La flor de la dicha. Tradición gallega del siglo XII.
LA VISITA NOCTURNA
Una noche de febrero de 1151, la buena y virtuosa Antera, con la rueca en la mano y sentada al lado de una fogata, entonaba en voz baja varios de aquellos romances que tanto enaltecían las singulares proezas de Rodrigo de Vivar, que aunque hacía más de un siglo que había fallecido, dejó tan impresa en la mente de sus contemporáneos la prolongada serie de sus fazañas, que se propagó por todas partes, y en los palacios, en los castillos, en las chozas y cabañas, se cantaban todavía con entusiasmo los romances del célebre Campeador.
Preciso es confesar, que Antera era considerada como la mejor y más bondadosa de las mujeres de San Antonio, población situada en las cercanías de Betanzos. Entre todas las cabañas de San Antonio, la de la buena Antera era la más limpia y la de mejor perspectiva y situación. Saludábala la aurora con su primer mirada; un elevado y copudo nogal la protegía con su sombra, y a muy corta distancia serpenteaba gracioso un murmurante arroyuelo. Antera no había visto nunca más país que el suyo, qué contemplaba como el más hermoso de todos, donde la bondad del cielo era siempre inagotable. Sin embargo, había conocido días mas venturosos en tiempo de su difunto Santiago, pero quiso Dios llevársele, y desde entonces quedó sola en el mundo con un niño de quince años, que seguramente era el más bonito y gracioso del mundo, tanto que las otras madres lo miraban con envidia porque no tenían hijos tan preciosos.
Esta misma noche de febrero era por cierto bien triste y sombría; silbaba el viento con violencia y llovía a torrentes; la tormenta retumbaba a lo lejos, y por todas partes parecía que el cielo se desgarraba al ver los encendidos reflejos del relámpago. En este momento tocaron a la puerta de la cabaña, y Pedro acercándose a ella volvió hacia su madre diciéndole:
—Madre mía, he conocido la voz de un hombre que pide hospitalidad.
—Ábrele al momento, respondió Antera; no le detengas más tiempo. Pedro abrió la puerta para dejar entrar a un caballero armado de punta en blanco.
—El Señor sea con vos, buena mujer, dijo el caballero; no os asustéis si penetro en vuestra cabaña a una hora tan descompasada Soy el conde de Lugo, de quien indudablemente habréis oído hablar algunas veces. Un asunto de sumo interés para don Alfonso, el Emperador (que Dios proteja), me ha conducido a estas montañas; la tormenta ha puesto en dispersión a mi comitiva; pero soy el mortal más dichoso de la tierra, encontrando esta morada hospitalaria...
Mientras que Antera reanimaba la lumbre de la fogata[1] Pedro miraba de hito en hito al caballero. Era de elevada estatura, ancho de espaldas, y cuando se quitó el casco, que poco antes había reflejado a la vacilante claridad de los relámpagos, dejó ver sus negros y rizados cabellos, que añadían a su persona una nueva y agradable majestad.
El conde de Lugo por su parte no cesaba de admirar a este niño de cabellos rubios y de semblante tan precioso y cándido: el conde luego que hubo probado algunos de los groseros manjares que Antera le presentó para que cenase, dijo estas palabras:
—Buena mujer ¿es esta toda vuestra familia?
— ¡Ay! noble señor, contestó Antera: Dios ha querido dejarme sin su padre, sin mi pobre Santiago: pronto va a hacer un año que me quedé sola con mi Pedro. Cada vez que recuerdo la desgraciada muerte de mi pobre Santiago...
—¡Cómo! interrumpió el conde, ¿fue desgraciado en sus últimos momentos?
—Sí, señor, respondió Antera; le mató, o más bien dicho, le asesinó don Juan de Viveros, un rico caballero que gozaba de grandes fueros en toda esta comarca.
—Hace un año que yo me encontraba en las cercanías, peleando contra los moros; he oído contar, sin embargo, algunos desmanes ejecutados por don Juan de Viveros, y desearía saber por qué...
—Mi marido, señor, era el labrador más rico de la parroquia; pagaba el diezmo a la iglesia con puntualidad, socorría a los pobres, amparaba al peregrino, y todos los años hacia una visita a Santiago de Compostela y dejaba limosnas para que el Santo le protegiera. Don Juan de Viveros, aunque de ilustre linaje, hombre disoluto y corrompido, era también muy ambicioso, y no podía mirar con ánimo tranquilo que los pecheros de la comarca prosperasen. Envidioso de la fortuna de mi marido, adquirida con tanta honradez, continuamente le obligaba a pagarle tributos tan exorbitantes como injustos. Mi pobre Santiago, conociendo la ilegalidad con que obraba este caballero, se negó cierto día a darle más dinero, y encolerizado aquel, mandó a sus gentes que incendiasen nuestras pocas posesiones, por lo que al punto nos vimos empobrecidos. Quejóse mi Santiago al gobernador de la provincia, quien mandó castigar al infanzón; pero éste apeló a las armas, y con sus siervos y soldados declaró la guerra al gobernador, y habiendo salido vencedor en uno de los encuentros que tuvo con él, pasó por esta cabaña embriagado con la victoria, penetró con parte de su soldadesca y se vengó de Santiago dándole una muerte cruel. Enterado don Alfonso de este horroroso atentado, y siendo amigo de hacer justicia, se disfrazó, y desde la ciudad de Toledo, donde a la sazón se hallaba vino a este pueblo. Cercó con sus tropas y de improviso el castillo del infame agresor, logró prenderle y mandó que le ahorcaran en ese nogal que habréis visto a la puerta de mi cabaña[2] queriendo sin duda el soberano que se verificara el escarmiento donde mismo se había cometido el crimen.
El conde de Lugo escuchó enternecido la relación de la pobre viuda. Luego, fijando sus grandes ojos en Pedro exclamó.
—No sé qué clase de instinto me guía desde este instante a que-35-rer a vuestro hijo. Pedro. ¿Queréis venir conmigo?
—¿Con vos? exclamó la pobre Antera; pero... señor.
—Sí, conmigo a mi castillo de Ponzón; haré paje a vuestro hijo; paje que después me seguirá a la guerra, a la caza, a todas partes. Después le nombraré escudero; montará, como yo, un hermoso caballo de batalla. Pedro, ¿queréis venir conmigo?
Pedro no contestaba una palabra, pero su corazón latía con violencia. ¡Paje! ¡Escudero! guerra, gloria, vasallos, espadas largas, caballos de batalla. Después, miró a su madre que lloraba. —¡Oh! madre mía, tranquilizaos, que no os abandonaré.
El conde sonrió añadiendo:
—Escuchad, señora; pensad bien en lo que hacéis. Aun cuando venga conmigo podrá visitaros todas las semanas: yo también soy padre y conozco los deberes de los hijos. Ahora voy a recostarme sobre este jergón que me habéis dispuesto; sé lo que vais a decirme; no os apesadumbréis por lo grosero de la cama que en mi vida de aventuras las he conocido peores. Hasta mañana; buenas noches; y vos, Pedro, preparaos para acompañarme.
La pobre Antera no contestó ni una palabra; pero no cesó de llorar. —Ve, Pedro, ve tú también a dormir, decía Antera; mañana seré viuda por segunda vez.
II. EL CASTILLO DE PONZÓN
El sol acababa de aparecer a los mortales más radiante que de costumbre; el noble caballero se ha levantado, se ha puesto su casco, ha ensillado su caballo, y ha dejado en una mesa situada en un rincón de su aposento (si sería olvido?) una bolsa llena de monedas de oro.
¿Quién podrá describir los afectos de esta madre que iba a separarse de su hijo?
—Adiós, hijo del alma mía, la Virgen y Santiago guíen tus pisadas por el mejor sendero... Yo ya he vivido bastante y debo pronto morir, pero quiero antes verte dichoso.
Antera pronunciaba estas palabras mientras que nuestros viajeros se alejaban rápidamente. Por último, llegaron a divisar el castillo de Ponzón con sus elevadas torres, sus fosos, sus almenas y el asta o mástil destinado a elevar el pabellón o bandera rojo—azul que flotaba en las grandes solemnidades y casos de guerra: nada faltaba a esta fortaleza, ni el enano que anunció con el cuerno la aproximación de los viajeros. A este extraño sonido, Pedro dejó su aspecto contemplativo y miró con sorpresa la agradable perspectiva que presentaba aquella majestuosa fachada. ¡Qué diferencia tan notable existía entre este edificio feudal y la cabaña del valle de San Antonio! ¡entre aquella hilera prolongada de robustas encinas, y el modesto nogal bajo el que se había sentado con frecuencia! ¡Qué imponentes son estos hombres armados con sus hachas y sus partesanas! Pedro iba mentalmente haciendo estas reflexiones, mientras que bajaba el puente levadizo para que pasasen los viajeros. Penetró con el conde en un gran patio, donde se apareció una hermosa joven que al punto se lanzó gozosa al cuello del noble caballero.
—¡Padre mío!
—¡Hija mía! ¡Mi querida Trinidad! exclamaron mutuamente, mientras que el paje, temblando, esperaba la orden del castellano; pero el conde de Lugo, entregado enteramente a su afecto paternal, se olvidaba en este momento de su protegido.
Nadie mejor que Trinidad podía justificar este exceso de ternura. Apenas había cumplido los catorce años, y ya era hermosa, era... más que hermosa; estaba dotada de infinitas gracias y atractivos. Sin duda los trovadores de aquel tiempo compararían sus ojos a dos carbunclos, su sonrisa a un rayo del sol de Levante, sus labios sonrosados a los preciosos corales, el melancólico acento de su voz a los suspiros de la brisa que embalsama la frondosidad de los bosques; y tenían razón, ningún laúd había resonado con más perfección que el que Trinidad pulsaba con su blanca y delicada mano.
Pedro la contemplaba con admiración, y un sentimiento enteramente nuevo hacía latir su corazón; el carmín apareció por la primera vez en su rostro, y cuando se vio solo aquella misma noche, pensando en la modesta cama de su madre, en su cabaña y con todo lo que amaba en el mundo, una imagen más seductora todavía vino a mezclarse con las demás; sus labios pronunciaron un nombre muy dulce, nombre que desde aquel instante debía repetir en todos sus ensueños.
EL MORO BEN ZAIDE
Cinco años habían ya trascurrido a contar desde esta época: el bonito paje era a la sazón escudero; valiente en la guerra, diestro en la caza y superior en los torneos. La hermosura de su rostro era tan famosa como su valor, más de una noble señora no había podido mirarlo frente a frente sin ruborizarse. Cuando Antera le veía, su enajenamiento y sus exclamaciones no encontraban término, durante las cuales nombraba a todos los santos del calendario. Ocioso parece añadir que Pedro fue siempre tan amable, tan tierno para su madre, y siempre estuvo enamorado de los singulares encantos de la hermosa Trinidad. Ahora bien, sepamos lo que sucedió en esta ocasión.
El conde de Lugo había partido para lidiar en un torneo que se celebraba en Toledo; Pedro le acompañaba en este viaje con gran parte de su comitiva; pero Trinídad había quedado en el castillo; esperaba al conde con impaciencia, y todos los días subía a la torre más elevada del castillo para ver si su padre venia. Cierta mañana divisó a lo lejos una nube de polvo, en cuyo centro se distinguían reflejos de armas y penachos que flotaban a merced del viento. No quiso ver más, bajó a toda prisa llamando en alta voz a Catalina, su aya; en seguida mandó bajar el puente levadizo y se lanzó en el camino con el impaciente deseo de abrazar a su padre; pero Trinidad no vio entonces más que un grupo de soldados gallegos que traían atado por los brazos a un musulmán.
— ¿Qué es esto? preguntó Trinidad condolida del prisionero.
El jefe de aquellos soldados se apeó, y saludando con nobleza a la joven dijo:
—Noble señora; éste prisionero es un enemigo de Cristo: hace algún tiempo que se fugó de Oviedo, donde estaba con otros compañeros suyos; pero antes que lograra incorporarse a los moros que invaden la Andalucía, hemos tenido la fortuna de encontrarle, y le llevamos...
—Basta, interrumpió Trinidad; si es verdad cuanto ponderan la galantería de los infanzones, yo quiero ver en vos un rasgo de generosidad, que pruebe vuestro caballerismo. Deseo proteger a este desgraciado: dejadle en libertad.
El jefe de aquella reducida escolta se acercó gravemente al musulmán, le quitó las ligaduras de los brazos, hizo un respetuoso saludo a Trinidad, y cabalgando de nuevo se ausentó a galope con sus acompañantes, dejando al prisionero bajo la salvaguardia de la hija del conde de Lugo. -36-
Entrad, dijo Trinidad al moro: verdaderamente no era a vos a quien yo esperaba; pero en reemplazo de lo que más quiero en el mundo, el cielo me ha enviado una ocasión en que puedo hacer un beneficio. Entrad y en este castillo encontraréis asilo y protección.
Diciendo estas palabras, la benéfica joven se alejó precipitadamente, pero pronto volvió acompañada de algunos criados que traína pan, frutas y jarrones de vino generoso. El reconocimiento brillaba en los negros ojos de aquella cara bronceada por el ardiente sol del Mediodía.
—No es mujer, decía entre dientes, es una hurí, en tanto que abría una cajita: sacó de ella varias alhajas, esencias, cojinillos perfumados, bandas de seda, collares de perlas... Tomad, noble señora; mucho he visto en vuestro país, pero nada tan bueno y tan hermoso como vos. Tomad estos preciosos objetos, que no se crían más que en mis comarcas de Oriente. Soy un pobre moro, y sin embargo, más de un caballero cristiano daría un castillo por esta cajita.
—Guardad vuestros presentes, que tal vez puedan serviros para mover corazones más duros que el mío. La satisfacción de hacer bien es para mí la más grata recompensa. Solo quiero compraros este precioso collar; adornaré con él mi garganta los días de fiestas y torneos.
Trinidad se retiraba lentamente, cuando el moro la detuvo.
—Esperad, noble señora; nunca se dirá que vuestros beneficios quedan sin recompensa. Y expresó estas palabras con tal acento que cautivó a la joven.
—Ha habido un tiempo, señora, en que el mas orgulloso potentado de la cristiandad hubiera besado con gusto mis pies por tener un tesoro, cuya existencia acaso sea yo el único que la conozca en Europa. Yo debía revelar la existencia de este tesoro a la más pura y hermosa de las mujeres: mi Profeta me dice que sois vos, y en su consecuencia escuchad.
—Hablad, dijo la joven, ¿cuál es ese tesoro!
—Por el alma de mi padre que yo le poseyera, si mi alma estuviese pura e inocente… Pero ¡ay! el pobre Ben Zaide no puede ya encontrar la paz de sus jóvenes años, no es digno de la misteriosa flor de la dicha.
—¡La flor de la dicha!... no os comprendo, musulmán...
—Sí, vos sois la más pura y hermosa de las mujeres, y solamente a vos descubriré el secreto que pensé llevar conmigo a la tumba.
En el hermoso y pintoresco país de Oriente, en la montaña de Serendih, nace una flor más encantadora y suave que las otras. El afortunado que pueda llevarla sobre su seno, no tiene que temer ni enfermedades ni dolores: solo la muerte es más poderosa que este incomparable talismán. En derredor de su blanco cáliz se extiende una aureola de un rojo encendido con cierta tintura verde; pero la mano que la corte debe ser inocente; el pie que pise la montaña de Serendih debe ser libre; el corazón que reciba este precioso donativo, no debe nunca haber palpitado culpables y emponzoñados deseos.
—¡La flor de la dicha! repetía Trinidad fascinada; yo no conocía ese dulce nombre, aunque he pasado noches enteras repasando leyendas e historias milagrosas.
—Ya os he dicho, señora; ¿cómo os probaría que Ben Zaide no ha mentido jamás? Pero ¡ay! exclamó el moro como si hubiese querido destruir el efecto de sus primeras palabras, y con la turbación propia de una persona a quien se escapa la inspiración: ¡ay! el Oriente está muy lejos; la flor de la dicha se mece sobre un tallo desconocido, y a falta de este talismán Dios os recompensará y os dará su bendición. Alá os guarde; haced por olvidar cuanto el pobre moro acaba de deciros; la Europa es naturalmente incrédula y se reiría de los que os he dicho. -37-
Trinidad no reía; todo lo contrario; la relación maravillosa de Ben Zaide había dejado absorta esta joven imaginación acostumbrada a viajar en el país de las quimeras. La noche envolvió al castillo con su densa oscuridad, y refiere la crónica que Trinidad quedó sin embargo pensativa.
El musulmán partió disfrazado; el conde de Lugo regresó; su hija le recibió con su acostumbrada ternura, pero un recuerdo hacia palpitar su corazón y ocupaba todos sus ensueños; veía la encantada flor de la dicha, la blanca flor, la roja aureola; por todas partes se disponía su mano a cogerla... ¡Vano esfuerzo! al despertar se veía obligada a sacudir aquella dulce ilusión.
Bajo el peso de esta angustia, palidecieron las mejillas de Trinidad, y hasta cierto punto desapareció el brillo de sus ojos, y una lenta consunción amenazaba ya marchitar esta otra flor que exhalaba tan celestiales perfumes. En vano se esforzó su padre en buscar remedios para la enfermedad de su hija; pero ¿qué remedio había contra un mal cuya raíz estaba en el corazón? En vano el sacerdote que recibía sus más secretas confidencias se esforzó en calmar con dulces palabras las angustias de su penitente.
—Siento, decía, ciento, padre mío, que voy a morir; Dios me castigó sin duda por haber entregado mi corazón a ilusiones impías, por haber prestado oídos a aquel enemigo de mi Redentor; pero cuando yo no exista ya, decid a los que quedan, que al fin llegué a encontrar la misteriosa flor que nos hace dichosos para siempre.
—No, hija mía, no moriréis.
Con efecto, no murió. El joven escudero que la adoraba en silencio hacía mucho tiempo, descubrió al fin la causa de los dolores de Trinidad; la aya se lo había revelado todo, a pesar de la prohibición de su ama, porque conceptuaba que una pareja tan encantadora había nacido para amarse mutuamente. Además, ¿no era un dolor ver morir a una joven tan preciosa y cándida sin buscar todos los remedios que pudiesen volverla a la Vida?
IV.
LA TROVA.
La esquila acababa de sonar y todos dormían en el castillo de Ponzón, todos menos la triste Trinidad. De pie y asomada a una ventana, contemplaba el hermoso espectáculo de una hermosa noche de verano. Los ojos de la joven seguían las caprichosas evoluciones del espacio, cuando una sonora y melodiosa voz salió de los fosos del castillo, que con acento melancólico entonó la siguiente trova.
Mi deidad encantadora,
que en silencio se atormenta,
y busca una muerte lenta,
cesa del llanto el raudal.
Que un vasallo que te adora,
flor radiante y purpurina,
hoy a buscar se encamina,
el remedio de tu mal.
Aplaca, si, tu dolor,
sé mi norte, sé mi guía,
y encontraré, vida mía,
esa misteriosa flor.
Calló la voz: grande fue la sorpresa, la emoción de Trinidad; su secreto estaba revelado; sin duda Catalina le había hecho traición; por otra parte, ¡cómo un simple escudero se atrevía a hacerle semejante declaración! Pero interrogando después a su corazón, la afligida joven halló mil motivos para perdonar al temerario que iba a sacrificarse por ella. Si hemos de creer a lo que nos dice la crónica, un anillo que se desprendió de su mano, fue para Pedro una prenda de reconocimiento que debía animarle y sostenerle en la indagación de la flor de la dicha.
V. DESALIENTO
Según ha relación del musulmán, era en el Asia donde existía la misteriosa flor, y Pedro emprendió su camino con dirección a esta parte. Después de un largo viaje, durante el cual no cesó de acordarse de Trinidad, llegó a la gran ciudad de Alepo, y se puso en presencia del gobernador.
—Noble emir, he atravesado la Europa y el Asia, buscando por todas partes la encantada flor de la dicha; me han asegurado que crece en este país.
—El cielo te ilumine, cristiano, pues tu corazón es infiel y poco poderoso tu brazo delante de los verdaderos musulmanes. Hablas de una flor encantada; pues has de saber que existe en nuestros muros. Mañana, si tienes valor, en la llanura de Yacoub puedes combatir, pero sin esperanza de conquistarla.
Pedro salió pensativo; le pareció oscura esta respuesta, pero bien pronto llegó comprender, sin embargo, el sentido que encerraban las palabras del emir. La flor encantada de que hablaba era la bella Zaila, la hija del sultán de Alepo. El oráculo había predicho que sería la esposa del más hermoso y más valiente de los hijos del Islam, y los caballeros más nobles y valerosos del Asia habían acudido allí para disputarse esta: edro suspiró, pues no era esa la flor que buscaba; pero sin embargo, se presentó en la llanura de Yacoub, e hizo más, combatió en honor de la dama de sus pensamientos y fue declarado vencedor a despecho de todos sus rivales; le condujeron delante del trono donde estaba sentada la bella Zaida al lado de su padre.
—Hijo de un infiel, le dijo el sultán, he dado mi palabra y será sagrada, ciña tu frente el turbante y será tuya mi hija. Levanta los ojos y admira la recompensa que te está reservada. Pedro alzó los ojos: la bella Zaída acababa de quitarse el velo; oyóse un grito espontáneo de admiración esperaron ansiosamente la respuesta del vencedor.
—Príncipe, he querido probar lo que puede el brazo de un caballero cristiano; juzga lo que podrá mi amor. Por aquella que amo renuncio a la mano de tu hija..... Cálmate, pues por ella renunciaría el imperio del mundo; no faltarán personas que sin renegar de sus creencias disputen tan hermoso premio; en cuanto a mí nada me hará permanecer más en estos lugares, y vuelvo a buscar la flor de la dicha.
Aunque ninguno comprendió bien estas últimas palabras, dedujeron que eran una blasfemia: los ulemas se miraron unos a otros; pero Pedro era hermoso, joven, la Zaida no pudo menos de suspirar mientras que el vencedor se alejaba, sin siquiera volver la cabeza.
Partió de Alepo, atravesó el desierto con increíbles fatigas y llegó a Persia. Allí jamás habían oído hablar de la flor encantada; pero un discípulo de Zoroastro quiso probar por las similitudes y por las diferencias, que la indicada flor podía muy bien ser la lógica; Pedro le dejó en medio de su demostración y siguió viajando. Salió de Persia, pensó pasar a la India, donde esperaba que le darían algunas indagaciones los bracmanes; el camino era largo, los bosques estaban casi impracticables, pero, ¿de qué no triunfa el amor? Después de seis meses de peligros y fatigas, llegó al imperio de los mogoles: de todos los colegios bracmanes, el más famoso era el de -38- Guelaor, y de todos los bracmanes de este colegio, ninguno podía ser comparado con el viejo Misouf. Su boca era un pozo de ciencia, y su mirada profundizaba los abismos. Pedro entró en su celda en su celda; era la hora de comer, y le halló comiendo con serenidad un poco de pescado seco en un plato de madera.
—Venerable bracmán, ya que todo está al alcance de vuestra grande inteligencia, decidme dónde podré encontrar la montaña de Serendih, ya que no la flor de la dicha.
—Hijo mío, nunca he oído hablar de la montaña de Serendih, ni de la flor de la dicha; pero puedo indicaros donde se encuentra esa flor encantada. El mismo Bracma la trajo a nuestro mundo después que cumplió su sexta encarnación. Entrad en nuestro colegio, meditad por espacio de diez años nuestros libros sagrados, y entonces si sois juez digno...
Pedro no le dejó concluir y se alejó renegando de Guelaor y del viejo Misouf: más razonable le parecía el sultán de Alepo; la India no poseía la flor de la dicha, y no había otro remedio que regresar a Europa para morir de desesperación a los pies de Trinidad.
Un viajero le habló del Korasan, y quiso apelar a este último recurso. Cuando llegó a este país le pareció que el aire era más dulce y la naturaleza más bella que todo cuanto había recorrido. Le enseñaron el palacio del khan, que estaba edificado sobre una colina deliciosa y por todas partes brillaba el mármol y el pórfido. Rodeábale una galería de ciento veinte columnas de alabastro, en cuyo recinto por demás admirable y grandioso, murmuraban las fuentes durante el día y la noche; una multitud de esclavos, ricamente vestidos, transitaban por aquellos vastos corredores. Indudablemente la flor de la dicha había pasado por allí. Esto discurría nuestro joven viajero en tanto que esperaba la audiencia del soberano. Cuando le vio exclamó:
—Gran príncipe; veo que Dios os ha concedido el talismán que hace mucho tiempo voy buscando. He recorrido la Persia, la Siria, el Kurdistán, la inmensidad de las Indias, y en ninguna parte he visto un país tan hermoso, tan rico como el Korasan. ¿Queréis guiarme para que encuentre lo más pronto posible la flor de la dicha?
—Cristiano, no sé lo que quieres decirme: sin embargo, de tu boca acaba de salir la verdad. Mi reino es rico y yo soy más rico todavía. Mi guardia se compone de diez mil hombres, que velan noche y día en mi palacio; mil jóvenes hermosas, como las hurís del santo Profeta, llenan mi harem: la Arabia no tiene corceles tan veloces como los míos; los diamantes de Golconda palidecen al lado de mis garzotas[3]. Si es ese el talismán que buscas, Dios le concede únicamente a los que ama.
—Esta es la felicidad del pagano, dijo entre dientes Pedro: yo más quisiera una sonrisa de Trinidad que toda su guardia..., Pero ¿cómo presentarme a sus ojos?
Por espacio de diez días anduvo errante sumergido en estas reflexiones. La mañana del que hizo once llegó al pie de una montaña escarpada, y la miró suspirando. Un mercader judío que pasaba, le preguntó respetuosamente la causa de su emoción.
—Al mirar esta montaña, desearía que fuese la de Serendih, y gustoso la subiría diez veces a todo correr, si supiera que había de encontrar la flor encantada que voy buscando hace tanto tiempo.
—Noble caballero, regocijaos, pues llegáis al término de vuestros deseos: esta es la montaña de que habláis: en su cima hay una enorme piedra blanca, y al lado de esta piedra, cuando el sol esté en mitad del horizonte, veréis una solitaria flor que se abre; precipitaos a cortarla, pues una hora más tarde todo será inútil.
Pedro no dio lugar a que le repitiesen el consejo; se despojó de su armadura, que hubiera podido estorbarle y la confió con su caballo al cuidado del judío, enseguida subió a la cima de la montaña; pero vanamente buscó la flor por todas partes; ni piedra blanca, ni flor misteriosa. Por último, bajó persuadido de que había equivocado el camino… ¡Oh, desesperación! El judío había desaparecido con el caballo. Este último golpe era cruel.
—Renuncio a proseguir una quimera, exclamó dolorosamente; después tomó el camino de Europa disfrazado de peregrino. Pasó por Jerusalén, lloró sobre el sepulcro del Salvador, y obtuvo, por caridad, un sitio en un buque que se hacía a la vela desde Jafa a Venecia.
VI. EL ANACORETA
No bien Pedro hubo desembarcado en Venecia, cuando prosiguió su camino. Llegó a Galicia, pasó por el Ferrol, y en las inmediaciones de Cavanas contempló las montañas escarpadas que se presentaron a sus ojos, y admirando el mágico panorama de su país, le cogió la noche, que llegó a ser tan oscura que se vio obligado a buscar un asilo.
No a mucha distancia de allí había construido su morada un santo varón, un ermitaño. El padre Geromo (este era su nombre) supo reunir en su residencia lo útil, lo agradable y lo pintoresco: una elevada roca que acababa en punta, la protegía de los vientos del Norte: algunos zarzales rodeaban su reducido jardín; varios árboles simétricamente colocados, inclinaban sus cimas a la parte de la llanura, que se distinguía desde estas alturas; un arroyuelo claro y límpido, serpenteaba al pie de la roca. Debo añadir de paso que esta última circunstancia le parecía bastante insignificante al padre Geromo; los mendigos, los peregrinos y todos cuantos conocían al anciano anacoreta, le admiraban por su caridad, su indulgencia, y a lo que en nuestro siglo se hubiese llamado dulce filosofía.
Pedro creyó con fundamento que a este cenobita debía pedir hospitalidad. Con efecto, llamó, y el padre Geromo se apresuró abrir la puerta: era de alta es atura, y su excesiva edad, no le había encorvado todavía; su rostro inspiraba dulzura, en sus ojos resplandecía la inteligencia; en fin, la imperceptible sonrisa que frecuentemente se asomaba en sus labios, daba al conjunto de su fisonomía cierta expresión de inocencia indescriptible. Cuando vio al joven, le dijo:
—Entrad, hijo mío, y descansad hasta mañana sobre este jergón; mirad mi cama, que ciertamente no es más muelle; pero se duerme en ella tranquilamente. Antes cenareis conmigo; pobres son los manjares, pero el apetito hará que los encontréis sabrosos.
Pedro se inclinó lleno de reconocimiento; cenaron juntos y silenciosos, y después de haber dado gracias al Redentor, el ermitaño se quedó dormido sobre su modesto lecho. Su compañero, menos dichoso, no pudo descansar; de suerte que al rayar el día se levantó y se dispuso a partir, no sin dar las gracias al caritativo anacoreta.
—Hijo, ¿no queréis conocer que he cumplido con un deber? esa es mi recompensa; hace treinta años que vivo en esta ermita, y he tenido la dicha de hacer buenos servicios a muchos infortunados. Ayer dí asilo a dos peregrinos como vos.
—¡Peregrino!... no lo soy, padre mío; por eso Dios no ha bendecido mi viaje. Adiós; la relación de mis aventuras no deben entristecer a los demás.
—Hijo, tal vez os pueda dar algunos consejos que os sean provechosos y os consuelen.
—No tengo esperanza. Una noble joven (perdonad, Dios sabe que la amo con pureza) se moría por un deseo que no se determinó confesar a su padre. Para sal-39- varla he dejado mi país, y he recorrido el mundo buscando por todas partes el talismán que debía volverla a la vida; hoy vuelvo...
— ¿Y el talismán, hijo mío? ¿Cuál es?
—Tal vez su nombre no haya llegado a vuestra noticia; yo mismo antes de este día fatal, nunca oí hablar de la flor de la dicha.
—Sí, esa flor misteriosa, que debe preservar de todos los males al que la posea. Pero no; ahora comprendo que el musulmán nos ha engañado, porque semejante flor no existe en la tierra... ¿Sonreís, padre mío?
—Pienso, hijo mío, que nada es imposible para Dios. ¿Quién sabe si tendrá compasión de vuestro amor, y si encontrareis el tesoro que buscáis?
—Por caridad, no lisonjeéis una desgracia que no tiene remedio.
—Escuchad: nos refiere la historia que un pobre hombre, a consecuencia de un sueño que tuvo, se puso en camino para buscar la dicha. Visitó todos los países sin poder encontrar en ellos lo que había soñado: al fin desesperado, volvió al hogar paterno y allí.
—Comprendo; allí la encontró; pero ¿qué relación veis entre su historia y la mía?
—Venid, hijo mío.
Diciendo estas palabras, el ermitaño abrió una puertecilla, e introdujo a su huésped en un jardín esmeradamente cultivado. En el centro de este jardín había un arriate guarnecido de mil flores, que Pedro devoraba con sus ojos.
—Ved, dijo el ermitaño; mirad cuántas flores; son como los hombres; las que más brillan no suelen ser las que más valen: mirad, por ejemplo, al lado de esta bella rosa, y tal vez nunca notaríais esta modesta flor que encierra en su cáliz unos colores tan preciosos. Y sin embargo, añadió con tono majestuoso, no se la encuentra ni en la Siria, ni en la Persia, ni en las Indias, ni en el Korasan.
—Pero ¿la flor de la dicha, padre, la flor de la dicha?...
—Pues bien la flor de la dicha, es como la misma dicha; la buscáis lejos y la encontráis cerca; esta modesta flor que acabo de demostraros, es la que buscáis con tanta impaciencia.
—¡Oh! buen ermitaño!...
—Tranquilizaos, y permitid a un anciano, que acaso no os volverá a ver, que os diga algunas palabras más. Dios ha sido bueno para vos, os ha conducido ayer tarde por estas montañas, y tal vez mañana ya no hubiera sido tiempo. La flor de la dicha no florece más que una vez cada cinco años, y solo por espacio de un día. Muy reconocido tenéis que mostraros hacia Dios. Además es preciso que sepáis, que esta preciosa flor, da la salud y la riqueza, pero es la salud del alma, el juicio, la paciencia y la caridad: no olvidéis que sin estas virtudes, la flor de la dicha no serviría más que para hacer infortunados. Ausentaos ahora; conozco vuestra impaciencia y os perdono, pues yo también he sido joven..... Si los ruegos de un pobre cenobita pueden contribuir a la felicidad, vos seréis dichoso y vuestra querida Trinidad...
VII.
EL ANILLO
En una hermosa mañana de junio, el castillo de Ponzón presentaba un espectáculo que muy pocas veces solía reproducirse en aquellos contornos. Una multitud de caballeros y vasallos le rodeaban por todas partes; se veían aquí y allí infinidad de mesas cargadas de pellejos de vino, de fruta y de todo género de carnes; en derredor de estas mesas se veían muchos centenares de desgraciados, hombres, mujeres, niños y ancianos, que acaso nunca habían asistido a un festejo semejante, y por eso se aprovechaban de esa buena ocasión que les proporcionaba alegría y cierto alivio a su pobreza.
Un peregrino se confundía entre estos grupos, y parecía escuchar con interés una animada conversación que se efectuaba en el centro de uno de aquellos grupos.
—Yo os digo, maese Andrés, que esta dama, no se casa más que por obedecer a su padre; lo he oído a menudo decir a su aya Catalina, y si yo revelase todo lo que sé sobre el particular...
— ¿Qué casamiento? preguntó el peregrino.
—Parece que deseáis saberlo, prosiguió el orador, pues bien, el conde de Lugo debe hoy dar su hija a un noble barón de Galicia, el señor de Salvatierra; pero la novia está muy triste, y no sé si será feliz este matrimonio.
— Se sabe cuál es la causa de esta tristeza?
Hace un año que vivía en el castillo un joven escudero tal vez hijo de una misteriosa dama , que el conde de Lugo adoptó, y que ciertamente merecía ser querido por su valor, su generosidad y su hermosa apostura. Nuestra noble joven, según parece, le ama: un día desapareció el escudero, y desde ese día no ha logrado el padre devolver a su hija la alegría.... Pero perdonad; la novia sale ya del castillo, y por nada del mundo pierdo el buen agasajo.
Segun una antigua costumbre de Galicia, los señores que se casaban debían recibir de cada uno de sus vasallos un presente cualquiera, y para obedecer a este uso aparecía Trinidad en el prado, acompañada de su padre, del barón de Salvatierra y de infinitos convidados. Trinidad estaba triste, tan triste que daba compasión el verla con una corona de flores en la cabeza y su traje blanco, que fácilmente se hubiera confundido con una mortaja. A pesar de su tristeza hacía todo lo posible por manifestarse risueña, y recibía con bondad las ofrendas de aquella pobre gente: estas ofrendas consistían en trigo, fruta, flores y otras cosas de poco valor. El peregrino se adelantó como los otros. Un sombrero de anchas alas ocultaba su rostro; pero Trinidad reparó que temblaba su mano, mientras que le presentaba una modesta cajita: ella también temblando, la abrió. En su fondo entre un poco de tierra se veía una florecita.
—Gracias, buen peregrino, dijo Trinidad con su dulce voz: guardaré vuestro presente.
—Guardadle, noble señora; me ha costado mucho podérosle traer, aunque he recibirlo por él una buena recompensa, añadió el peregrino mostrando en una de sus manos el anillo que Trinidad no había podido negarle la noche de su partida.
VIII. YA PARECIÓ LA FLOR MISTERIOSA.
Fácilmente puede adivinarse lo que sucedió en este momento solemne: el desmayo de Trinidad, la sorpresa de los concurrentes, el dolor del barón de Salvatierra, el espanto del conde de Lugo y la alegría mezclada de terror de Pedro. Poco a poco se fue comprendiendo todo; esto pasó en los tiempos de la más sublime caballería española: el futuro de Trinidad, que siempre había sido galante, hallando los títulos de su rival preferibles a los suyos abandonó la pretensión. El conde de Lugo, por su parte, se puso en la razón... en una palabra, al cabo de un mes, el pobre escudero se calzó la espuela de oro y llegó a ser el esposo de la noble Trinidad, con grande satisfacción de todos los que conocían esta historia. Las nupcias fueron muy suntuosas, y la buena Antera creyó morirse de alegría. -40-
Parece que nuestra historia debía terminar aquí; ¿qué más puede desearse para estos héroes? Se amaban cada vez más; todo prosperaba en sus dominios, una encantadora familia crecía a su lado, como las verdes ramas que amparan las añejas encinas; pero estaba escrito que la aflicción vendría a visitarlos otra vez.
Cierta mañana, Trinidad, no encontró la flor de la dicha en el relicario donde todas las noches la depositaba. Nadie en el castillo pudo saber su paradero; sin duda se la había llevado algún espíritu maligno. Grande fue el dolor de Trinidad. Pedro se esforzaba en consolarla, aunque presagiaba el más triste porvenir.
— Vamos en busca del padre Geromo, dijo, que hace mucho que no lo hemos vuelto a ver: tal vez pueda consolarnos.
— Vamos, respondió Trinidad.
Y se pusieron en camino. Encontraron al anciano sentado delante de su puerta.
—Padre, exclamó Pedro, rogad al señor que tenga compasión de nosotros.
—¿Qué sucede, hijos míos?
— ¿Podré decirlo? la flor encantada, la flor de la dicha...
— ¿No la tenéis?...
—Perdonad a estos dos infortunados: el cielo es testigo que no somos culpados.
—Lo creo, hijo mío, y os perdono; pero no hay porque abatirse; ya sabéis que Dios a nadie abandona. ¿Le habéis servido siempre bien?
—Nunca olvidé lo que me dijisteis que hiciera cuando me entregasteis la flor de la dicha.
—Bueno; habéis perdido la flor, pero yo puedo reemplazarla ventajosamente.
— ¿Será posible?
—Escuchad: cando vinisteis a buscar un asilo a mi ermita, me compadecí de vuestro dolor, y el cielo me inspiró un inocente ardid. Os dí una flor que no significaba nada, añadiendo un consejo al donativo. Habéis perdido la flor, pero habéis guardado el consejo, y Dios no pide otra cosa. Ha puesto al alcance de todo el mundo la flor de la dicha, que espero no se marchitará nunca en vuestras almas. El juicio, he aquí su tallo; la paciencia y la caridad, he aquí sus ricos colores: es más preciosa que la rosa, porque aquella flor no tiene espinas. Vivid dichosos, y que vuestros hijos aprendan esta máxima.
La flor de la dicha quiere decir tanto como buen consejo. Nada se encuentra más fácilmente que un buen consejo. No vayáis a la India, ni a la Persia, ni al Korasan para buscarle; si tenéis un amigo fiel, consultadle, si no tenéis este amigo, interrogad vuestra conciencia. Obrar bien es poseer eternamente la flor misteriosa.
A.B.
FUENTE:
A.B. “La flor de la dicha. Tradición gallega del siglo XII”, Museo de las familias, Volúmenes 7—8, tomo iii, 1849, pp. 35-40.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Esta leyenda ha suministrado asunto a Mr. Laucon para formar una novelita que ha titulado L´Algedor.
[2] Este acto de justicia de don Alfonso el Emperador refiere Mariana en su Historia general de España, lib. XI cap. II.
[3] Garzota: Plumaje o penacho que se usa para adorno de los sombreros , morriones o turbantes , y en los jaeces de los caballos. (Diccionario de la lengua española, RAE).