LA FANTASMA BLANCA
LEYENDA
De este pedazo de la vieja Iberia, que hoy llamamos la Montaña, habían desaparecido los primeros habitadores; la implacable rica del celta los había segado, como siega la hoz del robusto labrador las débiles cañuelas del trigo. Un jefe poderoso, sanguinario, cruel, dominaba todas las tribus invasoras que en nuestro suelo montañés se hablan detenido.
Su jefe, llamado Civelix, había hecho juramento ante el dolmen sagrado, levantado a la entrada de un espeso bosque, de no dejar con vida a ningún ibero, de exterminar hasta el último adorador de la luna, de raer de la superficie de la tierra, que existe entre la cordillera y el turbulento mar, a todos los mortales que no supieran cubrir sus cabezas con las hojas de la encina, ni buscar el sagrado muérdago, ni entonar alabanzas al poderoso Aaser y al gran Eudovéllico, ni enmudecer de terror a sola idea de la existencia del Ser Ignoto, del misterioso e innominado Dios.
Y el celta creía haber cumplido su terrible juramento.
I.
El bravío océano arremete sin cesar a un atrevido peñasco que, despreciando las iras del genio del mar, el cual revuelve con sus forzudas e invisibles manos el líquido elemento, ha avanzado impávido de las acantiladas costas, como queriendo robar espacio al amenazante vecino de la tierra.
Este peñón está escueto, pelado, y sólo crecen entre las grietas y quebraduras de su suelo algún pobre musgo, alguna humilde parietaria; pero en cambio siempre se ve rodeado de una deslumbrante orla de espuma; pero en cambio as húmedas lenguas del mar lamen sin tregua sus orillas, pira, ir arrancando poco a poco pedazos de su cuerpo. Contraste grande hay entre su triste desnudez y su parduzca y porosa superficie con el alegre panorama, con el verde y pomposo follaje que desde él se divisa: cerca, muy cerca, sobre la tangente escarpa[1] de la costa se ve un hermoso bosque de blanquecinas hayas, oscuros robles y verdes olmos, álamos y pinos.
Es de noche.
El cielo está sin una nube; brillan en el firmamento los diamantes que tachonan su cerúleo manto, y la luna muestra toda su melancólica belleza. Sólo se oye el sordo rumor del mar, v los chasquidos que producen sus ondas al agitarse las rocas del peñón, y el murmullo de las hojas de los árboles meneadas dulcemente por la brisa.
De pronto, de una caverna que hay en el islote, sale una blanca figura perseguida de otras sombras. Aquella figura es una mujer, vestida con amplia túnica blanca y coronada su copiosa y rica cabellera con una diadema de fresca verdura: hermoso es su rostro, magníficos sus ojos, alta su estatura, esbelto el talle de su fino cuerpo: un psalterio[2] tiene en sus manos.
La mujer blanca sube con majestuoso paso la eminencia más alta del peñón, seguida de sus ocho compañeros, que son dos hombres, tres matronas y tres pequeñuelos. Una vez en la pequeña altura, ergue (sic.) su cuerpo, eleva sus ojos al cielo y su semblante transfigurado parece como si resplandeciera. Los acompañantes se arrodillan con fervorosa unción. Entonces, sobre el sordo mugir del mar, se alzó una voz argentina, vibrante, armoniosa que, acompañada por los sones de la pequeña arpa, entona la invocación da un himno religioso.
«Reina de la noche, triste diosa del misterio, madre del sentimiento, protectora del amor, tu sacerdotisa Arimoya te saluda: los restos de la tribu de Betzulat se postran ante ti.
II
¡Por el sacro muérdago!, indudablemente estoy extraviado... ¿Dónde hallan la senda?... ¡Maldito jabalí!... Y la noche ha apagado la luz del día, y yo estoy internado en lo más áspero del bosque, y al rayar la aurora debía encontrarme en la choza de mi padre, para salir al encuentro del gran jefe Lutodiko, que viene a nuestra tribu para tratar con Civilix de la unión de nuestra familia, ¿será hermosa su hija Ploernela? ¿Cómo será el color de sus oíos; cómo su mirada; cómo sus cabellos, y su cintura, y su tez?... ¡Rayo del cielo!, si estoy a la orilla del mar... ¿Pero qué extraños sonidos llegan hasta mí?
El personaje que este monólogo sostenía en un mancebo de varonil semblante, de recia musculatura, de formas dignas de una estatua varonil cincelada por Fideas, formas que casi dejaba al descubierto un mal ceñido sayo de pieles.
— ¡Oh, qué voz mis delicada, más tierna, más dulce! — continuó soliloquiando el joven. — ¡Oh, qué canto más suave y melancólico! Ni el gemido del manso viento aprisionado entre las ramas del pino, ni el arrullo amoroso de las tórtolas del bosque, ni el último gorjeo del ruiseñor en la enramada, ni el murmullo del arroyuelo.... nada, nada, he oído que a ese canto igual... Pero, ¿qué garganta produce esos trinos, qué pecho exhala esos cadenciosos ayes?... Por el divino Aser, que me siento arrastrado por invisible poder hacia el misterioso cantor.
Y el mancebo llegó a la linde del bosque, y descubrió la vasta llanura del mar y cerca, a poca, muy poca, vieron sus ojos el duro peñón sobre el cual se destacaban unos bultos oscuros, en cuyo centro erguíase una sombra blanca.
Allí es — murmuró trémulo de emoción el hijo de Civilix —¡Oh, hada misteriosa! ¡Oh, cantora del paraíso de la poderosa divinidad, corro a tu lado!
Y el joven comenzó a descender por el peligroso acantilado, y minutos después nadaba silencioso en dirección al islote. (Se continuará.)
III
La sacerdotisa de la luna seguía cantando, ©Banio á muy poca distancia del grupo formado por ella y sus compañeros, tras, una excrecencia pétrea, seál/,^ un hombre.
Arimoya suspendió el himno y los fieles se levantaron rápidamente llenos de terror. Pero el intruso Tubilo, hijo del terrible jefe celta, con los azules ojos, que abrillantaban el fuego del entusiasmo, clavado en el rostro de la sacerdotisa, tembloroso los labios, palpitante el pecho, pálida la faz, se arrodilló a los pies de Arimoya cogió la orla de púrpura de su blanca túnica, y dijo con blando acento:
— Hermosa mujer, no temas: atraído por tu canto, que llegó a lo más profundo de mi corazón, he venido basta aquí arrastrándome sobre el duro suelo: tras esa roca me escondí para contemplar tu rostro.... un rayo de luna te iluminó.... y yo creí morir, no sé si de admiración, de ventura, de miedo, o de amor....
¡Nunca, nunca vieron mis ojos belleza más completa! Tú eres más que una criatura mortal: tú has sido engendrada por un destello de ese astro que adoras, y las flores te han dado sus perfumes y matices, y las canoras avecillas sus gargantas, y el cielo y la tierra tocas sus hermosuras.
Arimoya fijó sus negras, negrísimas pupilas en las azules del Júbilo, y se estremeció ligeramente, y se alzó su seno, y una ráfaga de fuego acarició sus mejillas y se oyeron distintos los latidos de su corazón...
Minutos después, quedaban solos el guerrero del norte y la bella adoradora de la luna.
Al rayar el alba, una ligera canoa, que los hombres de Beztulat lanzaron al agua, transportó al bosque al hijo de Civilix.
Tubilo tomó la vuelta de su cabaña: los perseguidos iberos quedaron en el bosque buscando pobre sustento para los habitantes del islote.
IV.
Han pasado algunas lunas.
Civilix, fruncidas las espesas cejas, pasaba agitadamente bajo la arboleda que oculta su cabaña. De súbito, se para y una especie de bufido se escapó de sus apretados labios: luego dijo con destemplada entonación:
— ¿Por qué ese mozo se opone a la dicha con la cual le brindo?— ¿No es hermosa Ploernela?—
¿No trae en dote un gran hato de ovejas, una piara de cerdos, unas magníficas vacas y unos corpulentos bueyes? — ¿No es Todiko un jefe poderoso?... ¡Ira de los dioses!, se unirá a la mujer por mi elegida, o le desollaré como a un salvaje jabalí... Pero ¿tendrán alguna conexión con tan extraña negativa sus misteriosas desapariciones?... Dice que va a caza, y siempre regresa sin una pieza en su zurrón.... ¡Oh, qué idea me asalta!... No, no es posible., mi hijo, el hijo de Civilix, el celta que ha jurado exterminar hasta el último pequeñuelo de esa cobarde raza.... Sin embargo, espiémosle.
Aquella tarde partió Tubi'o de la cabaña paterna, y cuando la noche comenzaba a extender sus negruras por el cielo, por la tierra y por el mar, se internaba en el bosque:... a lo lejos le seguía cautelosamente un hombre.
V.
¿Por qué suena el cuerno del jefe? - se preguntaban los celtas, cuyas chozas estaban edificadas en los valles y laderas que circuían la cabaña de Civilix. — Es su llamada de guerra. ¿Pero contra quién arrojaremos el dardo o esgrimiremos la sica, si ya no queda un íbero en estas montañas y en un mismo vaso de cera bebemos el zyuthx con nuestros vecinos?
¡Uah, uahl Aprisa nos llama; corramos, es nuestro jefe, y para seguirle a todas partes le hemos elegido.
Y doscientos guerreros se congregaron, poco después, en la tupida arboleda.
Civilix apareció seguido de su hijo. El jefe llegaba armado con todas sus armas; inerme su hijo.
— Guerreros de mi tribu — gritó Civilix — ¿creéis que la raza del odiado íbero ha desaparecido de nuestras montañas? Pues engañados estáis. Cerca de aquí, ocultos como medrosas alimañas en la cueva de un peñón, viven los restos de la tribu da Aitor; entre ellos está la hija de la gran sacerdotisa de la luna, aquella bruja que quemamos a fuego Iento, y en nuestras costas resuenan aún los cantos impíos de los adoradores de la mentida deidad...
¡Guerreros, corramos a aplastar en su agujero a esas inmundas sabandijas!
— ¡Hurra, a la caza!— clamaron los doscientos celtas chocando sus escudos.
Lívido se tornó el rostro de Tubilo, tembló como el árbol al que pretende arrancar de sus raíces el viento desencadenado y su boca se entreabrió para hablar; pero su padre le cogió con ira por un brazo y le llevó de nuevo a la cabaña«. En el interior de ésta ya Tubilo, arrastrándose por el suelo, retorciendo su cuerpo con desesperadas contorsiones abrazando las rodillas del implacable guerrero, exclamó:
—¡Padre, no la mates, o arráncame antes el corazón! ¡Padre, no la mates, mira que con mis manos desgarraré mi pecho y moriré maldiciéndote!
El jefe lanzó una terrible mirada a su hijo dióle un violento golpe con la rodilla y salió de la cabaña, cuya puerta barreó por fuerza con gruesos pies.
VI
Veinte horas más tarde, se abrieron las maderas que cerraban la cabaña de Civilix apareció éste trayendo en la mano una corona de verbena ensangrentada.
Tubilo, que estaba como adormecido por el sopor de destructora fiebre, se levantó rápidamente, y una desgarradora exclamación salió de sus labios.
—Toma— le dijo el jefe arrojándole a la cara el enrojecido despojo, — toma la corona de tu desposada- ya su voz engañadora no volverá a turbar el silencio de nuestros bosques.
Armada con un pequeño hierro apareció la diestra de Tubilo, quién bamboleándose como un ebrio borbotó estas palabras, como borbota el volcán las solfataras y lavas que abrasan sus entrañas:
— ¡Horror!.... ¡Fiera carnicera con rostro humano, apártate de mí!... Huye de mi vista; ya no eres hombre, ni guerrero, ni padre. No eres hombre, porque si lo fueras la hermosura ahuyentaría tus iras, aplacaría tus furores; no eres guerrero, porque si lo fueras no mancharías tus armas con la sangre de un ser que no puede luchar; no eres padre, porque si lo fueras no hubieras muerto a tu desgraciado hijo.
Y al decir esto, el desesperado mancebo hundió en su propio pecho el hierro que en la mano tenía.
Cayó Tubilo; pero al caer aún oyeron los aturdidos oídos del jefe celta estas terribles palabras:
—Civilix, tu hijo te maldice y desea que la blanca fantasma de tu pobre víctima robe el sueño a tus resecos ojos.
VII
Todas las noches acudía Civilix a la tumba de su hijo, porque el sueño no batía sus pesadas alas sobre sus párpados y la fatídica voz: del suicida resonaba con amenazadora cadencia en sus oídos; y cuando se arrodillaba ante el rústico monumento, guardador de las cenizas de Tubilo, para impetrar perdón y misericordia de los airados manes, bajaba del cielo o surgía de la tierra una blanca fantasma, la cual se sentaba sobre la funeraria losa y comenzaba a cantar, acompañándose con un salterio, una melodía tan triste, tan quejumbrosa y a la vez tan espantable, que parecía ejecutada por' la misma muerte en arpa hecha con huesos y tendones de la última hermosura malograda.
Entonces Civilix huía despavorido y corría, corría hasta que la luz del nuevo solaventaba[3] las tinieblas y sus horrores obligándolas a ocultaran en sus misteriosos antros.
El guerrero murió pronto de pesar, de terror, de remordimientos: aquella fantasma con un canto lúgubre le recordaba el horrible drama del islote y de la cabaña, y a la vez era la voz acusadora de una raza a la que había intentado exterminar.
Después que del mundo de los vivos desapareció el caudillo celta, el espectro de Arimoya no volvió a sentarse sobre la tumba de su amante; pero durante muchos, muchos años, hasta que el Justo fue enclavado en un leño de olivo allá en el Oriente, todas las noches de plenilunio aparecía en lo alto del islote de la costa una blanca fantasma que con dulcísima voz cantaba:
«Reina de la noche, triste diosa del misterio, madre del sentimiento, protectora desamor, la sacerdotisa de Aitor te saluda.
EVARISTO RODRÍGUEZ DE BEDIA.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
El Atlántico: (Santander) Año VII, núm. 361, 4 de enero de 1892, p. 2 y núm. 367, 10 enero de 1892, p. 2.
[1] Escarpa: 1. f. Declive áspero del terreno. (Diccionario de la lengua española, RAE)
[2] Psalterio: 4. m. Instrumento musical que consiste en una caja prismática de madera, más estrecha por la parte superior, donde está abierta, y sobre la cual se extienden muchas hileras de cuerdas metálicas que se tocan con un macillo, con un plectro, con uñas de marfil o con las de las manos. (Diccionario de la lengua española, RAE)
[3] Solaventaba: aventaba con el sol las tinieblas.