[Antonio Pérez en el monasterio de Piedra]
No hay que entrar en la relación de otros sucesos que nos recuerda esta torre, pues se haría interminable este capítulo. Dejemos, pues, que otros refieran la historia de los monjes que en diferentes ocasiones y por distintas causas estuvieron presos en ella; las ceremonias que a su puerta tenían lugar cada vez que era elegido un abad y en ocasión de presentarse dos síndicos del municipio de Calatayud con ministros, timbales y clarines a cumplimentar al nuevo abad, según costumbre y precepto de aquella ciudad antiquísima; las diver-29- siones y recreos de que era teatro la plaza cuando se trataba de celebrar algún acontecimiento fausto para el monasterio, o las solemnidades religiosas cuando la comunidad salía a recibir los cadáveres de las distinguidas personas que eran patronos de la casa y tenían derecho a ser en ella sepultados.
Sólo de un curioso suceso vamos a dar cuenta para terminar este capítulo.
Cuatro horas hacía que había cerrado la noche en una del mes de abril de 1590, cuando la torre entera retemblaba al rudo golpe de los furiosos aldabonazos que a su puerta daban unos viajeros que acababan de llegar por la pedregosa y áspera senda que conducía de Ibdes a Nuestra Señora de Piedra. Montados iban en buenas mulas de paso, siendo de notar que el que más principal parecía montaba una cabalgadura aparejada con silleta y arreos de mujer, y en ella iba sentado, revelando gran postración, como si sus males o cansancio no le permitieran cabalgar de otra manera.
Largo rato estuvo golpeando a la puerta el mozo de espuela, que era un vecino de Monreal, acompañante principal de los viajeros, hasta que por fin hubo de despertar el portero, el cual se asomó a preguntar quiénes eran los que a tal hora y con tan provocantes golpes venían a turbar el silencio y recogimiento de aquella santa casa.
— Pasad recado al reverendo abad,-—dijo entonces uno de los viajeros levantando la voz — y decidle que demandan hospitalidad para esta noche unos caminantes que vienen rendidos y maltrechos después de larga jornada, entre los cuales se halla un muy su amigo de quien se alegrará de saber noticias su reverencia.
No se dio tan fácilmente a partido el monje portero, y hubo de pedir más explicaciones que no se le dieron; pero por fin se avino a pasar recado al abad, y, conce-30- dida por éste la venia, entraban los viajeros en el patio del monasterio, descabalgando con harta pena el más principal de ellos y siendo acompañado hasta las puertas de la celda abacial por sus compañeros, quienes le llevaban casi en brazos, pues apenas podía anclar: tan fatigado o tan enfermo se encontraba.
Solos ya en la celda el abad y el desconocido huésped, fijó el primero su mirada en el recién llegado, que sostuvo silencioso el examen; y levantándose de repente entre atónito y confuso, dio algunos pasos por la estancia exclamando:
— O sueño verdaderamente, o me parece …
—No sueña, no, el reverendo padre, —dijo entonces el huésped interrumpiéndole, al propio tiempo que se dejaba caer en un sitial, sin hacer caso de que el abad le hablara de pie y en tono reverente. —El mismo soy que adivinasteis, aun cuando muchas cosas pasaron desde la última vez que en la cámara real nos encontramos.
— ¡Vuesa merced aquí y de esta manera!—exclamó el abad. —No vuelvo de mi asombro.
—Tempora si fuerit nubila solus eris[1], —contestó el huésped misterioso. —No se asombre el reverendo padre, que decirle he cómo aquí vine, a refugiarme en Aragón, que es tierra de honor y de libertad.
Así dijo el huésped, y comenzó en seguida a explicar al abad cómo, siendo poco antes ministro y valido del rey más poderoso de la tierra, se hallaba entonces fugitivo y vagabundo, buscando medios de llegar a Zaragoza, donde esperaba verse a salvo amparado por las leyes y libertades del reino.
Refirió el huésped cómo el rey le había tenido encerrado dos meses en la fortaleza de Pinto; cómo después de ellos le volvieron a Madrid dándole por cárcel una casa de la plazuela de la Villa; cómo más tarde le había -31- mandado echar por vía de apremio una cadena y un par de grillos; cómo luego le mandaron poner cuestión de tormento, sufriendo horribles trances; cómo a pesar de haberle postrado mucho el tormento resolvió fugarse, lo cual consiguió milagrosamente, y no por magia como el vulgo decía, sino ayudado de su mujer Doña Juana Coello[2] y de algunos amigos; cómo había salido de Madrid, caminando sin descanso treinta leguas, alentado y fortalecido por sus amigos, que hubieron de sostenerle a veces en sus mismos brazos para que no desfalleciese; como al llegar a tierra aragonesa, viéndose ya en país libre y hospitalario, se había arrojado devotamente al suelo, besándole una y otra vez, y exclamando lleno de alegría y de esperanza: ¡Aragón! ¡Aragón!; cómo había llegado al monasterio de Piedra, después de larga y fatigosa jornada, en compañía de sus fieles amigos Gil de Mesa[3] y Francisco Mayorini[4]; y cómo, finalmente, reclamaba de su antiguo amigo el abad albergue para aquella noche y guiaje al siguiente día, a fin de que pudiera continuar su camino el que era víctima de un suceso como otro igual no referían las historias, pues que traiciones de vasallos a reyes muchas se habían visto, pero de rey a vasallo nunca tal.
Oyó el abad en silencio la relación toda de aquellas desventuras, y abrazando en seguida a su huésped, dióle la hospitalidad que demandaba, y al día siguiente con mulas de paso del monasterio, famosas en toda la comarca, pues nunca las tuvieron mejores los más altos potentados de la tierra, con acompañamiento de doce servidores y de varios arcabuceros para defenderle y honrarle, bajó el viajero la cuesta de Nuévalos, dirigiéndose a Bubierca y a Calatayud y luego a Zaragoza, donde su llegada debía causar aquellas hondas perturbaciones y resonantes sucesos de que tan largamente se ocupan las historias, y que tan desastrado término habían -32- de tener en el cadalso donde murió Lanuza[5], sucumbiendo con él las libertades aragonesas.
Tal es el recuerdo que de la visita de Antonio Pérez guardan la torre del Homenaje y en monasterio de Piedra.
FUENTE:
Balaguer, Víctor. El monasterio de piedra El Monasterio de Piedra. Su historia, sus valles, sus cascadas, sus grutas, sus tradiciones y sus leyendas. 1882, (pp.28-32)
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Si el cielo se nubla estarás solo. Antonio Pérez del Hierro (nacido en 1540 en Valdeconcha, Guadalajara y muerto en París el 7 de abril de 1611) fue el secretario de cámara y del Consejo de Estado del rey de España Felipe II.
[2] Juana Coello (Madrid 1548 - 1615), ayudó a su esposo a escapar de la cárcel al cambiar con él los vestidos. Cfr. Fernando Garrido, Historia de las persecuciones políticas y religiosas ocurridas en Europa desde la Edad Media hasta nuestros días: Imprenta y librería de Salvador Manero, 1864, capítulo V y Antonio Rotondo, Historia descriptiva, artística y pintoresca del Real Monasterio de S. Lorenzo comúnmente llamado del Escorial, 1856, p.89.
[3] Gil de Mesa, natural de Bubierca (Zaragoza), c. 1555 – ?, 1611, militar un hombre de confianza de Antonio Pérez que le auxilió en la fuga de la prisión en Madrid y le siguió en su exilio en Francia e Inglaterra.
[4] Juan Francisco Mayorini, Génova (Italia), p. m. s. xvi – ?, 1592 no fue un amigo sino un criado de Antonio Pérez, contratado cuando el ex secretario planeaba su fuga a Francia.
[5] Juan de Lanuza y Urrea (1564 - Zaragoza, 20 de diciembre de 1591), Justicia Mayor de Aragón, ejecutado por orden del rey Felipe II. Antonio Pérez se acogió a los fueros de Aragón cuando escapó de la cárcel, pero entonces fue acusado de herejía con el objeto de que pueda actuar la Inquisición, sin el obstáculo de las leyes aragonesas. El rey envía una nutrida tropa para hacer frente a los disturbios levantados contra el Santo Oficio cuando se procuraba trasladar a Antonio Pérez a la cárcel inquisitorial. Lanuza se enfrentó a las tropas del rey con un destacamento, que fue vencido en Utebo, y a consecuencia de ello fue condenado a muerte.