Estatua de Josep Llimona i Bruguera, 1888.
El campeón de la inocencia
(….)
Próximo estaba a fenecer el año 1118: el buen conde se hallaba ya en su capital, de regreso de su expedición a Italia donde, como sabemos, tan festejado y honrado había sido por las repúblicas de Génova y de Pisa. Cierta tarde en que Ramón Berenguer[1], para dar solaz a su ánimo preocupado, se había bajado al jardín de su palacio con algunos de sus más íntimos cortesanos, fue avisado de que un juglar venido de luengas y lejanas tierras solicitaba la honra de ser introducido a su presencia. Dióle permiso el conde para llegar hasta él creyendo que, como de costumbre, sería uno de aquellos juglares, errantes y vagamundos bufones, que iban de castillo en cas —196— tillo, de palacio en palacio y de corte en corte, prontos siempre a distraer con sus cuentos, a divertir con sus necedades o a narrar amantes y galanas historias.
Presentóse el juglar y su presencia sola admiró a los circunstantes. No iba vestido como era uso entre aquella clase de gente, es decir con su caprichoso traje de diversos colores y lleno de campanillas, sino que vestía por el contrario de negro mostrando en su pecho y espalda el blasón y los colores de la casa real a la que parecía servir. Admirado el conde concedióle la venia que para hablar demandaba.
El juglar entonces se adelantó y dirigiéndose a todos exclamó con voz alta y firme:
— Barones, nobles, caballeros, yo soy el servidor más humilde de la emperatriz Matilde, hija del rey de Inglaterra y esposa de Enrique V de Alemania. Mi noble señora soporta con resignación en el día, hundida en la noche de una cárcel, las penas que con una vil acusación y afrentosa calumnia han arrojado sobre su cabeza dos poderosos señores de su corle. De adúltera se han atrevido a acusarla por torcidos y malvados fines, de adúltera ¡a ella tan pura como la oración de un niño, tan casta como la primera luz de la mañana! Su esposo ha dado crédito al aserto de aquellos viles y felones cortesanos, y la pobre víctima para huir al inmediato castigo de su ira, ha apelado al juicio de Dios, confiando en el Ser Supremo que jamás desampara a la inocencia. El emperador ha suspendido el rayo de su cólera y ha dado de plazo un año y un día. Si en este tiempo no se presenta en Colonia un campeón dispuesto con lanza y espada a sostener la inocencia de la emperatriz en lid abierta con sus dos acusadores que adúltera la proclaman, mi pobre señora Matilde perecerá en una hoguera. Mientras ella gime en la cárcel aguardando la hora fatal del plazo, yo, su oscuro vasallo y su humilde servidor, voy errante por el mundo visitando una tras otra las Cortes y procurando, a la voz de la inocencia en peligro, encender el fuego sacro del entusiasmo en los corazones hidalgos. Todos mis esfuerzos han sido vanos hasta hoy. Todavía no ha encontrado su campeón la buena causa. Aquí he venido por fin porque hanme dicho que aquí era una ciudad opulenta y bella donde un ejército de héroes descansaba a la sombra de los laureles que tejer había sabido para sus frentes el mejor de los príncipes.
Pues bien, nobles señores, ya que aquí he llegado, ¿también me toca aquí apelar en vano? ¿No habrá entre tantos valientes un campeón que a lidiar se decida por la inocencia? ¿Tendrá el pobre juglar que volver a su tierra y -197— decir a la afligida emperatriz: Dios ha apartado de vos su mirada, señora; ¡no hay en todo el mundo de la caballería ni un solo caballero que por la inocencia oprimida se resuelva a embrazar un escudo y a empuñar una lanza!
Así habló el mensajero, y es fama que al concluir su largo razonamiento volvió a todas partes unos ojos preñados de amargas lágrimas.
Cuéntase que varios caballeros se disponían a contestar, pero el conde adelantándose detuvo al borde de los labios de todos, las palabras que iban a salir impelidas por un generoso impulso.
— Juglar— dijo el conde — ¿y cuándo termina el plazo?
— Dos meses faltan y un día.
— Apresúrate pues, — replicó el conde — vuelve a Colonia, y a enjugar ve las lágrimas de la que sufre inocente en el fondo de una cárcel. Dile que en tu peregrinación has dado con un país en que todos son caballeros; no hay aquí para la inocencia un campeón solo, hay diez, hay veinte. Torna pues a tu país, juglar. La palabra de Ramón Berenguer te sale garante de que allí irá un campeón de Cataluña. Quién sea no lo sé, porque... léelo en los ojos de todos... todos quieren serlo. No te diré pues quién, pero bástete saber que irá. Aquí va en prenda mi guante que puedes dar a tu señora para que lo arroje al rostro de los caballeros acusadores. Para rescatar este guante y para hacer honor a mi palabra todos los caballeros de mi corte irían sin distinción al cabo del mundo.
No dijo más el conde, pero bastóle al juglar, que partió aquella tarde misma de Barcelona.
Ocho días después envueltos en las sombras de la noche partían también dos caballeros de la ciudad condal.
Valiéndonos ahora, señores, de esa libertad que al narrador se le concede de pasar de un punto a otro con la rapidez del rayo, nos trasladaremos a Colonia y haremos por llegar allí precisamente el día mismo de finir el plazo.
Un palenque[2] se había alzado fuera de la ciudad. Ocupaba las gradas una inmensa muchedumbre deseosa de asistir al espectáculo que se preparaba.
En un lugar elevado veíase bajo ricos y lujosos pabellones el trono del emperador Enrique; en frente estaba la pira junto a la cual se mantenían en pie dos sayones[3] con hachas encendidas, dispuestos a prender fuego así que hubiese concluido el plazo. Algunos pasos más allá, de pie en medio de una guardia, se veía a la tan hermosa como infeliz Matilde, el cabello suelto — 198 - sobre sus hombros, las manos plegadas, los ojos dirigidos al cielo, la calma de la resignación y de la inocencia pintada en su semblante y acaso el torcedor de la angustia clavado en su corazón. En un extremo del palenque se alzaban dos tiendas sobre las que flotaban, juguetones penachos, las banderolas con los colores de los dos paladines mantenedores.
Largo rato hacía ya que la multitud esperaba y el sol estaba mucho más allá de la mitad de su carrera. Las trompetas de los acusadores y mantenedores del juicio habían varias veces rasgado sonoras los aires haciendo estremecer los ámbitos del palenque, sin que a su voz contéstasela del clarín de un solo defensor. La multitud empezaba a desconfiar; solo la acusada in móvil, allí, a cuatro pasos del verdugo, estaba tranquila. Un caballero, cubierto con el hábito de un monje, había la víspera penetrado en su prisión para decirla como había venido de lejanas tierras para pelear por ella y por su causa: solo se le presentara para saber de su propia boca que era inocente; seguro entonces, el caballero pelearía con fervor y fe. La emperatriz le juró su inocencia y entonces el caballero le había revelado, pero bajo inviolable secreto hasta pasados tres días, su nombre y posición.
Segura estaba pues Matilde de que acudiría el defensor.
Impaciente ya el emperador mandó que por última vez sonaran las trompetas del campo, pero esta vez no fue en vano. Aun vibraba balanceándose en los aires el eco de las provocantes trompas, cuando respondió aguda la voz de un clarín y abriéndose la valla, saltó a la arena, jinete en un negro caballo de raza árabe, un arrogante caballero lujosamente arma de punta en blanco.
Al ver el defensor que Dios enviaba, al ver la gallardía y arrogancia
con que manejaba el caballo y vestía la armadura, la multitud, que sentía secretas simpatías por la pobre emperatriz, la multitud respiró y, como signo de favor, acogió al recién llegado con un lisonjero murmullo de aprobación.
Es preciso saber ahora, señores, que el caballero que se presentó en el palenque no era otro que el mismo conde de Barcelona Ramón Berenguer III. Había partido de su capital en pos del juglar y en compañía de Beltrán de Rocabruna, natural de la Provenza, caballero famoso en armas en aquel tiempo, que estaba dispuesto a pelear como él en favor de la ultrajada inocencia, pero así que estuvieron en Colonia Rocabruna desapareció. Las crónicas[4], por más que he querido averiguarlo, no dan noticia de cómo fue esta desaparición a la que impeliría sin duda alguna causa superior a la volun— 199 — tad del paladín, pues no es creíble que Rocabruna, cuyo valor era sabido e indisputable, temblase ante la proximidad del combate y se retirase vergonzosamente por miedo a la lucha. Lo cierto es que el conde, viéndose desamparado de su compañero, se decidió a probar solo la aventura y solo, como hemos visto, se presentó en el campo.
Así que estuvo en él acercóse al tablado donde se hallaban los jueces y sin declarar su nombre ni levantarse la visera, les dijo como él y un otro caballero vinieran en campaña para hacer armas por la disculpa de la emperatriz, y que hallándose indispuesto su compañero, acudía él solo a pelear con uno de los dos contrarios y luego de vencido con el otro o con los dos a un tiempo si tal era la voluntad de los jueces, que él estaba acostumbrado a no apurarse por tan poco y que no eran mucho dos mal caballeros por un cumplido paladín.
Decidieron los jueces que pelearía primero con el uno y luego con el otro, si salía vencedor.
Lanzóse al campo el primer acusador y partió, lanza en ristre, contra el conde, que firme le esperaba. A este primer encuentro rodó ya mal herido por el polvo el caballero alemán, y antes que el vencedor hubiese tenido tiempo de apearse del caballo para hacerle confesar vencido, había ya el caído arrojado el alma por la boca de su herida.
Volvió el conde a su puesto para empezar con el segundo, pero este amedrentado por la muerte de su compañero, sobrecogido de un pánico terror en que entraba tal vez por mucho la irresistible voz de la conciencia, en lugar de acudir a donde el incógnito le esperara, voló a las plantas del emperador y allí postrado confesó su alevosía acusándose de calumnia y disculpando a la emperatriz. El emperador, desde que esto oyó, tuvo de ello gran satisfacción y gozo y púsose en pie para comunicar la nueva de la inocencia de su esposa al congregado pueblo.
Vióse entonces a la multitud estallar en gritos de alegría y de entusiasmo, y como es en el pueblo lo mismo la alegría que la cólera, pues lo mismo ruge una que otra, y si la una destruye la otra ahoga, la multitud, digo, saltó al palenque, destruyó el cadalso donde se alzaba la pira, cogió al acusador y dióle muerte cebándose en él con la ferocidad del tigre en la presa, y en seguida buscó al vencedor para llevarle en triunfo. Pero era ya tarde.
Aprovechando la primera confusión del tumulto el vencedor, sin vender su incógnito, había desaparecido.
En cuanto a la emperatriz, fue llevada con gran pompa a palacio, donde — 200 — la recibió en sus brazos el emperador pidiéndole perdón por la injuria que le hiciera dando crédito a la maldad y a la calumnia. Todo fueron entonces fiestas y regocijos en Colonia, pero pesábale mucho al emperador no saber quién era ni dónde se había huido el caballero vencedor. Viendo entonces la hermosa Matilde su desconsuelo, le dijo cómo ella sabía quién era el campeón, pero que descubrirlo no podía hasta pasados tres días de la batalla por haber sido así jurado y prometido. Terminado el plazo, no olvidó preguntárselo el esposo, y Matilde le dijo que el gallardo y generoso vencedor había sido el conde de Barcelona.
Admiróse el emperador, según cuenta la crónica, de que de tan lejanas tierras hubiera ido un hombre que no le conocía para salvarle a él la honra, y a su mujer la honra y la vida. Así es que volviéndose a ella, es fama que le dijo:
— Pues tanta bondad y virtud ha habido en el conde que ha restituido vuestra libertad y mi honra y alegría, no habéis de parar, señora, hasta que yendo vos a su tierra me lo traigáis aquí para que yo le honre.
Plugo esto a la emperatriz y lodo se dispuso en seguida para el viaje.
Con muy galana comitiva de grandes, prelados, señores y caballeros abandonó Matilde la corte de Colonia y vino en cincuenta días a los montes Pirineos, deteniéndose a descansar en Perpiñán. Así que supo el conde su llegada, ordenó grandes festejos para obsequiarla, y partióse con lo mejor y más lucido de su corte hasta Gerona, donde la recibió como cumplía a su rango.
Dieron juntas las dos comitivas la vuelta a la ciudad condal, y cuentan la tradición y la crónica, que doce millas antes de llegar a Barcelona encontraron todo el camino cubierto de mesas, una junto a otra, sobre las cuales había gran profusión de manjares, de refrescos y vinos de todas clases con todo lo necesario al servicio, para que cada uno de los que en la comitiva de la emperatriz venían, tomase y comiese a su sabor lo que bien le pareciese. Maravilláronse los alemanes al ver tanta magnificencia y tan regia hospitalidad, y diz que de aquella circunstancia tomó en las naciones extranjeras origen el refrán que dice: es como la mesa de Barcelona cuando indicar se quiere una mesa bien provista y abastecida.
La emperatriz halló convertida a Barcelona en un sitio de delicias. ínterin[5] permaneció en su recinto se sucedieron las fiestas, prodigáronse las diversiones, y en verdad que hubo de quedar altamente complacida a la regia y fastuosa hospitalidad que supo darle la capital de los condes. Cuando se — 201 — marchó, cuentan las crónicas, pero sin que a asegurarlo se atrevan, que el conde partió con ella a Alemania donde fue a su vez muy festejado por el emperador Enrique quien le colmó de regalos y presentes.
Tal es, señores, la aventura de Ramón Berenguer III. Y ahora que se sabe ya, dígaseme si no vale ella sola lo que una novela (…)
FUENTE
Balaguer, Víctor. Bellezas de la Historia de Cataluña: Lecciones pronunciadas en la Sociedad Filarmónica y Literaria de Barcelona, Imprenta Narciso López, 1853 .pp.195-201
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Ramón Berenguer el Grande (III conde de Barcelona) nacido en Rodés,Occitania, en 1082 y muerto en Barcelona, 23 enero de 1131 (conde de Barcelona y Gerona entre 1087 y 1131)
[2] Palenque: 1. m. Valla de madera o estacada que se hace para la defensa de un puesto, para cerrar el terreno en que se ha de hacer una fiesta pública o un combate, o para otros fines. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[3] Sayón: 1. m. Verdugo que ejecutaba las penas a que eran condenados los reos. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[4] Entre ellas, la de Francisco Diago (O.P.) Historia de los victoriosissimos antiguos Condes de Barcelona: diuidida en tres libros...en casa Sebastian de Cormellas al Call, 1603.