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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Obras completas. Tomo IV. Madrid, Rivadeneira, 1870, pp.91-110.

Acontecimientos
Traición al juramento
Personajes
Félix de Erliá, Antón de Ondarra, Rosa
Enlaces

LOCALIZACIÓN

DEVA

Valoración Media: / 5

 

LA FLOR DEL ÁNGEL.

I.

Vivía no sé en qué tiempo (pues la tradición no lo fija), en uno de los blancos caseríos de las verdes montañas que ven correr al Deva, una joven bellísima, llamada Rosa, hija única de cierto labrador acomodado. Tuvo por compañero de su infancia a un pobre huerfanito, que otro vecino de la aldea había por caridad prohijado; y de tal modo se amaron desde los primeros años, que podrían aplicárseles aquellos lindos versos de Hartzenbusch, referentes a otros amantes tradicionales:

 

—Y así fue nuestro querer,
Prodigioso en niña y niño,
Encarnación del cariño
Que se adelantó al nacer.

Pero Rosa llegó a cumplir los quince años, teniendo ya diez ? ocho su amante Félix Erlia—a quien ningún mozo de la comarca se igualaba en gallardía—y si sus mutuas ternezas de niños no habían llamado seriamente la atención de nadie, su acendrado amor de jóvenes no podía menos de inquietar en sumo grado al padre de la doncella, al cual no le cuadraba en manera alguna tener un yerno tan pobre. Nuestros amantes y aquellos con quienes los tengo comparados, ofrecen -como irán notando mis benévolos lectores no pocos puntos de triste semejanza. Erliá, como Marcilla, halló inflexible al —92— padre de su amada; y si bien ésta se contentó con llorar en silencio, porque era modelo del respeto filial (generalmente profundo en los corazones vascongados), el joven persistió de tal modo en su amoroso empeño, y rogó y gimió tanto a las plantas del insensible padre, que alcanzó al cabo, cual suprema merced, esta declaración solemnemente articulada:

- Dentro de tres días es el 1. ° de marzo, fiesta del Ángel Custodio, y en el cumple mi hija sus diez y seis primaveras.. Te doy palabra de honor de no obligarla a recibir esposo hasta dentro de dos años, y pasado que sea el mencionado día. Si para entonces has adquirido medios de mantener como se debe a la mujer que escojas y a los hijos que te dé, preséntate a mí el 1.° de marzo del año señalado, y juro por los ángeles que se festejan en él, que será tuya la mano de Rosita, siempre que ella voluntariamente no se la haya destinado a otro. Pero si la Providencia te niega sus recursos, no pienses en aportar por estos alrededores, teniendo entendido que daré, con su gusto o sin él, otro marido a la chica.

No osó replicar Erliá; antes bien se retiró dando gracias al viejo, y como algún tanto esperanzado.

Tres días después, el de la fiesta del Ángel y cumpleaños de Rosa, se hallaba ésta sentada tristemente sobre unas piedras a las orillas del río. En su distracción amarga tronchaba  maquinalmente, unas tras otras, las ramas todavía desnudas de los arbustos cercanos, y aun iba a dejar caer su destructora diestra sobre la única florecilla que entreabría solitaria su modesto cáliz al abrigo de la peña—y que era conocida en el país con el nombre de la flor del ángel, por ser producto de una planta que, según la tradición asegura, jamás dejaba de comenzar su milagrosa florescencia en el primer día de marzo — cuando de repente llegó Erliá, y fue salvada la flor; pues Rosita sólo se ocupó ya en contemplar a su amante.

-Vida mía, la dijo él sentándose a su lado, y mostrando en su rostro extraña mezcla de dolor ?
de esperanza; ya conoces la resolución de tu padre. Me es preciso ser rico dentro de dos años, a contar desde hoy.

Rosa prorrumpió en llanto.

-No llores, prosiguió Félix, temblándole la voz por más que se esforzaba aparentando firmeza. Mi corazón está —93—  lleno de halagüeñas esperanzas, porque -inspirado por mi ángel y por el tuyo, bajo cuyo patrocinio he puesto nuestros castos amores,— voy a partir para buscar fortuna en una tierra donde se dice que son de oro hasta las arenas de los ríos. Sí; me voy al Nuevo Mundo, y el buque en que me admiten como marinero voluntario se da a la vela esta noche.

Los sollozos de Rosita parecían desgarrarla el corazón; pero Félix, armándose de valor, pudo añadir todavía:

Dentro de dos años, en tal día como éste, en este si a esta hora, volverás a verme reclamando tu mano.

-¿Y si no vuelves? exclamó la doncella, dejando caer su desfallecida cabeza sobre el hombro de su amante.

-Si no vuelvo, respondió Erliá con amargura, ruega por mí a Dios y encomiéndame a nuestros ángeles, porque habré pasado a mejor vida.

-¡No! repuso ella; otra podrá ser también la causa que nos separe. ¿Quién me asegura que no te olvidarás de mí en aquel suelo lejano?

En el mismo momento una abeja libaba susurrando la temprana florecilla del ángel, y haciendo un juego de palabras con el nombre del insecto y el apellido de Erliá -que en vascuence significa abeja — dijo el joven a su querida, señalando a aquél, posado amorosamente sobre la flor solitaria:

-¿Ves cómo viene a buscarla apenas aparece en la tierra? Pues primero olvidará esa abeja a la flor, que pueda este otro Erliá olvidarse un instante de su Rosa.

La doncella se sonrió en medio de sus lágrimas; pero no parecía completamente tranquila, porque cabíale la desgracia de ser un tanto desconfiada y celosa, lo cual sabía su amante, y por lo mismo se apresuró a añadir:

-¡Yo te lo juro! Puesto que no tienes en mi corazón la fe que tengo en el tuyo, te juro por nuestros ángeles, presentes en este sitio, que seré contigo tan constante como con la flor la abeja.

Rosa, a su vez, prometió ante los mismos célicos testigos no aceptar esposo alguno en los dos años de libertad que le permitía su padre. Luego guardaron los dos largos y elocuentes silencios, apretándose las manos y dejando correr sus lágrimas con los cristales del río. —94—

Llegó por fin el momento de la separación, y ¿quién puede explicar lo que es ese momento para dos corazones que se aman? En él solo están resumidas todas las amarguras de la más larga existencia. ¡Pobre Félix! pobre Rosa...... ¡Presentían sin duda que aquel amargo beso de despedida era el primero y el último que se darían en la tierra!

Al día siguiente volvió Rosa a orar por los navegantes al sitio en que se había despedido de su Erliá, junto a aquella misma solitaria flor que había libado la abeja..... Y la abeja volvió también a libarla en aquel día, y al otro, y al otro..... Y cada vez que la joven iba a la orilla del  río para pensar en su amante, iba también la abeja a posarse en la florecilla-aunque ya mustia y marchita — como si quisiera con su constancia responder de la del ausente, que tenía su nombre y se había con ella comparado.

Otras muchas flores se fueron abriendo sucesivamente; pero sólo las de aquel arbusto, el más humilde acaso de los campos, tenían atractivo para el insecto leal; sólo en ellas le veía Rosa posarse cada mañana, susurrando y batiendo las alas de placer.

Aquella circunstancia rara llegó a ser para el joven motivo de superstición. Imaginóse que los ángeles custodios-invocados por ella y por su amante, como testigos de sus sagradas promesas y protectores de su inocente amor-hacían venir milagrosamente al fiel insectillo para calmar con su perseverancia las incurables inquietudes de un corazón desconfiado.

Bien lo había menester la pobre Rosa, pues pasaron días, y después semanas, y después meses, sin que llegase a ella la menor noticia del viajero. En balde iba a Deva cada vez que divisaba una vela desde la altura de los montes. En balde esperaba en la playa horas enteras, y—apenas anclado el barco- se deslizaba entre los marineros, interrogándoles uno a uno sobre lo único que le interesaba en el mundo. Nadie respondía a su esperanza; nadie sabía nada de Félix Erliá, y la triste Rosa se volvía al caserío cabizbaja, con el pecho rebosando recelos. Pero corría junto al arbusto, cuyas últimas flores pronto barrería el cierzo, y la abeja acudía también presurosa para consolarla, mostrando su fidelidad inmutable. —95—

 

II.

Llegó el invierno, y con él el luto de los campos. Rosa, taciturna y abatida, pasaba los días y las noches hilando bajo el techo de su casa, y rezando a su ángel para que le conservase la ternura de Félix; pero -a pesar de todo—los temores de su alma iban creciendo en progresión terrible, no alcanzando a salir de esta cruel alternativa: ha muerto o ha cesado de amarme. Contribuía bastante a tan tristes cavilaciones el no poder ya contemplar a la constante abeja en su amada florecilla. ¡Ah! no quedaban flores en aquellos campos, vestidos solamente por la escarcha, y el insecto guardaba su retiro o había perecido con los seres que amaba.

Lloraba Rosa al pensar en ello, y lloraba y lloraba tanto, que casi llegó a marchitarse su peregrina hermosura.

Pero se acercó al fin la primavera con sus tibios días, sus balsámicas auras; y reanimada Rosa corrió palpitante de temor y de esperanza al sitio consagrado por sus recuerdos.

¡Oh dulce espectáculo! La planta había retoñado, renovando sus flores, y la abeja -saliéndole al encuentro de entre ellas — pareció reconvenirla con sus susurros por las injustas sospechas que abrigaba.

¡Que no se burle nadie de las tiernas puerilidades de las almas amantes! Rosa sintió como por encanto calmarse en un momento sus más crueles temores, y pronto volvieron a colorarse sus mejillas y a anidarse en su corazón las esperanzas. No pasó ya ni un solo día sin que tornase cada mañana junto al arbusto querido, y tampoco la abeja faltó un solo día del modesto cáliz de su flor.

Aquél era el único consuelo de la pobre niña, porque sus repetidas excursiones a Deva continuaban siendo sin resultado.

Vino a habitar por entonces uno de los mejores caseríos de aquellas montañas, cierto antiguo piloto cansado ya de la agitada vida de marino, y que se proponía pasar tranquilamente el resto de sus días en la tierra de su nacimiento, con el capitalillo que había logrado reunir. Llamábase Antón —96— Ondarra, y era hombre entrado en años, pero agradable todavía por su carácter franco y bondadoso. Conoció a Rosa, y pensó desde luego que era la mujer que le convenía para compañera de su nueva existencia. Ninguna la igualaba en hermosura, en modestia y en religiosa fe. Ondarra lo comprendió así desde la primera ojeada, y pidió sin más preliminares la mano de la doncella.

Fuerte tentación era ésta para el codicioso padre, pues el pretendiente podía reputarse uno de los mejores partidos de la comarca; pero fiel — sin embargo — a su palabra, le manifestó terminantemente que no podía disponer de su hija hasta el 1.° de  marzo del año próximo. Antón Ondarra se resignó a esperar, y como no tardase en saber los sentimientos de Rosa, dedicóse a probarle — en vez de la apasionada impaciencia del amante- la apacible ternura del amigo.

-He creído, la dijo un día con su noble franqueza de marino, que podía haceros dichosa dándoos mi corazón, mi nombre y mi fortuna; pero si todo lo que queréis admitir de mí es la amistad de un hermano, os la ofrezco también a presencia de Dios, tan desinteresadamente cuanto es posible a un hombre. Disponed de ella, segura de que no habrá sacrificio que no haga con gusto por contribuir a vuestras alegrías, o dulcificar, al menos, vuestras penas.

Rosa no podía ser desagradecida a conducta tan noble y generosa. Aceptó lo que se le ofrecía, y Antón fue pronto su único confidente y su respetado consejero. La pobre estaba siempre tan triste, tan sola, tan sin arrimo (pues no tenía ya madre, y su padre era más honrado que afectuoso), que el fraternal cariño del piloto llegó a serle indispensable en las crecientes amarguras de su situación. Ondarra, por su parte, célibe machucho y sin familia, se apegaba más de día en día a aquella niña tan bella y desgraciada, complaciéndose en merecer de ella —ya que no podía ser otro sentimiento, la casta afección de hija.

Acompañábala en sus excursiones; pasaba a su lado horas enteras a las orillas del rio, oyéndole la incesante historia de sus recuerdos, y consolándola con el feliz augurio de la abeja, que no olvidaba a su flor; y de aquel modo el viejo marino y la joven aldeana llegaron antes de mucho a hacer—107— se inseparables; con gran contento del padre, pues había ofrecido no obligar a su hija a que tomase esposo en los dos años, pero no estaba en el deber de impedir que se lo tomase ella si se cansaba de aguardar al que parecía olvidarla.

Un día, sin embargo, se extendió de improviso por la aldea una noticia importante. Afirmábase haber fondeado en el puerto de Deva el mismo buque de que se hizo marinero el joven Félix Erlia, y no hay necesidad de decir con qué apresuramiento y esperanza voló Rosita a las playas. Su emoción al verse a presencia del capitán del buque se hizo de tal modo opresora, que le faltó completamente la voz, y Ondarra-que la acompañaba— fue quien hubo de preguntar (combatido por tan opuestos sentimientos, que no sabía él mismo qué respuesta deseaba):

-¿ Forma todavía parte de vuestra tripulación el marinero Erliá?

-¿Erliá?..... respondió el capitán, sin cuidarse de la ansiedad con que eran escuchadas sus palabras. ¡Voto a bríos, que no conozco bergante más afortunado que él! Me engañó para que lo llevara de balde en mi goleta; pero supo arreglarse -durante la travesía— con cierto colono ricacho que iba también a bordo, y al que tuvo, además, la buena suerte de salvarle la vida en el naufragio que tuvimos cerca de las costas de Jamaica. Le daba el corazón al perillán que aquel  hombre había de hacer su fortuna!

- ¡Su fortuna! articuló trémulamente Rosa. Pues ¡qué! ¿se ha hecho rico ya Félix Erliá ?

- ¡Vaya! repuso el capitán. El viejo colono le ha pagado el servicio dándole su hija única, que lleva una dote pingüe.

Rosa cayó exánime en los brazos de Antón, que gritó fuera de sí,  sobreponiéndose a todo otro sentimiento el interés que le inspiraba aquella pobre criatura:

-¡Mentís! ¡mentis! ¡eso no puede ser cierto! Erliá no se ha casado.

-Mucho será, repuso impasible el otro; pues cuando he dejado—hace dos meses—las costas de Nueva—España, no se hablaba de otra cosa que de aquella próxima boda, de que había dado parte a todos sus conocidos el padre mismo de la novia.

-¿Oyes, Rosita? exclamó Antón. Aún no se había verificado el casamiento; aún puede ser que se engañe este hombre.

Pero Rosa no le oía: síncope mortal la embargaba. Cuando volvió en sí se encontró a la margen del río, junto al arbusto del ángel, en torno del cual zumbaba alegremente la abeja; y Ondarra, que la sostenía en sus brazos, se la mostró, murmurando en su oído estas consoladoras palabras:

-Ella es fiel..... ella es fiel todavía.

-¡Pero él no! gritó la joven, que recobraba con la vida la conciencia de su desventura.

Y los celos, aquella horrible pasión a la que, por su mal, era propensa; los celos la encendieron de súbito en tan violento furor, que maldijo al insecto con destempladas voces, acusándole de haberla engañado durante diez y seis meses. No contenta, sin embargo, con esto, su mano — convulsivamente agitada — cayó de repente sobre la pobre abeja, que acababa de posarse en su querida flor..... en la única que no había sucumbido todavía a los ardores del estío, y en cuyo cáliz, tantas veces acariciado, encontró la triste su sepulcro.

¡Oh!;con cuántas lágrimas tenía que ser expiada aquella muerte impía, que acaso hizo gemir a los dos ángeles que cobijaban — bajo sus blancas alas — los inocentes amores de aquellos pobres niños ......

 

III.

La cólera y el dolor son malos consejeros. ¡Rosa los escuchó, sin embargo; los escuchó demasiado!... No le bastaba la destrucción de la abeja; hizo más todavía para aniquilar sus recuerdos. Le otorgó su mano a Antón Ondarra, apresurando la realización de aquel enlace, que debía probar al inconstante Félix que no se había tenido la credulidad de esperarle fiel y enamorado.

Rosa estaba loca en aquellos días fatales. Quizá no debió —99—Ondarra cumplir los ciegos votos de la venganza en su suprema energía; pero ¡ah! él amaba con extremo a aquella niña interesante; la creía abandonada, y esperaba poder consolarla con su indulgente e inagotable ternura.

La abnegación del viejo marino había sido sublime mientras juzgó contribuir con ella a la ventura de Rosa; pero faltando aquel estímulo, privado de aquella esperanza, ¿cómo y por qué rehusaría un bien que se le venía a las manos, cuando menos lo esperaba y más reconocía merecerlo ?..... Tal heroísmo era superior a una flaca naturaleza mortal.

La boda se dispuso de prisa, y sólo al ver llegar el momento de ella comenzó la exaltación de Rosa a dejar algún campo al raciocinio. Sólo entonces comprendió que su resolución era violenta; que el dicho del capitán no presentaba carácter infalible; que al romper ella sus juramentos tomando esposo -antes de cumplir el plazo de los dos años otorgados a Erliá  por su padre- — se hacía reo de un crimen que no alcanzaría a justificar la inconstancia de aquél, aun después de ser completamente probada.

Estas reflexiones y otras muchas atormentaron de pronto a la desgraciada Rosa; pero eran ya demasiado tardías. El —98— casamiento se celebraba aquella misma noche. Sólo pudo llorar, llorar sin consuelo entre sus galas de novia, y sentir que se despertaban —a pesar suyo- en lo más íntimo del alma, los dulces y tristes recuerdos que había querido en vano aniquilar.

Entonces se acordó de la flor y de la abeja..... de la pobre abeja sacrificada.

¿Qué hizo? se preguntaba con enojo a sí misma: ¿qué hizo jamás para merecer la muerte? ¿Debí castigarla porque animó mi esperanza con su fidelidad? ¿Es tan grata la verdad presente, que no deba perdonar y agradecer aquel engaño dulce, aquella ilusión que era mi vida?

Discurriendo así, no pudo resistir a un repentino impulso. Aun faltaban algunas horas para la nupcial ceremonia, y Rosa fue a pasarlas llorando junto al arbusto del ángel. ¡Ay! barrían ya el suelo sus amarillas hojas, y la última flor que había adornado su tallo — la última que libara la abejas desprendía seca, esparciendo con sus restos los del insecto aplastado en su corola. La joven recogió aquellas reliquias, recogió también la semilla que dejaba la flor, y todo lo guardó cuidadosamente envuelto.

¡Erliá! ¡mi caro Erliá! iperdóname! decía al apretar dichas reliquias sobre su afligido corazón. Y se complacía en repetir tales palabras, dirigidas a la abeja, pero que le daban ocasión de articular un nombre que era también el de su antiguo amante. Sin embargo, no volvió ese nombre a salir de sus labios; porque Rosa fue desde entonces la mujer de Antón Ondarra, y tenía demasiada virtud para acariciar lo pasado. Nada le quedaba de él sino los míseros restos de la abeja y de la flor.

Rosa no era feliz: no podía serlo; pero llenaba sus deberes con aparente agrado, y respirando de continuo en la atmósfera de paz y de ternura de que la rodeaba su marido, acaso llegó a esperar que se cicatrizaran con el tiempo las á profundas heridas de su alma.

Así pasó el otoño; así pasó también el largo y nebuloso invierno, y llegó el último día del mes de febrero, trayendo en pos una noche tenebrosa y fría como ninguna.

Tronaba, llovía copiosamente, y Rosita — sin embargo — permanecía en su ventana, fijos los ojos en el enlutado firmamento, que surcaban a intervalos los relámpagos, y como si se embelesara oyendo retumbar los truenos en las montañas.

Quizás su pensamiento se hallaba muy lejos de cuantos objetos parecían preocuparla, pues de pronto se estremeció toda, como si despertara de un sueño. Entonces prestó visiblemente atentísimo oído, no al trueno que no resonaba en aquel instante, no a la lluvia y al viento, que comenzaban a aplacarse; sino a una voz dulce, lastimera, que acababa de articular su nombre bajo su misma ventana.

La oscuridad era tan profunda, que nada podía distinguirse; pero largo y tristísimo adiós, murmurado apenas en medio de las tinieblas, llegó a herir en lo más hondo todas las fibras del corazón de la joven.

¿Qué nombre iba a escaparse de sus labios, convulsivamente estremecidos? No puedo asegurarlo, pues Antón llegó en aquel instante, haciéndola desviar de la ventana, cuidadoso por su salud expuesta imprudentemente al borrascoso viento de la noche. —101—

Rosa, empero, no durmió ni un momento, y apenas la campana de la parroquia anunciaba el comienzo del día consagrado a la fiesta del Ángel de la Guarda, cuando saltando de la cama, con el rostro encendido por la fiebre, corrió desatentada a orillas del Deva.

Por todas partes se presentaban a sus ojos vestigios de la tormenta pasada; pero ella nada veía. Sus pies se sumergían a cada paso en los charcos formados por la lluvia; pero ella corría sin cesar, como si fuera empujada por una mano invisible.

Llega, divisa el paraje donde floreció antes el arbusto ligado para siempre a sus recuerdos..... donde había recibido el último adiós y las sagradas promesas de su amante..... donde ella le empeñara tan solemnemente las suyas..... y donde, por último, en el furor de su despecho al creerse abandonada, había levantado una mano destructora sobre el inocente insecto que por tanto tiempo acudió fiel a sostener su esperanza.

Ya no existían ni el arbusto, ni el insecto, ni la esperanza, ni los juramentos de Rosa..... ¡pero Erliá  estaba allí, fiel a los suyos.... ¡¡Estaba allí, como se lo había prometido hacía dos años, en tal día como aquél, y a presencia de sus ángeles, del arbusto, de la abeja y de la flor ......

 

IV.

Rosa no lanzó un grito ni articuló una palabra, porque el silencio es la expresión suprema de las supremas emociones. Cayó de rodillas, y su mirada - en que se retrataban los inefables tormentos de su alma — fue la única impetración de piedad que pudo dirigir a su juez. Pero aquella mirada era tan elocuente, tan desgarradora, que el corazón ofendido no pudo resistir a ella.

- Sí, yo te perdono, dijo Erliá — desviándose estreme—102—cido de la que tanto había amado — así te perdonen también Dios ? los ángeles, a cuya presencia has perjurado.

Rosa ocultó el rostro entre sus manos, y, como la compañera de Adán al verse ante Dios después de haber comido la funesta manzana - sólo pudo articular estas palabras, tan difíciles para el orgullo y tan socorridas para la debilidad:

¡Fuí engañada! Erliá se sonrió con amargura.

- Sé, dijo, que tu corazón creyó con harta presteza en la mudanza del mío. Que estuviste lejos de sospechar siquiera que la esposa que se me brindaba no tuviese, con todos sus tesoros, bastante para comprarme la constancia de mi amor y la santidad de mis promesas. ¡Oh! ¡ella y su padre me hicieron más justicia! Ellos, al oír la sencilla historia de mi vida, que no es más que la de mi corazón, comprendieron al instante que no había para mí sino una felicidad posible, y me dieron generosamente los medios de venir a conquistarla; mientras tú no vacilabas en creer que yo la vendía infamemente por un puñado de oro.

-  ¡Erliá, Erliá! gritó la infeliz Rosa, abrumada a los pies de su amante por el enorme peso de su dolor y su arrepentimiento. ¡No hay para mí perdón! ¡No merezco misericordia!

Tan lastimero era su acento, tan profunda su desesperación, que el noble pecho del joven sintió que se sobreponía a sus propios dolores la compasión que le inspiraban aquellos de que era testigo, y sólo buscó ya palabras de consuelo para la culpable.

-  La fatalidad, dijo, la fatalidad lo ha hecho todo. Ninguna de las noticias que he procurado darte han llegado hasta ti, y aquel silencio, la distancia, el tiempo, la natural desconfianza de tu carácter, disculpan sobradamente tu injusticia de un momento, que no es a mí solo ¡oh Rosa! a quien ha hecho desgraciado. Nuestros ángeles no han querido que gozasen dos mortales en la tierra de una felicidad sin límites.

- Ellos, por el contrario—exclamó Rosa inconsolable ellos han hecho venir infaliblemente cada día a la fiel abeja con quien te comparaste, para que tranquilizase mi corazón con su inmutable constancia. ¡Pero nada bastó! ¡A nada  —103—atendió, sino a sus celos, este corazón indigno! ¡Mi mano, mi propia mano mató al insecto sobre la flor que amaba! ¡Oh, sí, Erliá! ¡Lo destrocé como a tu corazón! ¡Lo aniquilé como a mis juramentos! ¡Aquí tienes..... aquí tienes sus restos con los de la flor!

Y la joven sacó de su pecho el envoltorio que contenía las re—100—liquias, fijando en él convulsivamente sus labios descoloridos.

Elia lo tomó en sus manos, le abrió, y contemplo largo rato aquel polvo, corriendo gruesas lágrimas por sus pálidas mejillas, algunas tantas tostadas por el sol ecuatorial.

-¡Ah! pronunció al fin con un acento que partía el corazón; sus cenizas, al menos, están para siempre confundidas..... Las nuestras, Rosa, no lo estarán jamás. Prométeme siquiera que esparcirás estos polvos en la tierra de mi sepultura, y que irás alguna vez a regarlos con tus lágrimas.

- Sí..... Sí..... articuló ella entre gemidos; hasta que en aquella tierra se confundan pronto los restos de todos cuatro.

En tal momento llegaba sofocado el buen Antón, que había corrido las montañas en busca de su mujer. Erliá  la tomó por la mano y se la entregó, diciéndole:

- Hazla feliz, porque ha comprado ese derecho a precio de mi vida; y cuando yo no exista, no la impidas cumplir el último juramento que me ha empeñado, y en gracia del cual los ángeles la perdonarán, al fin, la infracción de los primeros.

Dicho esto, desapareció entre los jarales, y Ondarra trasportó en sus brazos a Rosa, desmayada, a la pacífica mansión a que él creyó un tiempo llevar con ella la ventura, pero en la que comprendía ya que sólo el dolor debía habitar para siempre. Violenta fiebre asaltó a la pobre joven en aquel mismo día, poniendo en riesgo su vida durante muchas semanas, y dejándola por convalecencia la tristeza sombría de una ictericia profunda.

Erliá, por su parte, pareció no ocuparse en otra cosa, desde la amarga entrevista, que en el cuidado asiduo del viejo labrador que le había acogido en su desvalida infancia, y que se hallaba postrado por una parálisis incurable. Empleó el dinero destinado antes a los gastos de un nuevo y feliz estado, en rodear de comodidades a su bienhechor —104— y a la familia de éste, pagándoles con usura el generoso cariño que en otro tiempo dispensaron al huérfano.

Nada le complacía tanto como pasar las largas horas de la noche leyendo el libro de Job cerca de la cama del anciano por más que le molestase con frecuencia una tosecilla seca y angustiosa, durante la cual solía mancharse con sangre el pañuelo que llevaba a sus labios. ¡Ay! aquellas dos hermosas y juveniles existencias, heridas de un mismo golpe, podían ser comparadas a dos flores que—apenas abiertas a los besos del céfiro — reciben en su seno el gusano destructor que las va lentamente devorando.

Sin embargo, con los apacibles días de la primavera mejoróse algún tanto la situación de Rosa, y esta circunstancia y los desvelos paternales que la prodigaba Antón, podían dar la esperanza de un completo cambio favorable. Félix luchaba también, con todo el vigor de sus veinte y dos años, contra aquella terrible enfermedad cuyos progresos no ha alcanzado todavía a detener la ciencia, y que se ceba con tanto mayor encarnizamiento cuanto es más florida la juventud de la víctima.

Mientras duró el buen tiempo no ocurrió nada que de contar sea; más al caer amarillas las postreras hojas de los árboles, el pobre Erliá  cayó también en su lecho para no volver a levantarse. La enfermedad lo había vencido al cabo, y corría con espantosa rapidez a su último período e inevitable desenlace.

Rosa, en tanto, sentía simpáticamente renovarse el progreso de su lenta consunción, y su alma se iba cubriendo de brumas más oscuras y tristes que
las que  el cielo tendía gradualmente sobre la hermosura marchita de los campos.

 

V.

Hubo aquel año un invierno riguroso. El frio era intensísimo; las cimas de las montañas no se desnudaban jamás de su pesado manto de nieve; continuas nieblas se interponían entre ellas y los valles y cañadas, robándoles la vista del firmamento, donde el sol avaro dejaba escapar escasamente algunos rayos fugitivos; y gracias si de vez cuando, rompiendo un peñasco los espesos vapores, descubría lentamente sus picos descarnados, que a manera de fantasmas tornaban a desaparecer entre las brumas.

No se oían otros rumores que el zumbido del viento entre los castaños desnudos y las encinas escarchadas - en torno de los cuales solían revolotear medrosos algunos mudos pajarillos-  la caída de los aludes, y acaso los graznidos del cuervo oculto en los agujeros de las peñas.

Rosa no salía de su casa, pasando tan tristes días casi inmóvil en su gran sillón de baqueta; mientras, para distraerla, Antón le contaba largas historias de sus viajes de marino, que ella escuchaba por lo común visiblemente abstraída. Sin embargo, siempre al dejar la silla para trasladarse al lecho, alargaba su flaca y yerta mano a su marido, dándole gracias con una melancólica sonrisa. Ondarra movía tristemente la cabeza, osando apenas besar aquella mano, y al retirarse - después de arroparla y arrullarla como a un niño-  no dejaba ningún día de decirse a sí mismo:

- Está peor que ayer la pobrecilla.

 Con todo, la rigidez de la estación iba ya casi de vencida. Había llegado el último día de febrero, víspera del Ángel Custodio, y la renovación de la primavera, que se acercaba, era motivo de nuevas esperanzas para Ondarra. Aquella mañana el sol había lucido sereno por muchas horas, reanimando con sus tibios rayos a la querida enferma: aquella noche Antón no la había oído suspirar entre las angustias del insomnio, y casi llegó a prometerse verla pasar gratamente su décimonono cumpleaños.

Felicitábase por ello el antiguo marino, y en muestra de su —106— alegría   iba a echar otro sueño en su mullido colchón—renunciando por aquella vez a su hábito de madrugador—cuando sintió a Rosa levantada y andando por la alcoba, con paso más firme que de costumbre. Acudió presuroso a preguntarla  si se la ofrecía algo. Hallóla vestida, envuelta en su gran capa de paño, y guardando en su seno el envoltorio que encerraba las reliquias, no ya desconocidas para Ondarra.

-  ¿Qué haces? la dijo éste. Desde que estás delicada no acostumbras levantarte temprano, y aun menos debes hacerlo mientras no haya pasado del todo esta estación rigurosa.

- Voy a salir, contestó resueltamente la joven.

-¿Salir? ¿a tal hora? ¿con este frio? exclamó Antón asombrado. No; no lo permitiré por cuanto hay en el mundo.

-  Lo permitiréis, repuso ella con voz firme, porque el os suplicó no pusierais obstáculo al cumplimiento de mi última promesa — para que el cielo me perdonara el haber faltado a las primeras—y ha llegado el momento previsto en aquel en que os dirigió su súplica.

Antón creyó que Rosa deliraba. Sabía por ella cuál era la última tristísima promesa a que se refería; pero tampoco ignoraba, - pues se lo dijeron el día antes los mismos hermanos adoptivos de Félix, — que precisamente aquel día se encontraba éste en repentina y notable mejoría, que los llenaba de júbilo. Quiso, por tanto, obligar dulcemente a Rosa a se volviese al lecho; pero halló tal resistencia, que hubo de plegarse él mismo, limitándose a acompañarla. La joven se dirigió despacio, pero con planta segura, al pequeño cementerio del pueblo; al llegar cerca de él vio Ondarra (que la seguía inquieto) salir de sus puertas un grupo de hombres, trayendo vacía la camilla en que sin duda acababan de trasportar un cadáver. La impresión causada por aquella vista fue tanto más profunda, cuanto reconoció al momento a los hermanos adoptivos de Erliá  formando parte del lúgubre cortejo. Lleno de sorpresa y zozobra, se acercó para inquirir si era verdad lo que comenzaba a sospechar; pues aún le parecía más probable que fuese el viejo paralítico quien hubiera sucumbido.

Rosa, mientras tanto, continuó su camino sin aparente emoción, como si nada hubiese visto; y entrado que hubo en el solitario recinto, se dirigió sin vacilar a un paraje en que la tierra, recientemente removida, indicaba que acababan de ser depositados en su seno los restos de un mortal. Arrodillóse sobre ella, besóla con religioso respeto, y empezó a esparcir con mano trémula las pobres reliquias de la abeja y de la flor, entre las que se hallaba la semilla de ésta. Inclinase luego nuevamente, regando el suelo con sus lágrimas, y en el momento en que Antón, turbado y lleno de asombro, llegaba junto a ella — preguntándose a sí mismo quién había podido comunicarle la noticia del triste suceso cuya certeza acababa él de adquirir - la oyó murmurar con dulcísima voz sobre la humilde sepultura:

-¡Adiós, Erliá! Pronto te cumpliré el resto de mi promesa. Pronto descansaremos juntos.

Dicho lo cual se levantó, rebozándose de nuevo en su capa, y tomó el brazo de su marido para regresar a su albergue. Pero lo que la había oído despertaba una sospecha demasiado horrible en el alma de Antón para que pudiera disimularla, y la dijo— a los pocos pasos — con acento profundamente afectado:

- Él ha pasado de esta vida a la otra con todos los sentimientos de un buen cristiano, cuando Dios le llamó; y no debes olvidar, Rosa, que los que levantan contra su propio pecho una mano criminal, acortando voluntariamente el plazo que les señaló el Criador, jamás serán partícipes del descanso que ya goza en este momento aquel por quien lloramos.

- Sospecháis mal de mí, le contestó ella con dulzura. Nunca daré cabida a la espantosa idea de semejante crimen; pero sabed que anoche en el instante mismo en que el ángel de Félix llevaba su alma al seno de la infinita misericordia - mi ángel me hizo entender que yo sería pronto perdonada, y se me llamaría a participar del dichoso destino de mi amado, tan luego viniesen a anunciármelo sucesivamente siete abejas y siete flores. —108—

 

VI.

Antón volvió a temer por la razón de Rosa, y guardó silencio, redoblando sus cuidados y proponiéndose no oponer resistencia a sus más extraordinarios antojos.

Pasó, no obstante, algún tiempo sin que ella pusiese de nuevo a prueba la condescendencia del marino; pues las profundas emociones de aquel día la rindieron de modo que durante un mes no pudo moverse de la cama, limitándose a preguntar con frecuencia si no aparecía cerca de su habitación ninguna abeja o flor maravillosa. Como recibió siempre respuesta negativa, no le fue dado resignarse a esperar por más tiempo, y el día 2 de abril declaró a su marido que se hallaba resuelta a hacer nueva visita al cementerio.

Ondarra la llevó casi en sus brazos; tan grande era la debilidad de la enferma; pero apenas respiró el aire del asilo de los muertos y vio nacida en la tierra  —107—de la sepultura la semilla conservada en su pecho tanto tiempo —y que, convertida ya en planta, crecía lozanamente, — de súbito pareció que se reanimaba su alma, concibiendo una halagüeña idea.

-¡Tú serás, decía acariciando las tiernas hojas de la planta; tú serás — ya lo comprendo — la que produzcas las siete flores que vendrán a libar las siete abejas, nuncios de mi perdón y mi ventura!

Al retirarse del campo santo pudo hacerlo por sus pies y brillando en sus ojos nuevos destellos de vida. Desde aquel día sus visitas al postrer asilo fueron frecuentes y largas, complaciéndose en ver cómo crecía el arbusto de sus recuerdos y de sus esperanzas, y festejando la aparición de cada nueva hoja como suceso próspero e importante.

El último día del mes un botón se presentó, por fin, coronando el tallo, y la joven rindió gracias a su buen ángel, vertiendo — por primera vez después de largo tiempo — lágrimas sin amargura.

¡Con qué impaciencia anhelaba el completo desarrollo de la flor y la llegada de la abeja, que quizás acudiría presurosa —109— a los primeros hálitos que esparciera en el ambiente el ser de sus amores!

Tal era la esperanza de Rosa; pero ¡cuál sería su júbilo cuando — viniendo muy de mañana el 3 de Mayo — vio que la flor, que aún no hacía más que entreabrirse, ostentaba ya entre sus hojas al insecto suspirado ......

Cayó de rodillas; en su primer impulso aplicó los labios al capullo con más ardor que cuidado, retirándolos en seguida pesarosa, pues le pareció imposible no haber ahuyentado al huésped querido de la flor. Pero se engañaba; la abeja estaba inmóvil. Admirada Rosa, la miró más de cerca..... la tocó..... sacudió el tallo..... ¡Cosa rara! ¡la abeja, impasible, continuaba libando ...... ¡La abeja no podía volar! ¡Estaba unida inseparablemente con la flor......

Dos días después se abrió un nuevo botón, y una nueva abeja apareció también adherida maravillosamente a su cáliz. Otro tanto sucedió con la tercera , y con la cuarta, y con la quinta, en fin; pues todas se desplegaron rápida y sucesivamente, con gran júbilo de Rosa; cuya emoción, al parecer el sexto capullo, fue tan superior a sus fuerzas, que Ondarra la trasportó sin voz y sin conocimiento al lecho, por tantos días abandonado.

La fiebre se presentó de nuevo con terrible violencia; la naturaleza de la pobre joven se hallaba tan gastada por continuadas y fuertes emociones, que el 15 de Mayo hubieron de serle administrados los auxilios supremos de la religión, que ella recibió con edificantes disposiciones.

En todo aquel día no pareció pensar en otra cosa que en dar gracias å Dios, encomendándose a su misericordia; pero al amanecer del siguiente llamó a su marido raba en silencio a algunos pasos de su lecho—y le pidió como última muestra de su generosa ternura el favor de ser conducida un momento a respirar el tenue aroma de las florecillas que amaba.

Antón, desesperanzado de su vida, nada acertaba a rehusarle, y fue Elevada — por consiguiente en una silla de manos al sitio que había indicado.

Apenas se vio en él Rosa, sus apagados ojos se abrillantaron; su amarillenta tez tomó por un instante colorido; y arrojándose de la silla, fue a ponerse de hinojos junto al junto al arbusto, —110— que presentó entonces a su vista la sétima flor que acababa de abrirse, dejando descubierta la sétima abeja, parte integrante de su maravillosa estructura.

Un débil grito armonioso salió de los labios de la joven, sus brazos rodearon el arbusto; su cabeza se inclinó— como otra flor tronchada— sobre las siete flores de la tumba y Ondarra oyó, durante algunos minutos, el blando murmurio de una acción de gracias dirigida el Ángel de la Guarda. Luego el murmurios cesó; los brazos que oprimían el arbusto cayeron suavemente en tierra; y Ondarra –que se precipitó para levantar a Rosa— solo tomó en sus brazos un cadáver. ¡El alma había volado con el primer perfume de la sétima flor!

El viudo cumplió la última parte de la promesa empeñada a Erliá por su desgraciada esposa: los dos amantes descansaron  juntos, y la flor— que se multiplicó sobre su seputura, formando desde entonces una nueva clase— cesó de llevar el nombre del ángel para tomar el de la abeja; no floreciendo ya su arbusto, como entonces, en el primer día de marzo, sino a la llegada del mes en que Rosa y su Erliá se reunieron en el cielo.

Yo he visto, lectores míos, yo he tenido en las manos varias de esas flores de tan poética historia, que se encuentran en los sitios más sombríos y solitarios de las márgenes del Deva –como esquivando las profanas miradas de los hombres— y puedo aseguraros que me ha costado trabajo convencerme de que la abeja no era otra cosa que una parte integrante de la flor.

Por cierto que la primera vez que tuve ocasión de admirar tal maravilla, fue precisamente en un paraje que, según me dijeron, ha sido teatro de uno de los más sangrientos episodios de la última guerra civil; pero la flor se desplegaba tan gresca y lozana en aquel suelo –regado con sangre vertida por manos fraticidas— como sobre la sagrada tierra de la tumba, donde era regada por lágrimas de amor.

¡Ah! Lo mismo se desplegará todavía, después de que se hayan mezclado en la tierra que las produce las cenizas de la presente generación y de otras infinitas.

El tiempo –ese eterno removedor de las costumbres, las leyes, los usos, las ideas y los nombres— que muda sin cesar la faz de las sociedades, borrando una civilizacón al soplo de la sucesora… el tiempo no puede nada sobre esas yerbecillas de los campos, cuyas humildes generaciones atraviesan las edades sin recibir la menor alteración en su  esencia ni en su foma, para ostentarse el último día tan bellas y tan puras como en el primero de su creación.

Gómez de Avellaneda, Gertrudis. Obras completas. Tomo IV. Madrid, Rivadeneira, 1870, pp.91-110.