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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Semanario pintoresco español. 7/4/1844, n.º 14, tomo 2, pp.10-12.

Acontecimientos
Batalla de Alarcos
Personajes
Almanzor y Alfonso VIII
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LOCALIZACIÓN

KM 8

Valoración Media: / 5

Restos antiguos de Alarcos.

[…] Este sitio es notable por la famosa batalla que en él se dio, y en la que fueron derrotados los españoles mandados por el rey D. Alfonso VIII. Algunas de nuestras crónicas lo atribuyen a castigo del cielo, por los amores tan conocidos de aquel rey con la hermosa judía de Toledo[1]. Nosotros hemos creído que no disgustará a nuestros lectores la descripción que de la batalla de Alarcos hace un distinguido autor francés, en su historia de España, y es la siguiente. [2]

Durante algunos años permanecieron tranquilos los árabes. El sultán de los almohades, que tenía que enfrenar nuevas sublevaciones en África, cayó malo en Maroc, y se vio imposibilitado por lo tanto de continuar la guerra contra los reyes cristianos. Estaban estos entonces tan divididos, que no se podía pensar en expedición alguna contra los sarracenos. Añádese a esto que el Portugal y León tenían entredicho[3], y el Aragón y Navarra estaban ocupados en guerras en el Mediodía de la Francia. El rey Alfonso era demasiado cuerdo para excitar la venganza de los enemigos con nuevas incursiones. Pero cuando Martin de Pisuegra, después de la muerte de Gonzalo, llegó a ser arzobispo de Toledo, este prelado violento y belicoso excitó una nueva guerra, haciendo una expedición a Andalucía. Dos años después de su episcopado, entró en aquel país, con numerosas tropas, animándole á aquella empresa lo mal guardadas que estaban las fronteras, y la noticia de la enfermedad de Jacub. Penetró en Andalucía por Sierra Morena, pasando el Guadalquivir.

Todo lo destruyó el hierro y el fuego; las mieses y los viñedos fueron arrasados, cortados los olivos, incendiadas las ciudades y aldeas, arrebatados los ganados, y llevados como esclavos los hombres desarmados y las mujeres; los cogidos con las armas en la mano fueron degollados. Los desdichados moros de España, aunque inocentes de las crueldades de los almohades de África, no encontraron auxilio ni apoyo contra su enemigo. La caballería ligera de los cristianos llevó la muerte y la devastación hasta más allá de Sevilla y de Écija, y hasta el extremo meridional de Andalucía.

No contento el rey Alfonso de Castilla con esta expedición, de la cual llevó el arzobispo Martín tan rico botín a Toledo, escribió una carta al sultán de los almohades, para provocarle a nueva guerra, escrita con la mayor altivez.

«En el nombre de Dios bueno y misericordioso, el rey cristiano al príncipe de los mahometanos. Venid, y enviad tropas contra mí; y si no pudiereis, yo os enviaré naves que las trasporten a España, para que yo y mi ejército podamos combatiros. Si sucumbo seré esclavo vuestro, tendréis grandes tesoros, y seréis señor absoluto; pero si soy vencedor, todo quedará en mi poder, que desde ahora quiero dirigir contra el islamismo.»

Apenas recibió Jacub esta carta,  se enardeció su alma por el islamismo; enojóse del orgullo del rey de Castilla, y se preparó a una nueva guerra contra la España. Para excitar el fanatismo de su ejército, mandó leerle la carta de Alfonso; los soldados acogieren la lectura pidiendo a gritos pelear y marchar inmediatamente. El emir encargó a su hijo y sucesor ya designado. Cid Machamed que contestase al rey de Castilla; y aquel después de leer la carta, escribió al momento en el respaldo las siguientes palabras del Corán.

«Allah todo poderoso ha dicho; debo volverme contra ellos y convertirlos en polvo; quiero precipitarlos en el infierno, y aniquilarlos con mis hombres de guerra, que jamás han visto, y a los cuales no podrán resistir. «

Jacub aprobó la respuesta, y la envió al rey de Castilla. Al momento hizo preparar su tienda encarna-  111- da y su espada de batalla, como señal de un llamamiento general para la guerra santa, y mandó a todas las tropas que inmediatamente se dirigiesen a Ceuta y otros puntos de embarque. En todo el norte del África, desde Saleh hasta Barca, resonó el grito de guerra contra los cristianos que habían amenazado al islamismo. Casi al propio tiempo en que los cristianos de Occidente marchaban a pelear contra Saladino y conquistar a Jerusalén, los hombres de todas edades, los habitantes de las montañas, de los desiertos y de las costas de África, se reunían armados para invadir la España; y mientras se quería enarbolar la cruz en Oriente, estaba próxima a sucumbir Occidente, a manos de los infieles, o amenazada por lo menos con gran peligro.

Jacub Almanzor arribó a las costas de España el 20 del mes de resched de la egira, y desembarcó cerca de Algeciras; pero ya fuese por temer de carecer de víveres, o ya por aprovechar el espíritu guerrero de sus tropas, se detuvo pocos días, y marchó contra Castilla. Era el plan del Sultán entrar en el centro de España y apoderarse de Toledo; hecho lo cual le era fácil atacar los demás reinos con ventaja y prontitud. Sabiendo que el rey de Castilla habla reunido un fuerte ejército entre Córdoba y Calatrava, se adelanta Jacub en aquella dirección, para darle batalla.

Cuando estuvo a dos jornadas, sentó el campo el 3 schaban de la egira 591 (julio 1195) que era un jueves, y reunió sus generales y oficiales para consultar coa ellos las medidas que se debían tomar.

Después de oír todos los pareceres, se volvió a los jefes andaluces, y prestó sobre todo atención a Abu Abdallah ben Semanid, hombre inteligente y experimentado; pues creía el Emir que los moros de España sabían los mejores medios de combatir con los cristianos, con los cuales estaban en continua guerra, y no podían ignorar su táctica y sus ardides. Según el parecer de aquel jefe andaluz, se ocuparon ante todo de poner en orden el material de guerra, y darle unidad, cosa que no se había hecho hasta entonces en todas las campañas de los almohades y sobre todo en la batalla de Santarem. Nombróse un general en jefe, y la elección del emir recayó en el primer visir, el célebre Abu Jahia, que se había distinguido en muchas guerras y batallas por su serenidad y valor.

Mandaban a los andaluces sus propios jefes; pues el no hacerlo así había causado muchas veces desavenencias en el ejército, y las tropas de Andalucía combatían con menos ardor cuando eran dirigidas por jefes extranjeros. Formaron, es verdad, un cuerpo de ejército separado, pero de modo sin embargo que el general en jefe tuviese su mando supremo. Como los andaluces y almohades, tropas regladas de África, formaban la principal fuerza del ejército, Abu Abdallah ben Semanid aconsejó que se colocasen de modo, que recibiesen el primer choque del enemigo. El segundo cuerpo de ejército, compuesto de tropas no regladas, en gran parte moros y berberiscos, y de muchos voluntarios, debía secundar a los andaluces y almohades, como auxiliar y como reserva. El mismo Jacub Almanzor debía decidir la batalla, con su guardia negra y blanca; debía permanecerá cierta distancia tras de una altura, y emboscado en un valle, desde donde podría atacar sin ser visto con sus tropas descansadas al enemigo fatigado, terminar la victoria con su enérgica cooperación. Tal fue el parecer del jefe andaluz; y Jacub encontró tan ventajoso el plan, que lo aprobó en todas sus partes, y dio sus órdenes en consecuencia.

El rey de Castilla sin embargo no había estado inactivo. En proporción a la pequeñez de su reino, había hecho inmensos armamentos; no solo le sostenían todos los caballeros castellanos y las órdenes del Temple y de Calatrava, sino también el claro del reino.

Aunque había conseguido reunir un ejército de más de cien mil combatientes, (los autores árabes lo hacen subir a trescientos mil) creyó que era insuficiente aquella fuerza para resistir a tan innumerables enemigos. Al aproximarse el peligro que amenazaba al mismo tiempo a todos los reyes cristianos, exhortó a los de León y  Navarra a olvidar toda enemistad, y a reunir sus fuerzas con las suyas para combatir al común enemigo.

Estos, obligados más bien por el clero y por el pueblo, que llevados de su propia voluntad, ofrecieron socorros, reunieron tropas, y se pusieron ellos mismos a su frente. Pero sus movimientos fueron tan pausados, que Alfonso de Castilla no pudo contar con la sinceridad de su amistad. Pareció le que su designio era más bien pelear contra Castilla que contra los sarracenos. En tal incertidumbre , creyó más prudente renunciar a la costumbre habitual de los españoles en sus guerras contra los sarracenos, que consistía en esquivar toda batalla decisiva, y en encerrarse en los castillos, hasta que el inmenso ejército de los infieles tuviese que retirarse por falta de víveres, por enfermedades o a causa de la estación. Alfonso al contrario, engreído con tener un tan numeroso ejército, y también equipado, creía por una parte que era poco honroso retirarse ante el enemigo, y por otra confiaba poder alcanzar solo la victoria sobre los numerosos hijos del África.

El 19 julio de 1195, o el 9 schaban de la egira 591, fue el día en que se dio la memorable batalla de Alarcos. Jacub Almanzor para inflamar más el ardor de los suyos, hizo esparcir la voz por todas las filas, desde por la mañana, de que durante el sueño había visto a un jinete montado en un caballo blanco, que salía de las puertas del cielo. Llevaba en la mano un gran estandarte verde, que cubría toda la tierra, y la boca de un ángel del séptimo cielo le habla anunciado que obtendría una completa victoria, por la voluntad de Dios. El ejército, que según se dice ascendió a seiscientos mil hombres, y al cual hablan enviado su contingente treinta generales, se formó en él siguiente orden de batalla: los Almohades al centro; los árabes, esto es, los descendientes de los primeros conquistadores mahometanos de África, ocuparon la izquierda, y veíanse a la derecha a los andaluces, mandados por Abu Abdallah ben Semanid.

Jacub Almanzor formó a alguna distancia la reserva -112- con lo escogido del ejército y las guardias. Los voluntarios, compuestos en gran parte de tropas ligeras y de honderos, fueron enviados al frente de la línea como partidarios, y guiados por un estandarte verde que era el color de los almohades; ellos eran los que debían trabar la pelea. Todos estaban animados de sin igual ardor por ganar la corona del martirio.

Entretanto el rey de Castilla había ordenado sus valientes tropas, y su línea de batalla estaba defendida por un lado por la fortaleza de Alarcos, y por otro por un monte, al cual no se podía subir sino por estrechos y difíciles secaderos. De modo que el ejército castellano ocupaba una posición ventajosa sobre una altura.

Cuando las tropas de los sarracenos que atacaban hubieron penetrado hasta el pie de la altura que ocupaba Alfonso, procuraron escalarla, excitadas por sus jefes. Siete a ocho mil jinetes cristianos cubiertos de todas armas se precipitaron sobre los sarracenos con irresistible violencia. Dos veces fue rechazado aquel terrible ataque de la caballería cristiana. Los árabes y las tribus berberiscas hablan hecho todos sus esfuerzos por resistir aquel choque; pero cuando los jinetes castellanos, auxiliados por tropas frescas, renovaron por tercera vez el ataque y redoblaron su ardor, rompiéronse las filas enemigas, pereciendo una parte y huyendo la otra. Millares de sarracenos hallaron  allí la muerte, y entre ellos el general en jefe Abu Jahía ben Hafas. Ya creían los cristianos haber conseguido una victoria, con haber roto el centro del ejercito de los almohades, cuando los Andaluces y algunas tribus nezetas, a las órdenes de Abu Abdallah ben Semanid, se adelantaron sobre el centro de Alfonso, que se hallaba descubierto por la marcha demasiado fogosa de la caballería cristiana. Allí estaba el rey de Castilla en persona, rodeado de diez mil jinetes, y entre otros los del Temple y de Calatrava. Recibió con mucho valor el choque de sus enemigos. Trabóse una lucha prolongada y violenta; y el valor suplía en los cristianos al número. Ni cuando se adelantó el sultán con su guardia, arrojando delante de si a los caballeros castellanos, cedió Alfonso con sus diez mil jinetes; pues estos hablan jurado por la mañana en sus oraciones, perecer antes que huir. El combate continuó con espantosa carnicería. Los árabes cubiertos de polvo peleaban con rabia; en todo el país en rededor resonaban los gritos, las pisadas de los caballos el sonido de los alambores, el ruido de las armas, y los gemidos de los moribundos. Aunque solo avanzaban los almohades sobre montones de cadáveres de los suyos, estuvieron sin embargo ciertos de la victoria, cuando ya no vieron junto al rey de Castilla sino los restos del ejército cristiano. Para acabar con ellos y dispersarlos, el emir Almumenin se puso a la cabeza de los suyos; llevaban delante de él el santo estandarte blanco, con esta inscripción: Le Allah illeh, Muhammed rasul Allah, le gallib illech Allah. (Ninguno es Dios sino Dios, Mahomet es su Profeta, nadie es vencedor sino Dios). Entonces atacó de nuevo a la caballería cristiana. Aunque Alfonso estaba a cada instante más expuesto, rehusó huir para ponerse en salvo, y sobrevivir al pesar de aquella derrota.

 La mayor parte de los jinetes, fieles a sus juramentos, cayeron al lado del rey, al cual tuvieron que arrancar con violencia del campo de batalla, donde quería morir.

Tal fue el terrible resultado de la sangrienta jornada de Alarcos. Treinta mil hombres quedaron en el campo de batalla; la flor de los caballeros españoles, todo el campo y las riquezas que contenía fueron prese del enemigo; las fortalezas de Calatrava y de Alarcos fueron tomadas por asalto; pero los españoles tuvieron todavía el pesar de saber que aquel golpe fatal les había sido dado por los consejos de los cristianos desterrados que seguían a los almohades, y principalmente por los del conde Pedro Fernández de Castro[4], desterrado de Castilla que mostró grande actividad para preparar aquel desastre a su patria.

La victoria de Alarcos aumentó mucho la gloria de los almohades. Jacub Almanzor la hizo publicar en todas las mezquitas de su dilatado imperio. La quinta parte del botín se repartió entre todas las tropas, y el resto se invirtió en construir una magnifica mezquita en Sevilla, y un gran palacio en Maroc, para eternizar el recuerdo de aquella victoria.

 

“Restos antiguos de Alarcos”, Semanario pintoresco español. 7/4/1844, n.º 14, tomo 2, pp.10-12.

 

[1]   Véanse Mariana; Colmenares Historia de Segovia C. 18. 8 XI, Saavedra Corona Gótica página 131. (Nota del autor).  Se refiere la cita a la leyenda de los amores del rey con la judía Raquel, que inspiró numerosas composiciones literarias,  como la comedia de Lope de Vega, Las paces de los reyes y judía de Toledo, (1610-1612) la comedia de Juan Bautista Diamante, La judía de Toledo de 1667, o la tragedia de Vicente García de la Huerta, La Raquel de 1778. En el siglo XX fue célebre la  novela de Lion Feuchtwange, La judía de Toledo publicada en 1955.

[2] Histoire d´Espagne por Mr. M. Paquis. París, 1838. (Nota del autor).  Se refiere a la obra Histoire d'Espagne et de Portugal depuis les temps les plus reculés jusqu'a nos jours. D'aprés Aschbach, Lembke, Dunham, Bossi, Ferreras, Schaefer, etc. par M. Paquis. (Amédée Paquis

[3] Entredicho. Censura eclesiástica que prohíbe a ciertas personas o en determinados lugares el uso de los divinos oficios, de algunos sacramentos y de la sepultura eclesiástica. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[4] Fernández, Pedro. ¿Hita (Guadalajara)?, 1115-1120 – ¿Cáceres?, 11.VII.1184. Primer maestre de la Orden de Santiago. (Cfr. Diccionario biográfico, Real Academia de la Historia)