Leyenda de los comendadores de Córdoba.
José María Rodríguez de Losada. 1872. (Diputación de Córdoba)
Leyenda histórica. Hernando de Córdoba, el Veinticuatro.
El siglo XV fue una de las épocas más brillantes en que se ha encontrado la ciudad de Córdova después de la conquista.
La fertilidad, y abundancia de su suelo, su clima dulce y apacible, lo encantador de su situación, habían llamado a establecerse en ella las familias más distinguidas del Reino. Su nobleza, elemento político el más poderoso en aquel tiempo, no cedía -40 en calidad, valor y cultos modales, a la más calificada de España.
Vástago esclarecido de ella era Hernando Alonso de Córdoba, a quien comúnmente llamaban el veinticuatro. Por lo ilustre de su alcurnia, que remontaba al tiempo de la conquista; por lo preclaro de sus antepasados, cuyos hechos heroicos llenaban las historias; por sus talentos, cordura, valor, carácter, y hermosa presencia, D. Hernando se distinguía entre los muchos caballeros notables que había en su tiempo. El rey [1]que conocía sus bellas prendas le había otorgado su amistad; la ciudad orgullosa de poseerle, le dispensaba las más positivas muestras de consideración y aprecio; parecía que nada faltaba a hacer dichosa la situación de este insigne caballero.
Su esposa Doña Beatriz[2], noble señora de Sevilla, no se distinguía menos entre las de su sexo, que entre los hombres D. Hernando. Belleza, discreción, honestidad, recato, un grande amor a su marido, todas las cualidades en fin propias para hacer apreciable una Señora, concurrían en ella. Así es que aquél la amaba con pasión; amábale también del mismo modo Doña Beatriz; y la felicidad, que los esposos disfrutaban era tan ostensible, que se citaban en la ciudad como modelo de una familia dichosa.
Tan relevantes calidades parece que debieran asegurar una tranquilidad, que durase tanto como la existencia, pero no fue así; y con admiración universal, dieron estos esposos un triste ejemplo de lo que es la mundana felicidad.
Vivía en compañía del Obispo, que lo era a la sazón D. Pedro de Córdoba y Solier, sujeto no menos ilustre por su sangre, que por su piedad y demás virtudes, un hermano suyo llamado D. Jorge, Caballero del orden de Calatrava, y comendador de las casas de Córdoba.
Sus nobles prendas nunca desmentidas le aseguraban en todas partes la mejor acogida, y si a esto se agrega el deudo que unía a la familia del obispo con la del veinticuatro, no se extrañará que Don Jorge fuese admitido en casa de este, ni el que aumentando el aprecio con el trato, menudeasen las visitas a medida que crecía la amistad entre los dos primos, de tal manera que antes de mucho tiempo de haberse conocido, fuesen inseparables. Tal fue el origen de las horribles desgracias que después sobrevinieron en esta familia, dechado hasta entonces de felicidad. Sin que alcanzasen a impedirlo las razones de delicadeza, cuando no bastasen las de la honradez, una llama criminal prendió simultáneamente en los pechos de D, Jorge y Doña Beatriz. Largo tiempo (en su excusa debe decirse) la resistieron. Por mucho tiempo firme cada cual en el círculo de su deber, los ojos fueron los únicos conductos por donde se expresaba la impura pasión; pero al fin con las ocasiones hubo de pasarse de las miradas a las palabras, y aumentándose el afecto con tan poderoso estimulo, hubieron de salvarse todas las vallas olvidando lo que el honor, no menos que la religión exigían. Muy lejos estaba D. Hernando de sospechar la herida, que en su honra, sin mancilla hasta entonces, había recibido, cuando la ciudad tuvo necesidad de agitar ciertos negocios en la Corte. Y como la gran disposición de D. Hernando, y su amistad con el rey era tan conocida, el Consejo fijó en el los ojos para esta delicada misión. Aceptóla llevado del grande amor que a su patria profesaba, y a los pocos días besaba al monarca la mano en Toledo.
La ausencia de D. Hernando fue la señal para que aquellos amores, hasta entonces envueltos en el misterio y seguidos con el mayor recato, sacudiesen todo freno. Publicóse en la casa el deshonor de D. Hernando: hízose el objeto de la conversación de los porteros, de los pajes, y de las doncellas: todos fueron cómplices en la deshonra de su señor, sin que entre tanto servidor se encontrara más que uno que comprendiese la intención de sus deberes.
Este fue un esclavo llamado Rodrigo, nacido en la casa, de una esclava africana y padre desconocido, el cual, como presenciase los desmanes, que diariamente ocurrían, y viese mal parada la buena opinión de su señor, le avisó más de una vez que procurase acelerar el despacho de los asuntos que traía entre manos y regresar a Córdoba: pero nunca se atrevió a señalar la causa de estas gestiones, de las cuales, por otra parte D. Hernando no hizo el menor aprecio, mirándolas quizá como hijas de la miserable condición en que Rodrigo se encontraba.
Mientras tanto D. Jorge, o porque así lo exigiesen asuntos de importancia, o porque temiese que el escándalo había de llegar a oídos de su primo, y quisiera deslumbrarle mostrando indiferencia, resolvió partir también para Toledo. Gran sensación causó esta no[1]vedad en la casa de D. Hernando. Doña Beatriz procuró con todas sus fuerzas que el Comendador mudase de resolución, pero ni sus ruegos, ni sus caricias, ni sus lágrimas fueron bastantes a conseguirlo. Con premura aprestó los preparativos del viaje, y llegado el día, quiso dar el último adiós a la que era señora de su afecto. Suspiros y sollozos fueron el único lenguaje de esta cruel despedida; mas viendo Doña Beatriz acercarse el momento, sacó del dedo un precioso anillo y le colocó en el de D Jorge, rogándole que mientras la ausencia no lo separase de si un instante para que siempre tuviera a la vista este recuerdo vivo de su amor. Era el anillo el don más rico que hubiera podido hacerle. Prendado el rey de las buenas calidades de D. Hernando, y de su lealtad, se lo había regalado en otro tiempo como una muestra del cariño que le profesaba. D. Hernando había creído que en ninguna parte estaría mejor colocado que en las manos de su esposa. Siempre le llevaba esta, pero en aquel momento olvidó que su marido estaba en Toledo, olvidó que forzosamente había de ver con frecuencia a D. Jorge; todo lo olvidó, y solo obró en ella la vehemente y ciega pasión que la dominaba.
(continuará)
Llegado D. Jorge a la corte, fue uno de sus primeros cuidados visitar a D. Hernando: dióle nuevas de su mujer y de su casa, informóle del estado en que quedaba la ciudad, pero la noticia más importante, la que más cumpliera saber a D. Jorge, esa Hernando la calló. Excusado es decir que tuvo cuidado de no llevar el anillo a estas entrevistas, porque precauciones hay que ni el más desprevenido olvida. No fue tan prudente al presentarse al monarca; el mal avisado caballero creyó que distraída su alta comprensión con los arduos proyectos que le ocupaban, no pondría mientes en cosa tan insignificante como el adorno de sus manos: para su mal no fue así; al tiempo de besar la mano del rey, este observó dos diamantes que en la de Don Jorge brillaban. Conocióles: más como prudente y disimulado nada dijo.
Al día siguiente paseaban D. Hernando y el rey de Castilla por una sala del Regio Alcázar, y después de haberse entretenido con asuntos de política, y de guerra, y con los nuevos proyectos del monarca, vino a recaer la conversación en la llegada del Comendador Cordobés. « Por cierto, dijo, el rey que su venida me ha revelado una cosa de que nunca os creí capaz, Don Hernando; nunca juzgué que me engañárais, nunca pensé tuvieseis en poca estima mi persona.»
Turbado el Veinticuatro con esta brusca salida miraba confuso al rey, esperando adivinar en su semblante el ignorado motivo de ella. «D. Hernando, le dijo este, ¿qué habéis hecho del anillo que en señal de mi aprecio os doné? Decíaisme que vuestra mujer le llevaba, y cierto que en la esposa de un caballero cual vos, no estuviera mal empleado, pero me habéis engañado, no es en las manos de Doña Beatriz sino en las de un caballero, que por estimado que os fuese, nunca debería serlo tanto como yo, en las que se ostenta. Vuestro primo D. Jorge luce las mercedes de vuestro rey. Como petrificado quedó D. Hernando al escuchar las reconvenciones del monarca. En un momento nacieron y tomaron cuerpo en su imaginación las más crueles sospechas. En un momento adivinó su deshonra, y pálido, y desconcertado se limitó a tartamudear algunas palabras, porque la cólera, ni disculparse le permitía, y solicitó del rey el permiso para regresar al momento a Córdoba. «Yo os daré, Señor, dijo, satisfacción tan cumplida, que su memoria dure tanto como vuestro nombre.» El rey penetró el amargo dolor de D. Hernando, no quiso agravarle con una nueva repulsa, y así con semblante tranquilo, y pesaroso tal vez de la aflicción que le había causado, otorgó la merced pedida. Pocos minutos después, el Veinticuatro atravesaba el Tajo, y tomaba el camino de Córdoba- 64-
Triste y silencioso regresó por él el que meses antes le había atravesado lleno de ilusiones. La sospecha de su deshonor, el temor de que fuese conocido ya en la ciudad, le mortificaba cruelmente. Hacían sele siglos los días, el paso veloz de sus caballos parecíale de tortuga, no daba descanso a su cuerpo ni tregua a su dolor.
Cansado, fatigado, agotadas casi las fuerzas de tanto sufrir y padecer, entró por las puertas de su casa en la que su inesperada llegada causó la mayor sor[1]presa
Pajes, criados, doncellas todos se pusieron en movimiento, todos se apresuraban a salir al encuentro a su Señor, haciendo rail extremos de alegría. Ni en lo uno, ni en otro fue la última Doña Beatriz, que en medio de las fingidas muestras de un arrebatado contento^ procuraba con sobresaltada mente, e inquieta conciencia adivinar en el semblante de su esposo si alguna noticia, o alguna sospecha de sus devaneos era el motivo de tan súbito regreso. Mas era D. Hernando demasiado prudente para vender su secreto; llegado a punto de descubrir la ver[1]dad, todavía creía mancillado su honor si algún mortal era sabedor de sus angustias. Disimuló como prudente, y consagró toda su atención a descubrir por si, con sagacidad y maña, lo que no quisiera saber por otro. Observaba las menores acciones de su esposa, procuraba imponerse en las conversaciones y entretenimientos de las antesalas, crisol en aquella época del que pocas veces la honra de los señores salía ilesa, pero jamás dio la cara, nunca hizo la menor pregunta, jamás mostró a nadie su desconfianza.
Sin embargo, las cartas del esclavo, que cuando las recibió pasaron desapercibidas, no pudieron menos de presentarse ahora con fuerza a la memoria. Aquella urgencia, aquella instancia con que le rogaba que cuanto antes diese la vuelta a su casa ¿de qué procedía? ¿No podía encontrarse más lealtad, en quien desde que vio la luz primera había crecido a la sombra de D. Hernando, que en los demás sirvientes, gente al fin allegadiza, y que ordinariamente paga con injurias los beneficios?
Encerróse pues con él un día en una habitación, y después de un corto preludio con que procuró distraerle del verdadero motivo de su diligencia, le exigió que le manifestara el que a escribirle las cartas le había impulsado
Turbóse, y vaciló Rodrigo, pero apremiado por su Señor comenzó a referir los desmanes de que durante su ausencia su casa había sido teatro. D. Hernando le escuchaba con el mayor silencio; su semblante contraído apenas daba la menor señal de interés, por el relato que haciéndose estaba, cuando de repente exclamó, basta; y reclinando la cabeza sobre el pecho permaneció algunos instantes sumergidos en la más profunda meditación. Dirigiéndose, después al esclavo le dijo: « si guardas silencio sobre lo que aquí ha ocurrido, de hoy mas no seré tu Señor sino tu amigo: pero ¡ay de ti! si revelases lo más mínimo: tu cabeza será responsable de la menor palabra.» Desde aquel día Don Hernando se ocupó solo de hacer más segura su venganza.
Bien pronto se le presentó la ocasión. D. Jorge que como dijimos, quedó en Toledo a la salida de D. Hernando, regresó poco después que este a Córdoba: por el mismo tiempo vino de Sevilla otro hermano suyo llamado D. Fernando, que como él vestía el hábito de Calatrava y como él era Comendador del Moral en la misma orden. D. Jorge, pues, y D. Fernando fueron admitidos con la misma franqueza en casa del Veinticuatro, el cual disimuló diestramente el encono que en su pecho abrigaba, y la horrible satisfacción que meditaba. Más antes de llevarla a cabo, quiso cerciorarse completamente de su daño, esperando a que sus proyectos estuviesen tan justificados que todos viesen en ellos no un atentado, sino la justa vindicación del honor ofendido. Al efecto convidó a comer un día a sus primos, queriendo añadir esta prueba de aprecio a las que anteriormente les tenía dadas. No salió mal este ardid a D. Hernando. La franqueza que naturalmente reina en la mesa, hizo bien pronto olvidar la circunspección estrenada que desde su vuelta habían guardado D. Jorge, y Doña Beatriz. Los ojos revelaron lo que los pechos abrigaban. Cierto D. Hernando de su ofensa, no esperó a más.
Al levantarse de la mesa, la conversación rodó naturalmente sobre la caza. Después de la guerra, esta era el ejercicio favorito de los caballeros de aquel tiempo. D. Hernando le tenía especial afición, y con frecuencia solía practicarle. Ordenó, pues sobre la marcha una montería, mandando que todo estuviese pronto para salir dentro de algunos instantes. Cinco días debía de durar la diversión. Excusárnosle de asistir a ella los Comendadores, alegando pretextos diferentes que D. Hernando fingió aceptar de buen grado. Despidiéronse, y mientras el salía por la Puerta del Rincón dirigiéndose a unos bosques espesos, y abundantes de caza que había en el paraje en que hoy se halla Trassierra, ellos tomaban el camino del Palacio Episcopal en que vivían, después de haberse despedido afectuosamente. Loco de placer llegó al Palacio D. Jorge: parecíale un sueño la facilidad con que se le presentaba la ocasión de hablar a solas a Doña Beatriz, que tanto ansiaba desde su vuelta de Toledo, y que en vano había procurado por mil medios. Su enajenamiento era tal, que no se creyó bastante afortunado sino informaba de su dicha a su hermano. Refirióle pues la historia de sus amores, le manifestó los proyectos que pensaba realizar durante la ausencia del Veinticuatro, y para mayor goce (que tal es de ordinario la condición lastimosa de los amantes) le invitó a que tomara parte en ellos. Era la confidente de los secretos de D. Jorge, y Doña Beatriz, una doncella llamada Ana, de buena figura, y mejor disposición, y a la cual la persona de D. Fernando no le era del todo indiferente. Tampoco este miraba a Ana con malos ojos. De esta ocasión se asió D. Jorge para acabar de decidir a su hermano a que le acompañara en sus extravíos, pintándole como cosa hacedera el que consiguiese los favores de la moza, mientras él disfrutaba los de la Señora. Para mayor seguridad resolvió que les acompañase un escudero llama-47-do Galindo, quedando acordado que los tres pasarían aquella noche en casa del Veinticuatro.
Muy diferentes pensamientos ocupaban entretanto el afligido espíritu de este; adivinando los desórdenes que en su daño se tramaban, no bien se hubo apartado a alguna distancia de la ciudad, cuando pretextando una ligera indisposición, ordenó a la comitiva que le seguía que continuase el camino, y él se detuvo con su fiel esclavo. Se levantaba en aquel paraje al lado de la senda un pequeño montecillo poblado de altos, y espesos matorrales. En ellos se ocultaron los dos, y allí permanecieron hasta la media noche. Llegada esta, tomaron de nuevo sus caballos, y retrocedieron a Córdoba. Al aproximarse a la ciudad los dejaron entregados a un molinero que habitaba en un molinillo cercano a las murallas; y aproximándose reconociéndolas, encontraron un estrecho portillo, por el cual penetraron, sin ser sentidos, en el pueblo. Despacio, y en silencio atravesaron algunas calles sin ser apercibidos ni encontrar alma viviente, hasta que llegaron a la casa. Ayudado D. Hernando por Rodrigo saltó unas tapias bajas que servían de muro a un jardín que lindaba con la calle, y después ayudó a su vez al criado para que subiese. Sin detenerse un instante se introdujo en las habitaciones, y apareció cual una sombra fatídica a las puertas de la de su esposa. Alegremente entretenida se hallaba esta señora con el Comendador D. Jorge, tan desprevenida, tan segura de que no podía ser interrumpida, que ni las luces había apagado. Confiada en las palabras de su esposo, ni por asomo le había ocurrido duda en que esta ausencia pudiese durar menos de los cinco días que había anunciado. Así es que ninguna precaución, ninguna medida de las que en casos análogos lomarse suelen, habían adoptado. Nada pues se opuso al paso de D. Hernando, que penetró como un loco, y rabioso como un león; al descubrir aquel espectáculo se arrojó sobre el Comendador, que apenas sobresaltado pensó en requerir la espada, cuando ya era un frio cadáver. De allí se revolvió D. Herniado, y entrando en una habitación inmediata, halló a Ana que había despertado al ruido, y que a grandes voces procuraba advertir al desgraciado D. Fernando del peligro que corría. De nada sirvió su diligencia. El Comendador intentó defenderse, pero era imposible hacerlo de una furia, cual en aquel momento lo era el Veinticuatro, y cayó muerto a sus pies atravesados de varias estocadas. Siguióle Ana, que tan fielmente había imitado a Doña Beatriz en sus extravíos.
Parecía que había llegado el último momento de esta desventurada Señora, mas no fue así; el atroz espectáculo que habla presenciado, la vista terrible e inesperada de su esposo, la habían privado del sentido, sumergiéndola en un profundo deliquio, y D. Hernando cuyo ultrajado honor pedía no solo sangre sino sangre ejemplarmente derramada, no quiso darla el castigo merecido cuando de él no podía apercibirse.
Salióse pues de la habitación, y al dirigirse a las restantes de la casa un sordo y ligero ruido que salió de detrás de un cofre llamó su atención. Era el desdichado Galindo, escudero de los Comendadores, que al observar la tragedia que en aquel sitio se representaba, había buscado aquel escondrijo; pero que temiendo después ser descubierto, y sufrir la misma suerte que su amo, juzgó lo más acertado el presentarse. Con sentidas razones procuró hacer ver su inocencia, y mover el corazón de D. Hernando. Casi lo consiguió; casi había obtenido su perdón, cuando una observación de Rodrigo, que durante estos sucesos no se había apartado un punto de su Señor, varió la determinación de este, e hizo que el fiel escudero pereciera también.
Cual el lobo rabioso que sorprende al desprevenido aprisco, entra por él, hiere, mata y destroza cuanto por delante encuentra, encendiéndose su sed de sangre a medida que más sangre vierte, de la misma manera recorrió el Veinticuatro las demás habitaciones de la casa. Tiernos pajes, pulidas doncellas, fornidos escuderos, ancianas dueñas, todos perecieron, a nadie perdonó. Quince personas es fama que murieron en aquella noche horrible en expiación de la mancillada honra.
Algo había calmado el espíritu de D. Hernando esta espantosa carnicería, cuando volvió a la habitación de su esposa, que mientras tanto había vuelto de su desmayo, y contemplaba llena de horror los sangrientos objetos de que estaba rodeada. Al ver entrar a su marido creyó llegada su última hora, y juzgando perdido el cuerpo, procuró salvar el alma. Con sentidas y cristianas razones trató de conmover el corazón de su esposo, que un tanto satisfecho ya las escuchó con benignidad. Un confesor traído en el momento por Rodrigo, de la inmediata parroquia de Sta. Marina fue el último confidente de los extravíos de Doña Beatriz, y el que en nombre del Altísimo a mostró abiertas las puertas del Cielo. No limitó a esto su religiosa diligencia el aterrado sacerdote, sino que puesto de rodillas a los pies del indignado marido, le pidió con eficacia la vida de aquella señora. D. Hernando le miró fríamente, y pareció un poco afectado. Un rayo de esperanza brilló quizás en el corazón de Doña Beatriz; pero bien pronto se disipó. D. Hernando se dirigió a ella pausadamente, no ya con el furor del delirio, sino con el resentimiento del honor ofendido, y la hundió en el seno un agudo puñal.
Así terminó esta tremenda catástrofe; así concluyó la venganza más notable que los siglos han presenciado, y que las generaciones futuras han querido a veces juzgar fabulosas. D. Hernando salió inmediatamente de su casa, y acompañado de su fiel criado Rodrigo, pasó ocultamente a Francia.
Pronto llegó la noticia de lo ocurrido a oídos del monarca español y como en aquellos tiempos era deber lavar con sangre las afrentas, no dio gran importancia al caso y sin que lo hubiera solicitado, concedió el perdón a D. Hernando, y el permiso para volver a su casa. Restituyóse a Córdoba, y en la gue -48-rra con los moros de Granada se distinguió por sus heroicas hazañas. Aun se muestra en Córdoba la casa en que ocurrió tan extraño suceso. Todavía se enseñan a los curiosos unas magníficas cuadras, en que se asegura fueron convertidas las habitaciones que ocupaba la sin ventura Doña Beatriz, después de estar cerradas largo tiempo, por no haber querido nadie residir en ellas. No hace muchos años que las gentes de aquel barrio contaban despavoridas, que en las noches oscuras y silenciosas se oían lúgubres y espantosos gemidos, que aterraban a los vecinos, en las casas del Conde de Priego. Tan honda y duradera ha sido la impresión que dejó la terrible venganza del Veinticuatro Hernando de Córdoba.
FUENTE: Semanario pintoresco español. 4/2/1844, n.º 5 p. 39-30 y 11/2/1844, n.º 6, pp, 45-46.
[1] El rey Juan II de Castilla.
[2] Beatriz de Hinestrosa.