LOS CORPORALES DE DAROCA.
(TRADICIONES ARAGONESAS.)
I.
En un rincón de la legendaria tierra aragonesa existe una ciudad, tan celebrada en otro tiempo como olvidada hoy, sobre la cual han pasado los siglos sin inmutarla, como pasan los vendavales sobre las altas cimas y las olas sobre las rocas de los promontorios.
Escondida entre dos cordilleras de cerros, que la circundan como roquera diadema, y adornada de viejas murallas y altivos torreones, que guardan esquivos gloriosas memorias de grandezas pasadas, diríase que es una secular matrona que, envuelta en manto de perpetuas esmeraldas, duerme, arrullada por el murmullo del Giloca, el sueño de la gloria, recostada muellemente en el venerando lecho que le prestan sus laureles de otros siglos.
Avara de sus recuerdos, y medrosa quizá de que profanas miradas conturben su reposo, permanece siempre encerrada dentro del sagrado recinto de sus vetustas fortalezas, como el descendiente de los héroes de las Cruzadas, que se sepulta a la sombra de las almenas de feudal castillo ruinoso, o como perla que se esconde en el fondo de su nacarada concha, huyendo del contacto de la mano escudriñadora que la busca para lanzarla al comercio de los hombres.
¡Descubrámonos con respeto y saludemos el viejo escudo de las seis ocas de la ciudad de las tradiciones!
Aquella ciudad es la insigne Agiria de los romanos, la bella Daroch de los islamitas, la inexpugnable Daroca de la monarquía aragonesa, que, conquistada a los moros por el inmortal Alfonso el Batallador en 1113, mereció que en 1142 el conde Ramón Berenguer, esposo de la reina Dña. Petronila, la otorgase fuero de población con privilegios y libertades, según costumbre de aquel tiempo, y que en ella fijase las fronteras del reino, confiado en que, por su especial posición como plaza de guerra y por el valor indomable de sus hijos, sería el mejor baluarte contra las incursiones de los árabes y el mejor lugar de refugio para los indefensos pobladores de las aldeas de la comarca, siendo más tarde, en 1354, elevada al rango de ciudad por D. Pedro IV el Ceremonioso, en premio de su fidelidad.
Aun parece que en el silencio solemne de la noche se escuchan, desde lo alto de las colinas, el rumor de los debates de las cortes de Aragón allí celebradas y los vítores del pueblo aclamando por su rey al joven príncipe D. Pedro II: aun parece que, cuando el lucero de la mañana ilumina con pálidos resplandores las ruinas del antiguo castillo, se ve flotar por entre las almenas del secular torreón de la opuesta vertiente el oriental fantástico ropaje de la mora encantada, y que las auras repiten en dulcísima endecha los suspiros de aquella belleza cautiva, cuyo recuerdo ha perpetuado la popular leyenda.
II.
Apenas los primeros rayos del sol del día del Corpus doran las erguidas copas de los gigantes árboles, que con sus suaves emanaciones perfuman el risueño y siempre verde valle por entre cuyas frondosas alamedas serpentea el Giloca como ancha cinta de plata, por todos los caminos, sendas y veredas que conducen a la antigua capital de la comunidad de Daroca vense interminables hileras de hombres de todas clases y condiciones, alegres grupos de gente moza, y pintorescas procesiones de sencillas aldeanas de frescas mejillas y negros ojos, que, con ligero paso y risueño semblante, se dirigen a la vieja ciudad, unos a pie, porque el cansancio nunca rindió a aquellos ágiles lugareños, y otros montados en soberbias mulas o poderosas yeguas, que así saben arrastrar el arado, que abre cien fuentes de riqueza para el labrador, como llevar sobre sus lomos la leve y adorable carga de la mujer, orgullosas de servir de ambulante trono a los encantos de la hermosa mitad de nuestras almas.
Nada más delicioso que el panorama que en aquellas horas se contempla desde la cumbre de los montes próximos.
Cien y cien grupos aparecen por las vertientes de las sierras o por las floridas ondulaciones de la ribera, y desaparecen luego en un recodo del camino o en el fondo de un barranco, para reaparecer bien pronto y volver a animar el paisaje con la rara perspectiva de sus variados trajes o con el alegre rumor de sus cantares.
El campo de Romanos y el de Bello, la ribera del Giloca como la del Huerva, la tierra de Calatayud como el campo de Cariñena, la sierra como la llanura, envían sus contingentes a esta tradicional romería, que deja casi despoblados los lugares en seis leguas a la redonda.
Este pacífico ejército, que avanza por todos lados, se dirige a Daroca para asistir a la solemne fiesta del Santísimo Misterio y adorar los sagrados Corporales, que se ostentan aun ensangrentados, como les han visto ya veinte generaciones.
Esta fiesta se celebra cada año el día del Corpus, y no es sólo la fiesta de la ciudad, sino la de toda la comarca, porque toda toma parte en ella con igual regocijo.
III.
Corría la primera mitad del siglo XIII y empuñaba el cetro de Aragón el sin par monarca D. Jaime I, a quien, por sus hazañas y proezas, ha denominado la historia el Conquistador.
Por todas partes huían despavoridos los moros delante de los pendones del ínclito caudillo aragonés.
No contento con ensanchar las fronteras del reino tierra adentro, un día alistó su armada y, seguido de un ejército de héroes, surcó el Mediterráneo y se lanzó sobre las Islas Baleares, dominadas por los moros, puesto el corazón en Dios y el pensamiento en la idea de reconquistar el suelo bendito de la madre patria; y los dominadores de las Baleares cedieron ante aquel empuje del rey cristiano, que obtuvo por recompensa a sus intrépidas empresas la gloria y la alegría de añadir a la corona de Aragón el preciado florón de aquellas hermosísimas islas, que parecen nuevo edén que el dedo del Hacedor hiciera surgir del fondo de los mares.
Tan brillantes éxitos y tan gloriosas victorias decidieron al César aragonés a acometer otra nueva empresa, ni menos difícil, ni menos valiosa que la pasada.
Pensó entonces que era ya hora de que la ciudad de las flores, la rica y bella Valencia, sacudiera para siempre el yugo de la morisma; y aprestándose a llevar la guerra a sus confines, convocó una especie de cruzada, de la cual corrieron a formar parte, no sólo todos los guerreros aragoneses y catalanes, sino aun los más insignes de otras naciones europeas, siendo de los primeros en acudir al lado del Rey los aguerridos tercios de las comunidades de Daroca, Calatayud y Teruel.
La primera campaña empezó felizmente por la toma de la importante plaza de Burriana, a la que se siguió la de otras muchas poblaciones, y, por último, la rendición de Valencia, con que por entonces vio colmadas D. Jaime sus más fervientes aspiraciones, y en cuyo asalto se distinguieron bizarramente los del tercio de Daroca, no sin grave riesgo, pues en lo más recio de la pelea perdieron una de sus banderas, y fueron heridos el capitán o jefe que los mandaba y el señalero o porta-estandarte; pero el Rey premió su heroísmo, haciéndoles el precioso regalo de dos de sus propias banderas en compensación de la que habían perdido; banderas que aun en nuestros días se conservan con gran veneración por el Ayuntamiento, que las hace llevar por dos regidores en la procesión del Corpus, según más de una vez hemos tenido ocasión de ver.
Interesantes asuntos políticos obligaron a D. Jaime, ya posesionado de Valencia, a trasladarse a Montpellier para visitar los dominios que la Corona de Aragón poseía en aquella parte de Francia, y arreglar algunas cuestiones tocantes a su mejor gobierno -356- y orden, que reclamaban la personal intervención del Rey.
Al partir, el ilustre caudillo dejó confiado su ejército y el territorio conquistado a su pariente y amigo el valeroso adalid D. Berenguer de Entenza, dándole por adjuntos los esforzados capitanes D. Guillén de Aguilón, D. Hernán Sánchez de Ayerbe, D. Pedro Ximenez Carroz, don Ramón de Cardona y don Pedro de Luna.
No pudieron tener mucho tiempo ociosas sus armas estos intrépidos campeones, y determinaron ir a poner cerco al fuerte castillo de Chio, situado hacia el extremo del valle de Albaida.
La aventura era arriesgada, y aunque tuvieron algunas escaramuzas con los sitiados, que hacían salidas del castillo, en las cuales escarmentaron a éstos, puso en gran aprieto a los bloqueadores el aviso que recibieron de que venía en ayuda de los sitiados un ejército de más de veinte mil combatientes moros de todas las cercanías.
Para ponerse a cubierto del primer peligro y tomar posiciones, replegáronse los cristianos a lo alto del monte de Luchente, y aguardaron.
Pero enterados los moros, ocuparon todas las gargantas y desfiladeros, con objeto de cerrarles el paso si buscaban salida, y así poder caer sobre ellos y destrozarlos; y el grueso de sus tropas tomó la ofensiva, dirigiéndose resueltamente a tomar el monte donde se hallaba el ejército aragonés.
Dispuestos los jefes y soldados de éste a vender caras sus vidas, adoptó Entenza las convenientes disposiciones para dar la batalla a los moros, sin esperarles, al otro día; y por ser de noche ya, ordenó que todos se entregaran al descanso, con objeto de estar mejor dispuestos a la lucha próxima.
Al amanecer mandó formar sus tropas para que, antes de entrar en batalla, oyeran misa ante un altar de campaña que se levantó al frente del ejército, y en el cual, con efecto, celebró el sacrificio el capellán del tercio de Aroca, Mosén Mateo Martínez, rector que era de la entonces castrense iglesia de San Cristóbal, de la propia población, y de la que hoy apenas quedan algunas ruinas.
Para dar ejemplo de piedad a sus soldados, disponíanse los capitanes que hemos mencionado a comulgar durante la misa; había el sacerdote consagrado con tal objeto las seis Formas necesarias; el momento solemne iba a llegar, cuando inopinadamente oyóse el estruendo de atabales[1] y añafiles[2] y la gritería de los moros, que atacaban a la retaguardia de los aragoneses.
El acto religioso no pudo consumarse: caudillos y soldados se alzaron ante aquel inminente peligro, y, corriendo a las armas, hicieron frente al enemigo con aquel denodado ardimiento que les caracterizaba, y sin contar el número ni las fuerzas de los moros, que eran veinte veces mayores.
Rudo fue el choque y sangriento; pero con tal coraje se precipitaron los aragoneses sobre los islamitas, que sembraron en sus filas el espanto y la confusión, y haciendo en ellos una horrible carnicería, los derrotaron completamente y les obligaron a abandonar precipitadamente el campo, que quedó cubierto de cadáveres de moros, no sin que éstos abandonaran también el castillo de Chio a los aragoneses. -357-
Entre tanto, el buen sacerdote, seguro al abrigo del ejército, había terminado la misa; y no pudiendo administrar la comunión los jefes cristianos, ocultó celosamente las seis hostias consagradas en los Corporales que le habían servido para el sacrificio, y corrió a esconderlos entre unas peñas, allí cerca, para poner las sagradas Formas a cubierto de cualquier profanación, si por desgracia llegaba la morisma hasta aquellos sitios.
Terminada la batalla, quisieron todos dar gracias a Dios de las victorias por aquel sorprendente triunfo y entonces el sencillo ministro de la religión les refirió las precauciones que había adoptado, con lo cual los vencedores capitanes reiteraron su deseo de comulgar, en señal de gratitud al Altísimo.
Dirigiéronse, pues, al sitio donde los corporales se hallaban ocultos, guiados por el sacerdote, con el fin de recoger las Formas y administrarles el sacramento; pero, al descubrir los Corporales, vieron con admiración profunda y sorpresa incomparable que las seis hostias consagradas estaban tintas en sangre y adheridas por completo al blanco lienzo de los Corporales, como si hubieran compenetrado su delicado tejido; en cuya forma exactamente se ven aún hoy, a pesar de los siglos que han trascurrido desde el año de 1239, en que tuvieron lugar los acontecimientos que referimos.
Inmediatamente guardaron aquella veneranda reliquia en una caja de plata, y comenzaron a disputarse entre los diferentes capitanes su posesión, pretendiéndola unos para Valencia, otros para Calatayud, éstos para Teruel y aquéllos para Daroca, aduciendo cada cual las razones más poderosas a su favor.
Deseando Berenguer de Entenza calmar las natu-358-rales aspiraciones de todos y cada uno, resolvió, como jefe supremo, que se fiase a la suerte decidir la competencia sobre la posesión; y así se hizo, resultando agraciada por tres veces consecutivas la ciudad de Daroca. Pero no se aquietaron aún los pretendientes; y como reiteraran sus quejas y sus instancias, hubo que ceder y apelar a un último recurso, a cuyo resultado todos prometieron someterse en definitiva.
Buscóse, pues, una mula, y a sus lomos colocaron, con las debidas precauciones, la caja que contenía los sagrados Corporales; y escoltada por el sacerdote Mosén Martínez, por las convenientes fuerzas de tropa y por numeroso concurso de fieles, la dejaron suelta para que libremente caminase en aquella dirección que más pluguiese a la Providencia.
Tomó entonces la mula el camino de Aragón, y todos la siguieron anhelantes; y así continuó atravesando comarcas y pueblos, descansando todos por las noches en los lugares oportunos del tránsito, en todos los que salían a recibir la comitiva, noticiosos del prodigio y ganosos los de cada uno de que aquél fuese el elegido.
El día 7 de marzo de 1239 la mula y la comitiva que la venía siguiendo llegaron a Daroca, a cuya Puerta Baja e inmediaciones se agolpaba la muchedumbre, haciendo fervientes votos porque aquella ilustre villa fuese la depositarla de los Corporales.
En efecto, a pocos pasos fuera de la puerta citada, y ya en el antiguo camino que conduce a Calatayud, detúvose la mula y dejóse caer en tierra, según consigna la tradición, delante del antiquísimo hospital de San Marcos para enfermos y peregrinos, que después fue convento de la orden de la Santísima Trinidad, y cuyo templo, medio destruido durante las convulsiones políticas de la primera mitad del presente siglo, fue restaurado y de nuevo abierto al culto por los años de 1S60 á 1862.
En aquel sitio quedó muerta la mula instantáneamente, y, por tanto, adjudicada la posesión de los santos Corporales Daroca.
Allí mismo dicen que fue enterrada la mula; y andando el tiempo, se colocó sobre la puerta del Hospital un bajo-relieve de piedra representando la escena que acabamos de describir.
Algunos días después de este suceso, el arca sagrada fue trasladada procesionalmente y con toda pompa a la iglesia mayor de Santa María, colegiata hasta el concordato de 1851, y donde continúan venerándose los misteriosos Corporales.
IV.
La fama de este prodigio se extendió bien pronto por todo el reino de Aragón, recibiendo en ello gran satisfacción el rey D. Jaime el Conquistador, que se apresuró a venerarlo en la misma ciudad, haciendo a la vez a la iglesia de Santa María ricos presentes y otorgándola especiales privilegios, Don Juan II, los Reyes Católicos, su hijo D. Juan, Doña Juana la Loca y sus hermanas las reinas de Portugal y de Inglaterra, el emperador Carlos V y su esposa Dña. Isabel, Felipe II, Felipe V, Carlos III, y otros muchos soberanos y príncipes españoles y extranjeros han visitado a Daroca y adorado los santos Corporales.
El rey de Aragón D. Juan II hizo construir a sus expensas el soberbio y artístico retablo de piedra labrada que desde entonces ostenta la capilla llamada del Santísimo Misterio, donde se guarda el relicario de los Corporales; capilla que es una joya del arte, por sus delicadas labores, sus detalles y su conjunto, y que realza poderosamente las grandes bellezas de aquella suntuosa, esbelta y severa colegiata[3]
El magnífico relicario donde se conservan los Corporales fue regalado por los Reyes Católicos D. Fernando y Dña.Isabel.
V.
He ahí el origen de esa romería popular que todos los años tiene lugar en Daroca el día de la festividad del Corpus.
Después de la solemne función religiosa, sale de la ex-colegiata una brillante procesión, en la que se lleva sobre preciosas andas, sostenidas por sacerdotes, el venerado relicario donde se ostentan los santos Corporales con las seis sagradas Formas, impregnadas de un color violáceo, que la apretada muchedumbre contempla de rodillas, admirando los inexcrutables, arcanos del Hacedor Supremo.
La procesión se dirige a una especie de eremitorio, situado fuera de la ciudad, en el camino de Zaragoza, que apellidan La Tórrela, donde se dice el sermón, y después el preste[4] muestra al pueblo prosternado los Corporales y da la bendición.
En diez leguas a la redonda apenas se hallará un lugareño que una vez, al menos en su vida, no haya asistido a la fiesta del Corpus en Daroca y visitado al Santísimo Misterio, para adorar en él la presencia real del Mártir del Gólgota con todo el fervor de su alma.
Esta tiernísima tradición[5], en la que se juntan y se confunden el aroma de la religión y el perfume de los recuerdos de las glorias aragonesas, constituye el encanto, la admiración y el orgullo de aquellos buenos pueblos, que sienten palpitar aún en ella el espíritu de sus heroicos progenitores[6].
FUENTE:
Juan Cervera Bachiller, “Los corporales de Daroca. Tradición aragonesa”. Ilustración española y americana. ANO XXVI.— NUM. XXI. 8 de junio de 1882, pp.355-358.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Atabales: 2. m. Tambor pequeño o tamboril que suele tocarse en fiestas públicas. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[2] Añafiles: 1. m. Trompeta recta morisca de unos 80 cm de longitud, que se usó también en Castilla. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[3] El grabado que aparece en la plana primera del suplemento al presente número de LA ILUSTRACIÓN representa la mencionada capilla de los Corporales de Daroca. (Nota de la revista)
[4] Preste: Sacerdote que preside la celebración de la misa o de otros actos litúrgicos. 2. m. desus. Presbítero, sacerdote (Diccionario de la Lengua Española, RAE).
[5] Otras versiones en Semanario pintoresco español. 9/6/1844, n.º 23, pp. 182-183
[6] Juan Cervera Bachiller fue un escritor y periodista aragonés. Fue propietario de “El trovador del Ebro” en 1869. Colaboró con multitud de periódicos: El Correo de las Señoras La Ilustración Española y Americana El Perú Ilustrado, Madrid cómico, La niñez, La raza latina, El pabellón nacional, Día de Moda, La moda elegante, Blanco y Negro, El correo militar, La época, El economista. Publica en la Miscelánea turolense. Autor de cuentos como “El violín maravilloso”, o “Fanny, historia extravagante”. Casó con Juana Cerezuela. Falleció en abril de 1919.