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Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Recuerdos de un viaje por España. Castilla, León, Oviedo, Provincias Vascongadas, Asturias, establecimiento tipográfico de Mellado, Madrid, 1849,  pp. 20-25.

 

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CORUÑA DEL CONDE

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CORUÑA DEL CONDE

 

Don Félix nos propuso detenernos a almorzar, antes de dirigirnos a las ruinas de Clunia, proposición que aceptamos con gusto, a pesar de la natural impaciencia que teníamos por ver el sitio donde estuvo la ciudad romana; pero nuestros estómagos reclamaban algún refuerzo, después de cuatro horas de camino a caballo.

— Almorzaremos, dijo don Félix, en casa de un amigo a quien ayer hice prevenir al efecto, y en verdad que tendría gusto en que oyeran vds. de su boca una aventura -21- singular que le pasó hace algunos años, y que se puede decir que ha fijado la suerte
de toda su vida.

— Le rogaremos que nos la cuente, dijo Mauricio, con su natural impaciencia.

— No basta rogarle, añadió mi amigo, porque suelen ser inútiles los ruegos.

— ¿Y es cosa importante? pregunté yo.

— Importante para él solo, replicó Arias, pero curiosa para todo el mundo.

— ¿Y porque resiste referirla?

— Porqué el asunto principal de ella, no da una idea muy ventajosa de su capacidad, y le cuesta rubor confesarlo.

— ¿Pero vd. la sabe?

— Se la he oído a él mismo.

— En ese caso es igual; vd. nos la referirá.

— No, no admito la igualdad, replicó mi amigo; toda aventura pierde mucho referida por otro que no sea el héroe; le sucede lo que a los cuadros, que nunca las copias aunque ejecutadas por mano maestra, tienen el mérito que el original.

 – Pero si él no quiere referirla, dijo Mauricio, entonces...

— Si no quiere referirla, la referiré yo, contestó Arias, pero antes probaremos.

 

Habíamos llegado a casa del amigo de don Félix, llamado don Antonio, el cual como nos esperaba, salió a la puerta a recibirnos en cuanto sintió las pisadas de los caballos. Era hombre como de treinta años, de interesante figura, vestido muy decentemente a estilo del país, pero de escasas palabras y de modales algo toscos. Nos hizo entrar a la sala adornada a estilo antiguo del lugar, y allí mismo estaba puesta la mesa para el almuerzo, que fue más abundante en manjares, que fino en el servicio. A los postres, la conversación lánguida en un principio, se animó poco a poco, y Arias aprovechó la ocasión de haberse retirado ya los criados, para rogará nuestro huésped que nos refiriese la aventura de que en el camino había hecho mérito. Don Antonio se resistió por mucho tiempo terriblemente, pero al cabo hubo de ceder a nuestras reiteradas y casi importunas instancias, dando principio al relato en estos términos.

 

 «Hace cosa de diez años, señores, que era yo un pobre huérfano, sin más recursos que un mísero jornal que ganaba trabajando la tierra guardando ganados. Un día de otoño me hallaba en unas viñas, que habrán vds. encontrado a la vera del camino, como a media legua de distancia del pueblo, cuando vi que se dirigía hacia aquí un coche de lujosa facha, con un soberbio tiro de mulas; esto no me chocó porque estamos acostumbrados a ver venir con frecuencia viajeros a visitar nuestras ruinas; pero al emparejar conmigo el carruaje, un hombre que iba dentro, ya de bastante edad, mandó parar y sacó la cabeza por la ventanilla, para preguntarme si se dirigían bien a Coruña; dijele que sí, y entonces me rogó que les sirviese de guía. Contesté que no lo necesitaban, porque el camino no podía equivocarse, en razón a que no hay otro y a que estaban ya muy cerca del lugar.

El hombre insistió tanto prometiéndome una buena recompensa, que hube de acceder, y monté en la delantera con –22- el mayoral.

Llegamos al pueblo al momento y se bajaron del coche, el hombre de quien ya he hablado y una señorita, como de veinte años, algo descolorida, pero hermosa como un sol. Me dijeron que querían descansar antes de ir a  las ruinas, y me mandaron buscarles una casa cómoda donde hospedarse. Yo los traje a esta misma en que estamos, que ocupaba entonces una buena mujer llamada Marcela, viuda, sin hijos y medianamente acomodada; después que los dejé instalados, quise marcharme; pero el hombre me rogó que permaneciese con ellos para servirlos mientras estuviesen aquí, prometiéndome siempre buena paga y empezó por darme un doblón de cuatro duros, circunstancia que me decidió, pues formé muy buena idea de su generosidad.

Al siguiente día visitaron las ruinas; pero al volver no hablaron nada de marcha como yo imaginaba, sino que por el contrario, permanecieron una semana sin dar muestras de emprender de nuevo el viaje. Por mi parte tampoco lo deseaba, y creo que ninguno del pueblo, porque a mí me daban de comer bien, y gastaban ellos solos más que todos los vecinos juntos, repartiendo cada día muchas limosnas a los necesitados. Lo único que a todos nos chocaba, era el no haber podido averiguar quiénes eran estas personas que parecían tan principales: las gentes de las aldeas son muy curiosas y no hubo medio que no empleasen los vecinos, unánimemente, para averiguar siquiera el nombre de los dos personajes misteriosos, y la clase de parentesco que entre ellos mediaba; pero inútilmente, porque su reserva era tal, que cuando se dirigían uno a otro la palabra, él llamaba a la joven señorita, y ella a él señor, y nada más. En lo que el pueblo entero convenía, es en que la joven estaba muy triste, porque alguna vez la habíamos visto enjugarse una lágrima a hurtadillas, y porque siempre tenía sus hermosos ojos azules fijos en tierra, y dejaba escapar suspiros reprimidos como si no quisiese que el viejo lo notara. También nos parecían extranjeros, pues aunque hablaban bien el castellano, lo hacían con cierto acento particular. Yo pregunté al mayoral y al mozo de mulas que venían con el coche; pero me dijeron que aunque eran criados de los viajeros, solo hacía dos días que entraron a su servicio en Madrid, y no tenían más noticias que nosotros; esto podía ser verdad o pretexto, pero en último resultado, nuestra curiosidad quedaba en pie.

Jamás salían de casa ni permitían que entrase nadie en ella, excepto yo y sus criados, sin duda por miedo a ser vistos de algún viajero; el anciano tuvo dos conferencias con el cura y el alcalde, pero debieron ser de naturaleza tan reservada, que ambos a dos, que ya han muerto, se han ido al otro mundo con el secreto. Así las cosas, me, llamó un día el viejo y me hizo entrar en un cuarto cuya puerta cerró después.

 

— Me pareces un excelente muchacho, Antonio, me dijo.

 — Para servirá vd., señor, contesté yo algo cortado.

— ¿Cuánto ganas de jornal?

— Cinco reales, y gracias que lo haya, le contesté.

— Eso no vale nada. ¿Quieres ser rico?

 – ¡Vaya! dije yo; eso lo quiere todo el mundo. -23-

— ¿Tienes parientes?

— Ni uno.

— ¿Sabes escribir?

— Bastante regular, señor, para un pobre campesino.

— Bien está. ¿Te contentarías con poseer tres mil ducados de renta?

Yo debí hacer un gesto, sin duda muy grotesco, porque le vi sonreírse, cosa que no acostumbraba, y en seguida dije:

— Me parece que vd. se burla, señor; en todo el pueblo no hay quien tenga esa renta más que don José Ridueña, y sacaría más si labrara la tierra por su cuenta; pero como vive en Burgos, todo lo tiene arrendado. En verdad que según decía el administrador hace poco, trata de venderla.

— Yo se la he comprado, dijo mi hombre con indiferencia; aquí está la escritura y el nombre en -24- blanco: te la cedo con una condición.

— ¿Cual condición? dije yo maquinalmente.

— Que te has de casar al instante con esa joven que me acompaña.

— ¿Nada más?

— Nada más.

— Pues hecho: vaya, pues si es más bonita que una virgen... Pero eso no puede ser, señor, vd. se chancea. ¿Cómo ha de querer una señorita tan guapa y tan fina, por marido a un pobre gañán?

— Eso no es cuenta tuya, dijo el viejo; si te acomoda el trato, yo te prometo que te casarás con ella.

— Lo que es acomodarme, yo lo creo.... pero si no puede ser, si ella es....

— Dale conque no puede ser, replicó el viejo de mal humor; ¿no te digo que te casarás y tendrás la hacienda? ¿Te acomoda sí o no?

— Yo diré a vd., lo que es acomodarme, si me acomoda, pero...

— Basta de réplicas; si o no, pronto.

—Si vd. habla de veras, digo que sí y mil veces sí, vaya...

— Está bien; yo no me chanceo nunca. Esta noche a las ocho, te echarán las bendiciones.

— ¡Esta noche! ¡Y la hacienda también es para mí esta noche!

— Todo a un tiempo.

 

Confieso a vds. señores que es imposible describir mi situación en aquellos momentos; yo reía, bailaba y andaba de un lado para otro, sin saber lo que me hacía, porque me figuraba estar soñando. En uno de aquellos arranques, me dirigí hacia la puerta con ánimo de salir a contar a todo el pueblo lo que me pasaba; pero el viejo me detuvo diciendo que me necesitaba para arreglar los negocios, y se las compuso de modo, que en todo el día me separé de su lado. En cuanto a mi futura esposa, solo se presentó a la hora de comer, triste y callada como siempre, y en seguida se encerró en su cuarto. A las cinco de la tarde, vino el escribano con el contrato matrimonial, que yo firmé temblando como un reo, y lo mismo hizo la joven; se llenó el blanco de la escritura de compra de la hacienda con mi nombre y apellido, y yo pude convencerme de que se trataba de una cosa formal y en toda regla. A las ocho de la noche vino el cura y nos echó la bendición, y entonces fue cuando supe que mi mujer se llamaba Clotilde, marquesa de X, perdonen vds. si reservo su título por respeto a la que delante de Dios y del mundo es mi legítima esposa.

Cuando se retiró el cura, mi mujer se metió en su cuarto como de costumbre, y el viejo, con una cara mucho más risueña y alegre que nunca, me invitó a que bebiésemos juntos un vaso de un exquisito vino de que ellos traían provisión.

—Ya somos todos unos, me dijo, y es preciso que dejes de hacer el papel de criado: brindemos en prueba de igualdad, a la salud de tu mujer... y de tu futura descendencia, añadió, con cierta ironía que yo no comprendí entonces.

Nos sirvieron el vino, y a instancias del viejo yo apuré, no recuerdo si dos o tres vasos; sea que el vino estuviese compuesto, o que la falta de costumbre de usarlo influyera, el hecho es, que a los pocos minutos, me quedé dormido en la misma silla que estaba sentado.

Cuando desperté, eran las doce del siguiente día, y me hallaba tendido en la cama del viejo, sin desnudar. Poco a poco fui ordenando las ideas y me vino a la memoria lo ocurrido la víspera; me bajé de la cama, quise andar, pero apenas podía moverme según estaba de flojo y abatido; por fin, con mucho trabajo logré llegar hasta la cocina, y pueden vds. calcular mi sorpresa al saber por la tía Marcela, que mi esposa, el viejo que la acompañaba y los criados, todos habían marchado del pueblo a las nueve de la noche anterior: a la pobre mujer no le habían dicho nada de mi boda, y por consiguiente no extrañó el que yo me quedara. Al instante comprendí que había sido objeto de una burla, y concebí el proyecto de vengarme; monté en un caballo y partí para Aranda; de señas de los forasteros, y todo lo que supe, fue, que habían mudado caballos a las once y cuarto de la noche anterior y que se dirigían en posta hacia Francia. Seguirlos con la delantera que llevaban era temeridad, además, de que en aquel momento me faltaban los medios para ello; volví al pueblo desesperado, y el cura y el alcalde me aconsejaron que no me cansase en buscarlos, porque nada conseguiría; el escribano por su parte, me dijo que el viejo había sacado testimonio del acta de casamiento, que la escritura de la hacienda estaba en toda regla, no faltando sino que yo tomase posesión de ella; y que los forasteros habían venido al pueblo provistos hasta de las licencias del diocesano para dispensa de amonestaciones y demás formalidades, lo cual prueba por una parte, que eran personas de poder, y por la otra que traían el proyecto formado de hacer lo que hicieron, y a mí me escogieron por su víctima, aunque recompensándome con una fortuna inesperada.

 

— ¿Pero qué objeto podían tener para obrar de ese modo? dijo Mauricio.

— Eso es lo que yo ignoro como vd, caballero, contestó don Antonio.

— Acaso se querría por este medio, añadió don Félix, ocultar una falta y legitimar un heredero.

— ¿Y no ha vuelto vd.  a saber nada después? -25-

— Nada absolutamente; por espacio de  dos años me dediqué a hacer averiguaciones,  pero sin fruto. Tengo una idea vaga de que el padre, porque el viejo era padre de la joven, no es español, aunque ha residido muchos años en nuestro país. Por las señas que he dado, algunas personas me han dicho que conocieron a los dos en Madrid, y que él estaba agregado a una embajada extranjera.

— Sería inglesa, interrumpí yo, porque la aventura es muy propia de un inglés.

— No sé, señores, o que todas mis noticias han sido demasiado vanas.

 Conociendo que don Antonio sabia más, pero no quería decirlo, no insistimos. Dímosle gracias por su condescendencia y su almuerzo, y sin detenemos, porque era tarde, montamos a caballo, y partimos a buen paso en dirección a la antigua ciudad romana.

 

Mellado, Francisco de Paula, Recuerdos de un viaje por España. Castilla, León, Oviedo, Provincias Vascongadas, Asturias, establecimiento tipográfico de Mellado, Madrid, 1849,  pp. 20-25.