Mi buena madre te quiere mucho, me habla de tú todas las noches, y me dice que sería feliz si me viese unida a ti.
-Todavía no es tiempo, María; pero no dudes que un día serás mi esposa.
-Quizá se opone a nuestra dicha, tu señor el barón de Garro. ¡Oh! ¡qué hombre, Luis, qué hombre! ¿Por qué no abandonas su servicio? Tarde o temprano se condenará ese malvado, y temo, Luis mío, temo que su alma arrastre a la tuya a los infiernos.
—No hables mal, amada mía, de quien me sienta a su mesa, y me cobija bajo su techo.
-No soy propensa a hablar mal de nadie, amado Luis; ? bien sabe Dios cuánto rezamos mi madre y yo por la conversión del de Lehét.
- ¡Ah! exclamó Luis besando a su amada: ¿con que rezáis por él? En ese caso no puede menos de salvarse: los ruegos de los ángeles llegan infaliblemente al trono de Dios, desarrugan su frente y desarman su cólera.
-No, Luis, no: Dios no nos oye, puesto que el barón abandona a su esposa, profana los templos y viola las vírgenes del Señor. ¡Oh! Dios me libre y me guarde de su vista.
-Mal le quieres, María, muy mal: exclamó Luis con acento triste.
-Le compadezco y le temo, amor mío: he aquí todo. Por lo demás, diera yo por su salvación cuanto tengo.
- ¡Pobre barón! Él se salvará, María, sin que hagas nin-194-gún sacrificio. ¿Has oído, por ventura, que recientemente haya cometido nuevos desafueros?
-Dícese en el país que se ausenta solo de su castillo, y que nadie sabe a donde dirige sus pasos.
-Cierto es, amada mía: cuando sale de su casa antes de amanecer, su semblante está radiante de alegría: al volver por la noche, su caballo y él están tristes.
-¿Y no sabes tú, su paje favorito, dónde va, ni de dónde viene?
-No: solo sé, que ni se profanan templos de algún tiempo a esta parte, y que las vírgenes del Señor duermen tranquilas en sus celdas. Tal vez tus oraciones, María de mi alma, hayan verificado esta conversión.
- Quizá los consejos y amonestaciones del prior de Roncesvalles. Dicen que es un santo varón, y que a pesar de haber saqueado el de Lehét por tres veces el monasterio, el buen prior ha emprendido a pie el camino del castillo de Garro con el único objeto de atraer al redil a la oveja descarriada: pero el de Lehét, o lo ha insultado y escarnecido en presencia de sus compañeros de desorden, o ha estado ausente, y el santo prior solo ha encontrado a la noble castellana anegada en lágrimas. ¡Oh qué hombre, Luis, qué hombre!
-Pues bien, María; si tan malo es, yo me separaré de él y vendré a unirme a ti para toda la vida. Olvidemos, pues, al barón; ¿que tenemos nosotros que ver con él? Seamos felices, amor mío, seamos dichosos: yo te amo como un loco, alma mía, y soy y seré tuyo, todo tuyo por siempre. Ven, dame mil besos; dámelos, ángel mío, y olvidemos el uno en brazos del otro al mundo y a cuantos en él habitan.
La cándida joven salta gozosa; corre de aquí para allí en -195- busca de flores; forma con ellas un ramillete, y lo coloca en el cinturón de búfalo de Luis.)
Todo el día lo pasan juntos el de Lehet y la hija de la viuda. - Llega la noche; acude Zafiro al llamamiento de su amo, quien posando sus labios en los de la joven, monta a caballo y se esconde lentamente en el bosque, volviendo a menudo la cabeza y sonriéndose al ver a María que lo saluda diciéndole: Hasta mañana, querido Luis; hasta mañana
Mientras el barón pasa los días y las semanas al lado de la villana, Berta reza fervorosamente delante de la Virgen, ? los compañeros de Luis se admiran de no encontrarlo nunca en casa.
El tiempo pasaba, y las cosas seguían en tal estado.
Una mañana el patio cuadrado de la morada baronial se llenó de cazadores alegres, de perros bulliciosos, de pajes juguetones; y entre la brillante turba se vio descoltar al barón de Garro con grande admiración de palafreneros y curiosos. Dióse la señal de la partida, y la cabalgata desapareció en los bosques.
María se hallaba sentada según costumbre junto a una fuente brota de la roca vecina, y se desliza murmurando por entre verdes espadañas.
En su mano derecha se veía un fresco ramillete de rosas y azucenas silvestres: en la izquierda el manojo de yerba destinado a Zafiro.
La hermosa joven tenía fijos sus ojos en la límpida co-196-rriente del arroyuelo, y una vaga e inefable sonrisa se dibujaba en sus labios rojos como la cereza.
De vez en cuando pasaba por la frente una de sus manos, y un vivo carmín encendía sus mejillas.
Movíase la copa de un árbol a impulsos de la brisa matinal, y todo su cuerpo se estremecía de placer al ruido delas hojas.
-Todavía es muy temprano; murmuraba tornando a su meditación.
Cantaba el cuclillo en la enramada; levantábase de su asiento y dirigía la vista al bosque.
-Todavía es muy temprano; murmuraba de nuevo y se volvía 'a sentar, siempre con la sonrisa en los labios ? el carmín en las mejillas.
El viento de la mañana traía en sus pliegues el ladrido lejano del mastín, guarda fiel del rebaño; María aplicaba el oído, y sus hermosísimos ojos brillaban de placer y de ventura.
-Todavía es muy temprano; tornaba a murmurar inclinando hacia adelante su linda cabeza.
Ya no se oía ni el ruido de las hojas de los árboles, ni el canto del cuclillo, ni el ladrido del mastín guarda fiel del ganado.
La calma profunda de un medio día de verano reinaba en el paisaje.
Una lágrima brillante temblaba entre las luengas pestañas de María: las flores de su ramillete tornábanse mustias, y la yerba del manojo perdía su frescura.
-Ya va siendo tarde murmuró: y la lágrima que temblaba en sus pestañas, deslizándose por las mejillas que habían perdido su carmín, cayó en el centro de la rosa más bella del ramillete.
-197- La flor sedienta absorbió aquella gota amarga y se secó.
Tras esta flor se secó otra; después el ramo entero.
-Ya va siendo tarde, balbuceó llorando.
Y las cristalinas aguas del manantial reflejaron el rostro pálido y profundamente afligido de la joven.
El manojo secóse a su vez.
Yerba tras yerba fué deshaciéndose, y cuando nada quedó en las manos de María, cubrióse con ellas el rostro, y hondos gemidos turbaron el silencio del bosque.
Llegó la hora del crepúsculo.
La gallarda malvíz posada en la rama más alta de un roble, empezó a silbar saludando al sol que se ocultaba.
El búho lanzó su ahullido agorero en el oscuro seno de los bosques.
-Ya... es... demasiado tarde... dijo María melancólicamente.
Luego se levantó; dirigió hacia el bosque una última mirada, pero tan triste, que era imposible dejar de llorar al verla.
Así se pasaron algunos meses. Todas las mañanas oyó María el canto del cuclillo: todas las noches el silbido de la malvíz y el ahullido del búho.
La hermosa joven está desconocida.
Un día de primavera paso junto a ella un hermoso ciervo, tendido el cuello, jadeante, rendido de cansancio: tras el ciervo aparecieron corpulentos y ágiles lebreles: tras estos, Luis de Lehét en medio de una turba de cazadores gritando:
—¡Joup, Zafiro, Joúp!
María se puso en pie como impelida por un resorte; temblaban sus rodillas; el corazón quería salírsele del pecho;-198- lágrimas dulces asomaron a sus párpados; la sonrisa de la esperanza entreabrió sus labios, y sin poder articular una palabra, solo tuvo fuerzas para alargar el manojo de yerbas.
Zafiro se paró de pronto y relinchó de placer.
Volvió Luis la cara al mismo tiempo que María le presentaba el ramo de flores que empezaba a secarse.
-Esas rosas están ya marchitas; dijo Luis con acento burlón; y espoleando su caballo desapareció como el rayo, seguido de sus compañeros que reían a carcajadas.
¡Zafiro fué más agradecido que su amo!!
María cayó en tierra sin lanzar un ¡ay! y su frente pálida rebotó contra el duro suelo.
III.
Dolorosos gemidos se oyen en la cabaña de la viuda.
Tendida en un lecho de heno yace una joven moribunda, cruzadas las manos sobre el pecho é inclinada la cabeza hacia el lado donde una mujer arrodillada llora en silencio.
Un llanto agudo y desgarrador se mezcla con los sollozos: es el llanto de un recién nacido.
La joven cadavérica se estremece al oír aquel lloro: la viuda coge el niño, lo entrega a su madre y vuelve a arrodillarse.
María estrecha convulsivamente a su hijo contra el pecho, á y al abrir la boca para sonreírse, huye por ella al cielo su alma purificada con tanto sufrir, perdonada por el arrepentimiento.
Al mismo tiempo el niño se duerme sobre el regazo de su madre que acaba de espirar.
La cabaña ha desaparecido; no queda el menor vestigio: solo junto a la fuente donde se sentaba María para aguardar a Luis de Lehét, se nota un montículo rodeado de rosales, floridos a la sazón, y una sencilla cruz de madera oculta entre sus tallos.
Yo he visto en las cumbres de la Pirinea flor derramando sus perfumes por la pradera, y ostentando sus vivos colores a los rayos del sol.
Yo he visto después arrastrarse perezosamente hacia ella el asqueroso gusano, o el feo caracol que llena de baba repugnante cuanto encuentra a su paso.
Yo he visto a la desgraciada planta moverse como si quisiera huir del contacto de aquellos seres inmundos que vienen a destruirla.
Yo he visto agotarse los perfumes de su corola, palidecer los colores de sus hojas, inclinarse su tallo, y morir al fin roída por el gusano, o envenenada por la viscosa baba del caracol.
Esto mismo observaba el venerable Valdemaro en la morada baronial de Lehét.
Berta de Labrit, la hermosa castellana, va muriendo como la flor del Pirineo: un dolor profundo mina y corroe su existencia, y acaba paulatinamente la vida en aquel cuerpo delicado. Su consuelo es la oración y los sabios consejos del anciano sacerdote. -200-
Luis de Lehet se burlaba con sus compañeros de lo que él llamaba ridiculeces de su mujer, y proseguía su manera de vivir disipada. 50. La abandonada esposa oraba una noche con más fervor que nunca: su marido estaba ausente, y hacía más de quince días que la única noticia que se tenía de él y de sus compañeros, era la de una nueva profanación sacrílega del retiro de las vírgenes consagradas a Dios.
Cuando más embebida estaba en la oración, sintió que una mano helada Asia suavemente la suya.
La castellana se estremeció.
-Soy yo, Berta; la dijo una hermosísima doncella vestida de blanco, que estaba arrodillada a su lado. No temas; tus ruegos han sido escuchados: Luis de Lehét, a quien ambas hemos amado tanto, puede salvarse.
-¡Oh! exclamó la castellana: sálvese él y perezca yo.
-Escucha, santa mujer; dijo la doncella. Si tu esposo se arrepiente antes que tú mueras, se salvará: si no, la divina justicia le castigará, permitiendo que la maldición que en este instante lanza contra él mi desconsolada madre, caiga sobre su cabeza.
La doncella desapareció y Berta siguió orando.
En el ínterin, el barón de Garro galopaba por el prado de Roldán, y al entrar en el angosto barranco que conduce a Eugui, salióle al encuentro una mujer cubierta de harapos y desgreñado el cabello.
-¡Luis de Lehet! grito: tú eres un infame, un mal caballero. El barón se paró. ¡Luis de Lehet! tú has violado las leyes de la hospitalidad; has mentido; has seducido una joven inocente, y por fin la has abandonado cobardemente. -201-
El barón se echó a reír, y sus compañeros hicieron coro.
- Tú deseabas tener un hijo que perpetuase tu raza; prosiguió la mujer harapienta: pues bien; ha nacido un hijo tuyo.
- ¡Un hijo! exclamó el barón acercándose rápidamente a su extraña interlocutora. ¡Un hijo has dicho! ¿Dónde está? Condúceme a su lado y te doy la mitad de mi fortuna.
Esta vez la mujer harapienta fué la que soltó una estrepitosa carcajada.
-Escúchame, barón de Garro; repuso esta con fatídico acento: yo tenía una hija y tú la has deshonrado y la has muerto: ¡maldito seas! Tú eres blanco como la leche; tú te pondrás negro como el tronco del roble herido por el rayo: tú ostentas luenga y rubia cabellera; tus cabellos se contraerán ? formarán pegujones en tu cabeza como la lana de la oveja enferma: tú eres cazador; los perros despedazarán tu cuerpo, y tu alma maldita rodará de monte en monte cazando hasta la consumación de los siglos. ¡Maldito, maldito seas, amen, perjuro, sacrílego!...
- ¡Mi hijo! grito Luis de Lehét con rabia.
-Morirás a sus manos, orgulloso barón.
Y al decir esto, desapareció la mujer sin que se supiera cómo ni
Por donde
IV.
Algunos días estuvo pensativo el noble caballero; pero sus amigos le asediaban de tal modo, que no le dejaban un momento de libertad para arrepentirse. -202-
Pasaron años. Murió Berta la piadosa; y Luis de Lehet, olvidada ya la maldición de la mendiga, y la muerte de su esposa, cazaba con más fervor que nunca, saqueaba monasterios, profanaba asilos sagrados, y blasfemaba del santo nombre de Dios.
Y sucedía una cosa extraña: el rostro del barón nada perdía de su blancura; ni su cabellera dejaba de ser rubia y luenga; ni Zafiro moría, ni los lebreles envejecían.
Y los bosques seculares del Pirineo oían repetir continuamente:
-¡Joup, Zafiro, Joúp! Corre caballo mío: alcanza al venado de diez puntas, y condúceme donde me esperan el vino rubicundo y las mujeres hermosas. ¡Joup, Zafiro, Joup!
El barón había pasado la noche en una espantosa orgía.
A la mañana siguiente acertó a pasar al alcance de su venablo un horrendo jabalí: encabritóse Zafiro al verlo, pero obligado a obedecer al acicate de su amo, partió a escape tras la cerdosa fiera que Luis hirió con su arma.
Corría el jabalí; corrían los perros tras él; corría el de Lehet en furiosa carrera, arrojando gritos de alegría y alejándose de su comitiva que no podía seguirle.
De esta manera llegaron a lo más profundo de un sombrío valle, en donde la fiera se arrojó a un charco de aguas cenagosas, y los lebreles con él.
Cuando Luis de Lehét desembocando de la espesura, se acercaba al sitio en que permanecían rendidos de fatiga sus perros y el jabalí, vio que un apuesto mancebo se dirigía denodadamente a matarlo.
-Teneos, joven, teneos; esa presa es mía: gritó el barón de Garro. -203.
El mancebo le miró, se encogió de hombros, y entró en el charco.
Un minuto después el jabalí se revolcaba en el cieno, arrojando sangre por la ancha herida que el montañés le había abierto con su daga.
Luego cortó la cabeza al jabalí y levantándola en alto, y enseñándosela a Luis que lo miraba sorprendido, le dijo con ademán provocativo:
-Esta presa es mía; venid a quitármela.
El barón se arrojó al encuentro del joven: aguardó este la acometida con la mayor serenidad, y hundió la daga en el costado del caballero.
-¡Luis de Lehet! gritó al ver que el barón caía del caballo: yo soy el hijo de María.
El barón volvió sus vidriosos ojos hacia el mancebo, que limpiando la hoja de su daga con la mayor indiferencia, se marchó.
Apenas Luis cayó al charco, empezó a ennegrecerse su rostro y a contraerse su cabellera.
Los perros se lanzaron sobre él, y lo despedazaron a pesar de sus alaridos de dolor.
A las altas horas de la noche, o cuando amanece un día tempestuoso, oyese retumbar en las cañadas y barrancos una voz estentórea que grita:
-¡Joup, Zafiro, Joúp!
Y a través de la lóbrega noche o de las trombas destructoras, se ve correr un caballo negro, montado por un jinete negro, y seguido de lebreles gigantescos negros también.
De la cima del Iru salta a la cima de Izpegui: de aquí -204- se derrumba al precipicio de Arlecu; de allí vuela hacia el Izascun; atraviesa el rio Oria y aparece sobre el Haya: precipítase hacia el mar, y llega a la tempestuosa e inhospitalaria costa.
Los brazos del corcel tocan ya las crestas de las olas... el jinete lanza un grito de alegría porque al fin va a cesar su cacería fantástica.
Un fuerte resoplido del caballo, se une entonces al mugido de las olas... el furioso cuadrúpedo gira rápidamente sobre sus piernas, y emprende de nuevo la desesperada carrera tierra adentro... El jinete entonces grita con voz espantosa y que domina al huracán:
-¡Joup, Zafiro, Joup!
Y caballo, jinete y perros, desaparecen arrebatados por el torbellino de oscuras y arremolinadas nubes.
El alma de Luis de Lehét seguirá cazando hasta el fin del mundo.
FUENTE
Goizueta, José María. Leyendas Vascongadas, J.J. Martínez, 1856, pp. 187-204.
[1] Alhalí: halalí. Cuerno de caza.
[2] Gamuza: 1. f. Antílope del tamaño de una cabra grande, con astas lisas y rectas, terminadas a manera de anzuelo, y capa oscura, que vive en los Alpes y los Pirineos. (Diccionario de la lengua española, RAE).