Leyenda caballeresca de la conquista de Cádiz [1]
I
La noche ya descendía,
y aun Sevilla la moruna
bañada por bella luna,
tranquilo sueño dormía.
Por sus angostas callejas
hidalgos no transitaban,
ni trovadores cantaban,
ni amantes había en las rejas.
Mas si hubiera algún curioso
tras una puerta escuchando,
murmullo de estar hablando
pudiera oír silencioso.
Pues allí, ante unas botellas,
se confiaban sinceros
dos hidalgos caballeros
sus amorosas querellas.
«Ella me adora, lo sé,
decía uno de los dos,
y venceré, ¡vive Dios!
os lo juro por mi fe.
Su padre se opone fiero
al amor que nos abrasa,
por ser mi fortuna escasa,
y él egoísta, altanero.
Mas ni temo su coraje
ni me importa su riqueza,
que le excedo yo en nobleza
de corazón y linaje.
Pero ella sufre el quebranto
de paternales rigores,
y excitan más mis ardores
las lágrimas de su llanto.
Y ya que por tal la aflige,
y él obstinado se aferra,
quiero buscar en la guerra
la fortuna que me exige.
Sí; con arrojo y valor,
saltaré todas las vallas,
y buscaré en las batallas
los lauros del vencedor.
Y con fe en Dios, y en mi bella,
yo alcanzaré, no os asombre,
gloria, riqueza y renombre,
para ofrecérselo a ella.»
«Bien os conozco a fe mía;
tenéis corazón valiente,
y un pecho noble y ardiente
que pura pasión le guía.
La guerra os dará el placer
que ansiáis; pero ¡por Dios!
que iremos juntos los dos
para luchar y vencer.
Mi amor ardoroso, en vano
por otra beldad se agita;
pero por mí no palpita
su corazón inhumano.
Y ya que no ve la ingrata
el amor que mi alma encierra,
quiero olvidar en la guerra
esta afección que me mata.
Quizás lograré la suerte,
si no salgo con victoria,
de obtener eterna gloria
hallando una honrosa muerte.
Deseo con toda el alma
ya la lucha apetecida,
pues espero, por mi vida,
que encontraré allí la calma.
Vamos, pues, a combatir;
mas la vista alzando a Dios,
juremos juntos los dos
volver con honra o morir.»
Y elevando sus miradas
con grande fervor al cielo,
sintiendo ardoroso anhelo,
con las manos estrechadas,
«Juramos,» dicen al par
con firmeza y decisión,
y ansiosos ya la ocasión
esperan de pelear.
(continuará)
II.
Sevilla, ciudad hermosa,
querida de cien monarcas;
la de las noches serenas,
la de agradables mañanas.
La reina de Andalucía
con sus magníficas galas,
despierta, luciendo alegre
su encantadora alborada.
Perfuman de sus pensiles
las aromáticas plantas,
y el aire embriagado llena
de amor y poesía el alma.
Temprano, se ve este día
la población animada,
con extraño movimiento
que por doquier se repara.
De algún suceso importante
la noble Sevilla trata,
cuando ardorosa se agita,
cuando tanto se engalana.
Y en grupos considerables,
recorren calles y plazas
los caballeros armados,
en dirección del alcázar.
Es que el sabio Don Alonso,
por un impulso del alma,
quiere tratar con presteza
de acometer una causa.
Empresa por mucho tiempo
del Rey con ardor soñada,
y con afán, decidido,
seguro de realizarla
Pronto, los bravos guerreros,
reunidos ante el Monarca,
esperan saber ansiosos
el fin para que los llama.
Cuando Don Alonso mira
sus caballeros en masa,
besando una cruz, ferviente,
de tal manera les habla:
«Seis siglos hace que entraron,
por traiciones y venganzas,
los moros en nuestro suelo
para mengua de la España.
Mi padre, el rey San Fernando,
con ardiente fe en el alma,
reconquistó muchas tierras
a las huestes musulmanas.
Pero aún tienen los infieles
poblaciones muy preciadas
en posición y riquezas,
y anhelo recuperarlas.
Quiero conquistar a Cádiz,
joya que a mi cetro falta,
florón de la Andalucía
y objeto de mis miradas.
Quiero llevar a sus muros
nuestras enseñas cristianas,
y desde allí, mis conquistas,
hasta la costa africana.
¡Sus![2] hidalgos, caballeros;
¡aprestaos a la batalla,
y tiemblen los musulmanes
al choque de nuestras armas!
¡Enardezca vuestros pechos
la justicia de la causa,
y combatid valerosos
por mi honor y el de la patria!»
Dijo: al par que en los semblantes
el entusiasmo brillaba,
y la fe en los corazones,
y el valor en las miradas.
De pronto, cesa el tumulto;
pues llegan hasta el Monarca,
dos valientes caballeros
armados de todas armas.
De sus yelmos relucientes
las viseras levantadas,
dejan ver el noble fuego
que por sus ojos exhalan.
Son los dos nobles hidalgos
que aquella noche juraran,
dejar fama de sus hechos
en la primera batalla.
Llevan a un lado ceñida
la fuerte y temible espada,
el ancho escudo en un brazo,
y en la otra mano la lanza.
Temor a todos infunden,
pero más respeto causan
por lo fiero de su aspecto
y lo noble de sus caras.
Hincan la rodilla en tierra,
y de esta manera hablan
al Rey, cuando les permita
que expongan ya su demanda:
«Señor, si me das tu flota
bien prevenida y armada
de galeras y navíos,
por la cruz de aquesta espada.
Te juro sitiar a Cádiz,
y no volver de sus aguas
mientras no quede por tuya,
como anhelas, conquistada.»
«Yo, señor, si de tus tropas
quisieras darme cien lanzas,
llegar a Cádiz te juro
y asaltarlo con pujanza
Colocar nuestra bandera
sobre su torre más alta,
y perder hasta la vida
antes que entregar mi espada.»
«¡Ah! mis valientes caudillos,
conozco vuestras hazañas,
y gloria cabrá a mi trono
por acceder a esas gracias.
Desde hoy, Pedro Martínez
de la Fe, yo, de mi escuadra
quiero que seas Almirante,
seguro de tus palabras.
Y a ti, bravo Juan García,
te concedo las cien lanzas
que pides, y a más ser Jefe
de aquesta noble mesnada.
La fama de vuestros hechos
me satisface y me basta;
id a ganar la victoria
en la conquista anhelada.»
El Rey los abraza y llora;
y los caballeros marchan,
seguidos de sus soldados
entre vivas y algazara.
III.
Al día siguiente,
la flota de Pedro Martínez llega,
sobre la villa de Cádiz
descuidada y sin defensa.
Y en tanto, don Juan García,
con sus soldados por tierra,
al punto de sus afanes
se aproxima con presteza.
Llegan los dos a la Isla,
y al par que por mar la cercan,
la asaltan con noble arrojo,
y en su recinto penetran.
Los moros, sobrecogidos
de espanto, sus casas cierran,
mientras los menos cobardes
se arrojan a la pelea.
Pero ya, es vana la lucha,
y en vano la resistencia;
que abren paso las espadas
de las tropas nazarenas.
Subyugados por el miedo
los moros, con la sorpresa,
no pueden saciar la rabia
de embestida tan ligera.
Mas algunos, por sí mismos
queriendo vengar la afrenta,
combaten desesperados
luchando sin paz ni tregua.
De entre aquellos más valientes
que más ardimiento muestran,
y por Alá se defienden
hasta la hora postrera.
Se ve un imponente anciano,
que de su casa en la puerta,
la muerte, terrible causa,
de todo el que se le acerca.
Como el chacal sorprendido
dentro de su misma cueva,
como guarda sus cachorros
la herida y temible fiera.
Presto don Juan observando
tan temeraria defensa,
y el daño que entre sus tropas
el moro a sus golpes deja,
Quiere vencer por sí mismo
aquella indomable fuerza,
matándolo prontamente
si a discreción no se entrega.
Pero el viejo es una furia,
razones no considera,
y ya don Juan decidido
le acomete con violencia,
Y el moro cansado cede
bajo el poder de la fuerza;
y ya, impotente, abatido,
la muerte rabioso espera,
Cuando dentro de la casa
un grito agudo resuena,
y una hermosísima mora
se ve salir con presteza.
Desprendido el blanco velo,
y al aire las largas trenzas;
y a los pies de Juan García
en triste llanto deshecha,
« ¡Por Alá! dice: cristiano,
no mates a Aben-Gadea,
¡yo te lo ruego, es mi padre,
mi único amparo en la tierra!
No mates al noble anciano,
que lucha por la defensa
de su hija, su tesoro,
de su querida Zorema.
La sangre de Abderramán
por su misma sangre lleva,
y es temido y respetado
de las tribus sarracenas.
¡Oye mi doliente lloro,
mira mi profunda pena,
por caridad, nazareno,
tu corazón se conmueva!»
Calló la sensible mora,
que en lágrimas mil se aniega,
Y abrazada a las rodillas
de García el fallo espera.
Mas éste, que conmovido,
tan rara hermosura observa,
se admira ante el heroísmo
de la inocente Zorema.
Llevar prisionero al viejo.
a sus soldados ordena,
y alzando a la mora al punto
«pierde el temor,» le contesta;
Que si jamás, Juan García,
vencido quedó en la guerra,
su corazón cautivaron
la virtud, y la nobleza.
¡Saldados! ¡guay, de quien toque
al anciano Aben-Gadea!
¡Terrible será el castigo
del que mi voz no obedezca!
Gacela, mi ardiente pecho
prendió tu sin par belleza,
que ensalza tu acción sublime
y al Dios de verdad se eleva.
Desde ahora, mi cautiva
digna de respeto quedas; y
si a mi fe te conviertes,
si de la tuya reniegas.
Si en mi amor comprendes luego
que el tuyo ardoroso anhela,
y sabes tener constancia,
y acoges mi amor de veras.
Mi esposa, quizás, un día
te haré con pasión inmensa,
y a Dios le daremos gracias,
de nuestra dicha en la tierra.»
Dijo, el valiente caudillo,
mostrando un alma tan tierna,
como buenos sentimientos
y religiosas ideas.
Carolina de Soto y Corro
FUENTE
Leyenda caballeresca de la conquista de Cádiz, Asta regia. Año II, Jerez de la Frontera, 12 de septiembre de 1881, núm. 86, p. 5; 19 de septiembre, 1881, pp.1 y 2, núm. 87 y 26 de septiembre de 1881, núm. 88, p. 4.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Esta leyenda fue leída en Cádiz en el certamen verificado en Junio de 1878 por la Asociación de Escritores y Artistas, obteniendo un premio consistente en diez magníficos tomos de «Autores Españoles.» (Nota de la autora).
[2] Interjección para infundir ánimo repentinamente, excitando a ejecutar con vigor o celeridad algo. (Diccionario de la lengua española, RAE)-