Alvar Núñez. Conde de Lara. Crónicas de Castilla.
I
Escuchaba y respondía con cierta indiferencia Don Álvaro a las preguntas aduladoras de Garci Lorenzo, que siendo ayo del Rey, tanto contribuyó para que Doña Berenguela renunciara el gobierno de Castilla en favor del conde.
—D. Álvaro, ¿qué os decía en la carta la hermana de D. Enrique? prosiguió Garci Lorenzo.
—¡Qué sé yo! parecía un sermón.
—¡Disparates!...
—Que no me corresponden los diezmos y primicias de la iglesia.
—¿Pues con qué derecho poseían los patronos legos sus bienes?...
—Que caen los que se atreven a mirar al trono....
—¿Qué sería de él, si no lo sostuvieran vuestros hombros? se hundiría. ¿Doña Berenguela salió al fin del reino?
—No, protegida por los suyos, ha logrado encerrarse en el castillo de Otella.
—¿Han muerto muchos soldados?
—De esto jamás cuido cuando ciño el laurel del triunfo; hemos entrado en Valladolid, Muño, Curiel, Santisteban de Gormaz, he tomado el Castillo de Hita....
—¡Magnífica expedición! así escarmentarán los envidiosos y malcontentos de vuestra elevación merecida; mas, para terminar de una vez las demasías de ese partido insolente, es necesario arrancar de raíz sus elementos... En palacio, allegado a la persona del mismo Rey, hay un hombre que no debe haceros muy buenas ausencias...
—¿Don Pablo Girón?
—El mismo.
—Desde que vine he advertido su peligrosa influencia; ahora el rey me mira con cierto recelo, se resiste cuando le mando firmar el destierro de algún noble, le fastidia el bullicio de la corte, está triste…
—Conde, debéis distraerlo, llevándolo desde una a otra orgía, para que olvidando enteramente que es rey, suelte en vuestras manos… el gobierno; es joven débil...
—Garci Lorenzo, para tenerlo entretenido, creo que el mejor medio es hablarle de amores; si me oyera sin disgusto le propondría la Infanta de Portugal para casamiento: entonces mucho pudiera hacerse...
—Conozco personalmente a Doña Malfada, es la flor, de las damas, hermosa, de gentil donaire, recatada...[1]
—¿Recatada has dicho?
—En sumo grado.
—¿Con que no sería tan fácil persuadirla como a Doña Berenguela para que se marchara a un retiro? dijo D. Álvaro con tono maligno.
No bien hubo acabado estas palabras, cuando abriéndose la puerta de la cámara se anunció la salida del rey. Venía cogido del brazo de Girón, y rodeado de muchos señores principales de aquella época, cuales eran Don García, obispo de Cuenca, D. Melendo de Osiera, el conde D. Lope Díaz, Ordoño Martínez, Merino mayor, el Canciller D. Rodrigo, y otros. D. Enrique I tenia pintadas en el rostro las señales del más profundo dolor, y en su mirar lánguido e incierto el abatimiento de su alma. Se levantaron los dos interlocutores, y el de Lara dijo rechinando los dientes:
—Desatentado mayordomo ¿quieres disputarme la privanza? pronto perderás la tuya y saldrás de la corte.
—¡Hola, Núñez! ¿tú aquí? Y dirigiéndose a la comitiva dijo el Rey,
—Dejadme un momento solo con Girón.
—Señor, es de poco interés lo que tengo que decir a V. A. y pudiera recelar quien tanto desconfía...
—¡Qué misterio ha de haber! contestó el de Lara irónicamente; asuntos de familia...
—No lo digo por vos, replicó D. Pablo con énfasis.
—Respondo por quien aludáis, mayordomo, retirémonos, señores.
—Toma asiento, D. Pablo, dijo el Rey cuando quedaron solos.
-Permitidme, Señor, jamás lo haré delante del hijo de D. Alonso VII.
—Y bien, ¿qué deseabas decirme?
—Voy a hablar a V. A. con la franqueza de un súbdito leal que no teme, digo mal, que desea derramar su sangre porque el decoro de su rey no sea mancillado por un ambicioso, no contento con estar una grada más abajo que el trono. Quizá lo que ha dicho V. A. me cueste caro; no importa si Castilla se salva de los desastres que le amenazan. Alvar Núñez puso en juego las más viles intrigas para elevarse al puesto que indignamente ocupa, desde el cual solo piensa en insultar a vuestra augusta hermana, cuyos pies debiera besar; en imponer al pueblo, a vuestra sombra, las contribuciones más exorbitantes: en vejar a la nobleza, y usurpar sus derechos al clero.
—Todo lo conozco, Girón, ¿piensas que no llegan hasta mis oídos, a pesar de esta especie de encierro a que me ha reducido el conde, los lamentos de mis súbditos? ¿que sus lágrimas no me arrancan lágrimas de dolor?... ¿Cómo podré librarme de su bárbara opresión?
—Marchándose V. A. al lado de su augusta hermana, y manifestando en Cortes del Reino el desacato del ambicioso Lara.
—¿Pero cómo podremos burlar la vigilancia del que quiere sobreponerse a su Soberano?
—Señor, si se resuelve V. A., ya buscaré medios para sacarle de entre las garras de ese mal caballero, a lo cual están dispuestos muchos grandes y ricos-homes, entre ellos Alvar Díaz, señor de Cameros, D. Alonso de Meneses y D. Lope Díaz de Haro, señor de Vizcaya.
Pero el astuto Lara conoció la intriga de Girón, y temiendo que su permanencia cerca del rey, hiciera temblar a su poder, determinó arrojarlo a todo trance de palacio, cuya empresa no era difícil si se atiende a la inexperiencia del monarca y a la sagacidad del gobernador. Sus deseos se cumplieron aún más allá de lo que esperaba. Fingió una carta dirigida por Doña Berenguela al buen Mayordomo, en la cual manifestaba el pérfido intento de envenenar a su hermano. El rey se espantó de esta trama infernal y desconfiando de la misma que por él velaba, sin advertir la malicia refinada del conde, se echó en sus brazos, creído que era el único y mejor apoyo de su vida y de su corona, pocos días después de haber dicho que empañaba su brillo y esplendor. Los continuos festines y locas diversiones con que Alvar Núñez distraía a D. Enrique, le hicieron olvidar por un momento los intereses del reino, y las músicas voluptuosas ahogaron el ruido sordo de la tempestad que amenazaba a Castilla: oyó con agrado el rey la proposición del casamiento, y se despacharon embajadores para pedir por mujer de Don Enrique a Doña Malfada, hermana del rey de Portugal Don Alfonso.
II
Mientras tanto que los partidarios del conde se entregaban a los placeres en Medina del Campo por el enlace del Rey de Castilla con la Infanta de Portugal, la flor de la nobleza y la mayor parte del pueblo gemían en silencio, aquella celosa del poder de Lara, el pueblo previendo inmensos males, por no haber consultado su opresor para la celebración del matrimonio más razones que su conveniencia.
Mientras unos y otros se ocupaban en estas cosas, el conde, sorprendido de la hermosura sin igual de la infanta, le dirigía sus miradas siniestras. Pronto sintió correr por sus venas el fuego de la pasión más vehemente que hasta entonces tuvo, pasión criminal por todos conceptos, pero no extraña en el orgulloso que se enamoraba de jóvenes con menos títulos que Doña Malfada a la admiración de todos, y tal vez conseguía de ellas como gobernador, lo que no hubiera podido como hombre. No permitió que los nuevos esposos se juntaran, a pretexto que el rey era muy joven. Esto era cierto, pero otras sin duda eran las razones que le movían, sino ¿por qué casarlo de tan corta edad? ... Para captarse el aprecio de la interesante portuguesa, afectaba tenerle ciertos respetos que estaba lejos de sentir, y le tomaba parecer sobre algunos graves negocios, con el objeto de halagar el orgullo natural de la mujer. Ajena Doña Malfada de las ocultas miras del conde, le manifestó sinceramente su buena voluntad, tanto por el respeto con que la trataba, cuanto por ser el custodio inmediato de su marido, cuya buena voluntad mal interpretada por Alvar Núñez, fue causa de que se desenvolviera en su real presencia, más allá de los límites del decoro.
La esposa de D. Enrique conoció por fin a D. Álvaro, y si él deseaba tener coyuntura para rasgar el velo que cubría su corazón perverso, no la deseaba ella menos para darle un castigo digno de su atrevimiento.
Pocos días después se tomó el de Lara el permiso de entrar solo en el cuarto de la reina, la cual sentía vivamente el desacato del gobernador, que daba motivo a la pública murmuración. El apasionado amante estaba más pensativo que de ordinario, su pelo y vestido en desorden, y con la cabeza apoyada en su mano. Hubo algunos momentos de silencio: D. Álvaro no se atrevía a romperlo; Doña Malfada por último dijo:
—¡Por Dios! que estás muy triste, Núñez. Hace poco que te veía distraído con los altos quehaceres que pesan sobre tus hombros, y ahora disgustado de todo, insensible a los placeres que con tanto afán buscabas....
En fin advierto en tu conducta y en tu semblante, una mudanza, que tampoco se debe haber ocultado a la penetración de la corte—120 -
Centellearon los ojos del conde, y una sonrisa de esperanza entreabrió sus labios.
—Decís bien, señora: otro soy, y no me conozco.
—Grave debe ser la causa que así te tiene.
—Juzgadlo vos misma. El hombre está tranquilo mientras nada desea, satisfecho y alegre cuando ve cumplida su esperanza cualquiera que sea; ¿qué diré cuando consigue aún más de lo que espera o merece?
Esto me ha sucedido. Deseoso de gloria, de que mi nombre descollara sobre los nombres de los donceles y caballeros de Castilla, me lancé siendo todavía muy joven a los torneos, donde he sido coronado mas de una vez por la dama que los presidia, y que otros llamaban hermosa; expuse mi vida por salvar a mi patria del ominoso poder de las medias lunas, y vencí.... En premio, por la renuncia de Doña Berenguela, he sido nombrado gobernador, puesto elevadísimo para otro que no estuviera acostumbrado a mirar su casa, a veces, casi tan poderosa como la de los reyes.
De cualquier modo, hasta ahora, solo he pensado, contentísimo de mi posición, en hacerme digno de la confianza que en mí han depositado los obispos y ricos-homes, cortando añejos abusos, y ahogando las demasías de los turbulentos. Ignoraba que otros objetos hicieran olvidar estos tan sagrados, ni que otras ilusiones que las de la gloria y del gobierno, halagaran la imaginación del hombre. Señora.... he sido víctima del más terrible desengaño; terrible, porque tal vez sea un misterio que ¡jamás expliquen mis labios! terrible porque me irá abrasando, sin que derrame en el fuego que me consume, una lágrima quien as pudiera apagarlo.
D. Álvaro pronunció este discurso importuno, por atraerse el ánimo de la reina, refiriendo sus hazañas y la grandeza de su estirpe; mas produjo un efecto enteramente distinto. Doña Malfada padecía desastrosamente estando oyendo sus desatentadas expresiones, pero fingió no comprenderlas y prosiguió
—¡Oh! según eso ¿algunos amores ocupan tu pensamiento?
—Amores sin esperanza, Señora.
—Acaso te desdeña alguna dama.
—Ya os he dicho que tal vez mi pasión sea un misterio eterno.... Sí, yo amo; la sombra de una mujer divina, del ángel del mundo, me sigue a todas partes, fascina mi entendimiento; por hacerme digno de su sonrisa diera mi sangre.... Con ella me sería florido el desierto, en él no me acordaría del esplendor del mundo, no; me faltarla tiempo para contemplarla, alma, para gozar tal exceso de dicha.
—¡¡D. Álvaro!! dijo la reina con una emoción que el loco amante creyó de ternura. .. ¡¡D. Álvaro!!
—Disponed de mí.... respondió él con entusiasmo, arrojándose a los pies de la esposa de D. Enrique I.
—Así te quiero. A mis pies como el súbdito mas desleal, con la cabeza bajo mis plantas; tu que osaste levantarla más alto que la de tu rey.... así, derramando lágrimas cobardes, como el criminal acosado por los remordimientos....
—Yo os amo con delirio....
—Yo te aborrezco, conde de Lara; pronto sabrá tu rey y Castilla tu proceder villano.... y lo dejó postrado en el polvo.
Bien hubiera cumplido la reina su amenaza como desastres, aun más considerables para ella, no le llamaran la atención. Doña Berenguela noticiosa del enlace contraído, sin tomarle parecer el que disponía caprichosamente de los destinos de Castilla, avisó al pontífice que D. Enrique y Doña Malfada eran parientes de grado prohibido para el matrimonio; Inocencio III expidió un breve a D. Tello, obispo de Palencia, y a D. Mauricio de Burgos, para que examinasen lo que la hermana del Rey decía, y si averiguasen el impedimento, apartasen aquel casamiento, so graves penas y censuras si no obedecían sus mandatos.
III.
Doña Malfada estaba inconsolable por haber dado con su enlace, verificado tan de ligero, motivo para que el pontífice tomase tales medidas. De todo culpaba a D. Álvaro, que conociendo, como no podía menos de conocer el impedimento que mediaba, trabajó cuanto pudo para que se efectuase; digno de él era este proceder, estando ya descomulgado por Don Rodrigo, deán de Toledo. Doña Malfada desengañada del mundo, sembrado de espinas que penetran los pliegues del mismo dosel, quería retirarse de su bullicio, pero Alvar Núñez se lo prohibió bajo diferentes pretextos en apariencia laudables. Creyó en su delirio poder sustituir al rey, y sin consideración a sus lágrimas, y a pesar de estar casado con Doña Urraca Díaz de Haro, tuvo la osadía de hablarle de matrimonio.
Doña Malfada le respondió, si ya no con la autoridad de una Reina, con el desprecio e indignación de una mujer ultrajada.... Tampoco podía entenderse con los señores sus partidarios para que la sacaran de Burgos por engaño o por fuerza por la vigilancia con que la guardaban los satélites del conde. A fuerza de dinero pudo lograr al fin que uno llevara a Don Alonso una carta, en que le manifestaba la necesidad que tenía de su socorro; no era menester otra cosa para que un caballero de entonces empleara su brazo, y expusiera su vida hasta vengar la ofensa hecha a una dama. El temeroso D. Álvaro, receló esta intriga, e hizo pagar bien caro el atrevimiento a cuantos supuso que habían tomado parte en ella. También estrechó la suerte de Doña Malfada, prohibiéndole hablar con cualquiera que no fuese de palacio, y no permitiéndole pasear más que una hora por las tardes en el jardín.
Todo lo tenía ya arreglado D. Alonso, solamente faltaba coyuntura para señalar a Doña Malfada el momento para marchar. Los medios empleados en un principio fueron ineficaces, además de peligrosos; lo primero porque llenó de terror a los criados, ninguno se atrevía cargar con tal misión; lo segundo porque la menor indiscreción de estos, todo lo hubiera descubierto.
Así pasaron algunos días, hasta que al fin sabedor D. Alfonso del sitio por donde la infanta se paseaba, que era el más frondoso del jardín, ideó una maña, cuyo éxito fue tan feliz como él deseaba; era la de arrojar dentro de una naranja un papel con estas -123- únicas palabras escritas. «Esta noche a la una, contraseña un silbido.» La naranja cayó a los pies de la discreta portuguesa que en extremo alegre como quien va a ser puesta en libertad después de una larga y penosa prisión, subió a su cuarto a disponer lo necesario para el viaje. Esta noche todo iba bien. El gobernador faltaba de palacio, se decía que había ido a contener y castigar una de las muchas sediciones que turbaban el reino.
Eran las doce, y mientras las gentes de palacio yacían en el más profundo silencio, Doña Malfada postrada delante de un crucifijo le encomendaba, bañada en lágrimas, al que fue su esposo y le pedía auxilios para salir sana y salva de aquella difícil empresa.
«Sobre todo, dijo, haced Dios mío que no vuelva a ver ni a saber del Conde de Lara »
—Aquí estoy... respondió saliendo de la alcoba de la Infanta. Esta dio un grito de espanto al verlo. Don Álvaro esperaba un desmayo para aprovecharse de él, pero el cielo le envió sus socorros como le había implorado.
—¿Alvar Núñez, dijo serenándose, no me has de dejar tranquila ni aún en el sagrado retiro de mi aposento?¡Genio del mal!... ¿me has de perseguir como una siniestra sombra hasta los pies de un Santo Cristo?
—Disculpadme por piedad, Señora... mirad la pasión que me devora, que me embarga la razón, que no puedo contrariar; contemplad mis tormentos y no me culpareis tan cruelmente. ¿Sabéis a lo que me expongo, si no pronunciáis una palabra de esperanza? ¡Sí, pronunciadla!...
—¡¡¡Calla!!! replicó Doña Malfada llorando. ¡Infeliz de mí! Lejos de mi patria, sin poder llamar esposo al que era mi encanto, sin apoyo, perseguida a todas horas y en todas partes por el que se complace en llenar mi vida de amargura... ¿Qué haré yo?...
—Amarme y seréis respetada en Castilla, señora de un trono, de cuanto deseéis.
—¡Amarte! … eso sería un crimen atroz; el remordimiento me lo pintaría espantoso en el manto de púrpura, insufrible en medio de los placeres, si me acercara a ti se interpondría entre los dos.
En este tiempo empezaron a oírse algunos silbidos que importunaban tanto a D. Álvaro, cuanto daban energía a Doña Mafalda; prosiguió esta.
—Te miraría con ojos espantados como seductor que habías sido de mi inocencia. Te aborrecería como al más despreciable de los hombres.
—Mi amor también ha luchado con mi conciencia, pero solo he conseguido veros más hermosa, mas divina, y sentir más violenta la pasión que despreciáis...
¡Condoleos de mí!...
—Jamás....
—Pues bien, ya que no te causan impresión mis ruegos, y sólo horror te inspiro sin motivo... lo tendrás en adelante: y se dirigió, fuera de sí, hacia la Infanta.
—¡Que vas a hacer miserable!... caminas a tu perdición; esos silbidos que no cesas de oír son los gritos de mis partidarios que se reúnen para libertar a Castilla del mayor tirano.... Y abriendo la ventana le mostró el número considerable de caballeros embozados que se paseaban por la calle.
—Estoy vendido, gritó Alvar Núñez desesperado.
—Tus vicios te venden, y tus injusticias- le respondió la joven heroína.
El conde corrió a esconderse, y Doña Mafalda salió de Burgos acompañada de D. Alonso y otros caballeros.
Se veía en el presbiterio de la Iglesia del convento de Rucha (Portugal) un venerable prelado leyendo fervorosamente en un libro; a su lado un monacillo oscilando un incensario que despedía gratos perfumes...
Más allá una monja, quitaba de las manos de una joven con los ojos elevados, preciosos dijes para darle un crucifijo, la despojaba de todas sus galas para vestirla con el hábito de la orden, otra le cortaba la rubia y perfumada caballera. Las demás monjas cantaban en coro algunas alabanzas al Señor... Aquella misma noche la nueva religiosa, mientras las demás reposaban en dulce sueño hacia retumbar su angosta celda con sus religiosos suspiros; recostada en un áspero lecho de estera, daba el último adiós al mundo, y tributaba las postreras lágrimas a ciertos recuerdos que el hombre jamás olvida ...y ama hasta el sepulcro.
FUENTE
López Martínez, Miguel. “Alvar Núñez. Conde de Lara. Crónicas de Castilla”. Semanario pintoresco español. 31/3/1844, n.º 13 pp.97-09; 14/04/1844, n.º 15, pp.119-120 y 21/4/1844, n.º 16, pp. 123-124.
[1] Enrique I de Castilla era el hijo menor de Alfonso VIII y Leonor de Plantagenet. Contrajo matrimonio con Doña Mafalda a los doce años, en 1215. Murió un año después a consecuencia de un accidente en el palacio episcopal de Palencia. Está enterrado en el Monasterio de las Huelgas (Burgos). Doña Mafalda, que fundó la Abadía de Arouca, murió en olor de santidad y fue beatificada por el Papa Pío VI el 27 de junio de 1793.
Edición: Pilar Vega Rodríguez