DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Museo de las Familias, TOMO VII, 1849, pp. 7-11.

Acontecimientos
Visión sobrenatural
Personajes
Ismael y Sobehia
Enlaces

LOCALIZACIÓN

PRADES

Valoración Media: / 5

 

 

Crónicas de Cataluña. Un bautismo misterioso

 

 

Introducción

I

 

A principios del siglo X los descendientes de Ismael eran dueños todavía de la mayor parte de la península ibérica. Únicamente los primeros reyes de Oviedo habían salido de Covadonga, y con su espada tenían trazado un círculo de sangre, dentro del cual resistían a los estandartes muzlímicos, y echaban los cimientos de la monarquía que más tarde debía dominar en ambos mundos.

Ludovico tomaba entre tanto a Barcelona, mientras que los árabes beledíes[1], creyéndose en pacífica posesión de la monarquía, se repartían y disputaban entre sí las presas, y con sus luchas intestinas dirimaní el camino que un día tenían que seguir Fernán González, el Cid y los Reyes Católicos, hasta el corazón  el califato occidental, cuyo postrer baluarte fue Granada.

Con todo, en aquella época, el célebre Almanzor desde Córdoba, dominaba a la morisma de todas las provincias españolas: los imanes, visires y alcaides de los pueblos, obedecían humildemente sus mandatos, y la reacción cristiana era poco menos que insignificante para la corte del hijo de Abd-el-Melic.

El ojo previsor de los conquistadores, había trazado varias líneas militares. Las poblaciones considerables, ya por su vecindario o por su riqueza, eran circunvaladas con fuertes muros; en los puntos culminantes de las sierras, se construían sólidos castillos, y las fronteras occidentales del imperio, que la guerra propicia o adversa extendía o reducía, se trasformaban en una cadena de baluartes. La opresión de los conquistadores se hacía pesada sobre los vecinos, y toda clase de vejaciones caía sobre los indígenas, con la excusa, unas veces de conspiraciones supuestas, y otras de resistencia a mano armada. La lucha entre dueños y vasallos se hizo más seria. A proporción que se aumentaba el número de los primeros, y a medida  que los reaccionarios tuvieron un punto de apoyo en Oviedo, León y Barcelona. Con la cuestión nacional, se cruzó la pugna religiosa, y desde entonces fue un nuevo motivo  de odio para los oprimidos el ver a los minaretes de las mezquitas, sobrepujar a las torres de la iglesia goda y para los opresores, un crimen de rebeldía el concurso festivo en los templos cristianos. Y sus consecuencias fueron: la destrucción de los altares, la usurpación total de los pocos bienes que habían quedado a los vencidos, y el martirio de los que predicaban el Evangelio.

Con estos en particular, se ensañó la cólera musulmana a causa de las conversiones frecuentes que lograba la fe en  sus familias, y cuanta mayor fue la crueldad de los inquisidores mahometanos, tanto más brillaron los triunfos del cristianismo, y por lo mismo aumentó el número de los bautizados.

Durante el reinado de Almanzor, acontecieron los hechos  que vamos a referir, tal como los dicta la tradición y hemos  podido leer en las elocuentes ruinas que han quedado de aquellos tiempos.

 

II.

Un bautismo.

 

Era un día de otoño de 930.

El astro de fuego asomaba su brillante disco por encima de las peñas moradas de la Grilella[2], y sus rayos, interceptados por la niebla en su mayor  parte, caían oblicuos sobre las torres de Prades. Desde aquel baluarte, que los árabes habían construido en la cumbre de la sierra, se podía tender la vista hacia un horizonte muy limitado, pues el valle es pequeño, aunque en aquel entonces lo hermoseaban las encinas, pinos y enebros que poblaban las colinas, los huertecitos subdivididos más y más por verdes linderos de juncos, cañas y mimbres, y sobre todo el crecido número de árboles frutales situados en el fondo.

En medio del silencio que reinaba en el campo, y el ruido que se percibía en lo interior de la colonia africana, la atención de un observador únicamente se hubiera fijado en el alcaide, el anciano Yezid, quien se paseaba en una azotea del castillo, hablando con un joven árabe de una fisonomía interesante.

—Ismael, decía el viejo gobernador de la fortaleza, mi hermano el alcaide de Al-beca, está enfermo. Sin duda Alá tiene contados sus días, y temiendo morir antes de haber cumplido las órdenes del emir de Córdoba, acaba de enviarme un mensaje, a fin de poder darle posesión del cargo para el que le ha nombrado Abderramen, el de las victorias. Hubieses ido solo allá; empero antes de separarnos quiero que se efectúe el enlace acordado con la hija de Aaron. Sé que mi hermano solo ve por los ojos de la joven Sobeiha; como que solo amó a su madre, y jamás belleza alguna pudo lograr una mirada suya después de la muerte de Amina. En una palabra, todas sus riquezas, que son inmensas, serán propiedad de su hija, y como Sobeiha es una niña sin madre ni hermanas, una azucena en el desierto, temo no se aproveche algún ambicioso de la enfermedad de Aaron, y extravíe a su hija, frustrando mis planes. La fineza de acudir sin pérdida de tiempo a la cabecera del moribundo, será grata a mi hermano, quien recordará su promesa; y a la hermosa Sobeiha, que no podrá menos de mirarte favorablemente, acostumbrada como está a ver solo entes nulos y rostros rudos. Así pues, ve a disponer ensillen inmediatamente Al-ansá y, Al-behloul, y que se preparen seis jinetes para acompañarnos.

Todavía tenemos tiempo para atravesar los desfiladeros de día, y la luna nos guiará por la llanura…

Una hora después penetraban en las gargantas de Biern [3]ocho hombres a caballo, los cuales, aunque su traje era moruno, llevaban sobrevestas[4] godas con las  capuchas caladas.

El paso de Biern o Al-biern en aquel entonces, era un espeso bosque, y desde Prades a la llanura del noroeste, solo había una senda transitable. La tarde estaba algo fría, y las brisas de las primeras nieves jugueteaban en el follaje moribundo, cuyo murmullo, y el ruido de las pisadas de los corceles, se percibían solos en aquella soledad. Los dos caballeros que marchaban a la cabeza de la comitiva, parecían sumergidos en una profunda meditación, aunque el de más edad de los dos, -8- pronunciaba una que otra palabra, y daba el nombre de Ismael al otro, el cual seguía callando, y aprovechaba, cuando venían a mano, las plazoletas del camino para colocar su caballo al lado del otro, a fin de poder comprender lo que su compañero le decía en voz baja.

Los demás jinetes caminaban a cierta distancia.

He aquí lo que entonces dijo el anciano:

—Sin duda está escrito que a mi hermano le quedan pocos días de vida, y por lo mismo, una vez instalado  en Al-beca, vas a ser chaique [5]de una nueva familia, dueño de inmensos tesoros, y esposo de una hermosa virgen. Sabe, hijo, que desciendes del Yodan, y que la sangre de tu cuerpo es la más pura de los Aribah. Desde el Yemen, mis abuelos siguieron a los emires hasta Zahara, y a Muza en España. Empero los musulmanes han olvidado las costumbres de sus antepasados; no cuentan ya las generaciones, y forman alianzas con las hijas de los nazarenos. Ya no piensan en su patria, y vuelven la vista hacia el Oriente solo por fórmula; hay apostasías continuas en las familias en donde penetra la seducción y el vicio; se contaminan algunos creyentes en banquetes fantásticos, en los que beben licores que extravían los sentidos.

La voz del árabe fue perdiéndose en el murmullo de un arrojo que cae perpendicular desde una altura de veinte pies formando una pequeña ciscada.

Estaban ya los viajeros en la cuesta de Vall-clara, y el sol se había ocultado detrás de los picos de AI-barca, que hoy llamamos Monsant. Al salir los sarracenos del valle, volvió a brillar por poco tiempo, cubriéndose por último con la niebla del Segre, y apareció la luna al Oriente. Llegó la noche, y el firmamento se fue oscureciendo.

Las luces que podían distinguirse en las poblaciones, fueron apagándose sucesivamente; la bruma del río, empujada por el sordo sudoeste, extendió su blanca faja avanzando hacia el norte; las estrellas apenas centelleaban en el espacio, desaparecían, y al fin hasta la luna quedó cubierta.

Más de una vez, en medio de la oscuridad, tuvieron que parar sus caballos los caminantes para no extraviarse en las encrucijadas, y al pasar junto a las ruinas romanas, que aún hoy en día pueden verse cerca de Albi[6], les saludó un búho solitario con su canto monótono y lúgubre. Era sin duda uno de los gemidos de los hijos del viejo, Pompeyo, cuya desgraciada suerte fue escrita en aquel monumento, que ya no existe.

Adelantada estaba la noche, cuando Yezid con su séquito llegó a las puertas de Al-beca.

En el punto que ocupa al presente la ruinosa puerta de los Reyes Magos, había entonces una “casa de vieja” como se llamaban en aquellos tiempos los mesones; un viejo, ni moro, ni judío, mal cristiano y peor hablador recibía con abundancia de frases, y pocos recursos, a los escasos transeúntes que podían hacer gasto. Aquel año fue muy estéril, y se sintió el hambre en Cataluña.

Lo azaroso del tiempo, y la alta hora de la noche, fue causa de que no se abriesen las puertas macizas de la  -9- fortaleza al nombre de Yozid. Retornaron a la hostería, en donde encontraron al viejo mesonero sentado en el hogar. El alcaide de Prades se retiró para descansar, encargando le despertasen al amanecer. Los árabes, a pesar de la fatiga de tan largo viaje, se colocaron alrededor de la lumbre, con la esperanza de un almuerzo que había pedido su jefe, y que una octogenaria principiaba a preparar. Mientras tanto el cristiano, a fin de hacer menos pesada la tardanza a los hambrientos musulmanes, les preguntó si habían visto luz en la cueva de Santiago, que está cerca del camino. Hecho cargo el viejo de que hasta ignoraban la existencia de la caverna, después de los preliminares que son costumbre en los narradores, les dijo dándose importancia:

—Señores ismaelitas[7], extraño mucho no hayan llegado a su noticia las  maravillas que todos hemos visto en la cueva de Santiago, maravillas que en mi familia se refieren de padres a hijos desde tiempo inmemorial. No dudo que se edificará en su recinto un santuario.

— Dejaos de profecías, gritaron los agarenos[8] con impaciencia; referid el cuento con brevedad y sin comentarios.

—No es un cuento, señores.

—Hablad, volvieron a clamar los oyentes.

—En los años primeros en que el apóstol Santiago vino a España, estuvo predicando todo un día a los pastores y payeses de este contorno, sentado como yo lo he estado cuando joven, en el pico de la roca que llamamos el caballo de San Jaime[9]. Era una tarde muy calurosa, y el apóstol con su bastón hizo brotar una fuente que aún es muy abundante, y que tiene la propiedad de ser fría en verano y caliente en invierno, cuyas aguas tienen la virtud de curar.

—¡Nazareno! interrumpieron los mahometanos.

—Como decía, pues, la tarde calmosa se convirtió en una tempestad súbita y terrible; hubo de todo lo de Dios: agua, granizo, truenos y rayos; mas el buen santo, compadecido de sus oyentes, dio por segunda vez con el bastón en el suelo, y bajo el caballo de piedra se abrió una cueva inmensa, en cuyo seno se refugiaron los campesinos. La tradición añade, que el día en que murió el santo, se oyeron dentro de la caverna músicas estrepitosas y ruido de armas; que hay noche, durante la cual cantan los ángeles.

—¡Cuentos! exclamaron los árabes.

—Lo que es cierto, señores ismaelitas, y puede todo el mundo ser testigo, que cada año predica el apóstol sobre su caballo de piedra, la tarde se vuelve tempestuosa, y … este año se ha llevado el diablo la cosecha. Esto acontece, todos los años el día que corresponde.

—Adelante, gritaron los oyentes.

—Y más cierto, que después del sermón, que solo oyen los que están en gracia de Dios, se cierra uno de los boquetes interiores de la caverna; en la cual hay tantas estancias como años ha de durar el mundo, a fin de que el día del juicio final esté ya cegado el subterráneo.

—¿Y a qué fin? preguntó uno de los curiosos.

—En las estancias de la cueva, que se cierran, se depositan cada año las almas de los mueren impenitentes[10], con el objeto de que los vivos rueguen por su salvación todos los años después del sermón.

—¿Y qué más?

—La cueva todavía es muy profunda, y cuando algún curioso quiere visitarla, no necesita luz, pues conforme penetra en su interior, va iluminándose el aire, hasta que al llegar al punto en donde estuvo el santo durante la tempestad, se ven allí todos los espíritus.

—¡El almuerzo! ¡El almuerzo!

Mientras el mesonero estuvo refiriendo las maravillas de la caverna, los africanos se entregaron al placer  de la gula, sintiendo quizás la falla de vino que el cristiano bebía por sí y por ellos. Mientras tanto, el joven Ismael había escuchado con cierta indiferencia lo que creía ser un cuento del viejo cristiano; mas, como hasta la ficción  es hija de algo,[11] sintió despertarse  en su  imaginación una viva curiosidad por saber lo que eran las maravillas de aquella caverna. Llamó en seguida al mesonero, y le dijo en tono resuelto que deseaba visitar el subterráneo do Santiago.

—¡Ave María purísima! exclamó el anciano; a tal hora en la noche…

—Disponte a complacerme, perro, o dime quién podrá enseñarme el camino. 

—¡Ángel! gritó el dueño de la posada, y al momento se levantó de un rincón de la sala un muchacho de unos quince años, cubierto con un saco de pieles, y a quien se hubiese equivocado con un oso.

—Acompañarás al señor, le dijo el viejo señalándolo a Ismael,  toma un haz de teas.

—¿Para qué las teas si hay luz en la cueva?

El viejo miró  al agareno con cierto despecho, que de fijo no era motivado por el tono irónico con que había pronunciado el joven las últimas palabras, y cuando le vio salir precedido del pillastrón, murmuró entre dientes y con una formidable interjección.

—¡Ojalá el santo te castigue!

La mañana estaba en su crepúsculo; el cielo, cuyo velo blanquecino ondeaba al soplo del sudoeste, que iba calmándose, dejaba algunos claros y se veía brillar una que otra estrella; la luna, ya en su ocaso, se trasparentaba al través de las nubes, y su imagen se multiplicaba...

Caían las gotas del rocío, y entre las sombras de los campos se elevaban las torres del castillo de Al-beca, blancas y silenciosas, como presintiendo la muerte de su dueño. La niebla del Segre, extendida por la llanura, se iba recogiendo en dos alas que se alzaban como pirámides hasta  las nubes, con las cuales se confundían, engrosándose bacía el Norte para la lluvia al pie de los

Pirineos.

La juventud es curiosa, y en algunos casos temeraria: Ismael tenía veinte años, una imaginación ardiente, y como Antar[12] era poeta. El aspecto exterior de la caverna avivó el deseo que tenía de penetrar en su misterioso seno, y acordándose de todos los pormenores que había contado el viejo, invocó como de paso a Alá, tomó la tea en una mano y se internó en la cueva, saludando al corcel de piedra que cubre el agujero de aquel antro.

Enormes pilares sostienen el arco bi-partido por las colosales manos del caballo, y otros sin número forman dos galerías simétricas que se dirigen a norte y sur, que no se encuentran, ya en el día, aunque se ven manifiestas señales de antiguas comunicaciones entre los dos subterráneos. La oscuridad se disipó a los ojos del musulmán con el resplandor de la tea, y sin quedar satisfecha su curiosidad, hasta entonces imprudente, el pie del joven árabe fue penetrando más y más en lo interior de la cueva. Cuanto más adelantaba en los pasadizos, mayor era el deseo de encontrar un fin a aquel laberinto; empero las sinuosidades eran caprichosas; aquí largos y angostos corredores, allá bóvedas elevadas y de mucha ostensión; unas veces despeñaderos, otras gradas abiertas en la roca por mano del hombre; en un punto conchas en forma de lagos, cuyas aguas eran cristalinas que no distinguía la vista; en otras cristalizaciones hermosas que parecían diamantes disformes; una fuente brotaba del centro de una enorme peña, y caía a unos dos pies de altura; parecía el salto de una tanca[13] de molino. Ismael contempló por unos momentos las maravillas mudas de piedra, y como no satisfacían a su sed poética, dio media vuelta y trató de salir de la cueva; mas sea que le engañase su memoria, -10- que los pasadizos tienen entre sí en aquella caverna, es lo cierto que cuando la tea amenazó apagarse, o más bien concluirse, el joven curioso se vio enredado, sin saber hacia qué parte buscar la salida.

Escondió la tea para poder percibir la poca claridad del  crepúsculo, llamó a grandes gritos... ¡Una oscuridad completa era su horizonte de piedra! y el muchacho que le había acompañado, o estaba ya en casa o no podía llegar a él la  voz de Ismael, por haberse éste internado fuera de su alcance; la tea quedó consumida, y la oscuridad fue completa. El joven agareno no era cobarde; pero supersticioso, como lo son los de su secta, se creyó castigado por su temeridad, y considerando inútiles sus tentativas en las tinieblas, con más razón que lo habían sido cuando estaba la tea encendida, se sentó rendido de cansancio, calculando que al llegar el día penetraría alguna claridad hasta donde se encontraba, y en último apuro tenía probabilidad de que su padre sabría por el viejo cristiano donde se había dirigido, y entonces iría a buscarle. Empero pasaban horas y más horas: Ismael se convenció de que era más de medio día sin haber vislumbrado la menor apariencia de luz. La oscuridad no se disminuyó con el tiempo para los ojos del árabe; figurábasele unas veces entrever cierta claridad y distinguir grandes bultos a corta distancia; más al querer juzgar por el tacto, comprendía que solo era una ilusión del sensorio óptico  otras veces oía caer algunas gotas de agua de la bóveda, y creyendo ser a su derecha el ruido monótono y seco de la gota, se encontraba mojado del otro lado. El hambre, el cansancio y la tristeza se apoderaron del joven; juguete de mil pensamientos estériles, su cabeza se fatigó de aquella actividad que acompaña en los lances desesperados, y creyendo llegado su último instante de vida, se resignó a los altos decretos del destino, y echándose sobre el suelo se cubrió el rostro con la capucha, murmurando en voz baja este verso del Alcorán: “EI Señor será mi guía, la felicidad mi suerte”.

Ismael quedó como aterrado. Poco a poco se olvidó de su viaje de la cueva y hasta del hambre; parecíale mecerse en un bienestar de somnolencia grata, y es que en los grandes dolores, como en los deleites extremados, siempre hay una pausa. ¿Cuánto duró aquel estado?

Los oídos del musulmán, que sentían zumbidos continuos, se aguzaron de repente... Una música armoniosa allá a lo lejos, se dejó percibir acompañando a una voz de mujer que cantaba clara e inteligiblemente en un idioma desconocido. ¡Vase acercando lentamente! podían distinguirse los instrumentos por su sonido.

El joven creyó haber muerto, y que principiaba a disfrutar de los deleites prometidos a los creyentes. La voz era tan dulce, y tan melodiosa la música, que los sentidos del árabe quedaron inmóviles por temor de que a la menor relajación de las fibras no cesase el sueño... Mucho duró el éxtasis; mas al fin fue disminuyendo por grados, y cuando parecía casi apagado el rumor, sintió una impresión el musulmán en sus labios, que le hizo olvidar a la música. No podía dudarlo... ¡era un beso! Sus brazos, por un movimiento eléctrico, se lanzaron al acaso, y estrecharon el cuerpo voluptuoso de una houri.

La sensación fue tan viva, que Ismael abrió los ojos.

¿Era sueño o ilusión?

Una brillante claridad iluminaba las profundidades del subterráneo, cuya extensión era indefinida; las gigantescas columnas de piedra que sostenían las naves caprichosas de aquel antro, formaban el centro de varias galerías que seguían direcciones irregulares; el agua de  las  conchas reflejaba la luz, y las infinitas estalactitas se asemejaban a perlas suspendidas en el techo de la gran cavidad calcárea.

El árabe estaba en la penumbra de uno de los pilares, y desde aquel punto vio salir del fondo de la cueva una procesión de fantasmas vestidas de blanco, cubierta la cabeza con un velo, una tea en la mano derecha y una cruz en la izquierda. Aquella larga hilera de luces aumentaba la claridad conforme los bultos iban acercándose. Al fin pasaron mudos los fantasmas delante de Ismael, y a su frente formáronse en círculo y se postraron en el suelo. Entonces el árabe pudo distinguir en medio de tan extraños personajes, a una joven que llevaba traje musulmán, y cuya belleza rayaba en sobrenatural. Su cabellera esparcida sobre sus espaldas, sus manos cruzadas sobre el seno, sus ojos fijos en tierra, y su posición en medio de la multitud, dieron a comprender al agareno que aquella extraña reunión tenía por objeto presentar a la hermosa niña. El resplandor fuerte y la luz oscilatoria de la madera resinosa, daban al rostro de la joven un tinte de carmín subido sobre un rostro de alabastro; era su frente ancha y proporcionada, delgadas las cejas y largas sus pestañas; en la sien derecha se percibía una cicatriz roja como sus labios: una cadenita de oro pendía de su cuello, y sus brazos desnudos llevaban brazaletes del mismo metal. Mientras que Ismael devoraba con todo el fuego de sus miradas los atractivos de la joven, empezó una ceremonia extraña que acabó de fascinar al pobre africano.

Uno de los fantasmas se echó hacia atrás el velo, y descubrió el rostro de un anciano de más de un siglo; asió a la joven de la mano y la hizo arrodillar sobre una peña, en la cual estaba esculpida una cruz. Otros cuatro fantasmas apartaron una especie de estatua de piedra formada allí por la naturaleza, y de un hoyo que quedó descubierto sacó el anciano una palangana de plata y una cruz de oro. Colocó a esta delante de la niña y llenó de agua la palangana. Entonces principió un diálogo entre el viejo y la joven en un idioma extraño que Ismael conoció era el mismo en que había cantado la voz misteriosa.

La voz grave y sepulcral del anciano, retumbó en todos los ángulos de la caverna, y formó contraste con la de la niña dulce y armoniosa. Sobre su cabeza extendió él las manos y derramó toda el agua de la palangana en la frente de la hermosa... Entonces todos los fantasmas prorrumpieron en aclamaciones, y entre el murmullo pudo el árabe distinguir la palabra hebrea Hossanna, que fue la única que comprendió. La niña pasó sucesivamente de los brazos del anciano a los de los demás fantasmas; la cruz y la palangana volvieron a su escondite, que cubrió la estatua de piedra, y...

El musulmán cerró los ojos cansados de tanta fascinación; creía que sus sentidos deliraban de resultas de la fiebre que atormentaba al cuerpo, y reflexionaba eran aquellas sensaciones el preludio de la agonía, si ya no estaba difunto. Al dolor del hambre había sustituido el tiempo una languidez completa; a las visiones un mar de fuego, y a las voces de los fantasmas un rumor monótono…

Cuando Ismael volvió a abrir los ojos para cerciorarse si estaba o no soñando, se encontró en la perfecta oscuridad de antes, y el único ruido que llegó a sus oídos, fue el salto de la fuentecita.

Cuántas horas o días estuvo allí el joven ismaelita no pudo calcular pues otra vez estaba sumergido en un delirio de sueños, hasta que le pareció oír pronunciar su nombre a lo lejos. Levantóse a duras penas, y distinguió una luz. Era su padre, que acompañado de criados con teas iba buscándole.

En una de las estancias del castillo de Al-beca, estaba agonizando Aaron, el hermano de Yezid. A un lado de la cabecera del moribundo, una mujer sentada sobre almohadones leía en voz alta un libro que tenía en una mano, y con la obra estrechaba la del enfermo. Este respiraba con dificultad; sus ojos parecían hundidos -11- en las órbitas, y sufría ansias terribles que revelaba en sus quejidos.

—Sobeiha, dijo interrumpiendo a la lectura; ¿no ha vuelto todavía mi hermano?

La joven contestó negativamente con un ligero movimiento de cabeza, y siguió leyendo.

— Fue llevado a la muerte como una oveja.

— Hija mía, ¿de quién habla ese libro? preguntó el paciente.

—Padre, respondió ella, del Dios que creó el cielo y la tierra, y se hizo hombre para la salvación de todo.

El enfermo no replicó. La joven prosiguió su lectura.

—Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y diciendo  Pablo ¿quién sois, señor? Le fue respondido: yo soy Jesús a quien tú persigues. En vano...

—¿Quién era ese Pablo o Saulo? dijo el enfermo.

—Padre mío, era uno como vos, que no creía en aquel Dios, y por último se convirtió y fue un santo.

—Sobeiha, exclamó: déjame morir tranquilo; abusas de mi ciego cariño.

—¡Ay padre!... y quedó sollozando la joven al decir estas palabras. El anciano volvió a preguntarla.

—Hija ¿dónde has estado anoche?

—He estado orando por vos.

—Alá te escuche y te llene de felicidades.

—No es Alá a quien adoro.

—¡Cómo!

—Es un dios más poderoso, y que ahora os habla por mi  boca para salvaros.

—Sobeiha, escucha: al venir al mundo murió mi madre, y Alá proveyó para mi sustento. He visto espadas sobre mi pecho, y el Profeta me ha socorrido. He envejecido en ese oasis y al lado de tu madre. ¿De qué puedo quejarme?

—Padre, ya lo sabéis, soy cristiana.

—Hija mía, sin duda hay un Dios y un cielo para vosotras, hermosos ángeles de la tierra. Tú no puedes vivir musulmana, porque no eres de la raza común, por esto te amo.

Y el moribundo apretó la mano de su hija contra su pecho.

En aquel momento entraron Yezid y su hijo.

La joven dijo a su padre al oído:

—Vuestro hermano Yezid y vuestro hijo Ismael.

—Bienvenidos, exclamó el enfermo: acercaos, que pueda veros. Y poniendo la mano de la joven en la de Ismael les dijo:

—Sois hermanos de sangre, lo seréis de amor: Ismael, oye lo que habla mi boca en el instante postrero de mi vida. Una sola mujer he amado; bendito sea Alá, he sido feliz... Ama a mi hija, ámala mucho.

Él moribundo cayó en un desmayo que todos creyeron había muerto; continuó con voz más débil.

—El ángel Azrael está a mi lado y ha contado mis días. Hermano, no veré el fin de la luna de Xagual. Ismael, jura que amarás a Sobeiha, y que no dividirás el tálamo con otra mujer...

Ismael, que tenía en su mano la de la joven, sintió un estremecimiento eléctrico, alzó los ojos, y vio...

Sobeiha era la virgen misteriosa de la cueva.

Al otro día había muerto Aaron, Ismael era esposo de su bija, y el viejo Yezid se volvió a Prades.

Se cree fue Ismael el que mandó edificar el santuario de Santiago encima de la cueva; por lo menos es de aquel tiempo la obra. Sobeiha, bajo el nombre, de María, está enterrada en el sepulcro de la capilla de la  Virgen, y por la fecha de su muerte se deduce que disfrutó largos años de vida. A la entrada del subterráneo está el caballo del apóstol.

Ignoramos si continúa el sermón, y si se repite el temporal según la tradición. Si hemos visitado la caverna ha sido  con hachas de cera y buena comitiva. No hemos encontrado el punto en que fue bautizada Sobeiha; quizás se ha cegado aquella parte, pues que es cierta en este caso la profecía, y no puede estar muy lejano el fin del mundo, atendida la poca profundidad actual de la caverna.

El castillo gótico, trasformado por Aaron, restablecido por los cristianos descendientes de Ismael y convertido a su tiempo en fortaleza feudal, hoy día todo es ruinas. Apenas queda en pie parte considerable; excepto los enormes muros y la puerta de los Reyes Magos.

Así pasa todo en el mundo.

 

Albeca 24 de julio de 1848, J. F.

 

 

FUENTE

J.F. “Un bautismo misterioso”,  Museo de las Familias, TOMO VII, 1849, pp. 7-11.

 

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

[1] Árabes beledíes, también llamados “hijos de Kahttán”, de la que habla The History of the Mohammedan Dynasties in Spain: Extracted from the Nafhu-t-Tib Min Ghosni-l-Andalusi-r-Rattib, por A?mad B. Mu?ammad Al Makkari, Volumen 2 Oriental Translation Fund, 1843, p. 402.

[2] Sierra de Grilella, frente a Cornudella, en Prades.

[3] Viern

[4] Sobrevestas: por sobreveste: Prenda de vestir, especie de túnica, que se usaba sobre la armadura o la vestimenta. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[5] Chaique: Cheik.  “Nombre que dan a sus jefes las tribus nómadas de Arabia y África. Este título lo dan también los musulmanes a los que sirven las mezquitas y a los sabios”, Joaquín Domínguez Ramón, Diccionario Nacional o Gran Diccionario Clásico de la Lengua Española (1846-47). Madrid-París, Establecimiento de Mellado, 1853, 5ª edición. 2 vols.

[6] L´Albi.

[7] Ismaelita: árabe, como descendiente de Ismael, hijo de Abraham. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[8] Agareno: árabe, Descendiente de Agar, personaje bíblico, esclava de Abraham. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[9] Según recogió una noticia don Juan de Sales,  en el paraje llamado La Roca Foradada existió una peña con una pintura del “caballo de San Jaime”,  Ampurias, vol. 24, 1962, p. 337.

[10] Quiere decir, sin confesión, no sin arrepentimiento, pues en ese caso serían condenados no almas del purgatorio.

[11] Hija de algo, o hidalga, comenta el autor con ironía

[12] Antarah ibn Shaddad poeta del siglo VI, natural de Najd, en Arabia. No sólo son famosos sus poemas de corte caballeresco, sino que el propio escritor  se convirtió en una figura legendaria.

[13] Tanca. por extensión: vara que sirve para mantener cerrada la puertezuela o tapa de las nasas. (Domínguez, Diccionario,  p. 1592,3,)