Foto. Rafa Esteve –
[La fuga de Ripperdá]
(…) y ya que de hechos históricos se trata, referiré a vds., si no lo saben, uno que no deja de ser curioso, relativo a este alcázar. Hablo de la evasión del famoso Ripperdá[1]; del célebre aventurero holandés, cuya vida parece una fábula; del hombre que en materias de religión fue primero católico y luego protestante; después católico otra vez, y por último mahometano; que sirvió en España de coronel cuando las guerras de sucesión y fue sucesivamente diputado de los Estados generales, embajador de Holanda en Madrid, fabricante de paños en Guadalajara, embajador de España en Viena, ministro de Estado, superintendente de comercio y de marina, y grande de España de primera clase con el título de duque, en el reinado de Felipe V; prisionero (del estado en este real Alcázar, y en el ministro y generalísimo del emperador de Marruecos, en cuya época mandó el famoso sitio de Ceuta, y que derribado por una revolución vino a morir de baja jubilado cultivando plantas en los jardines de Berbería.
—¡Alabado sea Dios! exclamó Mauricio; ese hombre debió vivir más que Matusalén para cumplir tales proezas.
—Murió de setenta años. Cuando estaba preso aquí gozaba de cierta libertad gracias a la condescendencia del alcaide, y se lo permitía bajar todas las noches a una pequeña tertulia que éste tenía en su cuarto, donde se pasaba el tiempo agradablemente. Entre las personas que concurrían a dicha tertulia, distinguíase una señorita natural de Tordesillas, y residente en Segovia, llamada doña Josefa Fausta de Ramos, quien unía a una esmerada educación la más interesante figura. Habíase dedicado con sobrada atención a la lectura de historias y novelas, y su imaginación, excitada continuamente por exageradas narraciones, inflamaba con toda la fuerza de la fantasía sus pasiones naturalmente violentas y su temperamento voluptuoso. En la soledad y monotonía de su vida, necesitaba un objeto de amor y de entusiasmo; no le bastaban las relaciones comunes de la sociedad; anhelaba un príncipe, un héroe, un personaje, en fin, que diese ocupación a la fama, y páginas a la historia. La acalorada imaginación de la indiscreta joven, creyó ver su sueño realizado en Ripperdá; grande de España, primer ministro, caído de la altura de la grandeza humana a los tormentos del cautiverio; hombre de raras aventuras, elegante en sus modales, con talento y gracia en la conversación, había deslumbrado completamente sus deseos. Aún conservaba el duque una figura agradable, y no vio la linda señora las -190- arrugas que ya empezaban a surcar su rostro. Todas las noches acudía la primera a casa del alcaide, y era la última que se despedía; sus miradas y ojos revelaron pronto su pasión al distraído Ripperdá. Vio en ella una mujer hermosa, que se ponía en su camino, y un instrumento tal vez de que servirse oportunamente; afectó el más violento cariño, y consiguiendo entrevistas secretas en su cuarto, alcanzó pronto el objeto de sus deseos. Todo fue dulzura y placeres, tanto más deliciosos cuanto más arriesgados en los primeros tiempos de sus amorosas relaciones; pero una noche se echó llorando la joven en los brazos de Ripperdá, y le reveló entre sollozos que llevaba en su vientre el fruto de su falta; el temor de su familia la traía desasosegada e inquieta. Este era el punto a que desde el principio había querido llevarla el duque, y hacía días que aguardaba impaciente semejante confianza; pero manifestándose sorprendido y aterrado con la noticia, le juró que no podía abandonarla en su desventura; que era preciso huir, y que por acompañarla estaba resuelto a morir saltando las murallas de la prisión. Tranquilizóse la novelesca y enamorada señora, y prometióle que se ocuparía sin tardanza en preparar su libertad.
El prisionero por su parte, llamó a su ayuda de cámara, que en todas las empresas le había servido bien y sin escrúpulos; dióle parte de sus proyectos, y le dejó combinar los medios de llevarlos a cabo. Separáronse los amantes, citándose para el siguiente día; y no había pasado una semana, cuando concluidos los preparativos de la fuga, faltaba solo a Ripperdá una coyuntura favorable para verificar la evasión. Había ganado el criado, con afabilidad y dinero, al sargento que tenía a su cargo la inspección de las habitaciones del duque, y la parte antigua del alcázar. El proyecto hubiera sido en otro caso imposible; pero no era pequeño impedimento el que oponían los achaques de Ripperdá, pues sus continuos ataques de gota le quitaban a veces el uso de los miembros, y si bien le era fácil cabalgar durante algunas horas, no podía sostenerse sobre la silla pasado cierto tiempo, ni sufrir el trote o galope de un caballo. Necesitaba para viajar un carruaje, y ni aun así le era posible forzar las jornadas ni precipitar su movimiento. Todas las dificultades las venció su activa amante, con esa fuerza de voluntad y ese talento que despliegan las mujeres en las ocasiones supremas. Convínose en que para retardar el descubrimiento de la evasión, quedaría el criado en el cuarto, quien no permitiría entrar a nadie, pretextando hallarse su amo indispuesto, y aunque al prurito opuso alguna repugnancia, cedió al fin a las súplicas y dádivas de doña Josefa. El principal obstáculo había desaparecido; faltaba solo señalar el momento. Eligióse una noche de las hermosas de setiembre; había acudido en la tarde mucha gente de los -191-pueblos inmediatos a la corrida de toros, y podía viajarse por tanto sin excitar sospechas. Combinado maduramente el plan, la enamorada señora quiso ayudar a la fuga de su amante. Púsose vestidos de hombre y encaminóse al alcázar al anochecer; tomándole por un muchacho, portador de algún mensaje, el centinela la dejó pasar. Había un pequeño jardín debajo de los balcones del aposento del duque, e introduciéndose allí con la ayuda del cómplice sargento, se escondió hasta que llegase la hora señalada. El sitio estaba perfectamente elegido, pues solo una muralla lo separaba de la carretera. Hallábase enfermo el alcaide, y preparados los caballos a corta distancia; sonaron las diez, que era la hora convenida, y Ripperdá se descolgó por una escalera de cuerda, no sin trabajo, y pudo llegar sin peligro al pueblecillo de Carboneras, donde debía esperar oculto a su libertadora. Esta por su parte había anunciado anticipadamente que iba a pasar unos días con una amiga en Valladolid, y el sargento también había obtenido licencia para ver a su familia. Alquiló doña Josefa un carruaje, y escoltada por el astuto soldado, se reunió con su amante; salieron al punto de Carboneras, y apenas perdieron de vista el pueblo, cuando intimaron al calesero que en vez de el de Valladolid tomase el camino de Portugal; resistióse éste al pronto, pero un par de pistolas con que le amenazó el sargento le hicieron más tratable, y en breve los viajeros habían atravesado la frontera. En Miranda de Duero despidieron al conductor, y este por vengarse dio parte a la justicia de que venían huyendo de España, pero Ripperda había previsto todo, y con el auxilio del criado y de su ingenio se hizo pasar por don Antonio de Mendoza, sobrino del ministro de Estado de S. M. F., y no solo no halló obstáculo en el vecino reino, sino que recibió obsequios de los pueblos hasta llegar a Oporto, donde se embarcó para Inglaterra, siempre acompañado de su amante, y más tarde del ayuda de cámara, que aunque castigado al pronto como cómplice de la fuga de su amo, logró que lo indultasen y se fue en su busca.
Desde Inglaterra pasó Ripperdá a Marruecos, y fue cuando abjurando la religión católica representó un gran papel al lado del emperador. Ignoro la suerte que cabría a doña Josefa, pues la vida del duque escrita y publicada en Londres y Amsterdam, en inglés y en francés por un autor anónimo, nada dice de ella después de la evasión de este alcázar.
Concluido el relato, nos despedimos del amable subdirector del colegio de artillería, dándole mil gracias por su complacencia, y como era ya más de la una, hora sacramental de comer en Segovia, y además, hacía a un buen calor, nos retiramos a casa, dejando para continuar después de la siesta nuestras incursiones.
FUENTE: Mellado, Francisco de Paula. Recuerdos de un viaje por España, Castilla, León, Oviedo, Provincias Vascongadas, Asturias, Galicia, Navarra, Madrid, Tipografía de Mellado, 1862, pp. 190-191.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Juan Guillermo de Ripperdá y Diest, Duque de Ripperdá (I), barón de Ripperdá (VIII). Groninga (Holanda), 7.III.1680 – Tetuán (Marruecos), 5.XI.1737.