[Las torres de Altamira]
Cuando se sale de Santiago se quiere desde luego visitar las famosas torres de Altamira que distan de dicha ciudad dos leguas de muy mal camino, y de la villa de Padrón la cuarta parte, si nos guiamos por los cálculos locales, errados e imperfectos las más veces.
Las torres de Altamira son la cabeza de la jurisdicción de su nombre, puesto que colocadas en una encumbrada loma que domina parte de la Amaya, vienen a ser el vigía de la comarca. Nada podemos añadir a lo que tienen dicho autores acreditados sobre la antigüedad de esta casa, ni revelar el tiempo dela fundación de la fortaleza, cuando no se des-582-cubre en ella ninguna inscripción, sino un escudo con las armas del solar, que son dos cabezas de lobo, como las que hay en la iglesia de Santo Domingo de Santiago, sobre aquellos bien concluidos sepulcros góticos, únicos de su género en esta ciudad monumental.
Fácilmente se colige que debió existir otro castillo de más antigüedad que la que prueban estas torres; pero una oscura tradición que lo coloca en el vecino monte de Morocello (Moro viejo), viene a deshacerse entre las duras peñas que en todas partes son los alcázares de los duendes y los íncubos. Molina cita esta fortaleza como una de las principales de Galicia, y Medina en sus Grandezas de España hace también mérito de ella, dando a entender que era muy conocida de los pesados historiadores de su tiempo.
Esta fortaleza se halla dividida en dos cuerpos, destinado el mayor al servicio de sus señores, grande y espacioso; y el otro más reducido y bajo para lo que llamaba don Alonso X gente menuda, es decir, la servidumbre de los condes en tiempo de paz, y para los flecheros y más gente armada en tiempo de guerra. En esta parte de las torres estaba la cocina, y cerca de ella la bóveda prisión donde se ocultaron más personas de alta categoría que los súbditos de la respetable fortaleza. Desde el cuerpo principal y sólido que arranca del suelo, seguía en la torre de la derecha hasta la otra esquina que toca con la puerta, un balcón corrido, que sería colosal si se atiende a los soberbios canzorros[1] que se conservan cubiertos de yedra.
En la otra esquina se reconoce un vistoso mirador a lo árabe, que termina desvanecido a bastante altura del suelo. En la torre principal solo se conservan paredes con las ventanas de asiento. Y un arco que sostendría alguna muralla interior, sirviendo de galería para los flecheros o los peones. La otra es más reducida, pero mejor conservada: en ella hay una bóveda sana a la que se puede subir con alguna comodidad, y desde la que se disfruta por una ventana que cae al puente de una vista deliciosa. Desde ella se recorre gran parte de la antigua Amaea, de que tanto hablan las historias del apóstol Santiago. La puerta principal está colocada en la torre mayor a O, y aunque derruida se conserva, sin embargo, bastante sólida, presentando claras señales de fortaleza y antigüedad. En la distancia que hay entre las dos partes de esta fortaleza, se forma una espaciosa sala de armas, y por algunos restos que se conservan puede deducirse que estaba defendida por una robusta barbacana. Hacia la puerta principal se observa el aljibe atascado de hierba hasta la boca, y muchos dicen que era la entrada al subterráneo que tenían todas las fortalezas de su tiempo; pero Io más natural es que si existió, como parece probable, desembocaría en el obstruido sótano de la torre pequeña. Alrededor se distingue aun el foso, que si no era de grandes dimensiones, estaba resguardado por un segundo muro de tierra que seguía a la montaña hasta perderse en la antigua aldea de San Félix de Brión. El género de arquitectura de las torres parece romano, o más bien de ese género peculiar de las fortalezas-palacios, romano con medidas y gótico en su distribución; prueba inequívoca de que este monumento data quizá del siglo IX. La bóveda, prisión en los tiempos normales de la fortaleza, habrá sido oscura y lóbrega; así como la garita del vigía, donde se llega por una escalera dc caracol, cuyos peldaños parecían escalar el cielo por su altura y ligereza.
Las torres de Altamira dan claras señales de la pasada magnificencia, notable por su antigüedad, acatada por los recuerdos históricos y las tradiciones populares, y distinguida por los blasones que figurarían en sus puertas y ventanas. Hoy quedan de ellas las ruinas, que son un vivo testimonio de su grandeza perdida, y apreciables tradiciones que relatan al chispeante fuego del hogar, en las crudas noches de invierno, los ancianos que han visto desplomarse de día en día las piedras de esta fortaleza al compás de sueños y al golpe del inflexible tiempo que todo lo destruye. He aquí una de estas tradiciones:
Hace ya muchos años, cuando este castillo estaba habitado por sus señores, el conde de Monforte dispuso un día de caza, con el objeto de distraer a su hija Constanza, cuya tristeza habitual empezaba a darle cuidado.
Constanza era bella, y el conde cortés y generoso; así, pues, con tales estímulos no es de extrañar que concurriese en la invitación que el de Monforte hizo para la partida, todo lo más florido de la juventud de los contornos.
Largo tiempo hacía que el sonido de las trompas atronaba en los bosques y grande era el número de fieras que habían sucumbido a manos de sus perseguidores, cuando un oso tremendo, acosado por los perros, fue a dar con la hija del conde, a quien sin duda ninguna hubiera despedazado, a no interponerse un doncel que arriesgando su vida por salvar a logró dar muerte a la fiera.
Era este doncel amante apasionado de la doncella, de quien nunca había podido obtener correspondencia, ya fuese porque su origen oscuro y nacimiento ignorado impulsasen a la hija del conde a no fijar sus ojos en un hombre que no la igualaba en clase, o ya, según más probable parece, porque Constanza estuviese enamorada, como decían, del rey de Castilla que lo era entonces Alfonso VI.
Terminó la cacería felizmente y el enamorado mancebo no pudo-obtener en cambio del servicio-que acababa de prestar a su querida mas que algunas palabras de gratitud por parte de esta, y las consiguientes felicitaciones de los demás cazadores, incluso el conde que le regaló el corcel árabe que montaba y tenía en grande estima.
Convencido de la inutilidad de sus pretensiones, el doncel partió a la guerra con la esperanza de que una muerte gloriosa pusiese término a sus padecimientos, y mientras él peleaba contra los infieles, Constanza de grado o por fuerza, dio la mano de esposa a Payo Ataulfo de Moscoso, señor de Altamira.
Había el rey galanteado a Constanza algún tiempo lo cual dio origen al amor de esta; mas separado de su lado la tenía ya olvidada, cuando supo la nueva de su matrimonio, y renovándose entonces el afecto que creía extinguido, lleno de cólera, juró buscarla y apoderarse de ella aunque fuera en las mismas torres del conde.
Alfonso perseguía al arzobispo de Santiago por motivos políticos, y valiéndose del pretexto de que el de Altamira era partidario suyo, se dirigió a la fortaleza del marido de Constanza con ánimo de tomarla; pero la empresa era muy difícil, y el empleo de la fuerza completamente inútil; bien lo conocía el rey, y hubiera abandonado tal vez el campo, si no se le presentara un desconocido que le propuso facilitarle la entrada en las torres, cuya proposición fue al punto aceptada. El desconocido no era otro que el doncel antiguo enamorado de Constanza. -583-
El conde de Altamira tenía en la fortaleza hacía tiempo, prisionero un hermano suyo cuya prisión para todo el mundo era un secreto, menos para el doncel a quien un hombre se la hizo saber de una manera misteriosa.
Un día, cuando se hallaba en la guerra, se le presentó un peregrino, y después de informarse de algunas particularidades de su vida, le entregó un pergamino, en el que con letra borrosa y apenas inteligible, habían escrito estas palabras: «Sois joven y valiente; acudid al socorro de una víctima de la ambición y del odio. En las torres de Altamira hay un prisionero que es...»
El resto del escrito no se podía leer; pero el peregrino le dijo que el prisionero era hermano del conde y que le aguardaba gran recompensa si conseguía libertarle.
No necesitaba de este estimulo el joven para acometer una empresa que le ofrecía el aliciente de acercarse a la bella Constanza.
Partió para las torres, y enterado de los designios del rey, le hizo la repuesta de ayudarle, a cuyo efecto se avistó con el conde, y exagerando los medios de ataque con que contaba el monarca castellano, le dijo que todo el país le era contrario, porque habiéndose divulgado la prisión de su hermano, este proceder había indignado hasta a sus mismos vasallos que en masa se reunían a las huestes reales, y que el único modo de conjurar la tormenta, porque Alfonso había jurado quitarle la vida, y arrasar sus estados, era dar libertad al prisionero y repudiar a Constanza, con lo que quitaba al rey todo motivo de enojo.
El conde de Altamira, que encerrado en su castillo ignoraba la verdad de los hechos, por evitar mayores males, y atemorizado con el descubrimiento de su secreto, consintió en lo que el mancebo le propuso, y las puertas de la torre se abrieron para Alfonso; pero Constanza, ingrata siempre con el doncel, reveló al rey el amor de éste para quo no atribuyese a otra causa el auxilio que le había prestado en la empresa de penetrar en las torres y también le notició la prisión del hermano de su marido.
Mandó el rey al punto que el conde y el doncel fuesen presos y conducidos a León; pero intercedió Constanza y la orden quedó sin efecto.
Entonces el mancebo despechado valiéndose de la sorpresa y confusión que estos sucesos produjeron en la servidumbre del conde, puso fuego a las torres resuelto a tomar una cruel venganza: mas no pudo conseguirlo, porque la misma disposición del edificio permitió que todos los que en él se hallaban al presentarse el incendio pudieran salvarse sin esfuerzo.
Solo un desgraciado, desde el fondo de una sala subterránea daba gritos inútiles pidiendo socorro: era el hermano del conde de quien nadie se había acordado...
Por fin, su voz bronca y casi extenuada por el esfuerzo, llegó a oídos de un hombre, que oculto en un ángulo de las torres parecía verlas arder con cierta complacencia: corrió al lugar de los lamentos, y no sin gran esfuerzo y trabajo logró penetrar en la estancia, pero ya era tarde: el prisionero había sucumbido sofocado por el humo. Un papel que tenía en la mano reveló al hombre que iba a libertarlo en quien sin duda habrá ya reconocido el lector al autor del incendio, un terrible secreto; el doncel amante de Constanza era hijo del hermano del conde de Altamira.
FUENTE
Ildefonso Antonio Bermejo. Viaje ilustrado en las cinco partes del mundo, vol.2, tomo 25. XX pp.580-582.
Edición: Pilar Vega Rodríguez.
[1] Canzorros: pieza voladiza sobre la que asientan una cornisa o alero o bien los miembros de un dintel, Diccionario normativo galego-castelán, Ana Isabel Boullón Agrelo, Henrique Monteagudo Romero, Xermán García Cancela, Galaxia, 1988, 179.