DE LO QUE SUCEDIÓ AL BUEN REY DE FRANCIA FRANCISCO I, EN UNA DE LAS TRES NOCHES QUE PASÓ PRISIONERO EN BARCELONA.
Era una noche de julio de 1519. La luna iluminaba fantásticamente todas las rocas de caprichosas formas que se agrupan junto al monasterio, y envuelta en los últimos cantos nocturnos de los monjes, como flor nadando en la atmósfera de esencias que ella misma despide, acababa de partir para el cielo la cotidiana Salve.
Dos hombres sólo habían quedado en el templo. Uno de ellos continuaba rezando todavía, devotamente arrodillado a los pies de la Virgen de Montserrat; el otro en pie, y retirado, parecía abrazar con su mirada al que estaba de rodillas.
Larga fue la oración de este último. Desde aquel yermo, desde aquella altura, en aquel templo que la mano de un conde catalán había hecho brotar en el corazón de las peñas, le parecía que su oración debía llegar más virgen hasta el trono del Eterno, y a este efecto luchó largo rato para aislarse en sus pensamientos religiosos, para arrojar por un momento de sí todas las ideas de ambición que atormentaban su mente juvenil.
Porque era un joven; contaba sólo diez y nueve años; había nacido con el siglo al cual debía dar más tarde su nombre. -237-
Este joven era Carlos I, y el que estaba en pie a su lado, su maestro, el famoso Adriano de Utrech, cardenal y obispo entonces de Tortosa, regente de Castilla después, sucesor de San Pedro más tarde.
Carlos se levantó por fin, terminada su oración, y juntándose con Adriano se dirigió a la puerta de la iglesia. Cerca estaba de ella cuando dijo a su maestro, que caminaba á su lado:
—Otro día más, otra esperanza perdida. ¿Se irán así perdiendo todas?
Adriano no contestó, sin embargo de que perfectamente comprendió a lo que aludían las expresiones del rey.
De pronto exclamó el cardenal:
—No más días perdidos, señor, -exclamó, — no más esperanzas deshojadas. Nuestra Señora de Montserrat nos ampara. Mirad.
En efecto, el templo se acababa de iluminar por el rojizo resplandor de un gran número de antorchas que sin duda se agrupaban en el exterior; llegaba a los oídos de ambos personajes un desusado rumor de pasos y voces, y abriéndose repentinamente, como por sí solas, las puertas del templo, Carlos veía realizado aquel primer sueño de gloria y de ambición que debía abrirle el camino de toda esa gigantesca cadena de sueños que uno tras otro se presentaron a seducirle durante su reinado.
Dos banderas de soldados llenaban el patio de Montserrat; brillaba, a la luz de las antorchas, el oro de los trajes; agitaba el viento de la montaña las plumas de las gorras, y por entre todo aquel gentío se adelantaba solemne y pausadamente la grandiosa embajada que con el conde Palatino a su cabeza iba, en nombre de los electores de Alemania, a ofrecerle la corona de Carlo Magno.
—Ya soy Carlos V, Adriano, -dijo el joven -238- a su maestro; y volviéndose al altar, de nuevo cayó de rodillas ante la Virgen, a la cual prometió una lámpara de plata.
Cuando se levantó, llamó al abad del monasterio y le dio el título y privilegio de sacristán mayor de la corona de Aragón.[1]
Al día siguiente partía el rey para Barcelona, cuya ciudad ya le viera pocos días antes celebrar en su catedral, con una pompa y un lujo inusitado, capítulo general de la orden del Toisón de oro, el único que se ha tenido fuera de los estados de Flandes[2].
Carlos había entrado en Barcelona como príncipe, y salió de ella rey y emperador.
No apuntaremos, por no ser prolijos, todas las veces que estuvo el César en Montserrat; sólo mencionaremos las que tienen referencia con algún hecho señalado de su vida.
Y ahora, antes de pasar a la segunda peregrinación del emperador, justo es que escribamos la historia de una de las sortijas que lucía en su dedo la Virgen y que por aquellos tiempos le fue regalada, precisamente entre la primera y segunda visita de Carlos. -239-
El 24 de febrero de 1525 había tenido lugar la célebre batalla de Pavía, una de las más desgraciadas que haya jamás contado la Francia; en ella perdieron la vida diez mil hombres y cayeron en poder de las tropas de Carlos V dos reyes: Enrique de Albret el de Navarra, y Francisco I el de Francia. Llegó esta nueva a Barcelona el 5 de marzo, y publicada en seguida por medio de pregón real, dispúsose la población a celebrarla con todas las muestras de regocijo que se merecía tan importante victoria. Tuvieron, pues, lugar públicos festejos, e hízose entre otras cosas una procesión como la del día de Corpus con asistencia de gran número de personas y de cofradías, llevando en la mano los individuos de éstas ramos de laurel en lugar de cirios, y mostrando las frentes ceñidas con guirnaldas. Seguía la procesión un concurso inmenso dando gritos de victoria y batiendo el aire con ramas de laurel.[3]
Otra nueva, si no tan importante, más a propósito para excitar la curiosidad, llegó el domingo 17 de junio a la capital. Un bergantín enviado por el virrey de Nápoles acababa de entrar en el puerto con la noticia de que se dirigía a Barcelona la armada imperial escoltando al prisionero monarca francés: inmediatamente D. Pedro de Cardona, que hacía las veces de virrey, mandó publicar un pregón a son de clarines, ordenando: que nadie fuera osado a hacer descortesía a ningún francés de la comitiva de Francisco; que no se pudiesen llevar más armas que la espada ceñida, y que se dispusieran todos a recibir al monarca con las atenciones debidas a un rey y a un prisionero.
Por su parte los concelleres, dignos representantes del -240- pueblo, se ocupaban en los preparativos de recepción. Improvisábase un puente de madera en la playa frente del sitio donde estaba situada antes la Lonja; adornábase ricamente este puente entarimándole con lujosos tapices, pues que se levantaba para que el rey cautivo, sin necesidad de poner el pie en el suelo, pasara a él desde la galera a cuyo bordo venía: hacíase bajar a la playa toda la artillería de la ciudad para saludar la armada, y se disponía muy pomposamente para morada del prisionero el palacio del arzobispo de Tarragona sito en la Rambla, y al cual, a causa quizá de un espacioso huerto que tenía, se le daba entonces el nombre de Huerto del Arzobispo.
Barcelona, pues, se disponía a recibir al extranjero monarca con todo el aparato y pompa posibles para hacerle olvidar su cautividad.
Llegó el lunes por la mañana la armada, compuesta de veintiuna galeras y de nueve bergantines, anclando ante el río Besós, y salieronle al encuentro en un buque el gobernador de Cataluña y los concelleres de Barcelona, que en nombre de la ciudad ofrecieron su hospitalidad al rey de Francia. Aceptó éste el hospedaje, pero no así las ceremonias que dispuestas se tenían para festejarle.
—Soy prisionero,—dijo a los concelleres al darles las gracias por su galante acogida, —y visto luto. A las cuatro de la tarde fueron una a fuerza de remos acercándose las galeras al puerto, y cuando llegó su turno a la galera capitana, que era la que llevaba a Francisco, todas las demás dispararon su artillería. Contestó con la suya la ciudad, izáronse en los buques banderas, pendones y estandartes; sonaron por todos lados trompetas, atabales y clarines, y no tardó la escopetería de los soldados sobre cubierta de los buques a unirse al estruendo general. -241-
En esto, ya la galera capitana había atracado á presencia de un gentío inmenso, compuesto particularmente de damas, dice el manuscrito, á quienes llevaba allí la fama universal de galantería de que gozaba el rey Francisco. Desembarcó primero una bandera de soldados, después la guardia del virrey de Nápoles, en seguida una numerosa comitiva de caballeros y gentilhombres ricamente ataviados, luego el gobernador de Cataluña, el virrey después, el monarca francés finalmente, y tras del monarca su Argos, su sombra, su carcelero si se quiere, el famoso capitán Alarcón.[4]
Cabalgó el rey en una mula que regiamente ataviada le esperaba, y colocándose en el centro de la guardia, tomó la comitiva por la fuente del Ángel y la calle Ancha, contestando el prisionero con amables sonrisas é inclinaciones de cabeza a los galantes saludos que de todas partes le dirigían, en particular las damas, escribe picarescamente el manuscrito. Así llegó hasta la Rambla y Huerto del Arzobispo, donde fue visitado por los concelleres y donde durmió aquella noche y las otras dos que debía pasar en Barcelona, guardado su sueño por siete banderas de soldados y por Alarcón, que valía él solo por las siete banderas.
Al día siguiente, martes, fue a la Catedral, que estaba grandiosamente iluminada; asistió a los divinos Oficios y tornó a su posada, siempre en medio de la guardia de honor y al lado de su inseparable Alarcón. Ya no salió más a la calle hasta embarcarse otra vez, como lo efectuó el jueves a la hora de la oración, pero no sin antes llevarse un dulce y grato recuerdo de Barcelona.
En efecto, durante la noche del martes una pública demostración de galantería en pro del real cautivo había tenido lugar en la capital de los condes.
Paseábase Francisco ya cerrada la noche por el huerto, aspirando los aromas de las flores, dejando azotar su -242- frente por la fresca brisa que al estrellarse en ella murmuraba acaso a su oído el nombre de su querida Francia, cuando sonó cercano un ruido de caballos. El rumor de mucha gente que se acercaba por la parte exterior de las verjas que cerraban el huerto despertó su atención, y el resplandor intempestivo de varias antorchas vino a disipar la obscuridad[5] de la noche.
En seguida tuvo el rey a su lado al buen Alarcón, que hasta entonces había seguido a distancia el paseo del prisionero.
Una comitiva bajaba adelantándose hacia el Huerto del Arzobispo. Eran la condesa de Palamós, la gobernadora de Cardona y otras veinte damas de la flor de la nobleza catalana. Montaban soberbios corceles ricamente engalanados, y tras de cada una iba un paje vistiendo sus colores y disipando las sombras, portador de una odorífera antorcha.
El rey se quedó sorprendido y Alarcón estupefacto.
La bella comitiva, en tanto, se adelantó hacia el huerto, y quedándose los pajes a respetuosa distancia, las damas, sin descabalgar, se aproximaron a las verjas.
El rey, no dudando ya que era el dichoso mortal a quien iba encaminada tan lisonjeadora embajada, se apresuró por su parte a acercarse cuanto se lo permitía la verja, seguido eternamente de su vigilante Alarcón, que retorcía con una mano sus bigotes, acariciaba con la otra su espada y meneaba de un modo particular la cabeza, como si se temiera que fuese una astucia de políticos lo que era simplemente una galante demostración de damas. Y es que el pobre Alarcón no era muy fuerte en achaques de galantería, aunque era en cambio muy experto en cosas de lazos y emboscadas.
Así que vio al rey inmediato a la verja, -Señor, — le dijo con su dulce voz la gobernadora de Cardona —Barcelona, representada por sus damas viene -243- a repetiros el saludo cordial que os ha enviado por boca de sus concelleres. Si, enemigo, hemos alentado a nuestros guerreros para que os combatieran, cautivo venimos a llorar con vos vuestra cautividad.
—Cautivo quisiera estar yo siempre, nobles damas, —contestó el monarca, —si tan bellos ojos habían de mirarme compasivo.
Francisco, ya se sabe, era el rey más galante del universo; la caballería del siglo tenía en él un dechado; los amores miraban en él un héroe, y por lo mismo, no es extraño que se cambiaran grandes frases a través de las verjas entre las damas a caballo y el rey prisionero, todo a los ojos de Alarcón que, sin acabar de comprender aquella escena puramente caballerosa y propia de las costumbres de la época, continuaba siempre retorciendo su bigote y acariciando su espada. Indudablemente se veía Alarcón más embarazado ante aquel puñado de damas que ante un ejército entero de enemigos.
La entrevista terminó, por fin, con no poco regocijo del capitán.
— Más cautivo me hallo ahora que antes, bellas señoras, -dijo el rey al despedirse.
—Ya que no como españolas, —dijo la condesa de Palamós, —como damas rogaremos al cielo por la pronta libertad de Vuestra Alteza.
Y todas las damas fueron pasando por delante del rey dirigiéndole un saludo, y recibiendo cada una en contestación una galantería. La condesa de Módica fue la última.[6]
— Nuestra Señora de Montserrat os ampare, señor, le dijo la más linda de las damas.
Y no se encuentre extraño, por cierto, este saludo de la joven condesa.
Nuestra Señora de Montserrat era entonces la Virgen más afamada, la que invocaban los marinos en la tem-244- pestad, los hombres de armas en la guerra; su nombre salía a todas horas de los labios de los catalanes, que consideraban como el más cordial saludo aquel que se dirigía invocando a Nuestra Señora de Montserrat.
—¡Montserrat!-exclamó el francés olvidando contestar como a los demás saludos con una galantería. Los soldados de mi galera han invocado este nombre cuando una tempestad nos ha desviado por algunos días de nuestro camino; una mañana he despertado oyendo cantar a un marinero catalán una trova de su país, de la que no entendía más que este nombre, cien veces repetido; ayer mismo, al amanecer, cuando apenas podíamos aún distinguir las costas catalanas, una montaña, sin embargo, se destacaba sobre el horizonte azul, tan caprichosa y rara, que, más bien que un monte, parecía una nube hecha girones. Entonces he visto a los catalanes, marineros y soldados, quitarse unos sus gorros y bajar otros las picas para saludar aquel monte de su patria que era el primero en aparecérseles; les he visto en seguida estrecharse con efusión las manos, y dirigiendo hacia él unos ojos preñados de lágrimas de gratitud, decirse unos a otros con entusiasmo: ¡Montserrat! ¡Montserrat! ¿Tanta es, pues, la devoción a esa Virgen, señora? —preguntó el rey a la de Módica.
—Es inmensa, -contestó la linda condesa, que, a juzgar por las joyas que en diversas épocas había regalado a la Virgen, según consta en las crónicas, debía ser su muy particular devota.
—Pues entonces, noble y linda dama, —continuó el prisionero monarca,— dignaos prestarme un servicio.
— ¿Cuál? —preguntó la condesa.
—Servíos, —dijo Francisco sacándose una bella sortija del dedo,—servíos regalar esta sortija a la Virgen de Montserrat. Es lo único que puede ofrecerle un rey cautivo. -245-
—Cumpliré mañana mismo el encargo de Vuestra Alteza, —dijo la condesa, —y la Virgen protegerá al cautivo monarca. Antes de embarcaros, señor, recibirá la Virgen vuestro regalo.
Y así fue. El jueves, cuando el rey ponía el pie en la galera que debía transportarle a Valencia para de allí pasar a Madrid, la condesa de Módica llegaba a Montserrat con el regalo de Francisco I, rey de Francia, para la Virgen.
Esta es la historia de la sortija.
Y pedimos perdón a nuestros lectores si tanto nos hemos detenido en este incidente, pero también este incidente nos ha proporcionado ocasión de darles curiosas noticias e interesantes detalles sobre los tres días que permaneció en nuestra ciudad un rey prisionero, cuya estancia en la capital de nuestros padres muchos historiadores ni siquiera han citado.
FUENTE:
Víctor Balaguer, El monasterio de Piedra; Las leyendas del Montserrat; Las cuevas de Montserrat. Madrid, Manuel Tello, 188, pp.236-245.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Ningún cronista, que sepamos, cuenta que Carlos recibiera en Montserrat la embajada que le trajo la corona imperial; sólo varios autores dicen que la recibió en Molins de Rey, en ocasión en que bajaba el rey de la montaña de visitar a la Virgen. Sin embargo, nosotros, que hemos pasado no pocos momentos consultando fechas y comprobando historias con este objeto, nos creemos lo suficiente firmes y seguros en nuestra opinión para asegurar que fue en Montserrat. Lo único que hubiera podido darnos luz más clara sobre este asunto, era el archivo del monasterio; pero desgraciadamente, como se sabe, este archivo ha sido otra de las hogueras históricas encendidas durante nuestras guerras. (Notas de la primera edición.)
[2] Todavía quedan pintados y dorados en el coro de nuestra catedral, donde se tuvo este capítulo, los escudos de armas de los reyes y príncipes que habían sido, y entonces eran, de la expresada orden. (Notas de la primera edición.)
[3] Estas noticias, como muchas otras de las curiosísimas que damos en este capítulo, las traducimos fielmente de un precioso manuscrito catalán que complacientemente nos ha prestado un buen amigo poseedor de este tesoro.-(Nota de la primera edición)
[4] Hernando de Alarcón: Francisco I, hecho prisionero en la batalla de Pavía, desembarcó en Palamós el 17 de junio de 1525, custodiado por el virrey de Nápoles, Carlos de Lannoy, y acompañado de la compañía de infantería que mandaba Hernando de Alarcón.
[6] Ana Cabrera, quinta condesa de Módica, casada con Fadrique Enríquez, IV Almirante de Castilla.