[Historia de doña Leonor de Pimentel]
Un escritor ha dicho que si los sótanos hablaran se podría exhumar una galería de mártires, y así es la verdad; pero de cuantos sucesos se cuentan más o menos ciertos, más o menos verosímiles, ninguno iguala al que vamos a referir.
El año 1338, reinando en Castilla Enrique IV, era conde de Benavente don Rodrigo Alonso Pimentel, anciano ya achacoso, pero tan bueno y afable que por donde quiera que iba todos le saludaban como a su bienhechor, porque el conde, contra la costumbre de aquella época, era más bien el padre que el señor de sus vasallos.
En una de las más alegres tardes de primavera del año que queda citado, y pocas horas antes de oscurecer, el conde se hallaba sentado en un primoroso sillón de terciopelo recamado de oro, hablando con una hermosa niña de cabellos y ojos negros que lo escuchaba estática desde el cojín en que yacía a sus pies. Contábale el buen conde las glorias de su familia y las victorias qué habían alcanzado contra ´los moros´, con toda la naturalidad de su alma-bondadosa, y referíala con cierto orgullo -106- cuándo y de qué modo tomó juramento a don Juan II de Castilla cómo ajustó la paz entre este rey y el de Portugal, don Alonso V el Africano; cómo trajo de aquel reino a la infanta doña Blanca para casarla con el rey Enrique IV; cuánto tiempo fue embajador de don Juan II en la corte de Carlos VI de Francia, y otras mil cosas por el estilo, que aunque no todas comprensibles para la niña la tenían de tal modo absorta y distraía, que no oyó, como su abuelo, porque el conde era abuelo suyo, los desaforados gritos que daban en el patio del castillo.
—¿A dónde vas, dijo la joven a don Rodrigo, viendo que este se alzaba trabajosamente de su sillón?
—¿No escuchas esos gritos y esa algazara[1]?... Voy a ver la causa que los produce, la replicó andando apresuradamente.
Leonor le siguió. Al asomarse a la ventana hallaron que toda la bulla provenía de los golpes que daban a un pobre chico a quien rodeaba una turba de palafreneros [2]y mozos de cuadra que se reían de los gestos y lamentos que le arrancaba el dolor producido por los latigazos.
—¿Qué hacéis a ese infeliz, Martino? gritó el conde con voz colérica. Entonces todos se volvieron a la ventana, se descubrieron con respeto y Martino, que era el que azotaba al joven, respondió humildemente:
—Señor, le estoy dando una felpa[3] por abandonado. Lo mantenemos para que lleve los caballos a beber al río todos los días a las doce, y el bribonzuelo, después de almorzar bien esta mañana no ha parecido hasta ahora a cumplir con su obligación.
El pobre chico, como de unos trece años de edad, tendido en el suelo por los golpes que le sacudiera y sin dejar de sollozar alzó sus ojos a la ventana, y con una expresión tan suplicante, que conmovió a la pobre niña.
—Tengo a mi madre enferma, dijo, y el llanto ahogó de nuevo su voz.
—Dejarle, gritó Leonor.
—Dejarle, repitió el conde y cuidado que semejantes escenas se reproduzcan en mi casa.
A este mandato todos se separaron y quedó solo el joven regando el suelo con sus lágrimas.
—Padre, dijo la niña, manda subir a ese infeliz.
—¿Y para qué, querida mía?
—Porque me da mucha lastima.
—Mejor será que le echemos algunas monedas...
—Eso no basta, padre mío, para consolarlo; yo quiero hacer algo por él... ¡Pobrecillo, castigarlo tan cruelmente por una falta tan leve, y cuanto la ha cometido por asistir a su madre!...
—Hágase, pues, tu voluntad, replicó el anciano; yo no quiero tampoco contrariar tus buenas inclinaciones. Y mandó subir al chico.
Cuando este se presentó en la lujosa cámara, aún iba enjugándose las lágrimas. Era hermoso: cabellos rubios ensortijados naturalmente, cutis blanquísimo, ojos azu-107-les y mejillas de rosa. A pesar de su pobre traje hecho girones y manchado, y a pesar de sus ojos enrojecidos, y su rostro descompuesto, el joven interesó tanto a Leonor, que se le acercó visiblemente afligida.
—¿Cómo te llamas? le preguntó.
—Sancho Sánchez, tartamudeó el joven asombrado de verse en una sala tan ricamente adornada y delante del poderoso conde.
—Pues bien, Sancho Sánchez, desde hoy eres mi paje, dijo la niña.
—¿Cómo tu paje? repuso el anciano.
—Mi paje, padre mío, si tú lo permites.
El anciano que adoraba a su nieta, y que solamente deseaba darla gusto, se encogió de hombros significando con un gesto su asentimiento, y el chico se estremeció al aspecto de tanta dicha.
—Y no es este solo el favor que tengo que pedirle, añadió Leonor, dirigiéndose a su abuelo: quiero que ahora mismo des la orden para que despidan a Martino.
—¡Muchacha!... ¿estás loca? dijo el anciano con tono bondadoso... Martino es un buen servidor.
—No puede ser bueno quien se complace en hacer daño a los demás. ¿No veías aquella risa infernal con que contestaba a los lamentos de esta pobre criatura?... ¡Oh¡ Martino tiene por fuerza un corazón de hiena, y no debes conservar ese hombre a tu servicio. ¡Tú que eres tan bueno y tan bondadoso!... Si no lo quieres despedir mándalo a alguna de tus tierras donde yo no lo vea, porque su presencia me hace mucho daño.
—Se despedirá a Martino, dijo el conde como convencido y sin manifestar el menor interés en conservar en su casa al palafrenero.
—Es que yo quisiera que fuese hoy mismo.
—Sea como tú lo quieres. Y dio Ia orden para despedir al criado.
—Sois un ángel, murmuró el muchacho cayendo a sus pies, y besando la punta de la cola de su vestido.
Al siguiente día Sancho Sánchez era el paje más lindo de Castilla, y en el palacio no se hablaba más que de la súbita transformación del chico de la caballeriza. Los demás pajes envidiosos de su repentina elevación, dieron en insultarle hasta el extremo de tirarle piedras o hacerle mal cuando pasaba por su lado; pero todos fueron despedidos sucesivamente, en castigo de estas demasías. La joven condesita lo había tomado bajo su protección, y llegó bien pronto a ser tan respetado como si perteneciera a la ilustre familia de los Pimentel.
En breves días se habituó Leonor de tal modo a jugar en el jardín con su pobre paje, que el conde gozaba al verla tan contenta, cuando antes siempre estaba triste y taciturna. La compasión y la gratitud dicen que son dos virtudes precursores el amor: si esto no es siempre cierto, en la ocasión actual al menos se cumplió puntualmente. A medida que fueron creciendo en edad, Sancho amó a Leonor, y esta se enamoró de su paje. Pero su amor inocente y puro como sus almas, fue un secreto para todos, y -108- aun para ellos mismos, hasta que una circunstancia imprevista vino a revelárselo.
Había cumplido Leonor diez y seis años, cuando el duque de Arévalo, hermano de su madre, y por consiguiente tío carnal suyo, pidió al conde su mano, que este le otorgó sin vacilar y sin imaginarse siquiera, que por parte de la joven hubiese la menor resistencia.
—Tengo que darte una buena noticia, hija mía, le dijo el anciano— El duque de Arévalo se quiere casar contigo, y yo, que apruebo este enlace como útil a la familia y conveniente para ti, he dado mi consentimiento.
Leonor se quedó inmóvil y como herida de un rayo.
—¿No me contestas? prosiguió el conde todavía sin sospechar la causa del silencio. Tu tío es aún bastante joven y ocupa en la corte una posición brillante; te llevará en su compañía ….
—Padre, eso no puede ser; yo no me puedo casar con el duque.
—¡Que no puedes casarte con el duque! ¿y por qué causa? preguntó el conde sorprendido.
—Porque a quien amo es a mi paje Sancho Sánchez, y no quiero separarme de él, replicó la joven con el mayor candor.
El conde soltó una carcajada.
—¿De qué os reís, señor, con tantas ganas? preguntó el de Arévalo que entraba al mismo tiempo en la estancia.
—De una ocurrencia donosa de Leonor. Acabo de anunciarle vuestro proyecto de matrimonio, y, me dice con toda formalidad que no puede ser vuestra esposa, porque ama a su paje Sancho.
—¿Al que fue criado de los mozos de cuadra?..... dijo el duque con aire burlón.
—Al mismo, amigo mío, al que dio de latigazos Martino.
Y ambos a dos, el conde y el duque, se dieron a reír de todas veras. Leonor humillada y herida en lo más vivo de su corazón, se retiró sin hablar ni una sola palabra, y se encerró en su cuarto.
Al día siguiente el paje Sancho había sido despedido del castillo, y la condesita sin manifestar ni pena ni extrañeza por este incidente, y como si nada hubiera ocurrido se entregó a sus tareas y diversiones ordinarias. Una semana después nadie se acordaba ya de Sancho Sánchez, incluso[4] el abuelo y el tío de Leonor, que atendidos los pocos años de esta, supusieron que lo del paje había sido un capricho infantil tan pronto olvidado como combatido.
No era así sin embargo: Sancho no había marchado, sino que permanecía oculto en el castillo bajo la protección de una de las criadas de la joven y de su padre, escudero y servidor antiquísimo de los condes. Todas las noches se hablaban los dos amantes por la ventana de la habitación de Leonor, que daba al jardín; pero como la distancia era mucha, sus coloquios no podían ser demasiado largos. La condesa procuraba en ellos fortalecer el amor de Sancho, asegurándole que no daría su mano al duque, y prometiéndose mucho del -109-cariño que el conde la profesaba.
Así pasaron dos meses; al cabo de este tiempo el de Arévalo, que no había vuelto a hablar de sus proyectos de boda, desde la escena ocurrida en la estancia del conde que produjo la despedida del paje, se acercó una tarde a Leonor y en tono cariñoso la dijo, que habiéndose recibido ya las dispensas, de acuerdo con su abuelo habían fijado el domingo inmediato para celebrar el casamiento.
—Siento, dijo Leonor, con una serenidad y una firmeza increíble en su edad, que os hayáis tomado semejante trabajo sin consultarme, porque os advierto, tío, que ha sido un trabajo inútil.
—¡Inútil!... ¿Con que rehusáis mi mano?
—La rehúso.
—Es decir que me aborrecéis.
—No tal; os estimo como a un pariente, pero no os amo.
—Me amaréis cuando seáis mi esposa; el tiempo, el trato, mi cariño...
—¡Imposible! Eso no puede ser...
—¿Será que todavía conserváis en la memoria al paje ….?
—¿Y qué os importa en último extremo que sea eso u otra cosa cualquiera? Con saber que no os amo y que no seré vuestra esposa nunca, tenéis bastante.
—¡Nunca!... ¡Mirad bien lo que decís!
—Ya está dicho: nunca, primero el convento; antes la muerte.
El duque hizo un movimiento de despecho y se alejó sin hablar una palabra. Al entrar en su cuarto el criado le dijo que un hombre pobremente vestido y al parecer disfrazado, lo había ido a buscar dos veces porque tenía mucho interés en hablarle.
—Que venga ese hombre, contestó el duque de mal humor.
El hombre se presentó envuelto en una larga capa y cubierto con un sombrero de alas enormes.
—¿Qué me queréis decir? preguntó con tono altanero el de Arévalo.
—Necesito hablaros a solas.
—Despejad, dijo el duque.
Los criados se retiraron, y el desconocido entonces se descubrió.
— Vos, señor duque, dijo, queréis casaros con Leonor y ella no quiere ser vuestra esposa... Yo tengo en mi mano el medio de hacerla consentir.
—¡Tú! ¿Y quién eres?... ¿Qué interés te mueve tomar parte en este asunto?
—Luego lo sabréis; por el momento lo que importa es que tengáis entendido que la condesa ama aún a Sancho Sánchez.
—Me lo he figurado. Replicó el de Arévalo, caprichos de chiquilla que el tiempo curará. Además el paje está muy distante...
—Os equivocáis; Sancho está en el castillo y habla todas las noches con Leonor.
—Mira lo que dices, villano. Necesito pruebas para creerte o de lo contrario...
—¿Os bastará el mismo paje?
—Me basta. -110-
—¿Cómo lo queréis? ¿muerto o vivo?
—Muerto... no; vivo.
—Mañana lo tendréis.
—¿Qué recompensa por ese servicio?
—Ninguna.
—¿Pues qué le obliga a prestarlo?
—EI deseo de vengarme. Soy Martino Fernández.
—Te comprendo: hasta mañana.
—Hasta mañana.
Serían las seis de la tarde del siguiente día de la escena que acabamos de referir, cuando Leonor, que se entretenía en coger flores en su jardín, se halló casi sorprendida por el duque de Arévalo, a quien creía en compañía de su abuelo, que había ido a una de sus heredades contiguas.
—No imaginaba que estuvieseis en el castillo, dijo la joven con naturalidad, y casi me habéis asustado.
— He dejado marchar solo al conde porque deseo hablaros otra vez; ayer me tratasteis cruelmente.
— No tal; os dije lo que siento, porque creo que es mejor ahora un desengaño que un engaño luego.
—Sois discreta en demasía y me haréis perder el juicio de amor.
—Lástima en verdad que esté tan mal empleado.
—Yo espero sin embargo que se han de mitigar vuestros rigores, gracias a cierto talismán....
—¡Creéis en brujerías!... Por Dios, tío, que no lo hubiera imaginado...
—Os lo voy a enseñar para que no dudéis de su eficacia.
Durante esta conversación, el tío y la sobrina habían seguido una calle de olmos opaca y sombría, a cuyo extremo había una especie de pabellón del gusto de la época, pero entonces sin uso por hallarse deteriorado. Al concluir la última palabra estaban frente a la puerta del pabellón; el duque hizo una señal, la puerta se abrió, y Leonor dio un grito de espanto. Dentro del pabellón estaba Sancho Sánchez amarrado a un taburete, y Martino con un puñal levantado comenzaba a hundírselo en el pecho. La condesa volvió la vista alrededor de sí y vio que sin duda por efecto de las disposiciones tomadas por el duque, se hallaba sola con él, su amante y el asesino. Todo esto pasó con la rapidez del relámpago. El de Arévalo cambiando bruscamente de tono y de modales...
—Ya veis, dijo a la condesa, mi talismán. O el consentimiento para la boda o Sancho muere ahora mismo.
Leonor se quedó inmóvil sin pronunciar una palabra.
—¡Martino! gritó el duque; ejecuta mis órdenes.
Martino levantó el brazo para herir.
—¡Piedad! murmuró él? -111-
— Matadme a mí, exclamó Leonor arrojándose a los pies de su tío.
—A vos no, a aquel villano...
—¡A ninguno! gritó una voz de trueno a espaldas de Leonor.
Era la del conde, y su nieta corrió a echarse en sus brazos.
—¿Con qué derecho, prosiguió el de Benavente, os permitís semejantes demasías en mi propio castillo, señor duque de Arévalo?
— Ha sido una chanza, señor, para obligar a vuestra nieta a que consienta en darme la mano. Vos mismo aprobáis este enlace...
—Pero desapruebo los medios que empleáis para realizarlo, y aunque viejo y achacoso no estoy dispuesto a consentir que nadie me ultraje. Salid al punto de mi casa para no volver a ella más, mientras yo viva.
—Obedezco porque no estáis en edad de que midamos nuestras armas; pero confío en que pronto he de volver al castillo.
El de Arévalo se retiró en efecto, y tres días después murió el conde de Benavente, según unos a consecuencia del sofoco, y por efecto de sus muchos años y achaques; según otros en virtud de unas yerbas preparadas de intento por cierto judío[5]. De cualquiera manera que fuese este acontecimiento puso a Leonor enteramente a merced del duque. El hijo mayor del conde, y heredero de su título, se haIlaba ocupado en la guerra, y en tanto que venía, el de Arévalo, como pariente más cercano, se hizo cargo de los bienes del conde y de la tutela de su nieta, mediante también disposición testamentaria de la madre de Leonor, que preveyendo sin duda que el de Benavente no podía vivir mucho, encargaba que a su muerte, pasase la tutela a su hermano.
Excusado es decir, que dueño del campo, el duque insistiría en sus pretensiones, no ya tanto por amor a la joven, como por satisfacer su orgullo ofendido. Leonor comprendió que toda lucha era inútil, y se resignó al sacrificio, poniendo por única condición que no se hiciese daño alguno a Sancho Sánchez. Cumplido el luto se celebraron las bodas tan tristemente, que no parecía sino que se verificaba un entierro. Durante algunos meses, el duque se mostró obsequioso con su esposa, y esta parecía conforme con su suerte; solo se notaba en ella una palidez mortal y una tristeza reprimida, cuyo origen era sin duda la ignorancia en que estaba de la suerte que había cabido a su amante, de quien nada supo después de la escena del pabellón.
Martino había entrado al servicio del de Arévalo, y era su criado y confidente favorito, circunstancia que no contribuía poco a mortificar a Leonor, que lo aborrecía de muerte, pero procuraba disimular para no dar motivo de queja a su marido. En una breve ausencia, que este hizo, Martino, que había quedado como siempre, encargado de su custodia, y que alentado por la protección del duque, se permitía libertades muy ajenas a sus obligaciones de criado, entró una tarde sin anunciarse en la estancia de la duquesa. Estaba ésta sola sentada en un sillón, contemplando las nubes que se apiñaban sobre el horizonte, cargadas de agua, con los ojos preñados de lágrimas, y no pudo menos de indignarse por el atrevimiento de su escudero. -112- Iba a reprenderle agriamente, pero este la previno diciéndole con tono humilde:
— Vengo a pediros perdón de los males que os he causado. Sois un ángel de bondad y no negaréis este consuelo a un hombre arrepentido, que solo anhela besar el suelo que holláis con vuestras plantas.
Diciendo esto se arrojó a los pies de la duquesa.
—Levanta, Martino; yo no guardo ningún resentimiento. Me has hecho mucho mal, es cierto; pero te perdono. Y una lágrima corrió por sus mejillas.
—No basta, señora; es preciso que me devolváis vuestro aprecio y amistad, porque sin ella no podré vivir. ¡Ah! ¡Sí supierais lo que sufro!
—Está bien, déjame, retírate. Ya te he dicho que le perdono.
—No haré tal sin que me deis a besar vuestra mano, sin que conozcáis todo lo que pasa en mi alma, porque os amo como un loco...
— Silencio, malvado: gritó Leonor sorprendida de tanta audacia. Afuera inmediatamente, o te mando dar de palos. ¿Cómo te atreves, miserable escudero, a hablar de amor a tu ama y tu señora?
—¿Acaso, dijo Martino levantándose bruscamente, tenía mejores títulos que yo Sancho Sánchez, y lo habéis amado y lo amáis con frenesí? En hora buena, me retiraré, pero sabed que vuestro amante está en mi poder, y sufrirá las consecuencias de vuestro desprecio.
—¡En tu poder!.. ¡Sancho en tu poder!.. ¿Dónde, dónde está mi paje?..
—Lo ama todavía, dijo Martino entre dientes; bien me lo sospechaba—. Está, prosiguió dirigiéndose a la duquesa, encerrado en uno de los solanos del castillo bajo mi vigilancia. El duque vuestro esposo, fiel a la promesa que os hizo cuando se casó, no ha querido que se le haga ningún daño; pero como el subterráneo es húmedo e insalubre, y el alimento escaso, el tiempo se encargará en breve de librarlo a él y librarme a mí de tan odioso rival. Un remedio hay, sin embargo, de salvar a Sancho de la muerte que le aguarda; si cedéis a mis deseos, yo me comprometo a darle libertad esta misma noche: cuando el duque venga le diré que ha muerto, y de seguro no volverá a acordarse más de él.
—Salid al punto, dijo con firmeza Leonor, y volviendo la espalda a su atrevido escudero, se entró en un gabinete contiguo cerrando iras sí la puerta.
Aquella misma noche regresó el duque, y siento tener que decir a vds., añadió nuestro guía cambiando el tono narrador en familiar, que hasta aquí llegan mis noticias respecto a la duquesa Leonor y su paje.
—¿Cómo! exclamó Mauricio aterrorizado con la idea de quedar sin concluir la historia ¿no sabe vd. nada más?
—De cierto no, porque varían las opiniones, y cada cual lo cuenta a su manera. Unos dicen que Martino para vengarse del desaire sufrido por la duquesa, dijo a su esposo que esta había descubierto el encierro de Sancho Sánchez, y había hallado medio de penetrar en él, de cuyas resultas el duque mandó asesinar al paje, y cortar la lengua a su mujer; otros suponen que el paje, fingiéndose enfermo, logró en-113-gañar a Martino y escapar de la prisión, y no falta quien asegure que el duque de Arévalo tuvo la bárbara crueldad de confesar a Leonor que él había hecho envenenar al conde de Benavente, y de hacerla presenciar el asesinato de su amante, de cuyas resultas le dio un accidente a la duquesa y quedó muda. Lo que de cierto se sabe es que Leonor pasó los últimos años de su vida sin hablar más que por señas, lo cual prueba que tenía un impedimento físico, fuese la causa o el origen el que quisiera, y también se sabe que tomó una venganza cruel.[6]
—¡Se vengó! gritó mi amigo lleno de gozo. ¡Me alegro!.. Ese bárbaro duque merecía un castigo atroz. Cuéntenos vd. esa venganza, que debe ser lo mejor de la historia.
— Fue terrible: hallábase la duquesa en el último trance de su vida a la edad de veinte y tres años, y viendo serena acercarse la muerte, con la misma serenidad que había mostrado en todas las circunstancias de su vida, mandó que llamaran a su esposo para despedirse de él, y que la llevaran sus tres hijos con el mismo fin. Cumplidas sus órdenes y todos presentes, abrazó a los niños y entregó al marido un pergamino que decía así.
« Fuistedes un mal home para mí. No quiero salir de este mundo sin faceros tanto dano como vos me habedes fecho. Sabed que de los tres fijos que vos dejo solo es vueso uno, los otros los hube de otros homes en venganza de vuesos ultrages. Non sabredes nunca cal es de los tres el vuestro fijo.»[7]
El duque quedó aterrado con la lectura de este papel.
—¡Leonor por Dios, señala el hijo mío! Aquí están los tres, señálalo... ¡Tú no puedes abrigar tan mal corazón!.. Es una idea horrible... ¡Leonor!.. Leonor... ¿Cuál es mi hijo?
La duquesa por toda respuesta volvió la espalda, y expiró a los pocos minutos. El duque furioso, fuera de sí, tan pronto abrazaba uno tras otro los niños creyendo hallar sucesivamente en cada uno tal o cual semejanza, tal o cual indicio que le aclarara su duda, tan pronto los rechazaba a todos diciendo que no se los pusieran delante, y en esta alternativa pasaba días y noches hasta que perdió la razón, y atacado de una peligrosa enfermedad, estuvo a punto de sucumbir.
Restablecido algún tanto entró en el monasterio de Sahagún, donde acabó brevemente sus días, pero sin curarse de su manía. De noche particularmente, caía en una especie de delirio, y recorría los claustros gritando: « ¡Mi hijo! ¡Leonor! ¿cuál es mi hijo?» Los monjes rogaban fervorosamente a Dios por su alivio; pero su mal solo tuvo fin con su existencia. Hasta la extinción de los regulares, todos los años se ha dicho una misa en el monasterio por el alma del duque de Arévalo y por la de su esposa, doña Leonor Pimentel.
FUENTE
Mellado, Francisco de Paula. Recuerdos de un viaje por España. Castilla, León, Oviedo, Provincias Vascongadas, Asturias (1849) pp.105-113.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Algazara: tumulto de voces
[2] Palafrenero: el criado que lleva al caballo por el freno
[3] Felpa: zurra de golpes.
[4] Inclusos: incluidos
[5] De intento: encomendados. En la Edad Media fueron los grandes sabios de la medicina fueron judíos.
[6] Sobre este episodio construye su tragedia Gonzalo Moreno de Tejada, La venganza de doña Leonor de Pimentel: Tragedia histórica, Número 297 de Los Contemporáneos, [Madrid] [s.n.] [s.a.]. En forma de novela corta lo refiere Víctor Balaguer, en Los frailes y sus conventos: Llorens, 1951, Volumen 1 pp. 129-136
[7] En el monasterio de Sahagún, se conserva el original de este curioso documento, según des aseguró nuestro guía. (NOTA DEL AUTOR)