[El callejón de Ezmírez]
Dos días llevaban nuestros amigos en Zaragoza, cuando una mañana entraron a avisar a Castro de que un caballero preguntaba por él.
Sorprendido quedó el andaluz porque no podía caer en quien sería la persona que a él le buscase particularmente.
Así fue que se apresuró a dar orden para que pasase quien fuera.
Al ver a su visitador, una exclamación de alegría se exhaló de sus labios, y abrazando al recién llegado, exclamó:
—¡Diablo, Sr. Pascual! ¿Quién hubiera de creerle por aquí?
—¡Toma! tenía que venir a cobrar una partida de trigo que vendimos no hace muchos días, y me dijo la parienta, pues mira, Pascual, llégate a ver si ves a nuestro futuro yelno.
—Se lo agradezco mucho. ¿Y María Antonia?
—¡Toma! tan fresca y tan guapa que paece un botón de rosa; aunque me esté mal icirlo a mí, que soy su padre, es el encanto de Guadalajara. ¿Y V., cuándo viene por allá?
— Tentaciones me están dando de acompañarle. ¿Cuándo se va V.?
—Yo, según y cómo. Si cobro esos cuartos de aquí al sábado, pué muy bien que me vaya en el tren correo para estar el domingo con la familia. ¿Y D. Cleto? ¿Qué tal va con esos viajes?
—Más tieso que un huso y más fuerte que un roble.
—¡Diablo de hombre, y qué acartonado que está! Creo que no le he conocido enfermo una vez siquiera. Y mire V. que tiene años.
—A todos nos aventaja en buen humor y en firmeza para soportar las fatigas.
—¡Oh! eso sí que lo creo, porque allá en el pueblo siempre le tenía V. andando de acá para allá, recorriendo montes y vericuetos y sin cansarse nunca.
—Así se ha conservado tan bueno, y tan sano y tan ágil.
—¿Y sus amigos de V.?
—Perfectamente bien, y por cierto que se van a alegrar muchísimo de verle.
Y Castro se dirigió, acompañando a Pascual, a la habitación en que se hallaban sus compañeros.
Al verle estos le estrecharon la mano cordialmente, apresurándose Azara a decirle:
—Vaya, Pascual, ya no sale V. de casa. -976-
—Eso sí que no, señor. Yo estoy ahí, en una casa de huéspedes, y aquí les serviría de molestia.
—Por ningún estilo; tampoco les servimos a Vds. en su casa, y eso que éramos unos pocos.
—Vds. ya es diferente.
—Nada, no admito excusa alguna. Ahora mismo irá el criado a buscar los efectos que haya traído, y ya no se mueve de aquí; pocos deseos que tiene mi padre de conocer a V.
—Pero, Sr. de Azara, mie V. que yo no sirvo para hacer cumplimientos, porque haya (sic) en nuestra tierra sabe V. que no se gastan.
—Pues, precisamente está V. en otra en que no los queremos ni poco ni mucho.
—Ea, Sr. Pascual, descortesía fuera no aceptar lo que tan cordialmente se le ofrece. Si no lo acepta, mi amigo Azara se ofendería.
—Eso sí que no lo quiero.
—¿Entonces acepta V.?
—Pero si ya le he dicho...
—Aquí estará como en su casa. Ni a mi padre ni a mí nos han agradado jamás los cumplimientos, por lo tanto es V. de los nuestros.
El buen Pascual no tuvo otro remedio que aceptar.
Los padres de Azara le recibieron cordialmente, pues ambos sabían tanto lo bien que con su hijo se portaran durante su estancia en Guadalajara, cuanto el próximo parentesco que más tarde había de mediar entre Pascual y Castro.
Aquella tarde estuvo a visitar a nuestros amigos, Federico, aquel escritor aragonés amigo de Azara, que en algunas ocasiones habíales referido varias leyendas que hiciera, basadas sobre las tradiciones de Zaragoza.
— ¡Hola! ¿Íbamos a salir de paseo ?—preguntóles al ver que se disponían a salir de su casa.
—Con eso nos acompañarás, si quieres, contestóle Azara.
—¿Que si quiero? pues ya lo creo; precisamente un paseo por nuestra ciudad, y en compañía de amigos queridos, es cosa que me agrada extraordinariamente.
—Gracias, por nosotros.
—Vamos, vamos a la calle y dejémonos de gracias.
—Tienes razón, chico, esa ya es una forma muy anticuada y mucho más para nosotros.
Y diciendo y haciendo, salieron a la calle tomando la dirección que primeramente se les ofreció.
—¿Dónde vamos? ? preguntó Pravia.
—Al azar; atravesemos algunas calles y veremos si en ellas encontramos algo que nos preste materia para pasar agradablemente el tiempo.
—Y dime Federico ¿se imprimió ya el libro que nos ofreciste?
—Sí, y por cierto que tengo en casa los ejemplares que he destinado para ti y para estos señores.
—¿Por qué no los has traído? -977-
— No sabía al salir de la mía que iba a ir a tu casa. Ya sabes que yo soy así; pocas veces voy a un punto determinado de antemano; salgo a la calle y donde primero se me presenta allí entro.
—¡Caramba! que nombre tan lúgubre tiene esta calle, dijo Castro mirando el letrero de una en que a la sazón penetraban.
—Calle del Sepulcro; es verdad, dijo Sacanell.
—Aquí en esta calle se encuentra un callejón sin salida, que también tiene su historia.
—He aquí precisamente lo que buscábamos, repuso Castro alegremente. —Ya tenemos para pasar la tarde agradablemente.
—¿Por qué?? dijo Pravia.¡Ah! maldito gallego, qué torpe eres; no comprendes que existiendo por aquí un callejón que tiene historia, hoy yendo con nosotros Federico que es el leyendista, y perdóneseme la palabreja, de Zaragoza, por fuerza habrá hecho algo basado en ese acontecimiento.
—Es verdad, repuso Azara. — Habla chico, habla que ya oyes lo que dicen de ti.
—El amigo Castro ha dicho bien, tengo una cortísima leyenda aneja a ese sitio.
—¿Cuál es? preguntó Azara.
—El callejón de Ezmírez.
—Es verdad.
—Restos quedan todavía del famoso solar de esa poderosa familia.
—¿Pero la leyenda viene o no viene?
—No se impaciente V. que para oír malos cuentos, siempre habrá lugar.
— No tal, que recuerdo las bellísimas que ya nos ha contado, y no dudo que esta no desmerecerá de sus hermanas.
Federico dio comienzo a su narración en estos términos:
Era el año de 1379.
Dª Brianda de Luna habíase casado contra su voluntad con el rico?hombre D. Lope Jiménez de Urrea.[1]
La dama, era hermosísima y tan altiva como hermosa.
El esposo, era anciano, y gastado ya por los excesos y las campañas, que en aquella época tan frecuente y tan ruda eran.
Casamiento concertado por la poderosa familia de los Lunas, mças ganosa de añadir a sus cuarteles los de la muy noble casa de Urrea, que de consultar las inclinaciones de la joven, dio por resultado que la esposa comenzara a llorar al día siguiente de sus bodas, para concluir sublevándose contra el destino que la habían impuesto.
Hubo un tiempo en que los padres de Dª Brianda trataron su matrimonio con un su primo, de la noble estirpe de los Cornel, llamado D. Luis.
Pero este marchóse a la guerra, en ella continuaba y mientras tanto D. Lope Jiménez de Errea de tal modo se hizo valer, que consiguió llamar su esposa a la bellísima dama. -978-
Eran las últimas horas de la tarde.
Dª Brianda hallábase sola en su cámara, cuyas ojivas ventanas daban al río.
Pensativa contemplaba deslizarse las bulliciosas aguas, mientras que entre sus párpados temblaba una lágrima, gota de amargura y de dolor que el corazón enviaba hasta sus ojos.
De pronto, sacóla de su muda contemplación la atiplada voz de un pajecillo que apareciendo en la puerta de la estancia, dijo:
- El alto y poderoso Sr. D. Luis Cornel demanda vuestra venia para hablaros.
-¡Él!?murmuró la dama sintiendo que sus mejillas se enrojecían, y que su corazón latía con extraordinaria violencia.
Y no pudo contestar en los primeros momentos.
El paje tornó a decir:
-¿Oísteis señora?
-Sí, ?repuso Dª Brianda haciendo un esfuerzo, ya te oí. Díle que pase.
Momentos después un gallardo y apuesto caballero penetraba en la cámara...
Apenas el tapiz que cubría el hueco de la puerta hubo caído, el caballero que ceremoniosamente saludara a la dama al aparecer en el umbral, corrió hacia ella diciéndola con tembloroso acento:
-Háblame por piedad, Brianda mía, dime que esto es un sueño; que tú no estás casada con D. Lope, que sigues siendo mi Brianda bien amada. ¡Oh! dime que me han mentido.
La dama solo pudo contestar con un gemido.
Gemido que expresaba con harta elocuencia la verdad que D. Luis no quería creer.
-¿Con que es cierto? dijo este al cabo de algunos segundos? ¿Con que así has burlado mi fe? ¡Oh! ¿qué merece la mujer que de tal manera engaña al hombre que en ella fiara honra, placer y vida? ¿Qué merece la que perjura se olvida de juramentos de eterna fidelidad y constancia, de protestas de acendrado amor y cariño? ¡Oh! mientras yo ganoso de gloria por ti, derramaba mi sangre en los combates para alcanzar nuevos laureles que ofrecerte, tú ingrata riyéndote [2]de mis afanes te arrojabas en los brazos de otro hombre. ¿Qué merece tu indigno proceder?
- Calla, por piedad.
-No puedo, que tengo partida el alma por tu falsía, y vine aquí para arrojarte al rostro sus sangrientos restos.
- Escúchame y ten compasión de mí.
-¿La tuviste acaso de mi desventura?
-¿Soy yo tan feliz? Mírame Luis; mira este rostro donde el dolor estampó sus terribles huellas, y dime si es el mismo de los plácidos días de nuestros amores.
-La que obra como tú ¿qué mucho que no sienta dentro de su pecho cual torcedor implacable la desastrosa voz del remordimiento?
— Una sola palabra puedo decirte y esa debe satisfacerte.
-¿Cuál? ?
-Yo no dí mi mano a D. Lope. Casáronme con él y bien caro me ha costado. -979-
- ¿Qué dices?
-Que mi voluntad no fue consultada para nada; que en vano me opuse cuando a mis oídos llegó de lo que se trataba; que fui villanamente arrastrada al altar; que mis labios apenas pudieron pronunciar el sí, que de ellos se exigía, y que nunca, nunca he dejado de amarte.
-¡Oh, si te pudiera creer!
-No dudes Luis, no dudes y en prueba de ello que si antes no hube dado un paso que me avergonzaba por más que lo creyera indispensable, fue porque me hallaba sola, porque no tenía junto a mi persona de quien fiarme.
-¿Qué quieres decir?
-Que yo no puedo continuar siendo la esposa de D. Lope.
—¡Brianda!
- No; entablaré la demanda de divorcio porque tengo poderosas y fuertes razones en que apoyarla; porque me es absolutamente imposible vivir así.
-¿Acaso te maltrata ? Habla, dímelo, porque si así fuera, yo te juro que mi nombre....
- Nada Luis; nada jures porque nada debes hacer. De cuanto tú hicieras, responsabilidades exigieran a mi honor. Déjame, y si dispuesto a ayudarme te encuentras, ayúdame a conseguir lo que deseo.
-¿Qué si estoy dispuesto a ayudarte? pues ¿acaso he tenido otro pensamiento, otra idea, otra existencia que la que constantemente soñara junto a ti? ¡Ay, Brianda! cuán injusta te me muestras diciendo tales palabras. Habla ¿qué quieres?
-Separarme de D. Lope.
-Esta misma noche tendrás una barca prevenida al pie de esas ventanas.
-¡Oh! no Luis; tu pasión te ciega, no es así como yo debo salir del palacio de D. Lope.
- Necio de mí que por un momento hube de creer que todavía me amabas.
-Y te amo Luis; te amo cual tú mismo no puedes comprender, y por lo mismo quiero salir de aquí tan honrada como entré.
-No te comprendo.
-Saldré en virtud del repudio que hago de un esposo indigno, repudio que la ley debe proteger y ayudar la justicia.
-Pero...
- Mañana presentaré al arzobispo de Zaragoza, nuestro pariente, la demanda de divorcio.
-Pero si ellos mismos hicieron tu unión ¿cómo han de querer deshacerla?
-¡Oh! es verdad.
-Si como tú dices tu voluntad no se consultó para nada, si fue solamente la obra de ellos ¿crees que quieran destruirla?
-No importa; mi deber es obrar así.
-Mas y si la desechan si no te atienden, si te condenan...
-Calla. -980-
-Si te condenan a permanecer al lado de ese hombre indigno de llamarse tu esposo ¿qué harás?
-No lo sé.
-Si me amaras, pronto hubieras contestado.
-Si no te amara no sufriera mi corazón.
-Perdóname Brianda mía, perdóname porque en el estado que me hallo, apenas si tengo conciencia de lo que digo.
-La prueba de que te amo te la ofrezco en el paso que voy a dar.
?-¿Pero si no resulta lo que esperas?
-Dios me ayudará.
-Y mi esfuerzo también. A corta distancia de Zaragoza, tengo mi roquero castillo de Aljafarín, fuertes son sus murallas, y más fuertes todavía los pechos de mis soldados. Una sola palabra tuya, y puéblanse los adarves[3] de valientes que a mi voz se dejaran matar por ti. Una barca nos llevará allá. Habla y pronto estamos fuera de este palacio.
-No todavía.
-Más...
-Déjame que intente ese medio que no me atreví a poner en práctica, porque me veía sola y abandonada; porque presentía lo que tú mismo acabas de decir, que no admitieran mi demanda y me viera obligada a seguir viviendo con un hombre a quien detesto, que solo desprecio puede inspirar.
- Pues bien, a tus órdenes estoy. Mándame lo que quieras, pero te advierto que desde hoy todas las noches tendré una barca al pie de esas ventanas y yo estaré en ella. Una palabra tuya me pondrá inmediatamente a tu lado.
-Gracias.
No tardó mucho tiempo D. Luis después de pronunciadas estas palabras en abandonar la cámara de su prima.
Esta le dio algunas instrucciones sobre lo que debía hacer, y cuando el joven hubo partido, dejóse caer de rodillas ante el rico reclinatorio murmurando:
-¡Dios mío! ayudadme, que bien sabéis la razón que me asiste.
Largo tiempo hacía que la noche había cerrado por completo.
Los pajes habían encendido las lámparas que iluminaban la estancia de la dama, sin que esta se hubiera apercibido de ello.
Una voz que resonó a corta distancia de ella la hizo estremecerse y alzar la cabeza sobresaltada.
D. Lope Jiménez de Urrea estaba a su lado.
El anciano esposo fijaba en ella una mirada indescribible.
-Señora,la dijo, he sabido que vuestro primo, D. Luis Cornel, está de vuelta en Zaragoza.
D. Brianda contestó:
-¿Y por qué me decís eso? -981-
-Sé que D. Luis fue en otro tiempo vuestro amante.
-¡Caballero!
-Ha poco vino a visitaros.
-Proseguid.
-Y como quiera que tales visitas pudieran empañar vuestra honra, que es la mía, os prevengo que no deben repetirse.
-No puedo comprenderos bien porque no quiero saber lo que pensásteis de mí.
- Fácil es de comprenderlo.
-No tal, si es que tratáis de ofenderme.
-Oféndenme a mí esas visitas.
-Valiéraos más no haberme inferido la ofensa de enlazaros conmigo, caballero, y tened en cuenta que para guardar mi honra bástome yo misma, sin necesidad de vuestras excitaciones.
-Vuestro deber es obedecerme.
-Otros debieran haber sido vuestros deberes y no los habéis cumplido.
-No evoquemos el pasado cuando hablándoos estoy del presente.
-Basta ya, D. Lope; ha tiempo que os dije que todo había terminado entre nosotros. Vos abusasteis indignamente y me condenasteis á perpetuo llanto. Salid de mi cámara y no añadáis otro nuevo ultraje a los que ya me hicisteis.
-Duéleme en el alma, señora, repuso D. Lope con irónico acento,no poder acceder a vuestra demanda. Canséme ya de ser vuestro juguete y debéis comprender que soy vuestro esposo.
-Mi tirano diréis mejor, mi verdugo, pues solo mi muerte apetecéis.
-Pensad lo que mejor os plazca; soy vuestro esposo, y tengo derechos sobre vos, a los cuales es inútil que tratéis de sustraeros.
-Lo veremos.
-Harto visto lo tengo, y os prevengo que si hasta aquí cedí a vuestros locos caprichos, resuelto estoy a que esto no suceda más.
Y pronunciadas estas palabras, D. Lope salió de la estancia de su esposa.
Al día siguiente esparcióse por Zaragoza una noticia que produjo una sensación extraordinaria.
Dª Brianda de Luna había abandonado el palacio de su esposo.
Presentó su demanda de divorcio fundada en causas harto vergonzosas para su esposo, al prelado de Zaragoza y a los abades de Monte Aragón y Veruela, y fue a esperar su decisión a casa de una tía de D. Luis Cornel.
D. Lope Jiménez, ofendido por aquel infamante y vergonzoso borrón arrojado sobre él, reunió inmediatamente a todos sus parciales y amigos, aprestándose a luchar en todos los terrenos contra los favorecedores de Dª Brianda.
Mala consejera fue la pasión para la dama, pues no tuvo presente que el inconveniente paso que diera, no solamente concitaba contra ella las iras de los parientes de su esposo, sino que tampoco podían favorecerla los mismos propios.-982-
La llegada de D. Luis acabó de trastornarla; la adormecida pasión alzóse más potente, cególa, y la arrastró al más borrando de los precipicios.
Ni el arzobispo ni los abades accedieron a su demanda.
Era demasiado escandaloso el hecho para que le dieran su asentimiento, y el orgullo y la altanería de la dama habíanse mostrado demasiado patentes para que pudieran aprobarlos.
Así fue, que si interés había inspirado desde el principio aquella hermosa dama, enlazada a un anciano, sin dotes ni condiciones para interesar un corazón sediento de amor, desde el momento en que sucedió lo que acabamos de referir, el interés y el afecto trocáronse en indignación y en ira.
Dª Brianda soportó con firmeza aquella censura de la nobleza y mostróse mas altiva que nunca.
El arzobispo pronunció su sentencia en aquel extraño eé indecoroso litigio, y en virtud de ella, la dama se vio obligada a volver al palacio de su esposo.
Al abandonar la casa en que buscara un asilo, D. Luis con el semblante ceñudo y sombrío, tembloroso de ira la preguntó con voz trémula:
-¿Qué piensas hacer Brianda?
-Esta noche te lo diré, contestóle la dama que se hallaba no menos sombría y preocupada.
- A buscar tu respuesta iré.
-No faltes…
Y tras estas palabras siguió a los que habían de conducirla al lado de su esposo.
Iba a mediar la noche.
Todo era reposo y quietud en la ciudad.
El palacio de los Ezmírez, donde moraba D. Lope Jiménez de Urrea parecía hallarse disfrutando de la misma calma que el resto de la ciudad.
Sin embargo, no era así.
Dª Brianda se hallaba, como la vimos por primera vez, cerca de las ventanas contemplando las murmuradoras aguas del caudaloso Ebro.
Cada ligero rumor que percibía hacíala dirigir la vista en la dirección que se escuchara.
Y viendo que el tiempo se pasaba y que no iba el que ella esperaba, separábase impaciente de la ventana murmurando:
-Si no vendrá.
Pero otra vez y, como a su pesar, atraíala aquella funesta ventana, y sus miradas se perdían en la oscuridad del espacio.
Por fin le pareció percibir un ligero rumor.
Latió su corazón con violencia.
Dilatáronse sus ojos cual si quisieran aumentar la intensidad de su mirada para penetrar en aquel mar de tinieblas.
Y el rumor fue escuchándose cada vez más distinto. -983-
Parecía que una barca se deslizaba silenciosamente por la corriente del río.
Y era tan débil el ruido que hacía, con tal cuidado la guiaban sin duda, que únicamente el oído de un amante pudiera percibirlo.
La lámpara que había en la estancia de Brianda debía servir de guía sin duda a los de la barca porque esta se detuvo al pie de la ventana.
- Brianda, exclamó una voz desde abajo.
-Aquí estoy, contestó la dama.
- He cumplido tu deseo.
-Gracias, Luis; ¿traes una escala?
- Prevíneme con ella, más temo no acertar a clavar los garfios en la ventana.
-Espera.
Y la dama penetró en su cámara, cogió un cordón de seda que prevenido tenía, y dijo lanzándole a la barca:
-Ata la escala a este cordón. Momentos después decía a su vez D. Luis:
-Ya está.
Entonces la dama comenzó a recoger el cordón, y bien pronto la escala quedó asegurada en la ventana.
Dª Brianda se dirigió a la lámpara y la apagó.
De nuevo asomóse a la ventana y dijo:
-Sube.
D. Luis llegó hasta asomarse al antepecho de la ojiva y Dª Brianda le detuvo.
-¿No me dijiste que en tu roquero castillo de Aljafarin podríamos encontrar un asilo seguro?
-Sí.
-¿Te atreves a luchar contra los que osen ofenderme?
- Mi vida diera por ti, Brianda mía;?repuso el enamorado mancebo.
-Pues bien, tuya soy, porque tuyo es mi amor. Huyamos de aquí.
Y la infiel esposa subió al alfeizar de la ventana, y ayudada por D. Luis descendió hasta la barca.
Una vez en ella, esta se alejó siguiendo el curso del río.
Dª Brianda acababa de descender al abismo a que su insensata pasión y su orgullo la condujeran.
La que no había vacilado en hacer objeto de ludibrio el nombre de su esposo, había arrojado sobre sí una de esas manchas que difícilmente pueden borrarse.
Al día siguiente todo era animación y movimiento en el palacio de los Ezmírez.
D. Lope Jiménez apenas supo la desaparición de la esposa reunió a todos sus deudos y amigos.
Los Lunas y los Urreas hallábanse en la espaciosa cámara de honor del vasto edificio.
D. Lope les dijo lo que había pasado. -984-
Hiciéronse pesquisas inmediatamente y no tardó en saberse que D.ª Brianda se hallaba en el castillo de Aljafarín.
Semejante noticia llenó de ira a los Lunas y Urreas.
Inmediatamente el ofendido esposo y los ofendidos parientes de Dª Brianda, enviaron un heraldo a D. Luis Cornel, apercibiéndole que de no entregar la dama que en su castillo se encontraba, entrarían por sus tierras llevándolo todo a sangre y fuego hasta tomar cumplida venganza de tamaño desafuero.
La respuesta de D. Luis, fue reunir a sus parciales y comenzar las hostilidades contra los que consideraba como sus enemigos.
Causas formadas por tan culpables hechos, deben producir efectos muy deplorables. Así sucedió en este caso.
Poderosos los dos bandos, dieron comienzo a una guerra de exterminio, en la cual poco a poco fueron mezclándose de una y otra parte ricos magnates que llevaron la consternación por todo el reino.
En vano trataron algunos prudentes caballeros y religiosos varones de poner término a tan sangrientas contiendas.
Dª Brianda cada vez más orgullosa rechazaba todas las proposiciones de paz, prefiriendo el deshonroso estado en que se hallaba, a obtener el perdón de su esposo.
Y la guerra asolaba los pueblos, talaba los campos, causaba innumerables victimas llevando la desolación y el espanto por todo el reino.
Terribles son las páginas que en la historia aragonesa forman la guerra de estos bandos, que haciendo brotar por doquiera espantosos clamores, hubieron de obligar por fin al rey D. Pedro IV el Ceremonioso, que ocupaba el trono de Aragón, a tomar cartas en el asunto.
Pero su autoridad fue desconocida por los altivos Corneles.
Sus mensajeros apenas fueron escuchados, y sus amonestaciones y sus mandatos desobedecidos.
Entonces ya no tuvo otro remedio el monarca que obrar con energía y severidad.
Conocido el carácter de D. Pedro, fácil es de comprender que no abandonaría su empresa sin haberla dejado terminada por completo.
Un día vieron aparecer los defensores del castillo de Aljafarín, lucida hueste que situándose ante sus muros preparó los ingenios y máquinas necesarias para batir las robustas murallas.
El pendón real ondeaba al viento en el campo de los sitiadores.
D. Luis apercibióse para una defensa tanto más obstinada, cuanto que comprendía que no obtendría piedad ni gracia.
D.ª Brianda, la culpable esposa no se separaba de su lado; cuanto más próxima se hallaba a sucumbir, más indomable, más altiva, más enérgica se mostraba.
Era la personificación del ángel malo con su audacia y su orgullo, con su fatal hermosura y sus ardientes pasiones.
Los soldados de D. Pedro dieron el asalto. -985-
El roquero castillo de Aljafarín fue tomado, sus defensores pasados a cuchillo y la soberbia mole asolada.
D. ª Brianda fue a terminar sus días en la soledad del claustro entre el acervo remordimiento de sus pasados extravíos y el dolor por la suerte a que arrastrara a D. Luis.
EI rey de Aragón templó su iracunda saña, merced a los empeños de poderosos magnates, y el desdichado amante de Dª Brianda fue encerrado en perpetua prisión.
Tal es la tradición que corrobora la historia y que va aneja al antiguo solar de los Ezmírez, en el callejón, que como hemos dicho, lleva su nombre.
FUENTE: (Por una sociedad de literatos)
La vuelta por España. Viaje histórico, geográfico, científico, recreativo y pintoresco. Tomo I. Barcelona, Imprenta y librería religiosa y científica del Heredero de D. p. Riera. 1872, pp.975-985.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] La historia referida por la leyenda es completamente verídica. Se añade al conflicto que Luis Cornel también estaba casado, con Sevilla de Luna, cuando huyó con Brianda. La demanda interpuesta por Brianda de Luna se basó en que el matrimonio no había sido consumado. “El conflicto desembocó así en una verdadera «guerra feudal» que alcanzó su punto álgido en 1381, cuando ambos contendientes habían recabado ayuda militar de sus numerosos partidarios no sólo en Aragón, sino también en Cataluña y Valencia” (Del Campo Gutiérrez, 2012: 70-71 en Campo Gutiérrez, Ana del. “El matrimonio como detonante de conflictos feudal en el Aragón del siglo XIV: el divorcio de Luis Cornel y Sevilla de Luna y la intervención de Elfa de Jérica”, Aragón en la Edad Media XXIII (2012) pp. 67-96 Issn 0213-2486).
[2] Riyéndote (antiguo) por riéndote.
[3] Adarves: 2. m. Camino situado en lo alto de una muralla, detrás de las almenas; en fortificación moderna, en el terraplén que queda después de construido el parapeto. (Diccionario de la lengua española, RAE).