Virgen del Milagro
En Madrid hay un monasterio de exterior grave y severo y de magnífica y rica construcción en su iglesia, consagrado a la madre de la penitencia, Santa Clara, por la hija de uno de los Emperadores más grandes del mundo, por la princesa Doña Juana de Austria, hija del emperador Carlos V, y madre del desgraciado rey D. Sebastián de Portugal, que pereció en su expedición del África. —114 —
Siendo viuda del rey D. Juan de Portugal y gobernadora de los reinos de España, mientras Felipe II se hallaba en Flandes y Carlos V se había retirado a Yuste, en Extremadura, transformó en el año de 1559 el palacio en que vivía y de que era propietaria, en monasterio de religiosas franciscanas.
Aquel palacio había sido construido por el rey D. Alonso VI; allí se celebraron las primeras cortes del reino en Madrid en 1339; allí había nacido la reina Doña Juana, y allí, transformado en convento, en una preciosa capilla de mármol al lado de la epístola, está sepultada en un sepulcro, sobre el que se ve su estatua, de rodillas, obra del célebre Pompeyo Leoni.
En esta linda iglesia, que a mediados del siglo pasado renovó el arquitecto D. Diego Villanueva, y cuyo magnífico retablo principal es del célebre pintor y escultor Gaspar Becerra, hay un pequeño altar portátil con un cuadro de la Virgen María, que antes estaba dentro de la clausura, y ante el que hoy, día y noche, arden continuamente veinte y cuatro velas.
El monasterio es el de las Descalzas Reales: el altar el de la Virgen del Milagro. Hay una tradición popular unida a este pequeño cuadro, ricamente adornado con una suntuosa corona de brillantes y otras alhajas de gran precio, don de la excelsa madre de nues— 115 — tra Reina Isabel, Doña María Cristina de Borbón, y la que se ha reservado su propiedad con el piadoso objeto de evitar acaso un sacrílego despojo en los borrascosos tiempos que vamos corriendo.
La Majestad de la tierra ha sido como la salvaguardia de la Majestad del cielo.
Muchas veces nos hemos arrodillado ante esta santa imagen, que acude a adorar[1] diariamente gran multitud de los habitantes de Madrid, y después de contemplar aquel pequeño cuadro tan ricamente adornado y con un culto continuo y perpetuo, cual en pocas partes se tributa en el mundo a la imagen de María, hemos tratado de recoger y conservar con el piadoso respeto que nos merecen, las sencillas creencias populares, tan llenas generalmente de candor y de enseñanzas, cuanto había en el origen de esta santa imagen, que había procedido de un terrible suceso, abriendo los ojos a la luz y encaminando a una sincera y penitente expiación a un gran pecador.
En una quinta deliciosamente situada, no lejos de las márgenes floridas del Turia, vivía por los años de 1530 un opulento caballero valenciano, tristemente célebre en toda la comarca por sus desórdenes y liviandades.
Hijo de padres muy honrados, educado en los principios de la más rígida virtud, su natural —116— impetuoso lo precipitó en la senda de los más culpables excesos y extravíos tan luego como se vio dueño de su persona y poseedor de una inmensa riqueza a la edad de veinte años.
Grandes fueron las demasías de D. Luis de Alarcón, que este era el nombre del mal aconsejado caballero, el que en medio del desenfreno de su vida, dejaba ver que no había olvidado del todo la pura antorcha de la fe, que le alumbró en los hermosos días de su infancia.
De vez en cuando un pensamiento de arrepentimiento pasaba por su frente ajada y sombría: y cuando consumadas algunas nuevas iniquidades volvía a su quinta y quedaba solo con sus pensamientos, o escuchaba las severas amonestaciones de sus antiguos amigos, profunda tristeza en el primer caso, su docilidad en el segundo, revelaban que la desastrosa llama del placer no había devorado todavía la primitiva pureza de aquella alma tempestuosa.
Veían sus amigos que cada día iban siendo más notables aquellos felices síntomas de una posible conversion. D. Luis proseguía, sin embargo, como arrastrado por una triste fatalidad, la carrera de sus desvaríos, que cada día eran más escandalosos al par que a pasos agigantados iba destruyéndose su crédito, su caudal y su salud. —117—
Un día, al volver D. Luis, de Valencia, despues de haber estado una semana entera ausente de su quinta, mas agitado y abatido que nunca, desencajados los ojos, lívido el rostro, y los vestidos desgarrados y chorreando agua, presentaba en su semblante los síntomas de la más terrible alteración. Hacía un horrible temporal, y para que D. Luis se hubiese puesto en marcha con semejante tiempo, era preciso que graves motivos le obligasen a ello; el espanto que se revelaba en todas sus facciones, fugitivo, trémulo y despavorido, decían que algún gran suceso habría trastornado su espíritu, y casi su razón.
Sin hablar a nadie se metió inmediatamente en su lecho, donde a poco le sobrevino una calentura, acompañada de delirio, que hizo temer por su vida.
Las pocas palabras que pudieron los que le asistían distinguir entre la confusión de expresiones vagas que se escapaban en su delirio eran tan inconexas, que nada se podía deducir de ellas. Solo la frecuente repetición de las exclamaciones, ¡infeliz... horror... Dios mío y perdón...! ¡condenado sin remedio!... ¡perdón, perdón!... indicaban que algún terrible suceso había herido profundamente su corazón, e inspirándole tal vez ideas de contrición y de arrepentimiento. — 118 —
Nada pudo saberse del terrible suceso que produjo tan profunda impresión.
La quinta de D. Luis de Alarcón estaba situada a la falda de un collado, separado de un espeso bosque, en cuyo centro había una ermita habitada por un santo y viejo ermitaño, ejemplo de admiración de todos los pueblos de la comarca.
Tenía aquel ermitaño una imagen que, según la general opinión, había traído de Roma el año Santo de 1525, aunque algunos decían que la había pintado él mismo. Qué hubiese de cierto, no ha sido fácil comprobarlo: lo seguro es, que aquella imagen se hallaba en gran veneración en toda Valencia, y que a ella recurrían siempre con fruto los desgraciados en sus necesidades.
No restableciéndose D. Luis de su enfermedad, a pesar de los cuidados de los médicos, en una hermosa mañana de julio se dirigió a la ermita.
El bosque en que estaba situada, ostentaba en aquella mañana todos los encantos de la naturaleza. Solo interrumpían el dulce silencio de aquella soledad el murmullo de los arroyuelos y el alegre trinar de las aves, que en aquellas enramadas alababan al Criador.
Una larga cabalgata cruza lentamente por entre los árboles. Diez hombres a caballo ro-119-dean una litera, en que va un joven pálido, doliente, y con tardo paso se encaminan a la ermita... Aquel joven es D. Luis de Alarcón, y los que le van acompañando, sus criados y además algunos antiguos amigos de su padre.
Van a cumplir un voto sagrado: van a realizar una oferta hecha en el período más agudo de su enfermedad; van a postrarse a los pies de la devota imagen, para pedir al Dios de las misericordias el alivio y salvación del enfermo pecador.
Arrodilláronse todos ante la santa imagen, y ya una hora había pasado de oración, y ninguna señal exterior anunciaba que habían sido oídos sus votos.
El venerable ermitaño exclamó al fin:
—« ¡Oh Madre del Redentor! ¿no intercederéis con vuestro divino Hijo por este gran pecador arrepentido? Yo os lo pido, Señora, como el más humilde de vuestros siervos."
Apenas había pronunciado estas palabras el ermitaño, cuando ¡oh prodigio! la imagen que tenía los ojos inclinados mirando al Niño Dios que estaba en sus brazos, los levantó, dirigiéndolos al devoto ermitaño: en aquel mismo punto se verificó la instantánea y entera curación del enfermo, y lo que es mas, su completa y verdadera resurrección, pues salió de la muerte del pecado para tornar a la vida de la virtud. — 120 —
Desde entonces corregido enteramente de sus extravíos, su único y constante afán fue el hacerse merecedor de la eterna recompensa que le vaticinaba en cierto modo aquella ejemplar merced que había obtenido de la imagen, la cual, desde aquel día, recibió el título que aún conserva, y con el que es venerada en el monasterio de las Descalzas Reales de Madrid, de Nuestra Señora del Milagro.
D. Luis de Alarcón vivió santamente. Empleó en obras de caridad y en dotar y fundar monasterios los inmensos caudales que antes disipara en liviandades.
Murió el santo ermitaño en el año de 1542, y al morir legó esta imagen a la Excma. Señora Doña Leonor de Borja, hermana del marqués de Lombay, cuarto duque de Gandía, y la colocó en el oratorio de su palacio de Gandía; y su devota presencia debió de avivar los santos propósitos y la heroica resolución del santo Duque.
FUENTE
José Muñoz Maldonado - Historia, tradiciones y leyendas de las imágenes de la Virgen, Madrid, Impr. y Litografía de D. Juan José Martínez, 1861, pp. 113-120.
[1] Es un modo de hablar. El culto que la fe católica da a la Virgen no es de adoración, que solo se tributa a Dios, sino de veneración.