Una espada y una gota de sangre.
En breve de 17 de octubre de 1483 fue nombrado el célebre Fray Tomas de Torquemada inquisidor general de la corona de Aragón, siéndolo ya, por bula del 2 de agosto, de la corona de Castilla.
Entonces fue cuando en vista de las omnímodas facultades de su empleo, confirmadas por Inocencio octavo, nombró por inquisidores del arzobispado de Zaragoza a fray Gaspar Inglar, religioso dominico, y al doctor Pedro Arbués de Epila canónigo de la iglesia metropolitana.
Los aragoneses aunque -160- acostumbrados a sufrir el tribunal de la Inquisición, resistiéronse a admitir el que con nuevas constituciones se formaba. Su pasado de sangre les hacía presentir un futuro también de sangre. Libró el rey Fernando cédula real para que las autoridades prestasen auxilio a los dos inquisidores arriba nombrados y así lo prometieron con juramento en 13 de setiembre de 1484 el gran justicia de Aragón y otros varios magistrados. Algunos dignatarios de Aragón a los cuales ni faltaban poder ni riquezas, consiguieron que la diputación representante de la nación aragonesa recurriese al Papa y al Rey contra la introducción, enviando embajadores, procurando al propio tiempo que el justicia de Aragón librase órdenes para que a lo menos no surtieran a efecto las confiscaciones de bienes, como contrarias a los fueros del Reino. Esto les hacía confiar en que sin ellas duraría muy poco el tribunal.
Sin embargo, mientras mantenían los aragoneses sus diputados en las cortes de España y Roma, los nuevos inquisidores Arbués e Inglar celebraron dos públicos y solemnes autos de fe condenando a las llamas a muchos infelices. Exasperase en gran manera el ánimo de los aragoneses y más y más creció el odio que a la Inquisición -161- se profesaba, cuando ya no cupo duda que sus asuntos en ambas cortes iban de mal en peor. D. Lope Jiménez de Urrea primer conde de Aranda vio entrar un día en su casa a Juan de Pedro Sánchez, a Blasco de Alagón señor de Sástagp, a Lope de Rebolledo, a Pedro Jordán de Urries, y a Juan de Abadía, todos pálidos y con rostro desencajado, todos tristes y pensativos y con la cabeza inclinada sobre el pecho.
—¿Qué es esto, nobles señores? ¿Cuál es la causa de la palidez que veo en vuestros rostros y del abatimiento que leo en vuestras frentes? ¿Qué quiere decir esto, caballeros?
—Esto quiere decir, D. Lope, —exclamó el primero Juan de Abadía,— que ya en Aragón no hay aragoneses.
—Que ya en Aragón no hay libres, — replicó Rebolledo.
—Que ya todos somos esclavos,—añadió D. Blasco.
—Ya lo veis, D. Lope, —prosiguió Juan de Abadía, —ultrajados, hollados nuestros fueros por el impío tribunal de la Inquisición, ¿qué les queda a los nobles Aragoneses? Hace pocos días y confundido entre una multitud de víctimas, vimos marchar a la hoguera a uno de nuestros hermanos, a uno de los más nobles de Aragón. -162- El Rey desoye nuestros lamentos, el Papa se ríe de nosotros y el justicia jura proteger a Pedro de Arbués el inquisidor, a Pedro de Arbués el vil, a Pedro de Arbués el infame. Decid, D. Lope, ¿qué les queda a los nobles Aragoneses?
—La venganza.
Y a esta palabra salida con fuerza de los labios del de Urrea, los nobles caballeros levantan su frente y sus ojos dan paso a un rayo de alegría.
—Desapareciendo la base cae el edificio, muriendo la causa muere también el efecto, — continuó diciendo D. Lope;—matar a un asesino no es un asesinato; es lavar con sangre la mancha de sangre: y yo D. Lope Jiménez de Urrea primer conde de Aranda, juro no descansar ni volver a la vaina mi espada que siempre he desnudado con gloria, hasta que se haya borrado del número de los vivientes el hipócrita que necesita sangre de nobles para lavar sus manos.
Todos los presentes fueron uno a uno adelantándose. -163-
— Yo Blasco de Alagón señor de Sástago ofrezco diez mil sueldos para pagar los gastos del asesinato y para socorrer en su fuga a los que tomen parte, si es preciso que apelen a la fuga.
—Yo Juan de Pedro Sánchez puedo disponer de quinientos florines que regalo al que libre de la tierra a un monstruo como el maestro Epila[1].
— Yo me llamo Pedro Jordán de Urries: no puedo ofrecer cantidad ninguna, pero lo que falta en dinero a mis arcas sobra en valor a mi corazón. Por atrevida, por arriesgada que sea la empresa, reclamo el honor de ser el primero que desenvaine su espada.
— Y yo Lope de Rebolledo que tampoco puedo ofrecer suma ninguna por corta que sea, ofrezco sin embargo algo más que todos: el apoyo y protección de D. Jaime de Navarra el infante de Tudela.
Un murmullo lisonjero acogió estas palabras.
—Y yo Juan de Abadía ofrezco todavía más, porque ofrezco mi espada y las de quinientos hombres.
D. Lope se acercó al de Abadía y le estrechó la mano; en seguida fue apretando las de todos los que habían hablado antes,
— Caballeros, silencio y prontitud. Dentro tres días os aguardo aquí en mi casa para coordinar nuestros planes y formar nuestros proyectos. Citad a vuestros parientes, a vuestros amigos, a todos los que en nuestra santa empresa -164- deben ayudarnos, que ya con anticipación os pasaré el santo y seña.
Dichas estas palabras disolvióse la reunión.
Serían las doce poco más o menos; la niebla envolvía a Zaragoza con un manto impenetrable para otros ojos que no fuesen los de Dios, y una lluvia fina y helada caía con sordo murmullo sobre el resbaladizo piso de las tortuosas calles en que abunda la capital aragonesa.
De cuando en cuando a través de aquella espesa lluvia y sin temor a la noche y a la oscuridad, algunos embozados, ya solos, ya en grupos de tres o más; se encaminaban a una calle solitaria llamando de un modo particular a una pequeña puerta que apenas dejaba la niebla distinguir.
Un hombre de severo rostro y empuñando su mano una cortante espada abría la puertecita y dirigía invariablemente al que llegaba las siguientes preguntas, a las cuales todos contestaban con las mismas respuestas:
— ¿De dónde venís?
— De Epila.
—¿A dónde vais?
—Al martirio.
—¿Con qué se lava la sangre?
—Con sangre. -165-
—¿Con qué se borra una injuria?
—Con la espada.
Y el portero entonces levantaba su espada saludando al propio tiempo y los desconocidos pasaban sin ni siquiera descubrirse.
Muchos fueron los que entraron de este modo, dirigiéndose todos en seguida a un grande y espacioso salón donde a pesar de contener trescientos hombres no se oía la menor voz ni la más mínima palabra. Lo que únicamente se percibía era el sordo murmullo de mil animadas conversaciones que se tenían en voz baja, tan baja que el mas experimentado oído no hubiera dido comprender una letra a diez pasos de distancia.
Cuando todos los que habían sido citados hubieron llegado, cerráronse las puertas del salón y un hombre de noble aspecto, majestuosa frente y gallardos ademanes se adelantó hasta mitad de la estancia. Agrupáronse a su alrededor los concurrentes y escucharon con religioso silencio el discurso que con voz sonora pronunció el conde de Aranda.
Si los lectores son de nuestro parecer, pasaremos por alto el discurso pues en este punto nos inclinamos a decir lo que decía Enrique 4." el cual aseguraba que debía sus canas a los largos discursos que durante su vida había tenido precisión de oír. -166-
Por tres o cuatro veces fue interrumpido el orador con señales de aprobación y entusiasmo.
Para ser breves diremos que después de pesados y discutidos los varios pareceres que en aquella reunión se vertieron, quedóse únicamente en una sola cosa: la muerte del inquisidor Pedro de Arbués. Adelantáronse entonces Juan de Abadía y Juan de Esperaindeo, diciendo que se les diesen quinientos florines y que tomaban a su cargo el buscar asesinos mercenarios que se encargasen del atentado dirigido por ellos. Dióseles la suma que pedian y juraron que antes de ocho días habría el maestro Epila dejado de existir.
* * *
Por secretos que hubiesen sido todos los conciliábulos, por bien que hubiesen tomado los conspiradores sus medidas, algo llegó a traslucir el maestro Epila.
Sin embargo, como creía que por odio que se le tuviese no les arrastraría el odio a un asesinato, permaneció tranquilo y solo cubrió su cuerpo, para resguardo, de una cota de malla o vestido de hierro interior.
De rodillas estaba un día sobre las gradas del altar mayor de la Seo, cuando al fijarse sus ojos en el marmóreo pavimento distinguió algo que sin duda absorbió en gran manera su imaginación. -167-
Suspendió su rezo y llamando a un religioso que a la sazón atravesaba la iglesia:
—Padre, —le dijo— ¿cómo es que hay una gota de sangre en las gradas del altar?
—Una gota de sangre —contesto el religioso, — no la veo.
—Sí, allí está, allí donde señala precisamente mi dedo.
—No distingo tal cosa, padre.
Miró con más atención Pedro de Arbués y entonces ya no la distinguió tampoco.
—Sin embargo, —dijo —yo la he visto perfectamente.
Hincóse nuevamente de hinojos y oró con celo y fervor que antes. Al concluir su rezo sus ojos tropezaron segunda vez con la gota de sangre que tersa y colorada brillaba y se destacaba del blanco pavimento. Estremeclóse Arbués y salió de la iglesia poseído de un vago terror que no acertaba a explicarse.
Por la noche su sueño fue agitado y turbulento; pasaron por delante de sus ojos imágenes y visiones que ni supo ni pudo descifrar; solo sí vio perfectamente una espada tinta en sangre, despertó sobresaltado y acudió a la oración para fortificar su alma y tranquilizar su espíritu, pero cuantas veces volvió a dormirse otras tantas veces se le presentó la fatídica espada. -168-
Al dirigirse a la mañana siguiente a la Seo encontró a los religiosos que se dirigían al coro.
— Padres, — les dijo, —, rogad por mí, implorad el socorro del cielo en favor de este pobre pecador, porque ayer vi en el altar una gota de sangre y en sueños una espada. Si se repite el prodigio, mi muerte es cierta.
El prodigio se repitió, pues de nuevo volvió a ver Arbués la gota de sangre destacando su colorado mate sobre la marmórea blancura del altar.
— Señor, Señor, — decía prosternándose y dándose repetidos golpes en el pecho el maestro Epila, — por medio de ese prodigio ilumináis mi alma y me auguráis la muerte. Sin embargo, señor, yo estoy tranquilo porque creo en vos y el que en vos cree debe hallarse siempre dispuesto a morir en la tierra como religioso y a subir al cielo como mártir. Yo acato vuestros misterios señor; hágase siempre vuestra santa voluntad
* * *
Cuando ya el sol lanzaba sus últimos reflejos plateando la bruñida lámina del Ebro, cuando ya el tinte crepuscular vestía a los edificios con ese color tan poético como indefinible, entraban en la Seo de Zaragoza varios hombres encubierto el rostro con las capas. -169-
Eran Juan de Abadía, Juan de Esperaindeo, Vidal de Uranso, Mateo Ran, Tristan de Leonis, Antonio Grau y Bernardo Leofanto.
Poco a poco empezaron a apagarse todos los ruidos de la ciudad, las sombras fueron apoderándose de la Seo y las esbeltas columnas, las góticas ventanas, las primorosas ojivas, los dorados rosetones y las labradas techumbres fueron confundiéndose y desapareciendo a medida que las tinieblas adelantaban terreno y agrupaban su silencioso ejército en la mansión de Dios como para mejor encubrir el crimen que se iba a cometer.
Solo se veía la oscilante luz de una lámpara del altar mayor, parecida a un alma casta y pura que aguardase el permiso del señor para subir al cielo.
Los devotos habían abandonado la iglesia y ya en la iglesia no velaba nadie más que Dios y los sacrílegos que iban a manchar con sangre las gradas del altar.
No turbaban el imponente silencio más que aquellos ruidos incomprensibles y misteriosos de que están llenos los grandes edificios y que lúgubremente retumban y encuentran eco en las iglesias, los castillos y los salones de los abandonados palacios.
Varias veces estos misteriosos ruidos habían engañado -170-a los alertas asesinos, pero otras tantas habían vuelto sus puñales a las vainas, pues la presa no llegaba aun.
Sin embargo una vez oyeron un ruido que no pudieron equivocar con otro ninguno. La víctima se acercaba y los tigres prepararon sus garras.
Lo que era al principio un ruido como cualquiera de los otros, fue poco a poco tornándose en acompasadas pisadas que clara y distintamente se oían, y púdose ver cómo avanzaba por el claustro el inquisidor Pedro de Arbués sosteniendo un farol con la mano izquierda y una cachiporra con la diestra, arma que todas las noches traía consigo para defenderse en caso de un ataque.
Bien es verdad que no le faltaban otros defensivos, cuales eran una cota de malla oculta con la chupa y la sotana clerical y una cerbellera[2] de hierro que resguardaba su cabeza y que cubría un gorro sobrepuesto.
Adelantóse pausadamente el sacerdote-guerrero y dejando en el suelo el farol y arrimando a una columna su cachiporra, arrodillóse devotamente y muy pronto el imperceptible movimiende sus labios demostró que la oración embargaba su alma y el éxtasis su mente.
El reloj dio las once. Lúgubres y melancólicas -171-vibraron las once campanadas y aun oscilaba en el espacio la oncena vibración, cuando avanzando el primero Juan de Esperaindeo descargó de pronto una fuerte cuchillada en el brazo izquierdo del ministro del altar. En seguida Vidal de Uranso — a quién de antemano previniera el de Abadía que diese los golpes por el cuello atendido a que no ignoraba el defensivo de la cerbellera —dióle por detrás uno tan fuerte, que hizo saltar las barrillas de hierro de la cerbellera.
De esta herida en la cabeza, más que de las muchas otras que se le hicieron, fue de la que murió Arbués transcurridas apenas veinte y cuatro horas y pronunciando palabras de consuelo y perdón para sus asesinos.
Su muerte tuvo lugar el 17 de setiembre de 1485.
El 8 de diciembre de 1487 se le colocó en un magnífico sepulcro en cuya lápida se leen los siguientes versos, bien poco notables por cierto:
¿Quis yacet hoc tumulo?
Alter fortísimus lapis,
Qui arcet virtute cunctos a se judaeos:
Est enim Petrus sacer firmissima petra,
Supra quam Deus edificavit opus
Cesaraugusta, gaude beata quae
Mártirum decus ibi sepultum habes.
Fugite hinc retro, fugite cito, judaei.
Nam fugat pretiosus pestem hycinthus lápis.
Por fin, en 17 de abril de 1664 fue beatificado habiendo sido declarado mártir por el papa Alejandro séptimo.
Incesantemente trabajaron los inquisidores de Zaragoza para indagar los autores y cómplices directos del homicidio y solo cesaron sus desvelos al ver que en los calabozos del santo oficio y en las llamas encendidas para vengar la muerte del mártir, perecieron más de doscientas víctimas.
La muerte de un solo hombre hizo correr ríos de sangre.
Dios se lo tome en cuenta.
FUENTE:
Víctor Balaguer, “Una espada y una gota de sangre”, Entre col y col, lechuga; álbum de viaje. Barcelona : M. Clusellas, 1847, pp. 159-171.
[1] Nombre con que entonces designaban al inquisidor Arbués. (Nota del autor).
[2] Cerbellera: cervellera. Capacete o casco que cubre la cabeza.