DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Historia, tradiciones y leyendas de las imágenes de la Virgen aparecidas en España, 1, Madrid, Impr. y Litografía de D. Juan José Martínez, 1861, pp. 511-522.

Acontecimientos
https://www.descubreleyendas.es/Info/Consultas.aspx?idLeyenda=354
Personajes
Bernardino de Obregón, Gabriel de Fontanet
Enlaces
Chaulié, Dionisio, Don Bernardino de Obregón

LOCALIZACIÓN

IGLESIA DEL BUEN SUCESO MADRID

Valoración Media: / 5

Buen Suceso

 

En una mañana de invierno del año 1567, pasaba por la calle de Postas de la villa de Madrid, donde había sentado su corte entonces la majestad del rey Felipe II, un apuesto y gallardo mancebo de veinte y siete años, en cuyo pecho brillaba ya la roja insignia del apóstol Santiago. Un pobre mozo estaba limpiando el barro de la calle, y en mal hora debió de haber salpicado con él al elegante caballero cuando  —512 —este, ciego de ira y en el primer movimiento de la cólera, le dio en el rostro un recio bofetón.

Sin alterarse el mozo que había recibido la afrenta, se hincó de rodillas delante de su ofensor y le dijo:

—Agradezco, señor caballero, la merced y honra que me habéis hecho, y en mi vida me vi más honrado que ahora.

Admirado quedó al ver tanta humildad el caballero un momento antes tan orgulloso y tan altivo.

Ya no era el hombre de un instante antes, y ocultando su cara entre sus dos manos, cediendo a la revolución repentina, irresistible, que sentía en su interior, cayó de rodillas y pidió perdón a aquel pobre cuya venganza había sido la humildad.

Aquel caballero brillante, alegre, altivo, al levantarse mostraba en su pálido rostro, en su incierto andar, que la felicidad había huido de él, que la mariposa había perdido sus alas.

Era aquel joven, D. Bernardino de Obregón, que había nacido en las Huelgas de Burgos en 1540, de una noble familia que se había distinguido por sus brillantes acciones en las guerras de Flandes, donde había ganado un hábito de Santiago y que había venido a la corte donde su mérito y gentil apostura le habían adquirido grande valimiento.— 513 —

Lo pasado, lo presente, el porvenir le sonreía; hijo de padres ricos, valiente y de gallarda persona, no había un capricho que pasase por su mente y que no pudiese satisfacer. En los brillantes salones de la corte y de los grandes, donde el egoísmo tiene su trono, se apresuraban todos a festejarle y le acogían con lisonjera sonrisa.

Felicitábanle por su valor, por su talento, y las madres lo codiciaban para sus hijas. Así la vanidad se había deslizado en su corazón, y en su orgullo se creía casi un semidiós a quien la antigüedad hubiera levantado altares. Recibía aquellos obsequios que creía le eran muy debidos...

De repente su soberbia se había hallado frente a frente de la humildad más profunda.

Dios había tocado en aquel instante su corazón y había visto cuán vana era su grandeza y cuán injusto había sido el no querer padecer la más pequeña contrariedad.

Vuelto a su casa condenó su vanidad, contempló la humildad del Redentor de los hombres tendido sobre el vil instrumento de su suplicio, y al evocar también el recuerdo de las penas que en medio de los placeres habían venido a perturbar su desordenada juventud, comparaba las contradicciones que había padecido y que tanto habían excitado su cólera con — 514 —las que había sufrido por él Jesús antes de llegar a la cima del Calvario. ¡Era un grano de arena al lado de una inmensa montaña, una gota de agua comparable al insondable mar!

Obregón había recibido de sus padres una educación religiosa: la fe divina, la celeste esperanza que habían colocado en su corazón, habían volado después de un desigual combate con las más vergonzosas pasiones, pero habían quedado los piadosos recuerdos de la infancia, y bastó el ejemplo de la humildad del pobre a quien había ofendido, para que alzándose de repente poderosos aquellos recuerdos rasgasen el tenebroso velo que a su vista ocultaba la radiante verdad que alegra y satisface los ojos, sin deslumbrarlos y para que comprendiese la nueva misión a que le destinaba Dios sobre la tierra.

Aquel hombre que rechazaba de sí a los pobres y miserables, se propuso consagrar su vida a su servicio, detestó y maldijo el orgullo y la vanidad, como en otro tiempo maldecían los profetas las ciudades criminales.

Renunció el empleo que obtenía en la milicia, arrancó de su pecho la noble cruz de Santiago, que con su espada había ganado en los campos de Flandes, y abandonando sus riquezas se hizo pobre para unirse con los pobres.

Humillando su altivez se consagró a servir a  —515 —los enfermos del hospital Real, resignando su voluntad en la del administrador de aquel establecimiento, trocando las galas de que antes tanto se envaneciera, y en las que una sola mancha había sido causa de la mudanza de su vida, en un tosco sayal negro.

Asombro causó a la corte la repentina mudanza del joven Obregón. Su celo encontró imitadores, y al año siguiente con permiso del Nuncio de su Santidad, del arzobispo de Toledo y del rey Felipe II, dio principio a una congregación, llamando a sus hermanos Mínimos, por la humildad que habían de ejercer en el servicio de los pobres; pero el pueblo cuya opinión es irresistible, les dio el nombre de su fundador llamándolos Obregón es, nombre que han conservado por espacio de tres siglos. Prometían a Dios castidad, pobreza, obediencia y hospitalidad.

Crecía de día en día el número de los que venían a alistarse en aquel nuevo ejército de la caridad.

No conocía límites el celo de Bernardino de Obregón; fundó casas de convalecencia, escuelas de niños expósitos y varios hospitales, entre ellos el de Lisboa, la capital del Portugal, cuyo reino había agregado a la corona de España el rey Felipe II.

Bernardino de Obregón, tan altivo y orgu—518—lloso en su juventud, sufrió con la mayor paciencia y humildad graves persecuciones, de todas las que le libertó la mano del Señor. Con grande sentimiento de la corte que edificaban sus virtudes, murió el 6 de agosto de 1599, siendo enterrado su cuerpo en el hospital general.

Quedaron sus hijos sin padre, y el hermano Gabriel de Fontanet, que le había sucedido en el gobierno de la congregación, acompañado del hermano Guillermo Rigosa determinó ir a Roma a fin de alcanzar para su instituto, cuya eficacia se había probado ya en el servicio de los pobres enfermos en el transcurso de tantos años, la sanción de la silla apostólica, ocupada entonces por el pontífice Paulo V.

Caminaban a pie; llegaron a Valencia, en cuyo hospital había también hermanos de su congregación, muy favorecidos por el venerable y santo Patriarca D. Juan de Rivera, arzobispo de aquella diócesis.

Continuaron su viaje, y al llegar a los confines de Cataluña, al salir de Traiguera, pueblo de la jurisdicción de Tortosa, perdieron el camino y una horrible tempestad los sorprendió durante la noche. Caía el agua a torrentes, soplaban desencadenados los vientos, resonaban pavorosos truenos, y los dos piadosos peregrinos iban a perecer víctimas del furor de los elemen — 517 —tos, cuando encomendándose fervorosamente a Dios descubrieron en medio de la profunda oscuridad a la luz de los relámpagos unas peñas y corrieron a refugiarse en ellas.

Hallaron bastante hueco para su abrigo, pero considerando la disposición de las peñas vieron en lo alto un resplandor que al pronto creyeron ser el reflejo de los continuados relámpagos. Llamóles la atención aquella novedad, viendo permanente la claridad aun después de pasada la tormenta.

Difícil y penosa era la subida a lo alto de la peña, pero descalzándose y ayudándose el uno al otro, lograron trepar a su cima, y en un hueco de la peña encontraron un humilladero o pequeña capilla labrada con toda perfección, y como engastada en el peñasco una imagen de la Virgen como de una media vara.

Atónitos quedaron los dos hermanos obregones a quienes podían aplicarse las palabras del profeta Isaías (cap. 65). "Me encontraron los que no me buscaban". Invenerunt qui non quaesierunt me.

Adoraron humildemente aquella imagen, la contemplaron detenidamente después y vieron que era de madera de ciprés, que tenía su divino Hijo en brazos al lado izquierdo, un cetro en la mano derecha y una corona hermosa en la cabeza y de extraña forma, un vestido muy —518 — antiguo y otro reservado a su lado de la misma tela y hechura y una lámpara encendida que estaba acomodada en el peñasco y cuya luz bastaba a alumbrar las más oscuras tinieblas.

Determinaron llevarse la santa imagen con el otro vestido quien junto a sí tenía y que aún hoy se conserva piadosamente, y ponerla por medianera de la pretensión que los llevaba a Roma.

En la duda de si aquella santa imagen podía pertenecer a alguno de los pueblos inmediatos que la hubieran colocado allí en aquel humilladero para su veneración y no queriendo robarles el objeto de su culto, se detuvieron algunos días por los pueblos de aquellos alrededores investigando cautelosamente sobre la existencia de una imagen de la Virgen, preguntando a los más ancianos, empero callando siempre su feliz hallazgo.

Tranquilizada su conciencia, creyeron con fundamento que aquella imagen que tan milagrosamente habían encontrado era una de las muchas que el celo piadoso de los cristianos había ocultado en los tristes días de la dominación de los árabes en las entrañas de la tierra, en la espesura de los bosques y en las más ocultas cuevas de los montes.

Comprobaba esta creencia el vestido que junto a la imagen habían encontrado, porque —519- ocultaban también con las imágenes sus ornamentos, y así dice el fénix de los ingenios, el gran Lope de Vega:

Las imágenes encierran,
Y en las campañas las cierran
Con los ornamentos sacros,
Mientras de sus simulacros
Con lágrimas se destierran.

 

Hicieron los dos hermanos una cesta de mimbres, forrándola con bocací[1]: colocaron en ella la santa imagen y colgándola a la espalda la llevaron alternativamente sin separarse un momento de ella, llegando así a Roma, término de su peregrinación.

Se presentaron a besar el pie del papa Paulo V, el que viéndoles con la cesta que llevaban y que no dejaban jamás de la mano, les preguntó con curiosidad qué era lo que en ella llevaban. Contaron al Papa el milagroso hallazgo que habían tenido de aquella santa imagen, la que habían traído consigo porque de ella fiaban el buen suceso de sus pretensiones, que humildemente le expusieron.

Sacaron la santa imagen de la cesta, y Paulo V admirando su belleza la veneró y quitándose del cuello una cruz de oro de esmalte morado se la puso a la imagen, recomendando —520 —les es la tuviesen por particular patrona de su instituto y congregación, dando a esta Virgen el nombre de Nuestra Señora del Buen Suceso por el feliz que habían tenido sus pretensiones.

Concedió a la imagen muchas indulgencias, y en memoria de la cruz de esmalte dorado que había colocado sobre ella autorizo a los hermanos de la congregación que acababa de aprobar, para (pie usasen una Cruz de paño morado sobre su túnica negra.

Gozosos y alegres dieron la vuelta a España los hermanos Fontanet y Rigosa, dirigiéndose otra vez a Valencia, no tanto para volver a visitar, como lo hicieron, el sitio en que en una noche de horrenda tempestad habían encontrado la milagrosa imagen que tan buen suceso había proporcionado a sus pretensiones con el Pontífice, como porque este había cometido por sus bulas al arzobispo y patriarca D. Juan de Rivera, el arreglo de su congregación, erigida ya en orden religiosa.

Afligía la peste con todos sus estragos a la ciudad de Valencia: cuando llegaron los hermanos, encontraron un vasto campo donde ejercitar su celo y ardiente caridad en una ciudad donde como en los días de la maldición del Egipto el ángel exterminador iba marcando con el signo de la muerte la mayor parte de las casas de sus consternados habitantes. De trece — 522 — hermanos mínimos u obregones que servían a los enfermos, nueve habían sucumbido contagiados en el servicio de los pobres enfermos.

El Patriarca arzobispo D. Juan Rivera iba dilatando cuanto podía el hacer efectiva la bula del Papa y poner a los dos hermanos Fontanet y Rigosa la cruz morada que les había concedido Paulo V, porque quería de este modo detenerlos más tiempo cerca de sí, y deseaba que accediendo a sus instancias se fijasen en Valencia para que residiese en ella el centro y la cabeza de la nueva orden hospitalaria.

El hermano Gabriel de Fontanet no lo creyó conveniente a la congregación y se vino con su compañero a Madrid, y colocaron en un altar su imagen de la Virgen del Buen Suceso en una de las salas del hospital general, y estrenaron sus hábitos y cruz morada el día del Corpus del año de 1610.

Permaneció la Virgen del Buen Suceso en el hospital general de Madrid hasta que encargados los hermanos obregones del hospital Real de la corte la trasladaron a la enfermería de este.

Este hospital es el que hemos conocido en nuestros días situado en la Puerta del Sol, y que ha sido derribado para el ensanche de esta.

Estaba al principio de la Carrera de San Jerónimo, a la parte fuera de la población, y era en su origen un humilladero o ermita, donde lo fundaron los Reyes Católicos Fernando e Isabel para el socorro y curación de los soldados contagiados. El emperador Carlos V lo construyó con más amplitud en 1529, y lo erigió en Hospital Real de Corle para curación de los soldados y de los empleados de su real servidumbre.

El rey Felipe II, tan entendido y conocedor en la arquitectura, trazó por sí mismo la planta de la iglesia, que era de crucero y de regular forma aunque muy pequeña, decorada con pilastras, y con una cúpula en el centro proporcionada al edificio. Felipe III hizo la dedicación de esta iglesia el 6 de julio de 1611, con asistencia de la reina Doña Margarita y de toda la corte.

Entonces se colocó la imagen de Nuestra Señora del Buen Suceso que estaba antes en la enfermería, en la iglesia en la tercera capilla.

 

FUENTE: José Muñoz Maldonado, “Buen suceso”. Historia, tradiciones y leyendas de las imágenes de la Virgen aparecidas en España, 1, Madrid, Impr. y Litografía de D. Juan José Martínez, 1861, pp. 511-522.

 

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

[1] Bocací: 1. m. Tela de hilo que podía ser de distintos colores, más gorda y basta que la holandilla. (Diccionario de la lengua española, RAE).