LA LEYENDA DEL PALACIO DEL ALMIRANTE
I
A coquetería debe ser innata en la mujer, porque antes de inventarse o conocerse la palabra coqueta, lo eran ya, derretidas y esparcidas, nuestras venerables abuelas.
Ellas inventaron o perfeccionaron el manto de puntas, para que sirviera de cebo de galanes y tapadera de antojos; ellas echaron velo al recato, que prohibía a las doncellas presentarse en sitios públicos; ellas hicieron emboscadas de encantos y trampantojos de candor, para sorprender a mancebos albillos[1], de mejillas frescas, cuya curiosidad no tenía límites; ellas osaron a -52- todos los atrevimientos tras el manto de gloria encubridor y taimado, y cuando abrían la red de seda feble o de abalorios, para enseñar un ojo bellacón, penetrante y fino como puñal de Albacete, ocurrían en la acera asaltos de esgrima, y se daban grandes estocadas los galanes que perseguían la estela perfumada y garbosa de aquellos arambeles[2] de paño y tafetán, de seda; ellas crearon el género de comedias de capa y espada, y dieron nombre al siglo xvii, al igual que Calderón, Lope, Quevedo, Tirso y Moreto, los cantores de los mantos y vebocillos.
Este día de mi cuento había neblina en el Prado, por el mucho resudar de los árboles de huertas y jardines. Empezaba a despertar la primavera, y las flores del campo y las de estufa, las que crecen bajo el césped y las que se abren en los salones, daban a las auras sus perfumes y encantos, para solaz y alegría de los mortales pedestres.
A punto de las dos de la tarde, cantadas y tocadas por el reloj de campanas del convento de Agustinos Recoletos, se vio salir por la puerta de hierro del jardín del Almirante, acompañada -53- de escudero, una elegante dama, envuelta con donaire en manto de soplillo[3], que permitía examinar las líneas rectas y curvas de un busto correcto y aristocrático.
No tenía filis[4] en el rostro, pero en cambio debía tener esa atmósfera de hechizos, como el imán atrayente, que es liga de pájaros atónitos y de varones deslumbrados.
Llevaba, como he dicho, manto de soplillo, y en el vestido un escote tan degollado[5], que sólo le faltaba, para ir desnuda de medio cuerpo arriba, quitarse el pergeño de jubón que defendía la boca del estómago. La chinela o chapín contaba doce dedos de tacón, con lo que el pie iba en zancos, aumentando con esto el donaire de la garbosa desconocida, que debía ser de lo caro, por la gala de sus arreboles, que descubrían las puntas del envoltorio y los azabaches del medio ojo.
Era viernes de Cuaresma, y aunque el disfraz no fuera del todo devoto, con él había asistido la tapada al miserere de los Capuchinos de la Paciencia, donde era moda rezar ternezas a la luz vacilante de una lámpara de hierro, cuya temblona llama apenas si alumbraba el colgadizo y los contiguos bancos. -54-
Seguida de un escudero setentón, con ferreruelo[6] y espadín de taza[7], había comprado dulces en la confitería del valenciano, y continuado por la calle de las Infantas hasta la casa de las Siete Chimeneas, que está junto al cerro de Buenavista; después había doblado la huerta de Juan Fernández, dirigiéndose, entre dos luces, pian pianino, por el solitario Prado de Recoletos al Retiro del Almirante, de donde, como queda dicho, había salido bizarra y resuelta, a pindonguear [8]por las calles de Madrid, llenas de lodo y de lindos[9].
Hallábase en lo alto del Prado de atisbador diligente, el conde de Monterrey, presidente de Italia, acompañado del conde de Montesclaros, presidente de Hacienda, y antes de que emparejara con ellos la misteriosa tapada, salieron de un coche parado cuatro dueñas de honor con sus mantos y tocas, reverendas por defuera, y de seguro lacayos o diablos por de dentro, y con sendos garrotes los varearon, dejándoles malparados.
La del soplillo voló como el humo; las dueñas depusieron los garrotes para fugir mejor, y los maltrechos condes fueron amparados por los frailes de Recoletos y las vecinas monjas Teresas, que enviaron a los vapuleados hilas, vendas y bálsamo de Fierabrás[10]. -55-
¿Quién era la dama? ¿Quiénes las dueñas?
¿Por orden de quien se perpetró el vapuleo? Misterios son estos que no aclaran las crónicas de aquel tiempo: sólo dicen que el suceso, por lo estupendo y nuevo, fue motivo de gravísimo escándalo en la corte y en la villa. Lo único que de cierto se sabe es que la sirena del manto, en cuanto traspasó los árboles de la cañada, saltó como una corza, derrumbaderos y baches, y fue a dar en el Palacio del Almirante, cuyo portero de cadena formó calle con el escudero y lacayos, para dejarla entrar, como era costumbre, con los honores debidos al rango de la egregia castellana de aquella morada.
II
Por la noche hubo sarao y academia en el palacio del Almirante. Desde el toque de oraciones, fueron concurriendo a la aristocrática mansión las más linajudas damas, en literas y carrozas, las doncellas más discretas, los poetas -56- más ingeniosos, los caballeros de las Ordenes, los de la nobleza, los títulos del reino y los grandes de España.
Era una constelación viva de estrellas y planetas de primera magnitud, un paraíso abreviado, con la serpiente, una reducción del Olimpo pagano del Buen Retiro, donde un rey poeta y caballero a la española, representaba todos los días el papel mitológico del dios Apolo.
La ostentación de riqueza era grande. Tocados y aderezos de pedrería legítima formaban deslumbrador contraste con la luz de las cornucopias, el tisú y terciopelo de los trajes, las cruces y las veneras. La diosa de aquel Empíreo, colocada en el estrado, recibía con distinción suprema el homenaje pulcro, afectado y cortés de damas y caballeros. Uno a uno iban pasando ante la castellana hermosa, y al pasar lucían, en competencia, la riqueza de las joyas y la de los conceptos.
Tocóle el turno al Príncipe de Melito, ex-embajador en Francia, quien se presentó aquella noche cubierto de piedras y perlas en su vestido, fingiendo estos primorosos bordados, con tan oculto artificio, que, al hacer la reverencia ante la opulenta señora, se saltaron todas la piedras -57- sobre la alfombra, por vía de gala, en obsequio de damas y cortesanos, sin cuidarse de recogerlas el Príncipe, ni consentir que para él se recogiesen.
-Huélgome, señora de que el miserere de esta tarde no haya acabado en tinieblas, pues diz que los apaleados se encuentran bien en la hospedería de Recoletos.
-Idos, Duque, y callad: os lo suplico.
-Me voy, señora, derretido de amor, como esas piedras, que, al fulgor de vuestros ojos, se han esparcido en arroyos de lágrimas...
-Idos, Duque, y reparad...
-Me voy, señora...
Este diálogo, hablado al socaire, mientras los lindos recogían perlas y rubíes para sus meninas, no fue escuchado por nadie, pero alguien vio de lejos la acción gallarda de sembrar por la sala las piedras; el movimiento rápido y nervioso de los labios; la expresión misteriosa de los semblantes, y poseído de impulso ciego, al querer levantarse, clavó las uñas en el terciopelo del sillón, donde los achaques y los años le tenían postrado hacía tiempo.
Este alguien se adivina, desde luego, que era el dueño del palacio, el noble almirante de Cas-58-tilla, D. Juan Gaspar Enríquez de Cabrera, duque de Medina de Rioseco, así como se deja conocer que la rica-hembra del estrado[11], la belleza aclamada por reina del sarao y de la corte, era nada menos que la cónyuge legítima del ya calendado Almirante.
Tras una ayuda de sorbete y aloja[12] y un agasajo de chocolate puro, trabajado a brazo, dio principio la academia, que fue notable por las preguntas, y más notable aún por las respuestas. Damas y galanes hicieron alarde de ingenio, mientras dormía, o parecía dormir, el Almirante, y a poco más de las ocho, cuando dio la queda la campana mayor del convento próximo, el desfile de retirada empezó de modo tan rápido, que en pocos minutos quedó desocupado el salón.
¿Qué sucedió después, cuando el Almirante y su esposa quedaron solos? La crónica no lo dice, lo cual da derecho al lector de componerlo a su gusto, con acompañamiento de arpa, o vihuela, que fueron los instrumentos de cencerrear zarabandas, rugeros y gallardas.[13] -59-
III
Han pasado tres siglos. Una trasmutación completa ha dado otra forma al plano de Madrid, por este lado de la Villa-nueva, que se destinó entonces a hornos, tahonas y paneras.
Desapareció la huerta afamada del corregidor Juan Fernández, y con ella el palacio, jardín y huerta del Almirante, que hacían recodo por la calle del Escorial (después del Almirante) hasta la de los Reyes Alta (hoy de las Salesas). Surgió de los escombros de una parte del palacio, por voluntad expresa de aquel ilustre magnate, que a este efecto hizo donación de los terrenos, el convento de monjas de San Pascual, cuya iglesia fue, antes de la reedificación, y continúa siéndolo, la misma sala que sirvió de teatro al palacio y de asilo literario a las academias más célebres de aquel siglo. ¡Qué cambio más completo! ¡Desde el chiste picante, a la plegaria mística, desde el cuchicheo de amor rimado al oído, al rezo salmódico, uniforme, distraído, dormilón, de las benditas madres! ¡Cuántos suspiros amantes en aquel teatro profano! ¡Cuán-60-tas penitencias leves en este santo templo!
Desapareció el convento de Agustinos Recoletos y su huerta, que fue, por sus dimensiones, un verdadero parque. Cayó la puerta monumental del mismo nombre, que cerraba a Madrid por este lado, y con ella desaparecieron las extensas posesiones y palacio del conde de Oñate y marqués de Monte-Alegre, que estaban donde hoy los palacios de Salamanca (Banco Hipotecario) y Calderón (hoy del Marqués de Campo).
Viéndose solo el convento de las madres Teresas, desapareció también al vigor de la piqueta reformadora, y no hace mucho hemos visto la titánica labor de desmontar el conocido jardín de las Delicias, que existió sobre el mismo que perteneció al conde de Baños, después de Altamira, y hoy de la duquesa de Medina de las Torres, para hacer lotes de solares, donde se alzan ya
suntuosos hoteles ? de vecindad. Borrada esta última página del Madrid antiguo, de la villa poética, caballeresca y chispera de nuestros mayores, la prosa de cinco pisos con entresuelo y buhardilla, y sin jardines, consumirá de anemia a la generación presente y a las futuras, a menos que éstas adopten, como casas -61-nuestros progenitores, el precepto higiénico de muchos árboles y pocas casas, muchos espacios libres, muchos pulmones amplios, y nada de ratoneras.
Y a propósito de ratoneras: tenemos que preguntar respetuosamente a los archivos de las nobilísimas casas que van citadas, qué son, qué han podido ser, de qué han podido servir unas magníficas galerías de ladrillo, verdaderos túneles de comunicación subterránea, descubiertas a muchos metros de profundidad.
Las hay en todas direcciones; unas, que vienen del lado de las Salesas, atravesando el solar del antiguo jardín por lo más hondo; otras, que parecen venir de los extinguidos conventos de Santa Bárbara, las Teresas y los Agustinos Recoletos; otras, que llevan la dirección de Buena Vista y del convento de San Pascual; otras, en fin, que van culebreando en zig-zags como festón de guttapercha[14], por todo el ámbito del terreno allanado. Es un detalle curioso, que ha debido estudiarse, porque constituye, o debió constituir en tiempos antiguos, una verdadera red de tranvías subterráneos, para uso y recreo de mineros y geólogos.
Desaparecieron por completo las bocas de-62- estas minas, sin habernos descifrado el misterio de su existencia. En el mismo sitio en donde el conde de Baños tuvo su jardín, y las Delicias su Mabille madrileño, donde últimamente nos dio a conocer Price las notabilidades acrobáticas, se han alzado hoteles y casas de vecindad y están naciendo unas cuantas verrugas negras, obstructoras del aire puro, que en el campo se anhela respirar y antes se respiraba.
¡Dios se lo demande a los ricos propietarios de esos solares históricos!
Sepúlveda, Ricardo. Madrid viejo: crónicas, avisos, costumbres, leyendas y descripciones de la villa y corte en los siglos pasados. Libreria de F. Fé, 1887, pp. 51-62.
[2] Arambeles: Colgadura de paños unidos o separados que se emplea para adorno o cobertura (Diccionario de la lengua española, RAE). Se entiende colgaduras a lo largo del vestido.
[3] Manto de soplillo: el soplillo es una tela fina y ligera, de tafetán, seda.
[4] Filis: habilidad, gracia, delicadez. (Nuevo Tesoro Lexicográfico, RAE).
[5] Degollar: 6. Escotar o sesgar el cuello de las vestiduras. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[6] Ferreruelo: herreruelo, Capa corta con cuello y sin capilla. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[7] Espadín de taza: espada corta con cazoleta.
[8] Pindonguear:Llevar una vida irregular o inmoral. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[9] Lindos: adj. Perfecto, primoroso y exquisito. 3. m. coloq. desus. Hombre afeminado, que presume de guapo. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[10] Bálsamo de Fierabrás: alusión al Quijote, primera parte, cp.XVII
[11] Elvira Álvarez de Toledo Osorio Ponce de León
[12] Aloja: Bebida refrescante elaborada con agua, miel y especias. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[14] Tipo de goma que se obtiene de un árbol y sirve para impermeabilizar las telas.