Archidona
No son muchas aún las conquistas hechas en las provincias granadinas después de la muerte de Fernando el Santo; pero bastan dos de ellas para hacernos interrumpir nuestro bosquejo histórico. Archidona y Antequera fueron dos sangrientos campos de batalla, dos pueblos en que tuvieron lugar rasgos de amor y de caballería que dejaron oscurecidos los mejores de los siglos medios: no es posible dejar de arrojar sobre su presente y su pasado una mirada poética.
Archidona fue antiguamente una fortaleza que extendió sus muros y torreones sobre las cumbres de tres cerros. Tenía su población en una hoya formada por las tres alturas, y no sin razón era llamada Arx Domina, reina de los alcázares. — Hoy no es más que una villa -sentada en la vertiente de una sierra a la sombra de un castillo árabe; más impone aun por su posición, por los restos de esa misma alcazaba rodeada de precipicios, por lo sombrío y montaraz de sus alrededores en que abrió a cada paso la mano de Dios tajos, abismos, cuevas ensombrecidas por la tradición y la leyenda. Agrias cuestas, por donde tras grandes aguaceros se precipitan rugiendo los torrentes, constituyen sus calles transversales: es cada casa un baluarte, como cada hombre un soldado; y no sería aun fácil vencerla sin derramar raudales de sangre en las ásperas faldas de la sierra. Tiene a sus pies una vega que se extiende hasta cerca de Antequera, pero desigual, montuosa, cortada a trechos por barrancos; está cercada por todas partes de altas cordilleras que se cruzan en todas direcciones y apenas dan lugar más que a hondas cañadas ? tortuosos valles; y si algo presenta a su alrededor de pintoresco, no son cuadros de flores ni frescas alamedas, sino derrumbaderos como las laderas de su mismo nombre, sepulcro de tantos héroes de Calatrava, saltos como el del Moro, donde es fama que se precipitó su último alcaide, profundidades -293-como la de Cea, cuyo fondo removido tal vez por el fuego de los volcanes desconoce y mira con terror el hombre. Un solo río atraviesa su término, el Guadalhorce; un solo arroyo, el del Ciervo; y hasta las aguas de estas dos corrientes, lejos de deslizarse tranquilas por entre campos de verdura, se las ve raudas y espumosas saltando en forma de cascadas de peña en peña, de quiebra en quiebra, de uno a otro barranco. Todo es salvaje en torno suyo, hasta el mismo arte, hasta esa misma fortificación que ciñe como un doble cinturón de piedra el cerro cuyas faldas cubre. Los muros de sus dos cercas parecen estar desafiando aun el impetuoso furor de las revoluciones y la acción lenta de los siglos; los ennegrecidos cubos y torreones que defienden sus puertas se alzan aún a los ojos del viajero como fantasmas de un pasado horrible, como espectros que arroja de si la tumba de los que murieron el día de la fatal caída en medio de alaridos de desesperación y de venganza. Levántase entre las ruinas una humilde ermita consagrada a la Virgen de la Gracia; pero no parece tampoco más que un altar sobre un sepulcro. La naturaleza, la historia, el arte, todo contribuye en aquel lugar siniestro a presentar los objetos como cubiertos de una niebla formada por los vapores de la sangre derramada. La vecina sierra del Conjuro excita con su solo nombre recuerdos misteriosos que ha dejado consignados la voz de las tradiciones populares[1]; la de la Cueva de las Grajas, inmediata a aquella, sumerge la imaginación en esa poesía aterradora que las más atrevidas fantasías han hecho brotar del fondo de las profundidades de la tierra: las crestas de entrambas, coronadas de restos de torres y murallas, nos permiten aun evocar las sombras de la antigüedad, que levantó la formidable Arx Domina sobre los gigantes escombros de la primitiva Escua, ciudad que encerraba ya en su mismo nombre la idea de superioridad y fue considerada por sus mismos fundadores como cumbre y cabeza de las demás ciudades[2]. Las sombras, no los hechos, porque Escua y Arx Domina son casi un -294- misterio [3]para nosotros, porque para nosotros apenas es histórica más que la Arxiduna de los árabes, y aun esta no nos ha llegado en alas de la crónica sino en su época de decadencia, cuando ya los freires de Calatrava están templando contra ella sus espadas en la sangre de los que rodaron en las hondas simas de las laderas bajo rocas precipitadas desde lo alto de los cerros y en la de los que cayeron bajo el alfanje de Ibrahim, el más fiero e implacable alcaide de la fortaleza.
Ibrahim fue el héroe, el genio, el alma del alcázar. No parece sino que antes ni después ha existido otro hombre en el seno de estas ruinas; no parece sino que Dios ha querido resumir en él la historia de todo un pueblo, la de toda una comarca.
Ibrahim, dicen las crónicas, era tan esforzado como magnánimo. Miraba con respeto al vencedor, con piedad al vencido, y no sacrificaba nunca más víctimas que las que exigía la gloria de sus armas. Se le temía en el campo, nunca bajo las bóvedas de su castillo, donde ejercía su generosidad tanto con sus cautivos como con sus soldados. Mas llegó día en que una herida incurable llenó de amargura y hiel su corazón, y se convirtió en déspota y sangriento el que ayer sabía tender la mano a los que acababan de sucumbir en el trance de un combate.
Tenía Ibrahim una hija llamada Tagzona, que era la luz y la esperanza de su vida. Ignorante de los secretos amores de la joven con Hamed Alhaizar, uno de los moros más gentiles de la corte de Granada, la ofreció por esposa a un bravo alcaide de Alhama tan rico como viejo ¡ay! y abrió sin saberlo el camino a una serie de amargas desventuras. Contrariados los amantes apelaron a la fuga, partieron de la vecina fuente de Antequera sobre un caballo que parecía dejar atrás el viento, se adelantaron hasta el Guadalhorce, vieron allí sobre sí a Ibrahim y a sus soldados, se turbaron, se desconcertaron, no supieron buscar su salvación sino en lo alto de una peña, y al verse perseguidos -295-hasta en aquel asilo, perdida toda esperanza y no pudiendo ya renunciar a una unión consagrada por el amor más puro, se abrazaron tristemente, volvieron al cielo y a su alrededor los ojos y se precipitaron monte abajo corriendo a buscar en el abismo su lecho nupcial y su sepulcro[4].
Ibrahim los vio rodar sin que pudiese detener su caída; los vio morir sin llegar a tiempo para oír una palabra de perdón ni recoger más que su último suspiro. Quedó tan lleno de dolor, tan ebria el alma de amargura, que no pudo por mucho tiempo ni mover la planta, ni exhalar una queja, ni arrancar una sola lágrima de sus ojos, fijos en el magullado cadáver de Tagzona. Sintió por de pronto embotado el corazón, sintiólo a poco sediento de venganza; y como si el mundo entero fuese la causa de su desventura, trocó en crueldad y hasta en fiereza su antigua mansedumbre. Acechó desde su castillo al enemigo como el águila desde las cumbres de los cerros; se arrojó sobre él como el rayo, y allí donde sentó la planta hizo sentir a buen número de cristianos el peso de su cólera y el hierro de su lanza. Ahorcó a muchos, dejó para pasto de buitres a los que más le disputaron la victoria, maltrató a los cautivos hasta hacerles suspirar por la suerte de los que murieron en batalla, exigió por rescate la ruina de las familias, y se mostró en todas ocasiones tan inflexible, que ni las piadosas súplicas de sus mismos soldados le hicieron jamás levantar la mano de la cabeza de los vencidos. Cuando no tuvo fronteros que atacar dentro la jurisdicción de su castillo, no hallando ya medio de borrar el doloroso recuerdo de su hija sino entregándose de lleno a los combates, se dedicó a la guerra de algarada, dio acá y acullá rebatos sangrientos, saqueó, abrasó, asoló cuanto pudo sorprender en sus inesperadas excursiones, y se complació en ver entregados al hambre y a la desesperación los pueblos comarcanos. Fue, al fin, el terror del país, el formidable dragón de aquellos tiempos, la fiera que tarde o temprano había de excitar contra si el religioso heroísmo de alguno de esos caballeros de la cruz que nunca temían arriesgar su vida en las más aventuradas empresas de su siglo.
No tardaron los pueblos en levantar la voz contra este azote. Clamaron al rey, apelaron de él a los caballeros de Calatrava, con-296-movieron con sus justas y sentidas quejas a D. Pedro Girón[5], maestre de la Orden, y hallaron al fin en ese esforzado adalid su paladín, su libertador, su héroe. Pedro Girón llamó a sí a todos los freires que defendían la frontera, y al eco de su poderosa voz no solo alcanzó poner sobre las armas a los cruzados de Calatrava, sino que hasta logró agrupar en torno de su estandarte los pueblos de Arjona y Osuna y al bravo Diego Fernández de Córdoba, segundo conde de Cabra, y al joven comendador de Santiago Fadrique Manrique, que llevó consigo doscientos caballos y cuatrocientos peones. Reunido ya el ejército lo penetró en territorio de Archidona; y aunque acometido a poco por el terrible alcaide, fue tal el denuedo con que combatió, que le hizo volver por primera vez la espalda y llegó sin más obstáculo hasta el pie mismo del alcázar Contentóse por de pronto con cercarlo e impedir a Ibrahim toda comunicación con la corte de Granada; mas al ver que tras un mes de riguroso sitio no había logrado quebrantar aun el ánimo de sus enemigos, mandó a sus estados por máquinas de guerra, sentó sus baterías al abrigo de la sierra del Conjuro, derramó sobre los cercados bombas y proyectiles incendiarios, y les molestó con tan continuos ataques que ni tiempo les dejó para ir a cortar el incendio de sus hogares. Les puso en tal aprieto, que, acosados por la sed, no tuvieron más recurso que el de bajar a disputarle a punta de espada el agua de un pozo abierto a tiro de la fortaleza; mandó entonces sobre ellos a uno de sus mejores capitanes, mandó tras este al bravo conde de Cabra, y a pesar del desesperado arrojo con que aquellos pelearon, los derrotó y persiguió hasta las puertas mismas del castillo, que no dejó en tanto de diezmar con incesantes fuegos las huestes castellanas. Cansado de refriegas parciales y demoras resolvió el asalto; mas ¿quién había de ser el primero que se atreviese a escalar una fortaleza cercada de dobles muros y defendida por hombres resueltos a morir entre las ruinas de sus torreones antes que arrojarse en brazos de un cristiano? Tomó él mismo a su cargo tan peligrosa hazaña, y armado de una escala y de un acero él, el maestre de Calatrava, el más poderoso feudatario de la corona de Castilla, el que no vacilaba en aspirar a la mano de una princesa a quien estaba reservada la posesión del trono, él fue quien empezó a trepar por la torre del Sol entre una espesa lluvia de piedras y saetas de punta envenenada. Rodó bajo el peso de una roca disparada al-207- intento, y cayó al foso como muerto; mas su heroísmo pudo con los suyos más que su desgracia, y tuvo el consuelo de saber a ???? la toma de la Torre del Sol. Treparon tras él los alcaides y capitanes de su ejército; treparon tras ellos los soldados, y fueron en corto tiempo más de quinientos moros pasados a cuchillo. Hombres, mujeres, niños, todos perecieron, y los que se albergaron en el segundo recinto cayeron en un estado tal de confusión y abatimiento que no tardaron tampoco en deber entregar la garganta al filo de las armas enemigas. Todos debieron sucumbir al fin bajo los esfuerzos de los cristianos; pero no Ibrahim, que es fama que al verse vencido corrió al borde del Tajo a que dio después su nombre, metió el acicate en su caballo hasta obligarle a saltar el abismo, y desapareció en las profundidades de la espantosa sima.
Así cayó al cabo esa formidable Archidona contra la cual habían asestado inútilmente sus tiros Alfonso de Castilla y Fernando de Antequera. Arrastró en su caída a los guerreros más ilustres de los dos ejércitos; mas se hundió para siempre, y para siempre vio enarbolada la cruz en la más alta de sus torres. No volvió a figurar más en los anales de los pueblos, y a los pocos años hasta se vio enteramente abandonada a su destino. Quedó con algunos muros y torreones que, levantan aún al cielo sus sombrías coronas de almenas; pero no los ostentó ya a los ojos del viajero como instrumento de defensa, sino como un lúgubre cenotafio erigido a la memoria de Ibrahim, como un monumento de gloria levantado para eterno recuerdo de Pedro Girón. ¡Salud, muros y torres testigos de tantas hazañas! ¡Que jamás borre el cielo los recuerdos consignados en vuestras ruinas imponentes!
FUENTE.
Pi y Margall, Francisco. Archidona en Recuerdos y Bellezas de España. Francisco Javier Parcerisa, vol. 2. 1850, pp. 292-294.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Hay en esta sierra del Conjuro un camino, ya medio borrado, que solo se presenta claro y distinto a los ojos del que lo ve de lejos. Esto ha dado lugar a creer que aquel camino fue el que siguió la Virgen, cuando deseosa de ayudar a los cristianos que cercaban a Archidona bajó del cielo, y les animó a que bombardearan el castillo al abrigo de esta misma sierra. Aun lo de la misma Virgen no pasa de ser hijo de la tradición; mas está tan arraigado en toda la comarca que apenas hay aldeano que no lo refiera candorosamente. (Nota del autor).
[2]La ciudad primitiva, que se supone haber sido de fundación cartaginesa, llamó Escua, voz que en lengua púnica significa cabeza. Llamáronla luego los romanos Arx Domina traduciendo, como no pocas veces hicieron, a su lengua su denominación primera. De Arx Domina o Domna hicieron los árabes Arxiduna, que es lo que más se acerca al nombre de Archidona que ahora tiene. (Nota del autor).
[3] La historia no refiere de la antigua Escua sino que fue el abrigo de los prefectos de las naves, que se insurreccionaron contra Asdrúbal cuando ya habían entrado los Scipiones en España. Fue tomada primero por los rebeldes y poco después por el mismo Asdrúbal, que vengó de una manera cruel la traición de los prefectos. (Nota del autor).
[4] La peña en que se refugiaron los dos amantes se llama desde entonces Peña de los Enamorados. (Nota del autor).
[5]Pedro Girón Pacheco (1422 o 1423 – Villarrubia de los Ojos (Ciudad Real), 2.V.1466. Vigésimo noveno maestre de la Orden de Calatrava) No murió en el asedio de Archidona.