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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Obras completas. Tomo IV. Madrid, Rivadeneira, 1870, pp.61-74.

Acontecimientos
Adulterio, traición
Personajes
Fernando el Católico, Toda de Larrea, Juan de Avendaño, Tello de Vizcaya
Enlaces

LOCALIZACIÓN

BILBAO

Valoración Media: / 5

La bella Toda y los doce jabalíes

I

En el verano de 1858 pasé con mi marido algunos días en la limpia y bonita ciudad que es capital de Vizcaya. Durante aquella breve temporada tuvimos ocasión de estrechar relaciones de afectuosa amistad con una apreciabilísima familia del país, de la cual era miembro la amable persona que tuvo la condescendencia de acompañarnos en todos nuestros paseos y pequeñas excursiones, desempeñando con admirable inteligencia el cargo de cicerone.

Una hermosa tarde de agosto me hallaba con ella en la antigua Plaza Mayor – hoy del Mercado — y sin saber la causa, me sentí súbitamente poseída de cierto sentimiento de vaga melancolía, que no pudo escapársele a mi perspicaz compañera.

-Usted tiene maravilloso instinto de poeta (me dijo de pronto, interrumpiendo el silencio que guardábamos ambas hacia algunos minutos). Su corazón se siente conmovido, como si adivinase que el sitio en que estamos ha sido teatro en otros tiempos de dramáticos hechos, que la tradición ha trasmitido a los nuestros. ¿Ve V. aquel vetusto caserón que hace esquina con la carnicería? Pues sepa V. que fue llamado palacio cuando lo habitaba la bella Toda de Larrea, cuyos irresistibles encantos hicieron infiel (si no erró la popular -62- creencia) nada menos que al augusto marido de la gran reina Isabel la Católica.

Allí vino al mundo, fruto infeliz del regio devaneo, una niña, cuya extraordinaria hermosura fue el asombro de cuantos la conocieron; los cuales la llamaron la excelenta, no ocurriéndoseles término mejor con que expresar la perfección de sus gracias, superiores con mucho a las de su misma madre.

La inocente y peregrina criatura aún no había salido de la infancia, cuando — sabedora la austera soberana de Castilla de las consecuencias que había tenido el secreto extravío de su consorte,— ordenó la reclusión perpetua de la madre y de la hija en un convento de Madrigal, donde efectivamente se las sepultó para siempre. Mire V. aquella puerta, que hoy sirve de puesto a una expendedora de verduras..... por ella diz que salió vestida de negro, bañada en llanto, y acompañada de su preciosísima hija, la infeliz amante del monarca aragonés, cuando la arrancaron de la suntuosa morada — testigo de sus pasados placeres – para trasladarla al sombrío claustro que debía ser su expiación y su tumba.

Nadie volvió a tener noticia alguna, desde entonces, de su triste vida, consagrada a la penitencia..... nadie se acordó más de la bella Toda, que había sido el ídolo de Bilbao en los primeros dichosos años de su juventud florida, y un rudo pescador poseía y usaba sin escrúpulo alguno la barquilla dorada, en la cual — sobre almohadones de terciopelo— solía la noble traviata pasearse muchas tardes de verano por las tranquilas aguas del Nervión.

Algunos años después — traspasando los densos muros del monasterio — corría la fama de una joven religiosa de Madrigal, a quien su singular belleza conquistaba el dictado de monja angélica. La tradición afirma que el rey D. Fernando de Aragón visitó el convento el día solemne en que recibió la investidura de abadesa—aunque muy joven todavía — la célebre monja angélica, y que enternecido vivamente al aspecto de aquella maravillosa beldad, sepultada en perdurable encierro, algunas lágrimas humedecieron sus párpados reales, mientras que la excelenta , la infortunada hija de Toda Larrea (ya difunta), besaba humildemente— como súbdita -63- respetuosa — la mano paternal que no osó nunca extenderse sobre ella para bendecirla.

Pero observo — añadió mi amable cicerone tiene V. en el centro de la Plaza, como si fijase sus plantas una atracción misteriosa.

En efecto, respondí, me parece presentir que no son únicamente las lágrimas de la bella Toda las que han prestado a esta vieja Plaza el inexplicable poder con que agita mi fantasía. ¿No es verdad que va V. a referirme alguna otra historia de los antiguos tiempos, aún más patética quizás que la de Toda y su hija?

—Algo más larga también, repuso mi amiga; sentémonos, por tanto, si V. gusta, y prepare su cartera de viaje para tomar notas del trágico suceso que tuvo lugar en este mismo paraje..... Porque V. no se engaña en sus presentimientos: no sólo han humedecido lágrimas el suelo en que se asientan sus plantas, sino también sangre..... sangre ilustre, que aunque borrada por los siglos de la tierra que la recibió — no lo ha sido aún de la memoria de los bilbaínos, quienes conservan con fidelidad la terrífica tradición siguiente.

 

II.

«No ha existido jamás en Vizcaya doncella tan adorable como Elvira. El día de su boda, cuando salía vestida de blanco de la capilla del alcázar de su familia, apoyada suavemente en el brazo de su noble esposo y en medio de lucidísimo séquito, no se oían salir de todos los labios sino estas exclamaciones: ¡Bendiga Dios a la encantadora desposada! ¡Qué felicidad la de poseer una mujer tan perfecta! ¡Dios premia dignamente las virtudes de D. Juan de Avendaño, al darle tal compañera!

En efecto, el hombre dichoso que acababa de recibir en el altar los sagrados juramentos de la hermosa Elvira, era -64- digno de tan lisonjera suerte. Bizarro, valiente, diestro en todos los ejercicios propios de un noble de aquellos marciales tiempos, se distinguía, además, por otras prendas menos comunes, y más preciosas en toda época. Su franqueza y lealtad desdeñaron siempre la mentira; su rectitud proverbial no se torció nunca a impulso de ningún interés; su beneficencia le hacia el ídolo de los pobres; su afabilidad le granjeaba el afecto de los proletarios enriquecidos; todos los que le conocían, en fin, le señalaban como el más cumplido caballero.

Entre las nobles damas y los ilustres señores que asistían jubilosos a la nupcial fiesta del castillo, había, empero, una persona que no participaba —al parecer—de la satisfacción general; y ante la cual pasó risueña la enamorada pareja, sin que saliese de sus labios ni una alabanza para la bella novia, ni un parabién para el feliz desposado. Era esa taciturna persona el caballero de Lazama, favorito del joven D. Tello, señor de Vizcaya. Desde que sus ojos se dirigieron por primera vez al semblante de Elvira, se clavaron en el digámoslo así — con incansable tenacidad; pero lejos de esclarecerse su ceño, naturalmente torvo, pareció condensarse sobre sus duras facciones la nube de displicencia que a menudo las velaba. Cualquiera que le observase habría conocido que aquel casamiento — motivo de satisfacción para todos producía en el soberbio personaje impresiones inexplicables; pues pudiera creerse que al adusto desdén que aparentaba se unía la amargura de una envidia sañosa. Los festejos duraron todo el día y parte de la noche, y sin que Lazama tuviese un solo instante de expansión y placer. Su frente continuaba sombría; sus labios desdeñosos; pero su mirada — fija siempre en Elvira —se fue volviendo más y más ardorosa. Los recién casados, enajenados con su dicha, no notaron nada; pero algunos de los asistentes se decían al oído, al retirarse: El valido se ha enamorado de la esposa de Avendaño. A mala tentación ha cedido el novio cuando convidó a sus bodas al caballero de Lazama.

Todo aquello se olvidó pronto, sin embargo, pues los dos esposos pasaron su luna de miel en delicioso retiro, y Lazama continuó su vida de cortesano influyente, sin que al parecer se cuidase de otra cosa que de ostentar su privanza. -65-

Algún tiempo después fue invitado Avendaño con instancia para una gran montería presidida por el príncipe. Es de advertir que D. Tello se preciaba de ser el mejor jinete y el más diestro montero de sus dominios, y que precisamente en ambos ejercicios sobresalía mucho el marido de Elvira. Quizá por esta circunstancia el señor de Vizcaya, que no le había contado nunca entre sus palaciegos familiares, quiso entonces dispensarle la señalada honra de participar de sus placeres. No era, por cierto, extraño que desease poder apreciar por sí mismo si merecía el modesto caballero los encomios que le dispensaba la fama, en las dos habilidades en que él se reputaba el primero. Avendaño, por su parte, no juzgó compatible con su deferencia de súbdito el rehusar la gracia con que le brindaba D. Tello, y asistió a la montería, separándose por primera vez algunos días de su queridísima consorte. Lazama, por el contrario, faltó por primera vez también, del lado del príncipe, alegando en la hora de la partida una indisposición repentina; pero, ¡ah! en el mismo día pudo comprender Elvira cuál era el motivo real de la permanencia del favorito en la capital abandonada por la corte. El orgulloso Lazama había creído suficiente la breve ausencia de Avendaño para triunfar de él en el corazón de su esposa. Tan necia presunción hubo de quebrantarse en un desengaño harto cruel, pues al regreso del marido no encubrió ya su rival el odio con que lo miraba y la acerba envidia que le consumía.

Por desgracia no eran más favorables al noble caballero los sentimientos del príncipe, porque— más sincero que prudente— había aquél ostentado durante la montería su gran superioridad en los ejercicios en que D. Tello no había creído posible encontrar nunca vencedor. Herido en su vanidad, irritado por la idea de que un súbdito le había usurpado los honores de héroe de aquella fiesta, apenas acertaba el joven señor de Vizcaya a dominar los violentos impulsos de su mal humor contra Avendaño, y fácil es comprender cuán simpáticas le serían las demostraciones de hostilidad con que empezaba a perseguir a éste su altanero favorito.

Todos los palaciegos echaron de ver al momento que estaba en desgracia el marido de Elvira; solamente él y ella ? -66- se preocuparon poco con los ostensibles síntomas de disfavor. Ni uno ni otra sentían ambición de privanza o afán por los placeres de la corte. Felices en su independencia, con su modesta fortuna y su acendrado cariño, no acertaban a desear sino la continuación de aquel dulcísimo aislamiento en que vivían desde su fausta unión; que el cielo estrechó más en aquellos días con el nacimiento de un hijo. ¿Cómo en los momentos de tan gran felicidad doméstica pudieran pensar mucho los dos esposos en si eran o no bienquistos del príncipe y su valido? Además, el noble corazón de Avendaño no acertaba a persuadirse de que cupiese en el de D. Tello un villano sentimiento, y la prudencia de Elvira le había ocultado los que Lazama tuvo la loca audacia de declararle en su ausencia.

Pocas semanas habían pasado desde que el tierno primogénito de los dos felices consortes había ingresado en el gremio de los fieles, cuando todo Bilbao se alborotó por la noticia de una próxima y singularísima fiesta. Don Tello —que a todo trance quería borrar los recuerdos de la aplaudida destreza de Avendaño—había ideado hacer en la Plaza Mayor un extenso circo, en el cual fuesen encerrados doce corpulentos jabalíes, que él —antes que nadie — debía alancear a presencia de su corte, montando un brioso corcel de raza númida, que aún no estaba avezado a obedecer al freno.

No sólo se proponía con esto ostentar a vista de sus súbditos la destreza y valentía de que estaba ufano, para oírse aclamar de nuevo incomparable e invencible, sino que necesitaba para su completa satisfacción que fuese testigo de sus triunfos el único que podía disputárselos: necesitaba que todo Bilbao viese al caballero de Avendaño humillado en cierto modo, por tener que presenciar y aun aplaudir una habilidad que haría olvidar la suya.

Como el caballero vivía en una de las casas de la plaza elegida para teatro de la extraña fiesta  —pues era su morada el ruinoso edificio que tenemos al frente,— nada más probable que el que contemplase desde sus balcones el curioso espectáculo excitador de la curiosidad pública; pero el príncipe no se conformó con esta esperanza, sino que hizo incluir al esposo de Elvira en la lista de cortesanos que debían formar su séquito; inesperada honra, que lejos de ser -67interpretada por el demasiado noble caballero en el sentido que hemos indicado—le pareció, al contrario, una muestra solemne de no ser cierta la ojeriza que contra él suponían algunos en D. Tello. Elvira misma participó de esta idea, y ambos esposos celebraron ver desvanecidas sospechas, que, más que alarmantes para ellos, les parecían ofensivas para su joven señor.

Llegó la tarde anhelada por el público: un inmenso gentío se agolpó desde muy temprano al rededor del circo, en el cual se veían ya doce enormes jabalíes, cuyo solo aspecto era capaz de aterrorizar al más valiente. Los balcones comenzaron a poblarse también de hermosas y elegantes damas; distinguiéndose entre todas la celestial Elvira, que apareció vestida de color de rosa, con su niño en los brazos, asemejándose a una de esas púdicas imágenes de la Reina de los ángeles que nos ha legado el inspirado pincel del artista de Urbino.

Pronto circuló por entre la apiñada muchedumbre un movimiento eléctrico, y se elevó de todas partes cierto sordo rumor semejante al de las olas cuando empieza la tempestad a agitarlas. Era que D. Tello y su comitiva se columbraban ya en lontananza.

Los jabalíes, como si comprendiesen que había llegado el momento de empezar a ser actores en el drama de que la Plaza iba a ser teatro, se erizaron todos, gruñendo horriblemente; pero su voz quedó ahogada entre el ruido de trompetas y clarines, los relinchos de los caballos (animados con los guerreros sones), los vítores del pueblo y la alegre algarabía de las damas, que principiaban a discutir sobre los ricos trajes y briosas cabalgaduras de los caballeros; prefiriendo una el blanco corcel y el leonado vestido que ostentaba Lazama, otra la magnífica yegua torda y el traje verde mar que lucía Avendaño, y no pocas el negro potro númida cuyos lomos oprimía trabajosamente don Tello, y la púrpura deslumbradora del manto que cubría en parte la brillante malla de su ligera coraza.

Por un instante se vieron undular, casi confundidas, las variadas plumas de las gorras, pues los caballeros se arremolinaron en torno de su jefe, formando vistoso grupo; pero a una señal del príncipe deshizose aquél, abriéronse las puer- 68-tas del palenque, y el joven señor se adelantó solo, ordenándose a su espalda —en doble línea — la brillante comitiva de cortesanos que (después del príncipe) debían tomar parte en la singular lid que aquél iba a comenzar denodado.

III

Los espectadores se volvían todo ojos, como suele decirse; nadie chistaba en aquel momento; nadie parecía respirar; sólo se oían los resoplidos de los jabalíes, y los del fogoso númida, que —de mala gana y con síntomas de próxima rebelión—— obedecía, tascando el freno, a la regia mano que lo guiaba a la entrada del palenque. Pero apenas se vio dentro y a presencia de las fieras, que esgrimían—erizándose — sus largos y encorvados colmillos, el animal, espantado, retrocedieron tan violentamente, que hubiera dado en tierra con otro jinete menos diestro que el príncipe. Blandió éste su lanza, oprimió los ijares de la cabalgadura, animándola con el ademán y la voz, y llegó, en fin, hasta ensangrentar sus espuelas; pero todo en balde. El númida impaciente daba botes y coces, sin adelantar un paso.

—¡Afuera ese caballo! ¡Afuera ese caballo! comenzó a gritar la multitud (siempre soberana en las diversiones públicas); y D. Tello, colérico y casi frenético, redobló sus esfuerzos con tal violencia, que el bruto exasperado hasta el extremo, acabó por lanzarlo de la silla, y —saltando la barrera——fue a caer entre la turba, que se desparramó asustada.

D. Juan lo detuvo y sujetó al momento, mientras que sus compañeros corrían en tropel a socorrer al príncipe. Las fieras, tranquilas hasta entonces, se agitan al aspecto de tanta gente, y la embisten —en tropel también— con tal ligereza que dos caballeros son malamente estropeados, y los otros apenas tienen tiempo de huir llevándose a su señor.

Horrible fue entonces la grita que atronó la plaza, aumen-69-tando la rabia del mal parado D. Tello; que montaba en aquel instante, cubierto de sudor y polvo, y con el rostro echando fuego, un dócil palafrén presentado por sus escuderos.

Viendo todo aquello D. Juan de Avendaño, siente que le domina irresistiblemente el instinto acometedor que siempre despierta en su pecho al primer son de un instrumento de caza. Parécele, además, que está en el deber de borrar el ridículo con que se ha inaugurado la fiesta, y sin más ni más salta de su yegua, oprime los lomos del númida, que —como si comprendiese cuán vigorosa diestra iba a regirle—apenas opone resistencia, y dirigiéndose al señor de Vizcaya le dice resueltamente :

— Os pido, señor, vuestra augusta venía para castigar al corcel que ha osado rebelarse contra vos, obligándole a -70-saltar por encima de los doce jabalíes cuyo aspecto le espanta.

Suspenso quedó un instante D. Tello a tan inesperada demanda; pero el aplauso unánime con que la acogió la multitud no le permitía vacilación. Por otra parte, asistíale la convicción de que D. Juan saldría desairado de su presuntuoso empeño, y esta idea bastaba a consolarle de su propia malandanza.

—Id, caballero—le respondió por tanto—y si lo que anunciáis hacéis, yo os declaro el mejor jinete y el más atrevido montero de la tierra de Vizcaya.

Saludó D. Juan al príncipe, respondiendo con una sonrisa a las ofertas de ayuda que le dirigían algunos caballeros, y en vez de mandar que se le abriese la puerta del palenque, hizo que salvase el bridón con un salto admirable— según lo diera para huir la barrera de dos varas de altura. El clamoreo jubiloso del pueblo no fue largo, sin embargo, porque otro espectáculo más interesante reclamaba su atención.

El potro númida, una vez dentro del circo, pareció tornar a su rebeldía. Durante algunos minutos corcoveó impaciente, cubriendo el freno de ensangrentada espuma; pero el impulso que recibió de pronto fue de tal manera hábil, vigoroso y seguro, que se le vio al cabo levantar la cabeza, dilatar la nariz, sacudir las crines, y—lanzándose como una saeta  saltar arrogante por sobre las doce fieras, que se habían agrupado en el centro de la plaza.

Vencida una vez su pavura, volvióse el corcel sin resistencia al terminar su magnífico salto; y arremetiendo el caballero —lanza en mano — a los asustados jabalíes, atravesó a uno de parte a parte.

No contento con esto, alanceó a los otros, que se le volvían furiosos, tiñendo con la sangre de muchos la revuelta arena del palenque, y acosándolos y fatigándolos a todos hasta dejarlos rendidos en completa derrota.

Durante la singular pugna, D. Tello, en medio de sus cor-71-tesanos, se retorcía —digamoslo así— como agitado por las convulsiones de un cólico, y a los vivos colores de su tez había sucedido una palidez lívida.

Esto duró, empero, sólo hasta el momento en que su favorito Lazama llegó a colocarse junto a él, y comenzó a hablarle no se sabe de qué, pues nadie pudo recoger palabra alguna de aquella misteriosa plática. Lo que sí observaron todos los que estaban próximos, es que a medida que hablaba el cortesano, parecía calmarse el malestar del príncipe y se iban disipando las nubes de su frente, dibujándose, últimamente, en sus contraídos labios cierta sonrisa indefinible. Así fue que en el momento en que el bizarro vencedor llegó a rendir a sus plantas los trofeos de su triunfo, entre el frenético aplauso de la entusiasmada muchedumbre, D. Tello, casi alegre, le recibió lisonjeramente, diciéndole en alta voz, aunque algo trémula:

—Sois muy feliz, caballero de Avendaño, pues tenéis derecho a conceptuaros el primer jinete y el superior montero de mis estados. Id a descansar de las fatigas de la tarde; que yo os aseguro que premiaré como debo la bravura y destreza con que habéis reparado la humillación de nuestra mala fortuna.

—Señor, respondió Avendaño, la mayor merced que puedo desear es que me permitáis emplear toda mi vida en vuestro servicio.

—¡Oh! sí por cierto, repuso D. Tello con singular expresión; súbditos como vos siempre honran y glorifican al príncipe.

Saludóle al concluir estas palabras, que —oídas por los cortesanos— le valieron a D. Juan muchos parabienes y alabanzas, y se dirigió a todo el galope de su caballo a la morada señorial, adonde le siguió Lazama; único que no había dicho nada al héroe de la fiesta; pero que al dejar la plaza lanzó al balcón en que se hallaba Elvira una mirada lasciva y a la par amenazadora, como si el deseo y la venganza se confundiesen en sus ardientes rayos. Avendaño, llevado en triunfo a su casa por el jubiloso pueblo; se sorprendió del aspecto que presentaba aquélla. Elvira y las damas que la acompañaban, parecían, no alegres y ufanas, sino más bien espantadas y tristes. Por esa intuición maravillosa del corazón femenino habían comprendido todas ellas que había algo de funesto en la victoria del noble caballero; presentían que la sangre de los jabalíes —que corría por la plaza—no trazaba en ella sino la primera página de un drama cruento, cuyo desenlace no se haría aguardar mucho.

La presencia de Avendaño no bastó a disipar aquellas, al parecer, inexplicables impresiones, y cuando las señoras se fueron retirando silenciosas y cabizbajas, pareciendo que salían de un mortuorio más bien que de una fiesta, Elvira apretó su niño contra su pecho— como para defenderlo de una amenaza del destino— y dijo a su esposo, que permanecía en pie cerca de ella, sobrecogido de extrañeza en vista de la recepción que se le había hecho:

—Amigo mío, bendice a nuestro hijo y levantemos ambos nuestras almas, rogando al Omnipotente no haga extensivas a él las desgracias que puedan sobrevenirnos.

—¿Qué significa todo esto, Elvira mía? preguntó entonces D. Juan. Tú y tus amigas me habéis parecido consternadas. ¿Es ése el efecto que debía prometerme de la diversión que os he proporcionado?

—Querido esposo, replicó la joven madre, bendice al niño como te he suplicado, y no me preguntes nada. ¿Cómo podría explicar lo que no entiendo yo misma? Sólo sé que desde el momento en que vi al caballo saltar los doce jabalíes, el corazón me saltó también dolorosamente; y cuando Lazama — al partir con el príncipe — echó una mirada sobre mí, corrióme por las venas un frio como de muerte. Mira, añadió: la tarde moribunda presenta un no sé qué de lúgu-72-bre. Ésos rojos celajes, que borran las huellas del astro del día, parecen de sangre; el viento, que se levanta silbando, imita lastimeros gemidos.

Avendaño no pudo menos de sonreírse de los pueriles terrores de su mujer, y creyó disiparlos con sólo burlarse de ellos. Pero, aunque la noche se pasó agradablemente, por las muchas visitas de ilustres señores que acudieron a felicitar al caballero, Elvira no se mostró risueña como de costumbre, y frecuentes estremecimientos revelaban a su esposo la pánica pavura que seguía dominándola.

Por fin quedaron solos; entonces agotó D. Juan su elocuencia para tranquilizar a la joven, probándole que era un capricho de la imaginación todo lo que sentía.

Avendaño no podía negarse a complacerla. Estuvieron ambos en muda oración a los pies de una cruz pendiente a la cabecera de la cuna de su hijo, y luego le acariciaron ambos conmovidos; pues —sin saber cómo— acabó Elvira por comunicar a su marido algo de sus impresiones. Besó, por tanto, al tierno infante una, dos, tres veces seguidas; abrazó a la joven madre silenciosa y tiernísimamente; y cuando entró en el lecho se sintió —con sorpresa— tan triste, tan abatido, tan inquieto, que tuvo vergüenza de sí mismo.

Elvira, por su parte, temiendo haber desvelado a su esposo con aprehensiones que su propia razón condenaba, se esforzó por mostrarse serena, ? aun hizo cuanto pudo por conciliar el sueño; pero en el momento en que empezaba a lograrlo se oyeron repetidos golpes a la puerta de la casa.

Saltó al punto la joven de su lecho y corrió al de su marido, a quien se abrazó despavorida; mientras llegándose el ayuda de cámara a la puerta del aposento, les hizo saber que venían de parte del señor de Vizcaya a comunicar al caballero órdenes importantes.

—¡Abre! — exclamó Avendaño, al mismo tiempo que Elvira repetía con trémulo acento, sin soltar a su esposo:

—No, no; yo lo prohíbo..... yo presiento desgracia. Pero el criado se dirigió a cumplir el mandato de su amo.

—En nombre del cielo, querida mía, dijo éste, desecha -63-ese espanto risible, y déjame levantar para recibir como es debida las órdenes del príncipe.

La joven no le oía; se había desmayado en sus brazos.

En el mismo instante la puerta de la cámara se abrió, dando paso a tres hombres, cuyas facciones ni aun pudo distinguir el caballero en la opaca luz de la estancia; pues apenas entraron, se arrojaron sobre él con la velocidad del rayo.

—¡Miserables! — fue todo lo que pudo decir el desgraciado D. Juan. Su sangre saltó a los repetidos golpes de tres puñales— que le traspasaron el pecho— sobre el blanco rostro de su esposa, exánime a su lado. En seguida abrieron los asesinos el balcón cercano y arrojaron a la plaza el todavía caliente cadáver, del cual a la mañana siguiente sólo quedaban morondos y esparcidos huesos; pues los jabalíes se restauraron de la malandanza de la tarde con el pasto que les prestaron, durante la noche, las carnes y la
sangre  de su vencedor ilustre. Tal fue el espectáculo que se presentó a los ojos de Elvira cuando —huyendo con su hijo en los brazos—a los primeros albores de la aurora,  de aquella casa en que había tenido tan lúgubre desenlace la fiesta de los jabalíes, corrió a demandar asilo para su viudez a los silenciosos muros de un convento.

D. Tello, al difundirse la noticia del bárbaro homicidio, hizo alardes de grande indignación; pero pareció convencerse pronto de la exactitud de ciertos insistentes rumores, que, negando el crimen, atribuían a la imprudencia de Avendaño su desastrosa muerte.

Según dichas voces, al caballero se le había ocurrido, a hora avanzada de la noche, acabar con las heridas y maltratadas fieras, para ofrecer sus cabezas a la esposa que adoraba; y recobrados ya un tanto los feroces jabalíes, lo habían rendido y despedazado. No faltaron testigos —de entre los mismos criados de Avendaño— que depusieran a favor de este ridículo cuento, contra el cual protestó en balde la conciencia pública, que rara vez puede ser ofuscada.

El señor de Vizcaya se limitó, por tanto, a lamentar la terquedad de la viuda en resistirse a la merced que quería dispensarle, dándola—en su favorito—un esposo digno de -74-reemplazar al perdido; y concedió al hijo de éste —el día en que profesó su madre—la honra de poner en su escudo doce jabalíes de oro.)

Cuando mi amiga terminaba el anterior relato, las sombras de la noche descendían, envolviendo aquellos sitios de trágicos recuerdos, y prestándoles a los ojos de mi mente cierta poesía indefinible. Sin embargo, nos alejamos de ellos, bien que con lento paso y en prolongado silencio, y cuando algunas horas después quise encontrar en el sueño reposo de las emociones del día, me fue imposible alcanzarlo.

En mi insomnio agitado me parecía estar mirando las lágrimas de la bella Toda, arrancada de su palacio con la divina excelenta, y la sangre de Avendaño corriendo bajo los pies de los furiosos jabalíes.

FUENTE

Gómez de Avellaneda, Gertrudis. Obras completas. Tomo IV. Madrid, Rivadeneira, 1870, pp.61-74.