DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Leyendas cordobesas, Córdoba: Imp. y Lib. del Diario de Córdoba, 1898, pp. 49-60.

Acontecimientos
Muerte de amor de doña Blanca
Personajes
Alfonso Téllez de Meneses
Enlaces

LOCALIZACIÓN

CÓRDOBA

Valoración Media: / 5

El alma de Doña Blanca

 

Deidades de los campos, genios tutelares de las agrestes montañas de Sierra Morena, dríadas y faunos que moráis los espesos bosques de pinos y de seculares encinas, ayudad mi memoria para que pueda recordar la historia de los desgraciados amores de Doña Blanca.

De Doña Blanca, la bella niña en cuyos ojos se retrataba el cielo, a quien las rosas de los prados envidiaban el suave color de sus mejillas, y el sol robaba, para formar sus rayos, las doradas hebras de su blonda cabellera.

De Doña Blanca, la noble hija del poderoso gobernador de Córdoba, y la tierna amante de Alhamar, el -50- gallardo moro de regio linaje, al que había sabido conquistar con su amor para la fe de Jesucristo.

* * *

Era el año de 1243 y hacía siete que el rey Don Fernando III había arrancado del poder agareno[1] la que fue un día capital del imperio muslímico en España.

Córdoba había visto ondear en su célebre mezquita el pendón castellano y sus conquistadores habían sido recompensados por el santo rey con vastos territorios, en los que edificaron magníficos caseríos, convirtiéndolos en ricas posesiones de labranza o aprovechamiento.

Nombrado gobernador político de Córdoba Don Alfonso Téllez de Meneses, fue dueño en la sierra de una extensa comarca que se designó con el nombre de «Los Llanos», por ser de las menos escrabosas [2](sic.), y en ella solía pasar algunas temporadas dedicado a la caza, de la que era gran aficionado, acompañándole su hija Doña Blanca, único fruto que de su matrimonio le había dejado su difunta esposa.

Doña Blanca, joven de diez y siete años, bella hasta el idealismo, amaba y se había hecho amar de un moro, pero de un moro que, convertido por ella, tornóse cristiano, y sólo esperaba ocasión oportuna para recibir el bautismo, así como ciertas mercedes ofrecidas por el rey y adecuadas a su noble condición.

Ben-Alhamar no deseaba otra cosa que ver realizadas sus aspiraciones logrando la posesión de su amada por medio de la unión conyugal. Entre tanto, ambos -51- enamorados guardaban el mayor secreto de sus planes, sabiendo que Don Alfonso no había de transigir hasta que no fuese un hecho la pública abjuración del islamismo por parte del amante, el cual habíase establecido en Córdoba, donde comunicaba con el objeto de su amor,  por medio de un esclavo que había conseguido ganar y únicamente disfrutaba de recatadas entrevistas, durante las largas permanencias de la familia en la hacienda de «Los Llanos».

* * *

El sonido de las trompas se oía repetido por cien ecos en las profundas cañadas de la sierra, y sus múltiples notas confundíanse con los ladridos de los perros y las voces de los cazadores. La montería era una de las mejor organizadas por el gobernador, y a la que concurrían los principales caballeros que formaban su corte en la ciudad.

El jabalí, rendido por su larga carrera, se dirigía a lo más espeso del monte, cortando con sus retorcidos colmillos las jaras que se oponían a su paso. Sediento y jadeante, buscaba el arroyo cuyas aguas habían de mitigar su fatiga, en tanto que, perseguido y cercado cada vez más estrechamente por perros y monteadores, apenas si podía con la astucia encontrar aún medios para salvarse.

El toque del halalí no tardó en oírse en la inmediata umbría: los jinetes se encaminaron al galope de sus caballos al sitio donde estaba ya entregada la fiera, y Don Alfonso iba con tan alegre comitiva, acompañado de su fiel escudero Beltrán. -52-

—Por mi patrón Santiago, buena pieza vamos a cobrar: dentro de algunos minutos se hallará en nuestro poder; decía el gobernador, espoleando su caballo.

—Así es la verdad, señor, contestó el escudero; mas otra mejor pieza pudiéramos descubrir ahora, puesto que estamos en el terreno.

— ¿Qué quieres decir con eso? ¿Acaso hay otro jabalí mayor en los contornos?

—Quiero decir, que en vez de continuar esta carrera, que al fin y al cabo el resultado no ha de ser otro que el de apoderarnos de la res, deberíamos desviarnos un poco de la ruta que seguimos, ya que nadie nos observa, y quizá no dierais, señor, por perdido el asunto.

— ¿Acabarás de explicarte o quieres tentarme la paciencia con tus enigmas? Si tal deseas, te prevengo que no sufro dilaciones y sabré obligarte a que te expreses con claridad.

—No es ahora cuestión de oír, sino de ver, porque estamos en condiciones de ello: todo lo que yo decir pudiera, habéis de comprenderlo solo con mirar lo que habré de designaros, si me seguís al raso de la encina grande. Puede que dentro de algunos minutos, cuando estéis ya convencido por los hechos, admitáis las explicaciones que antes no me atrevo a manifestar por razones que podréis apreciar a su tiempo.

—Persistes en mantener el enigma; pero como no has de tardar en descifrarlo según prometes, consiento en seguirte, abandonando el placer de esta jornada: mas ¡ay de tí, si no cumples lo ofrecido! Ahora, marchemos.-53-

* * *

Caballero y escudero, abandonando la cacería, siguieron por una vereda que se internaba en un espeso jaral, dirigiéndose en sentido contrario al punto donde se hallaba el vencido jabalí.

Caminaron así poco trecho y llegaron al límite del monte, presentándose ante su vista un extenso raso, a cuyo frente, en el lado opuesto, levantaba sus brazos una robusta encina, única que en aquellos contornos se apreciaba.

Ambos jinetes dejaron los caballos por indicación de Beltrán y continuaron a pie, costeando la linde del raso y ocultándose entre las jaras, hasta aproximarse al árbol secular, cuyas espesas ramas descendían, llegando a tocar el suelo, proyectando en torno una obscura sombra.

De pronto el escudero se detuvo; apartó con cuidado los arbustos, y haciendo seña a su señor, le dijo muy quedo:

—Ved, pero conteneos, por Dios, y estad seguro de que podréis vengaros, pues que contáis conmigo.

Don Alfonso miró y un movimiento de cólera, que no pudo reprimir, iba a denunciar su presencia; mas Beltrán lo contuvo a tiempo, y arrancándolo casi a viva fuerza de aquel lugar, consiguió desviarlo a larga distancia,

* * *

— ¿Has visto, Beltrán, has visto? exclamaba Don Alfonso, dominado por un sentimiento de furor. Mi hija, mi único amor en la tierra, en brazos de un infiel, -54- de un enemigo de Dios, de los que he venido combatiendo durante toda mi existencia y deseo exterminar...

Si no lo hubiera mirado con mis propios ojos, ¿quién sería capaz de convencerme de semejante suceso? Y es cierto; mi hija ama a un miserable moro, y aun tal vez su honor... más no, eso es imposible, la sangre que corre por sus venas no puede haberse hecho tan vil. Pero yo los he dejado juntos, sin embargo, y me lamento aquí y no corro a poner término a tanta perfidia. Vamos, Beltrán, la pieza está allí en nuestro poder; toquemos el halalí y enviémosle la muerte con mi venablo.

—Calmaos, señor, que esa pieza está segura, como seguro está el honor de Doña Blanca. No conviene en este momento ejecutar un acto que sería inmediatamente conocido y pondría tal vez en lenguas vuestra honra. Yo, desde hace tiempo he estado vigilando todos los días a los amantes y he aguardado ocasión propicia para que pudierais verlos, porque si no, como habéis dicho, no habría poder suficiente para convenceros.

Ahora, oídme, señor, y si aprobáis mi plan, mañana no cubrirán a los enamorados las hojas de la encina grande.

—Dices bien y en tí confío; propón lo que te parezca y cuenta con mi aprobación, siempre que sea para remedio de mi desdicha.

Beltrán habló con su amo durante algunos minutos y fue escuchado con manifiestas señales de perfecto acuerdo. Después ambos montaron a caballo y en tanto que el escudero partió a escape hacia la senda que conducía a la ciudad, Don Alfonso, tomando la línea recta -55-y atravesando el monte, se dirigió al sitio donde debía hallarse reunida la montería con motivo de la rendición del jabalí.

* * *

Ha pasado la noche y el sol del siguiente día ha recorrido la mitad de su jornada. Señores y monteros se hallan reunidos en el extenso comedor de la hacienda, donde después de un suculento almuerzo, refiéranse los lances ocurridos durante la cacería de la tarde anterior.

Allí está Don Alfonso Téllez recibiendo los plácemes de los convidados, y su hija Doña Blanca cumpliendo con los honores que le impone su carácter de huéspeda, cuando se anuncia la llegada del escudero Beltrán.

La más viva ansiedad se refleja momentáneamente en el semblante del gobernador, pero reponiéndose al punto, dice con voz tranquila y alegre aspecto:

—Que entre, que entre enseguida mi fiel servidor: ya que asuntos urgentes le impidieron ayer disfrutar del éxito de la cacería, participe hoy, al menos, de nuestro triunfo y goce como uno de tantos, con motivo del feliz resultado que pudimos obtener. Señores, continuó dirigiéndose a los comensales: brindemos por el que acaba de llegar y a quien debemos en parte la fiesta que celebramos, puesto que él me ayudó a descubrir la pista de la res, cuyos despojos han contribuido a saciar vuestro apetito.

Don Alfonso llenó su copa y todos le imitaron poniéndose de pie, al mismo tiempo que Beltrán apareció en el dintel de la puerta. -56-

—Gracias por el recuerdo, señor, dijo; mas antes de corresponder a la honra con que me favorecéis, debo daros cuenta de la misión que os servisteis confiarme.

—Pues si la discreción no lo impide, puedes explicarte como gustes; de otra suerte, hablaremos un momento reservadamente en mi despacho.

—Nada de particular ocurre respecto al orden político en el gobierno de la ciudad; ninguna novedad importante reclama allí en este momento vuestra presencia: más como asunto particular que no merece interés, puedo daros una noticia referente a un suceso que debió ocurrir anoche y que parece envuelto en el mayor misterio.

— ¿Y qué es ello? Habla y cuéntanos lo que ha pasado, ya que despiertas nuestra curiosidad.

—Se trata de una muerte realizada sin dejar rastro alguno que descubra al autor, y en vano han sido las pesquisas e indagatorias hechas por la justicia con tal objeto. Esta mañana al despuntar el día, ha aparecido el cadáver de un hombre con el cuerpo atravesado por un venablo, a la entrada de la ciudad, junto a la puerta de Colodro[3].

— ¿Y quién es el muerto, no se ha podido saber tampoco? preguntó Don Alfonso, con cierta inquietud.

—Sí señor, contestó el escudero, dirigiendo al gobernador una mirada significativa: según las averiguaciones practicadas, el cadáver resulta ser el de un moro procedente de Granada que hacía tiempo residía en Córdoba, llamado Ben-Alhamar.

Al pronunciar este nombre, un grito resonó en la -57- estancia y Dona Blanca cayó desmayada en brazos de su padre, que prevenido por los efectos que pudiera producir la noticia del escudero, había procurado colocarse junto a su hija, mientras aquel refería el suceso.

—No es nada, no es nada, dijo Don Alfonso a sus comensales; las mujeres son muy sensibles y no pueden oír con indiferencia ciertas relaciones. Esto le pasará enseguida; voy a disponer que la trasladen a su alcoba y continuaremos el interrumpido banquete.

Pero los caballeros y monteros, impresionados con motivo del accidente de la doncella, aunque sin atribuirlo a otra cosa que a un exceso de sensibilidad, se excusaron de seguir la fiesta y fueron desfilando en retirada, mientras que Beltrán decía a su señor por lo bajo:

—Hemos debido ser más prudentes; mas, puesto que lo habéis querido, el golpe está ya dado y ahora es seguro que los amantes no han de reunirse jamás.

* * *

Apenas ha trascurrido un mes de la muerte del moro Ben-Alhamar, y tristísimo acontecimiento sume en el mayor dolor a Don Alfonso Téllez y llena de luto a cuantos residen en la posesión de «Los Llanos».

Doña Blanca, la bella hija del gobernador político de Córdoba, había muerto al pie de la encina grande, y su cadáver, conducido al caserío de la hacienda, yacía depositado en una de las habitaciones del piso bajo, ínterin[4] se disponía su traslación a la capital.

Desde que la infeliz sufrió el desmayo al saber de -58- improviso la muerte de su prometido, perdió por completo la razón y desconociendo a su padre y a todos los que la rodeaban, solo una idea parecía tener fijeza en su mente: la de acudir a la cita concertada con su amante en el raso de la encina.

Allí se dirigía todas las tardes sin impedimento alguno que la estorbase, pues aparte de que ningún peligro podía amenazarla en paraje tan solitario, tanto su padre como Beltrán, el escudero, harto afligidos con el estado de la joven, cuya enfermedad habían provocado, no trataban de contrariar el deseo que la conducía en medio de su locura al sitio donde sembró, en días para ella venturosos, la esperanza de su felicidad.

Cuando llegaba la hora de la cita y el sol comenzaba a descender hacia el horizonte, se dirigía Doña Blanca a la encina, permaneciendo inmóvil bajo el espeso dosel de su ramaje como una estatua sepulcral, hasta que el crepúsculo desplegaba sobre los montes su velo sombrío, y entonces tomaba otra vez a su habitación para hacer lo mismo al día siguiente, guardando entre tanto un mutismo absoluto.

La falta de alimento, al que se negaba, y la constante vigilia, habíanla reducido a un estado de demacración y decaimiento que hacía inevitable su funesto fin.

Una tarde se encaminó como de costumbre al paraje favorito: mas, trascurrió el crepúsculo, cerró la noche, pasó mucho tiempo y Doña Blanca no volvió al caserío. Alarmadas sus doncellas por esa tardanza, acudieron a Don Alfonso, que salió inmediatamente en su busca, hallándola muerta al pie de la encina. -59-

El cuerpo de la joven fue conducido a Córdoba y se le dio sepultura después de un suntuoso funeral.

Más tarde, empezó a murmurarse con el mayor misterio entre algunas personas, sobre los infortunados amores de la hija del gobernador, y se relacionó su muerte con la acaecida antes al moro Ben-Alhamar.

Tal vez el confidente esclavo divulgó el secreto de las entrevistas; ello fue, que vino a descubrirse la historia de los amantes, que hubo gente supersticiosa que aseguró la condenación eterna de Doña Blanca por haberse entregado a un infiel, y que no faltó campesino que jurase haber visto el alma en pena de la desgraciada doncella al pasar por el raso de la encina grande.

 

* * *

Trascurrieron los siglos, cambiaron las costumbres, la paz modificó el espíritu guerrero y los soldados se hicieron agricultores. Sierra Morena ofreció sus terrenos incultos al labrador y al ganadero y comenzaron los desmontes, y variaron de aspecto los cerros y las cordilleras, y aumentaron en riqueza las fincas y se construyeron nuevos caseríos. Todo se encuentra modificado, los sitios y los nombres: solo se conserva el de la posesión que fue de Don Alfonso, conocida hoy por «Los Llanos del Conde», así como también se conserva, aunque entre contadas personas, la tradición de los amores de Doña Blanca.

Ya no existe la encina, y el raso donde se hallaba ha venido a confundirse con los desmontes; mas el sitio está allí, y algunas veces, cuando a la caída de la tarde -60- el cazador espera la salida de las liebres, o el ganadero hace parada en aquellas inmediaciones, suelen ver vaporosos girones de niebla que se unen y confunden, adquiriendo caprichosas formas de mujer cubierta de flotante túnica y que se elevan después a medida que avanza la noche, hasta perderse por completo en la oscuridad de las sombras.

Entonces, el ignorante, se retira temblando por el miedo, ante una visión que la hora y la soledad hacen más impresionable; pero el que conoce la historia de aquellos amores, recuerda las citas y piensa en el alma de Doña Blanca, que tal vez desde la otra vida continúa viniendo al lugar designado para esperar, si no el cuerpo, el espíritu de su querido Ben-Alhamar.

 

FUENTE. Montis, Fernando de. “El alma de Doña Blanca”, Leyendas cordobesas, Córdoba: Imp. y Lib. del Diario de Córdoba, 1898, pp. 49-60.

 

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

 

[1] Agareno: de la tribu de la esclava Agar, musulmán.

[2] Por escabrosas.

[3] En el tramo norte de la muralla de la Axerquia de Córdoba.

[4] Ínterin: mientras