DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Los frailes y sus Conventos: Su historia, su descripción, sus tradiciones... Llorens, 1851, pp. 307-313.

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Foto: Miguel Ángel

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HUELVA

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El huésped misterioso

Veinte y cuatro años solo poseyeron los Templarios el edificio de la Rábida.

Proscritos por la bula de Clemente V, los monjes soldados del Temple abandonaron el convento del que pasaron a encargarse los religiosos conventiuries para a su vez cederlo a mediados del siglo XV, por bula de Eugenio VI, a los observantes. Estos hijos de San Francisco fueron pues quienes allí permanecieron hasta la total extinción de todos los regulares en 1835.

Después de esta época, la Rábida había quedado abandonada y, sin consideración a sus gloriosos recuerdos, se la dejaba desmoronar poco a poco olvidada en aquel rincón de la bella Andalucía.

Y sin embargo, aún tiene la Rábida un recuerdo que debemos apuntar, recuerdo de un hombre que la llena toda como Carlos V -309- el monasterio de Yuste, como el Cid el de San Pedro de Cardeña.

Un día se acercó un extranjero a llamar a las puertas del convento. Llegaba a pie y fatigado. Vestía un pobre pero aseado justillo [1]rojo, y descansaba sobre sus hombros un capote de lana parda, cubría su cabeza un birrete[2] de velludo[3], calzaba unas botas portuguesas y traía a su espalda un zurrón cuyo poco volumen no daba a decir verdad altas ideas de su contenido.

Era su frente despejada, su vista penetrante, aguileña su nariz, y, esparcidos por toda la fisonomía algunos rasgos de inteligencia, revelaban un cierto esplendor de fortaleza y de genio tan robusto y pronunciado, que cualquiera se sentía lleno de admiración ante él. No iba solo. Acompañábale un niño de corta edad, cuyos pies estaban hinchados de fatiga, cuya boca dejaba escapar una espiración jadeante, y de cuyos ojos brotaba una lágrima debida a la desesperación o tal vez al hambre.

—¿Qué se os ofrece, buen hombre? preguntó al recién llegado el monje portero asomando su cabeza.

El extranjero miró al fraile y contestó con una voz triste y doliente:

— Un pedazo de pan para mi pobre hijo.

Las lágrimas no le dejaron proseguir.

Apresuróse el fraile a abrir la puerta con un celo que bien y cumplidamente revelaba su caridad cristiana, e introdujo a sus dos huéspedes en el convento.

Inmediatamente él mismo puso sobre una mesa varias frutas y un pan del que se lanzó a comer con avidez el niño. En cuanto a su padre, después de haber dado las gracias al fraile, se había puesto a recorrer a grandes pasos la estancia, entregado y ensimismado en sus reflexiones. El monje portero le examinaba con cierta compasión mezclada de curiosidad, y, como fascinado por aquella nobleza de facciones, por aquella mirada de águila, no podía apartarla vista del huésped.

—¿ Y vos, no coméis, hidalgo?—se atrevió por fin a decirle.

— No tengo apetito.

— Habréis hecho mucho camino según lo fatigado que está vuestro hijo.

— Mucho.

—¿Venís de muy lejos?

— ¡Oh! sí, de muy lejos.

— ¿Y vais también lejos? —¡Ay! sí,  muy lejos.

Lacónicas eran las contestaciones, pero había en este laconismo cierta expresión de dulzura, que muy al contrario de repeler al fraile le impelía a simpatizar todavía más con el huésped. -310-

En aquel instante acertó a llegar un monje del convento, Fray Juan Pérez Marchena, hombre instruido y de recto entendimiento. Detúvose a hablar con el portero sobre asuntos de la casa y este le comunicó sus observaciones acerca el extranjero que acababa de llegar. Examinóle despacio con afable rostro y aire escudriñador -311- el buen fraile, y acabó por no quedarle duda de que aquel hombre era más de lo que parecía. Por otra parte, todo se le volvía al huésped pasearse arriba y abajo de la estancia, detenerse de pronto, volver a andar, balbucear sus labios ciertas frases inconexas y darse palmadas en la frente, olvidada completamente de que le estuviesen mirando.

Fray Juan Pérez se decidió por fin a acercársele y le invitó a descansar algunos días en el convento. El desconocido le dio afablemente las gracias y se excusó por no poder aceptar la generosa oferta.

— ¿Tan de prisa vais? —le preguntó el fraile.

 — Muy de prisa, padre.

—¿Os interesa llegar cuanto antes a algún punto?

— Ni yo mismo sé si me interesa.

—¿Pues donde vais?

— No lo sé.

—No os comprendo.

— ¡Ah! — murmuró entonces el desconocido con una amargura y un sentimiento que llegaron al corazón del fraile, —hay tantos, padre, que me dicen lo mismo: "No os comprendo".

Fray Juan Pérez miró con asombro al desconocido que continuó tristemente:

— No os comprendo, he ahí la frase con que me reciben lodos, he ahí la frase con que todos me despiden. ¡No me comprenden! Todos dicen lo mismo. ¡No me comprenden! Señor, ¿hasta cuando estaré condenado a encontrar gentes que no me comprendan?

Y el huésped dijo esto alzando las manos al cielo y dirigiéndole unos ojos preñados de amargas lágrimas.

Fray Juan Pérez pasmado hasta un extremo increíble, no se cansaba de mirar al desconocido como si tratara de leer en su fisonomía la solución de las preguntas que íntimamente se hacía.

— Padre, —dijole en esto el lego que se le acercó, —ese hombre debe ser un loco.

El buen fraile se volvió de repente con un estremecimiento, como si hubiese oído una herejía. Por única contestación se encogió de hombros y, no desistiendo de averiguar el proceder del desconocido, pero queriendo abrir nuevo camino a sus inspecciones, le dijo contemplando el zurrón:

— Poco provisto me parece que andáis, hidalgo, siendo larga vuestra caminata….

— ¿Por qué lo decís, padre? — contestó preguntando el huésped a quien ya se le había calmado la especie de febril impaciencia que le agitara.

— Digolo por vuestro zurrón cuyo contenido debe ser bien pobre a juzgar por el volumen.

— Traigo sin embargo en él todo lo necesario. Una brújula marina, un astrolabio y varios pergaminos en donde he trazado mis cartas de navegación.

— ¡Ola! ¿con qué sois navegante?

— Soy... yo no sé lo que soy en el día, padre. Si les preguntáis a unos, os dirán que soy un loco, si a otros que soy un mendigo, si a otros en fin que soy un visionario.

—¿Y por qué eso, hijo mío? preguntó el fraile cuya curiosidad aumentaba por grados.

— Porque dicen que tengo ambición.

— Y¿la tenéis?

— ¡Oh, sí!

— ¿Y esa ambición es leal y noble?

— Leal y noble, como nacida de aquí y de aquí — dijo esto tocándose el pecho y la frente: — es decir, nacida del conocimiento de la ciencia, de la fe del corazón.

— ¿Y por qué entonces desprecian vuestra ambición?

— Porque dicen que pido mucho y prometo tambien mucho.

— ¿Y  qué es  es pues lo que pedís?

— Un buque.

— ¿Y qué es lo que prometeis?

— Un mundo.

El pasmo del religioso había llegado a su colmo.

—¿Como os llamáis, hijo mío?

— Cristóbal Colón.

—Pues bien, Cristóbal Colón, hay en vos algo que no comprendo y que sin embargo deseo comprender. Servíos pues venir a mi celda, aceptareis mi frugal almuerzo, y después me diréis todo lo que necesito que me digáis para que  -312- al marchar de aquí no os veáis precisado a murmurar como de los otros: No me comprenden.

Colón meneó la cabeza.

—¡Ay! también me tendréis por loco como los demás.

 — Hijo mío, ninguna locura hay hasta ahora en vos para hacerme pensar así. Por de pronto, os lo digo, no os comprendo, pero, creedlo, os admiro. Decid pues; ¿aceptáis mi invitación?

—Acepto, padre.

El religioso se puso a andar y siguióle a su celda el nauta genovés.

Lo que allí, en aquella celda humilde de un humilde convento tuvo lugar, lo refiere en demasiados bellos versos el señor duque de Rivas para que nosotros dejemos de anteponerlo a nuestra pobre prosa.

Citaremos solo el pasaje que creemos oportuno. Dice así:

Fue bastante haber tocado

con sagacidad la tecla;

la  facilidad verbosa

 del genovés se desplega.

Y con aquellas razones

de convencimiento llenas,

con que se siente y sostiene

lo que se sabe de veras,

sus inspiraciones pinta,

sus observaciones cuenta,

su sistema desenvuelve,

sus proyectos manifiesta.

Recurre a sus pergaminos,

los desarrolla, y enseña

cartas que el mismo ha trazado

de navegar, mas tan nuevas,

y según él las explica,

en cosmográfica ciencia

demostrándose eminente,

tan seguras y tan ciertas,

que el pasmo del religioso

y su decisión aumentan.

De aquel ente extraordinario

crece la sabia elocuencia,

notando que es comprendido,

y de entusiasmo se llena.

Se agrandan, brillan sus ojos

cual rutilantes estrellas ,

Brotan sus labios un río- 313-

de científicas ideas:

no es ya un mortal, es un ángel,

de Dios un nuncio en la tierra,

un refulgente destello

de la sabia Omnipotencia.

 

En efecto, Fray Juan Pérez quedó convencido; creyó como Colón, desde aquel momento, en la existencia de un nuevo mundo, le instó, le apoyó, le aplaudió, le comprometió a no cejar en su empresa, en sus proyectos y en sus planes. El ánimo decaído del genovés cobró con ello nuevo brío y valentía, mayormente viéndose comprendido y celebrado por el venerable monje y por varios amigos que este llamó a su celda y cuyos nombres no ha olvidado la posteridad. El pensamiento del atrevido nauta volvió a remontarse en alas de la fantasía. Por fin había hallado quien le comprendiese aquel pobre extranjero que se había acercado a las puertas del convento a pedir un bocado de pan para su hijo, muerto de sed y de hambre, por fin tenía un auditorio al que poder decir sin que se le tomara por loco, desde lo alto de un mirador del convento y mostrándoles la pulida lámina del Atlántico que se extendía a sus pies:

— ¡Oh! una carabela con que rasgar esas olas, y vuelvo con el regalo de un mundo quehacer a quién me la haya proporcionado.

¡Digno Marchena! El nombre de este buen religioso vivirá eternamente con el de Colón, pues que la historia no olvidará jamás la hospitalidad que dio al descubridor del nuevo mundo.

Desde el almuerzo en su celda, es decir desde el momento en que Colón hubo desarrollado ante el monje toda la vasta y brillante extensión de sus planes, Marchena los cobijó, los apoyó con sus relaciones en la corte de Isabel y de Fernando, y el 30 de abril de 1492 pudo el buen religioso bendecir las dos carabelas expedicionarias, viéndolas partir el 3 de agosto del propio año, del mismo puerto de Palos.

Colón cumplió lo que al monje había dicho. Ofreciéronle una carabela y él dio en cambio un mundo.

He ahí por lo que hemos dicho que lleno estaba el convento todo de recuerdos de un gran hombre. Solo por esto en cualquiera otra nación recibiría la Rábida el culto de la admiración y de la veneración más profundas.

Y sin embargo, en España no es así desgraciadamente. Un año hace apenas que un amigo nuestro visitó aquel sitio, poco después de haber estado en él el Sr. Amador de los Ríos que le consagró unos bellos artí-314-culos, y la Rábida presentaba el aspecto más desolador y más triste. Todo era abandono, todo eran ruinas.

La iglesia constaba de una sola nave de más reducidas dimensiones que las señaladas al templo antiguo, y podíase ver todavía un modesto retablo, única ornamentación que quedaba de los altares de los cuales manos impías arrojaran las estatuas de los santos que tranquilos moraban en sus nichos. El suelo estaba lleno de escombros por entre los que aparecía de vez en cuando algún libro de coro, viudo de las viñetas de miniatura que en algún tiempo le adornaran.

Era imposible visitar aquellas ruinas sin sentir oprimido el corazón y desgarrada la mente por punzantes pensamientos.

La celda que un día sirviera de morada a Fray Juan Pérez de Marchena, esta celda que debía ser conservada como un tesoro, estaba próxima a desaparecer entre los escombros, sepultando con ella, para borrón nuestro, uno de los más preciosos recuerdos de nuestra historia. Tenía esta celda balcones de donde se disfrutaba la más bella vista y de donde se veía a la villa de Huelva tendida en la playa del océano como una blanca ninfa que hubiesen escupido las espumas de sus aguas.

Las paredes estaban llenas de inscripciones, allí trazadas por los viajeros, y todas dirigidas a ensalzar y bendecir al digno religioso que tan franca y sincera hospitalidad dio al nauta genovés.

En un ángulo se lee:

Un pensamiento colosal abriga
el gran Marchena, y de entusiasmo lleno
con dulce ruego al genovés obliga
a que del gran Fernando el cetro siga.

 

En otro:

La antorcha de la fe brilló luciente
por Marchena en las playas de Occidente.

En otro firmados por una pobre peregrina, estos versos:

Marchena ilustre,

tu nombre el mundo no olvidara,

que un Mundo valióte a España

tu digna hospitalidad.

Al abandonar la celda de Marchena y sus gratos recuerdos; puédese subir al mirador desde el cual se abraza la vasta extensión del Atlántico que borda con vistosa franja de plata la arenosa playa. También en aquel sitio cuenta la  -315-tradición que estuvo el intrépido genovés entregado a sus meditaciones y suspirando por el día y el momento en que, lleno de júbilo, rasgaría para ir  al encuentro de un nuevo hemisferio, las turbulentas olas. Por lo mismo  sus paredes se ven, como las de la celda, llenas de inscripciones, de las  cuales plácenos trasladar las más notables.


Dice una:

Duerme, Rábida arruinada,
con tus peñascos grandiosos,
con tus recuerdos gloriosos
en mi patria desgraciada.

Otra hay también firmada por la misma pobre peregrina y dice así:

Colón, tu genio profundo
bien se debe celebrar,
pues no cabiendo en un mundo
otro fuistes a buscar.

Las iniciales J. G. J. firman este pareado:

Al nauta genovés ¡honor y gloria!
Bendecid, españoles, su memoria.

Inmediato al ángulo de la derecha léese este otro:

Mi pasmo admirado, Colón, recibe
y glorioso en la Gloria eterno vive.

Por lo demás, admírense en la Rábida algunos vestigios de su fundación primitiva y de las diferentes épocas que marcado han querido dejarla su sello. Consérvanse algunas almenas que revelan la dominación de los Templarios, vénse en sus claustros arcos indudablemente más modernos, y llama la atención una media naranja de construcción fortísima y ruda arquitectura que remonta sin disputa al primitivo templo de Proserpina.

Pero todo se halla en un estado de ruina y de abandono que llena de tristeza el alma del pensador y de hiel la pluma del escritor.

Últimamente parecía que la diputación provincial trataba de destinar la Rábida a lazareto o en casa de refugio de marinos inutilizados en campaña.

Es un noble pensamiento que merecerá el aplauso de la prensa y la bendición de las familias.

 

FUENTE. Balaguer, Víctor: Los frailes y sus Conventos: Su historia, su descripción, sus tradiciones... Llorens, 1851, pp. 307-313.

 

 

Edición: Pilar Vega Rodrígue

 

 

[1] Justillo 1. m. Prenda interior sin mangas, que ciñe el cuerpo y no baja de la cintura. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[2] Birrete. 4. m. bonete (? gorra con cuatro picos usada por algunos eclesiásticos). . (Diccionario de la lengua española, RAE).

[3] Velludo: 2. m. Felpa o terciopelo. . (Diccionario de la lengua española, RAE).