Calle de Pignatelll. ? Antigua calle de la Dama. Tradición.
?Vamos, señores, hoy voy a ser yo también de la expedición; voy a acompañarles.
Así decía un amigo de Azara, llamado Federico Giménez, penetrando en la estancia que ocupaban nuestros viajeros en la casa del aragonés.
? Mucho nos favorece su compañía, para que no nos apresuremos a marchar, con tal de disfrutar de ella. —repuso Pravia.
?Yo, por mi parte, estoy ya listo, ?dijo Castro acabando de poner el sobre a una carta que había escrito.
?Eso quiere decir que ya terminaste tu amatoria epístola. Si supiera María Antonia que aquí, en Zaragoza, tenemos chicas tan guapas y que tu las miras con buenos ojos, no estaría tan tranquila.
?Lo mismo, ¿acaso porque yo mire a otra mujer he de hacerlo con la intención que suponéis? Pues si todos los que aman a una determinada persona no pudieran mirar a las demás, estarían bien.
? Vamos, que ya sé yo de algunas paisanas mías que son capaces de volver loco al que más segura tenga la razón. Cuando Vds. quieran los presentaré en una reunión dónde va lo más escogido en belleza y en fortuna de Zaragoza.-784-
?No lo crea V., Giménez?repuso Castro, ? tan seguro estoy del afecto que profeso a la que ha de ser mi esposa, que ninguna otra mujer será capaz de arrebatarme un solo átomo de él.
?No te sujetes a pruebas, que hay mujeres excesivamente diestras.
?Extraño que digas eso, Azara, tú que sabes la vida que hemos llevado en Madrid, y que en ese sitio se reúne todo lo más bello, todo lo más sagaz, todo lo más diestro, que el gremio femenino tiene en provincias. Tú sabes que, desde lo más alto hasta lo más bajo todo lo hemos recorrido, y que no hemos sido los más desgraciados en galantes aventuras.
? Es verdad.
?Pues bien, ¿no crees que estamos ya suficientemente curados de espantos?
?Yo, por mi parte, me parece que sí.
?En el mismo caso estoy yo. Sé apreciar las condiciones especiales que concurren en María Antonia para hacerla mi esposa, y creo también apreciar las de otras mujeres.
?Vamos, señores?dijo D. Cleto terciando en la conversación, ?que estamos haciendo esperar a este caballero.
? Por eso no hay prisa, ?repuso Federico. Marchemos cuando Vds. quieran.
Y los jóvenes lanzáronse a la calle.
? ¡Hola!?exclamó Pravia fijándose en el letrero de una de las que atravesaron. También hay calle de Pignatelli.
?Sí, ?repuso Azara, ?no nos hemos contentado solamente con erigir una estatua al eminente patricio, hemos consagrado una calle a su memoria.
?Y por cierto que es bastante desigual.
?Como compuesta de varias que han perdido sus respectivas denominaciones para cambiarlas por la general que hoy tiene, y que conduce al hospicio o Casa de Misericordia, edificio cuya erección se debe a nuestro ínclito canónigo.
?Es decir, que vamos a ver este asilo de la desgracia.
?Sí, señores; pero antes debo hacerles presente que ahora estamos precisamente atravesando un trozo que en otro tiempo tenía su nombre especial, al cual va afecta una tradición.
?Ya sé lo que dices?repuso Azara, ?te refieres a la calle de La Dama. [1]
?Justamente, ??contestó Federico.
? ¿Y qué tradición es esa ??preguntó Sacanell?
?Confieso mi ignorancia respecto a ese particular ? dijo D. Cleto;? recuerdo el nombre de esa calle, y aun me parece que he oído algo sobre la tradición indicada por este caballero, mas no recuerdo a lo que se refería.
?En mis ratos de ocio, me he ocupado en desentrañar algunas de esas antiguas tradiciones, que tanto abundan en Zaragoza.
? Es verdad— dijo Azara; ?ahora recuerdo que tú has escrito algo y...
?Sí, chico, por aquello que «de poetas y locos todos tenemos un poco,» también me ha dado por emborronar algunas cuartillas. -785-
? Vaya, vaya, dejemos la modestia a un lado, que cuando ha escrito con fuerzas para hacerlo, se habrá sentido. Venga esa tradición, si es que no abusamos de su amabilidad pidiéndole que nos la refiera.
? Por ningún estilo, tengo sumo gusto en hacerlo.
Y Federico refirió a nuestros amigos la siguiente tradición:
Al mediar el siglo XVI, existía en el sitio indicado un enorme caserón, cuyo blasón colocado entre los dos balcones del centro de la fachada, demostraba la ilustre alcurnia de sus dueños.
En la época a que nos referimos estaban estos reducidos a una dama hermosísima llamada Dª Aldonza de Villarroel, viuda de un noble caballero, muerto algunos años antes en Italia.
Más ligera en sus costumbres que lo que el recato y el noble apellido que llevaba permitían, gozaba Dª Aldonza de una reputación sobradamente equívoca.
Decíase que había llegado a disfrutar del favor real, que el emperador Carlos V había sido uno de sus amantes, y que el ofendido esposo, ya que no pudo buscar con su espada el corazón del que mancillaba su honra, buscó la muerte en los combates.
Fuera de ello lo que quisiera, Dª Aldonza, en la existencia que en Zaragoza llevaba, daba pábulo a todas las murmuraciones que a su pasado pudieran referirse.
Los más nobles caballeros aragoneses disputábanse su cariño, y las músicas y las estocadas menudeaban bajo los balcones de la noble dama, con no poco escándalo de los vecinos.
Más de una familia lloraba la muerte de alguno de sus individuos, víctima de los galanteos y de la conducta de Dª Aldonza.
Agradable con todos, admitiendo los obsequios de cuantos amores la demandaban, ella misma provocaba aquellos duelos que tan honda sensación causaban en Zaragoza.
Y su hermosura era tal, que a pesar de conocer todo el mal que producía, siempre al caballero que caía muerto o peligrosamente herido, sucedían otros nuevos.
Un día circuló por Zaragoza una noticia que hizo estremecer de espanto y de inquietud a una porción de nobles familias.
D. Rodrigo Pérez Manrique, capitán de uno de los tercios de Flandes, que había venido a Zaragoza a restablecerse de las heridas y fatigas de la campaña, y que se hallaba emparentado con lo más noble de la población, había comenzado a rondar los balcones de la dama.
Habíala visto un día en el templo, y su hermosura le llamó la atención.
Dª Aldonza fijó su mirada en el apuesto capitán, y desde aquel instante quedó preso el corazón de este en aquellas negras, acariciadoras e irresistibles pupilas.
Y dieron comienzo los paseos, y en vano fue que deudos y amigos aconsejaran a D. Rodrigo que desistiese de semejante empresa, pues los amores de la dama eran desgraciados siempre, para el que los sentía.
Mas en vez de entibiarse con esto el amoroso afán del caballero, adquiría nuevo incentivo. -786-
Y llegó un día en que se abrió para el enamorado galán, misterioso postigo, colocado en el macizo muro, y el cual había dado paso a más de un caballero.
Y atravesó en alas de su pasión cámaras y aposentos hasta que penetró en el encantador retrete donde le esperaba Dª Aldonza.
Si hermosa se había presentado siempre a los ojos de D. Rodrigo, jamás lo estuvo tanto como en aquellos momentos.
Sus negros ojos destacábanse poderosamente de aquel rostro blanco, suave y nacarado como el de un niño.
Por sus rojos y entreabiertos labios exhalábase un aliento tibio y perfumado que al acariciar el rostro de D. Rodrigo acabó de trastornar su razón.
?¡Oh! señora –exclamó cayendo de rodillas a sus pies ;?; cuánto os amo!
? Habéisme vencido, D. Rodrigo – repuso con enloquecedor acento la dama, ?quiera el cielo que vuestros amores no sean de tan corta duración como las flores que se ostentan en esos jardines.
?Mi amor morirá conmigo, Dª Aldonza. Únicamente con la vida podré arrancarle de mi corazón.
Y las misteriosas entrevistas se repitieron y D. Rodrigo fue el amante predilecto de la dama.
Y decimos el predilecto, porque todavía continuaban las músicas y todavía proseguían las coqueterías de Dª Aldonza con otros, a quienes también seducía su belleza.
Y el escándalo aumentaba y las estocadas menudeaban bajo aquellos balcones. D. Rodrigo cada día estaba más ciego.
Habíase batido varias veces por Dª Aldonza, y ni las amonestaciones de sus parientes, ni los consejos de los Jurados que no sabían qué hacer para cortar tantos escándalos, podían conseguir que desistiera de su funesto empeño.
La cólera de los rivales desdeñados iba en aumento.
Porque aun cuando Dª Aldonza a todos alentaba con sus sonrisas y sus frases de cariño, ninguno penetraba en su aposento como lo hacía D. Rodrigo.
Una noche, como de costumbre, penetró el gallardo capitán por el postigo de la casa donde su amada le esperaba impaciente.
Apenas hubo desaparecido tres embozados desembocaron por una de las callejuelas inmediatas.
?Ya ha entrado, ?dijo uno.
? No importa ?repuso otro,– al salir tropezará con nosotros.
?Necesario es que apretéis bien los puños?dijo el tercero que hasta entonces permaneciera silencioso, ?que el capitán es diestro y arrojado.
?Harto sabemos manejar los hierros, y podéis quedar descuidado que no os estorbará más.
?En vosotros confío, ojo avizor, y mano firme.
Y los dos embozados, a quienes el tercero se dirigía, apostáronse frente al postigo, mientras este iba a tomar posición en la esquina de la calle por donde acababan de aparecer. -787-
Y pasaron algunas horas. Al cabo de ellas sintióse el ligero rechinar de una puerta.
Tras ella resonó un beso y a poco, el capitán apareció en el hueco que aquella dejó al abrirse.
Cerróse tras él, mas a los primeros pasos que dio, los dos embozados espada al aire y daga en mano, cruzáronse ante él, cerrándole el camino.
?¡Atrás! ? dijo D. Rodrigo desembozándose rápidamente y sacando la espada. Pero los dos rufianes sin decir una palabra arrojáronse sobre él.
D. Rodrigo procuró ganar la pared para resguardarse y resistió con valentía la recia acometida de sus enemigos.
Y un combate terrible dio principio.
Porque el capitán era valiente y diestro y aprovechaba oportunamente los ligeros descuidos de sus contrarios.
Más de un enérgico juramento que se exhaló de los labios de estos demostraba que habían sido tocados por la espada de D. Rodrigo.
Y fuera de esto, no se escuchaba otro ruido que el estridente de los aceros.
Pero lucha tan desigual no podía sostenerse, y después de un buen espacio D. Rodrigo soltó la espada y cayó desplomado al suelo, pudiendo apenas decir:
?¡Muerto soy!
Los dos antagonistas, envainaron sus aceros, envolviéronse en sus capas y diéronse a correr por aquellas estrechas y revueltas calles.
Cuando llegó la ronda solo pudo recoger el cadáver del apuesto capitán.
El escándalo había llegado a su colmo.
Los parientes del muerto pidieron venganza, mas nadie pudo descubrir a los matadores.
Entonces volviéronse contra la verdadera causa de aquella muerte, y de tal modo obraron, que los Jurados viéronse obligados a desterrar de Zaragoza a DªAldonza de Villarroel.
Desde entonces la calle en que esta vivía, llamóse calle de La Dama.
FUENTE
Por una sociedad de literatos.
La vuelta por España. Viaje histórico, geográfico, científico, recreativo y pintoresco. Tomo I. Barcelona, Imprenta y librería religiosa y científica del Heredero de D. p. Riera. 1872, pp. 783-787.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Desaparecida en 1863 y sustituida por la calle Ramón Pignatelli, formada por varias calles. Entre 1600 y 1659 se llamó Horno de Peco y también Mesón de la dama. Peco era el apellido de Margarita Peco, la propietaria del Horno. Hay constancia de que en 1723 se llamaba Calle de la Dama: “desconocemos a quién se refería el nombre genérico de Dama”.p.53 en Carmen Romeo Pemán, Gloria Álvarez Roche, Cristina Baselga, y Concha Gaudó, Callejero La Zaragoza de las Mujeres, Zaragoza, Casa de la mujer. (s.a., ca. 2003-2015).