TRADICIÓN II.—El Bosque de Armintera.
Apenas se habían abierto las puertas de la iglesia del antiguo convento de Armintera, cuando una señora de alta categoría entró, como huyendo la vista del público, y colocada de rodillas al fin de la nave principal del templo, derramó una botellita de agua de rosas sobre una sepultura, la besó algunas veces y prorrumpió en amargo llanto....
Sus lamentos demostraban que lloraba la muerte de alguna persona querida. Salieron unos tras otros diversos monjes a orar; varios fueron sucesivamente celebrando misas en los pequeños altares de tosca é informe arquitectura que decoraban el recinto. Aquella mujer permanecía llorando... Las once... Sonó la campana que llamaba a los monjes, y ella seguía derramando lágrimas.... Las doce... Sonó la campana de la oración y la desconsolada señora exhalaba cada vez más tristes lamentos. Un monje que la había observado desde su llegada, se acercó ella.
—Señora, la preguntó, ¿sois la madre del niño a quien ayer hemos dado en este sitio sepultura?
—Dejadme llorarle, ya que no podéis volvérmele; le respondió. Mucho habéis sufrido; pero al fin debéis proporcionaros consuelo.
—Si me devolvéis a mi hijo, tal vez.
—Vuestra separación será muy corta.
—Dejaos de sueños. Yo vi morir a mi padre y pedí a Dios por la conservación de mis hermanos; estos murieron y oré por la de mi esposo.... ha muerto también y pedí por mis hijos: ¡eran mi única esperanza! ¡Matilde hija mía de nada valieron mis preces al cielo! ¡Te he visto morir en mis brazos!... solo Gustavo me quedaba... y... ya sabéis su fin.
—La vida es un desierto: el cielo es la morada en donde todos os reuniréis.... debéis alegraros, porque ya gozan la presencia de Dios.
—Lo sé, padre Dejadme.
—Cuando haya cesado vuestro enajenamiento conoceréis que en la eterna vida las horas se disipan como el humo.
—¡No sigáis por favor!... ¡la muerte! la muerte es el término de todo. En vano he querido forjarme una imagen de esa ideal eternidad que presumís existe fuera del mundo: al día, a la noche, al mar,-220- al espacio les he pedido esa imagen y no me la han representado: enseñádmela, padre, y yo creeré y esperaré en ella.
El religioso la miró con compasión, y con objeto de disuadirla de su error la dijo que le siguiese y le enseñaría la deseada imagen. Se dirigieron al bosque. El ruido de las ramas parecía el apagado eco de las salmodias del templo de Salomón; los torrentes salpicaban el suelo; las hojas caídas y la lozana yerba le alfombraban; las mariposas volaban de flor en flor en los rosales que había esparcidos, y los pájaros poblaban las copas de los árboles modulando amorosos gorjeos.
El Monje proseguía llamando al huerto de la religión a aquella angustiada madre. Ella aparecía distraída, y toda su atención la ocupaba el armonioso conjunto que la rodeaba; los torrentes, las aves, las flores, las mariposas, todo lo observaba como el que ha salido de una gruta, donde no veía otra luz que la artificial: se para a contemplar el sol, y el anciano a cada paso la decía: ¿no sentís rejuvenecer vuestro espíritu? ¿No os parece gozar de una existencia más dulce y tranquila? ¿No veis cómo corren las horas sin que nuestra imaginación pueda alcanzarlas?
Nada respondía la madre desconsolada. Después de haber probado distintos medios de persuadirla, su atención se dirigió también a los objetos que le rodeaban y absorto en profundas meditaciones el anacoreta, se acercó a un tronco y escribió. –
«A tus ojos, Señor, son años ciento, «Lo que un fugaz, efímero momento.»
Abismado su espíritu en la contemplación del pensamiento que grabara en la corteza, se olvidó de la que le acompañaba hasta que esta le llamó diciéndole que anochecía y era hora de retirarse.
—Señora, perdonad si me he olvidado.
—Pues qué ¿habéis hablado poco? Si no conseguisteis nada, es por la dureza de mi corazón, y porque no me habéis enseñado la imagen que os pedía.... dejadlo para otra vez, en que con más despacio.... por hoy os agradezco el corto rato de distracción que me proporcionaron estas flores.
—Dios tenga compasión de vos, dijo el Monje: y caminaron hacia el convento; pero la iglesia había desaparecido y solo quedaban de ella algunos escombros. Entraron en el claustro y hallaron un Monje para ellos desconocido. Creyeron que habían equivocado el camino y preguntaron al que salía.
—¿Nos guiareis, hermano, al convento de Armintera?.
—Os halláis dentro de él; y si se os ofrece algo, ordenad.
—¿Es posible que el convento de Armintera se haya cambiado en tan pocos instantes? . . . . . . . . . . . .
—Veinte años hace que le habito y siempre ha estado lo mismo.
—Y vos sois. ...
—Yo soy el que humildemente preside a esta comunidad....
—¿Y el padre Fr. N.?
—Doscientos años hace que ha muerto mi antecesor.... venid a la iglesia y veréis su sepulcro....
En efecto, los lleva a una iglesia bastante vieja ya, pero que no es la misma de donde creen haber salido -221-poco antes. El P. F. N. era entonces prior y su epitafio les convence de que han estado en el bosque doscientos años. El Monje había ofrecido a la incrédula viuda, ignorándolo él mismo la imagen de la rapidez con que huye el tiempo en otra morada cuyas puertas se abren para el alma al tiempo que las losas sepulcrales reciben nuestras cenizas.»
Estas tradiciones con que entretienen las largas noches de invierno, cuando suspenden sus labores las madres rodeadas de sus familias al calor de las hogueras, en donde preparan una cena frugal y modesta, son aunque ocultos, los más poderosos vínculos que en medio del aislamiento en que los aldeanos viven, conservan la sociedad íntima entre todos los habitantes. Ellas les infunden el respeto a las autoridades, el amor a los hombres, y les guían por la senda de la virtud. Como la columna de fuego misteriosa que libró al pueblo de Dios del furor de las olas, de los abismos y de las persecuciones, llevarán a la mayoría del pueblo de Galicia por el camino del bien en medio de los escollos y de las seducciones del vicio y de la perversidad disfrazada con la máscara de la adulación y de los placeres.
FUENTE:
Leopoldo Martínez Padín, Historia política, religiosa y descriptiva de Galicia: tomo I, Volumen 1, Tip. de A. Vicente, 1849, pp. 219-221.