DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Aquelarre. LEYENDA PRIMERA. Leyendas vascongadas.  Establ. tipogr. de D. F. Garcia Padrós, 1851 pp. 11-39.También publicado en  Álbum de Señoritas. Correo de la Moda Álbum de señoritas y Correo de la moda. 24/1/1858, n.º 243, pp.246.

Acontecimientos
Curación milagrosa
Personajes
Izar, Lañoa
Enlaces
Akelarko Haitza

LOCALIZACIÓN

ECHALAR

Valoración Media: / 5

 

Aquelarre. Leyenda primera.

i.

En el territorio comprendido entre las villas de Zugarramurdi y Echalár[1] territorio montañoso y cubierto de bosques, cruzado de riachuelos, y cortado por profundos y estrechísimos valles, se alza aislado y sombrío el monte Aquelarre, rodeado de jarales y cercado de peñascos y torrentes.

La posición de esta montaña y su figura cónica, han llamado la atención de algunos geólogos que han visitado aquellas asperezas; y en efecto, no deja de ser curioso que al paso que las demás montañas, ramales más o menos considerables del Pirineo, se unen entre sí por gargantas que forman ondulaciones llenas de accidentes unas veces, de suave y siempre verde pendiente otras, pero cuyas cumbres son planas o redondas; Aquelarre se separa bruscamente de la condición general de aquellas montañas, para formar por sí sola una excepción entre las demás.

Diríase que Ariel, genio tutelar de los vascongados, —12— extendió un día su potente brazo, y arrancando de su asiento a la singular montaña, fue a colocarla lejos de sus compañeras para que no se contaminasen al contacto del monte maldito. Porque, en efecto, Aquelarre es una montaña maldita.

Observad si no el color de las jaras que cubren sus inmensos costados. No es el verde que tanto recrea la vista y con el cual se engalana el lozano roble. No es tampoco el color plateado del álamo blanco. Mucho menos aún el brillante verde claro con vueltas de blanco mate de la robusta haya. Tampoco se parece al de que se cubren los guindos, perales y avellanos silvestres, con sus blancas y perfumadas flores, en cuyo cáliz brilla como diamante puro una gota de diáfano rocío... el color de los jarales del Aquelarre, tétrico, lúgubre y sombrío, se asemeja al del gigantesco pino de Lituania, o al del ciprés que crece en las hendiduras de las pedregosas colinas de la Arabia Pétrea.

Color fúnebre y siniestro que entristece el ánimo y ahoga la halagüeña expansión del corazón del poeta que contempla extasiado las suntuosas galas de la naturaleza en los bosques, o los risueños y más sencillos adornos de los valles floridos y frescos...

Y ¿por qué este contraste tan chocante? ¿Por qué este tétrico fantasma en medio de una naturaleza tan galana? Porque todo lo que esté en contacto con el genio del mal, lleva en sí el sello de reprobación, sustituyendo a sus anteriores bellezas, formas asquerosas, repugnantes. —13—

Y el Aquelarre se encuentra en este caso.

Su cúspide es frecuentada por el príncipe de las tinieblas, y en las sinuosidades de la montaña, repiten los ecos las cántigas sacrílegas que se entonan en loor suyo. Muchos son los que las han oído aterrados en medio del imponente silencio de la noche. Algunos hay, que han visto elevarse columnas de humo negro y de un olor nauseabundo desde la meseta de la montaña maldita, y han conjeturado con razón, que aquel humo era producido por los holocaustos ofrecidos al genio del mal, en misteriosos sacrificios, por sus sacrílegos adoradores.

Pero ¿quiénes eran estos? ¿De dónde venían a celebrar sus fiestas nocturnas?

El sencillo montañés se encogía de hombros al hacerle estas preguntas y se contentaba con responder lacónicamente: Eztaquit: no sé.

De repente, se esparció un rumor que corriendo de boca en boca se hizo general muy pronto; este rumor era un acontecimiento notable: era nada menos que el descubrimiento que había hecho un niño de lo que sucedía en la cumbre de la montaña maldita.

He aquí cómo se verificó aquel descubrimiento, según dice la tradición.

Izar y Lañoa eran dos niños huérfanos, de siete años el Izar y de nueve su hermano.

Estos pobres muchachos, verdaderos bardos errantes, vagaban por aquellas montañas y ganaban su sustento cantando baladas y aires nacionales con sus voces —14—  infantiles, a cambio de un lecho de paja y de una olla de legumbres. En toda la comarca eran conocidos y estimados, tanto por su cruel abandono, como por lo agraciado de su figura. Hacíase sin embargo una distinción entre ambos.

Izar, el más pequeño, era blanco como la leche, y sus largos cabellos que caían rizados sobre sus hombros y espaldas, rubios como la cabellera de una mazorca de maíz: el azul del cielo de sus ojos purísimo; su mirada, dulce y suplicatoria, tenía la fuerza irresistible de toda mirada de niño cuando pide alguna cosa. De entre sus labios encarnados como la flor del granado silvestre, se escapaba continuamente una sonrisa tan suave como el soplo leve de la brisa espirante, y al contraerse sus labios, se formaban en las sonrosadas mejillas dos graciosos hoyuelos.

Izar era el más paciente de los dos hermanos, el más humilde: era el más hermoso: su voz la más pura, y por consiguiente era el predilecto de aquellos sencillos habitantes.

Lañoa, aunque tan hermoso como su hermano, estaba dotado de otra clase de belleza. Su talla era más esbelta, sus miembros más fornidos, la mirada que lanzaban sus negros ojos, era altanera, a veces arrogante y audaz. En el modo con que fruncía el labio superior, revelábase su carácter altivo y colérico: sus cabellos eran negros con ese viso azulado que se observa en la pluma del cuervo; sus luengas pestañas mitigaban algún tanto el fuego de su mirada de águila. Por —15— lo demás, Lañoa era bueno, amaba a su hermano pequeño, aunque a veces lo trataba con bastante aspereza.

En uno de los tristes y nebulosos días del mes de noviembre, encaminábanse los dos hermanos hacia Aranáz, atravesando penosamente las montañas cubiertas de niebla en su base y de nieve en la cima.

Izar se había cansado mucho en aquella caminata y al pobrecillo le faltaba valor para implorar el auxilio de su hermano. Lañoa por su parte no estaba dispuesto a brindárselo, aunque en el fondo de su corazón deseaba que su hermano lo pidiera para podérselo dar sin menoscabo de su orgullo.

—El pobre se cansa, decía entre sí; pero no quiere humillarse solicitando mi ayuda. No, pues si espera a que yo se la ofrezca...

Y murmurando así, alargaba el paso haciendo de este modo aumentarse la distancia que ya lo separaba de Izar. Este procuraba alcanzarlo y hacía esfuerzos sobrehumanos por conseguirlo; pero sus delicados pies ya no le podían sostener, y a duras penas lograba mantenerse al alcance de la voz.

De pronto una bocanada de viento empujó masas compactas de niebla húmeda y pesada hacia el barranco por donde caminaban ambos hermanos, y Lañoa se vio obligado a suspender la marcha rápida que seguía. Al poco tiempo Izar se hallaba a su lado.

—¿Qué hacemos ahora? preguntó con timidez.

—Tú harás lo que quieras, perezoso: contestó Lañoa bruscamente  —16— lo que es yo, voy a proseguir la marcha  apenas se disipe un poco la niebla.

—Bien, hermano, repuso Izar con dulzura; pero interin se disipa, siéntate a mi lado y cúbrete con este capusáy. Estás sudando a mares.

—Eso de resguardarse del viento no conviene más que a mujeres y niños perezosos como tú: en cuanto yo,  soy hombre y no me asusta el frío.

Y diciendo esto, se descubrió la cabeza y expuso su hermosa cabellera empapada en sudor al soplo helado del viento norte.

—¿Qué haces, hermano? exclamó Izar levantándose del peñasco en que estaba reposando y cubriendo con su montera la cabeza de Lañoa— ¡Oh! permíteme que te guarezca del frío, prosiguió con solicitud: ya sé que eres más fuerte que yo; pero por lo mismo debes cuidarte más para poderme ayudar a mí que soy tan débil.

—Quita allí, contestó Lañoa empujando a su hermano, que cayó de espaldas al suelo. Luego emprendió resueltamente la marcha con la cabeza desnuda por entre la espesa y fría niebla.

Izar, nada dijo, ni siquiera lanzó el más pequeño quejido al recibir un golpe en la cabeza que chocó al caer con una piedra. Levantóse para renovar su obra de abnegación y caridad, y vio con profundísimo dolor que su hermano había desaparecido.

Como llamándolo a gritos en todas direcciones; pero la niebla era tan densa, que no consiguió encontrarlo. Entonces desesperado, abrumado de cansancio y transido —17— de frío, dirigió el pobre niño la vista a su derredor, y a muy poca distancia del sitio en que se encontraba, descubrió un árbol gigantesco, cuyo tronco estaba hueco.

La noche entretanto avanzaba con rapidez cubriendo con su negro manto aquellos solitarios parajes, más y más impregnados de humedad. La niebla fue haciéndose pesada; y en vez de volar con desusado ímpetu, como en el resto del día, se estacionó adhiriéndose a las ramas de los árboles, y cubriendo, como las aguas en una avenida, todos los terrenos bajos.

Desde el hueco del árbol donde se había guarecido nuestro joven héroe, veía un dilatadísimo espacio cubierto de blanca niebla inmóvil en algunos parajes como el agua en las profundas bahías, bulliciosa y turbulenta en otros, como las olas del mar que se rompen en los promontorios.

En medio de aquel océano de nieblas, descubríanse aquí y allí algunos puntos negros como otras tantas islas sombrías, que no eran otra cosa que las cúspides de las montañas.

El silencio era profano y la oscuridad crecía por instantes.

Solo allá a lo lejos se divisaba una línea amarillenta, precursora de la salida de la luna, que en aquella época del año es de un brillo dudoso, sobre todo en una atmósfera tan impregnada de vapores.

Izar comprendió por lo que tenía a la vista, que se —18— encontraba en la cima de una montaña, y saliendo de su albergue, recorrió las inmediaciones.

El árbol protector ocupaba el centro de una pradera circular, rodeada por todas partes de arbustos y matorrales tan espesos, que no se descubría rastro alguno de camino que indicase la comunicación de la cumbre del monte con su base.

¿Cómo llegó allí el niño extraviado?  Lo ignoraba.

Viéndose solo y hambriento, desconociendo completamente el sitio en que se hallaba, lloró lleno de angustia y temor, y no encontrando nada mejor que hacer, volvió al hueco del árbol decidido a pasar la noche bajo su hospitalario ramaje. Encomendó fervorosamente su alma a Dios, pensó tristemente en su madre que lo amó con ternura, y rogó al Ser Omnipotente librase de todo riesgo a su hermano mayor. Hecho esto, se acomodó lo mejor que pudo en su escondite, y el sueño de la inocencia cerró sus párpados paulatinamente.

En el mismo instante que ponía su cuerpo y alma bajo la salvaguardia de un Dios lleno de bondad, rasgóse el firmamento, y un ángel hermoso como son todos los ángeles, bajó con rápido vuelo a posarse en las ramas del árbol. Extendió en seguida sus blancas alas, y veló solicito y vigilante el sueño del inocente niño.

Largo rato hacía que Izar gozaba de él, cuando se despertó despavorido merced a un ruido incesante y extraño que llenaba el espacio. Asomó cautelosamente la cabeza por la hendidura del tronco, y un espectáculo incomprensible para él, se presentó a su atónita vista. —19—

La luna suspendida sobre la pradera lanzaba rayos de luz pálida, que suministraban un color fúnebre y siniestro a todos los objetos. Fuera de la penumbra, y en todo el dilatado espacio del horizonte, las tintas iban siendo gradualmente más sombrías, pasando del pardo claro al negro más marcado.

De los cuatro puntos cardinales del horizonte, destacábanse cuatro larguísimas hileras de fantásticas sombras, —20 que con infernal bataola [2]y rapidez espantosa, se dirigían a encontrarse en un punto concéntrico. Este punto era precisamente el prado circular ya descrito.

Pintar aquí las extrañas cabalgaduras sobre que venían montadas las sombras en cuestión, es obra superior a las fuerzas humanas.

Cuál apretaba con sus descarnadas rodillas el esqueleto de un mamouth de descomunales proporciones: cuál, montaba sobre un horrible y monstruoso búho: aquella hendía los aires cabalgando sobre el mango de una escoba: esta sobre una larga sierpe alada, de ojos brillantes y de alas desmesuradas. Y todas estas sombras, asidas unas a otras, formaban una cadena inconmensurable.

Reuniéronse al fin a cien pies de altura del suelo, y allí se saludaron con frenéticos alaridos, con metálicas y estridentes carcajadas, con gritos chillones y aullidos espantosos. Después empezaron un vuelo circular en confuso tropel, y poco a poco fueron bajando a la pradera. 

El asombro y terror de Izar fueron indecibles al observar que todas aquellas sombras eran otros tantos cuerpos de mujeres decrépitas. Sus semblantes tiznados y rugosos causaban náuseas, al paso que su desnudez completa repugnaba a la vista sobre toda ponderación. Sus pechos lacios, sucios y colgantes; sus cortos y desmelenados cabellos; sus miembros descarnados, causaban pavor. Este creció de todo punto en el corazón del pobre niño, testigo forzoso de aquella extraordinaria reunión, cuando vio que todas aquellas mujeres se disponían a ejecutar alguna danza satánica, dándose las manos y formando un ancho círculo en derredor del árbol que lo cobijaba. Lo más extraño era que aquella inmensa multitud cabía cómodamente en la pradera, sin que para esto se aumentasen sus proporciones, ni disminuyesen en lo más mínimo el volumen de los cuerpos allí presentes. La danza no se hizo esperar mucho tiempo, según lo temía Izar. Empezó primero con movimientos lentos, acompasados, sosteniéndose todas uniformemente, ya sobre un pie, ya sobre otro. Poco a poco fueron siendo más violentos los asaltos, más rápidas las vueltas; hasta que al fin aquel baile sin nombre se convirtió en una especie de torbellino que causaba vértigos por la rapidez con que giraba. Saltos, gritos, tumbos, contorsiones, vueltas, todo era sobrenatural, todo horrible, a la vista, todo confuso al oído, todo incomprensible….

El pobre Izar no pudo soportar por más tiempo aquel espectáculo y se desmayó.

Cuando volvió en sí, la luna había desaparecido. La noche —21— estaba oscurísima, y un silencio sepulcral reinaba en la pradera.

Asomó de nuevo la cabeza creyendo que habrían desaparecido las diabólicas mujeres que tanto lo habían asustado; pero vio con nuevo terror que todavía ocupaban el mismo sitio, aunque de otro modo más extraño, si cabe.

Hallábanse todas en círculo y en cuclillas alrededor de un trono de ébano, sobre el cual se veía grave y reposadamente sentado un enorme cabrón. Del trono del enano salían algunas ráfagas de luz amarilla, único resplandor que iluminaba la escena.

Las viejas iban acercándose una por una el trono y besaban respetuosamente la hendida pezuña del macho cabrío. Después, cuando todas hubieron concluido aquella larga ceremonia, el cabrón  meneó la cabeza, y cada una de las asistentes empezó una relación de sus fechorías.

Izar, horrorizado al escuchar aquellas narraciones de asesinatos a sangre  fría, de mutilaciones de niños, de profanaciones de cementerios, estaba próximo a desmayarse de nuevo, cuando oyó una voz dulcísima que bajando de las ramas del árbol pronunciaba su nombre.

 Admirado de este suceso, alzó la vista y descubrió entre el ramaje un mancebo de celestial hermosura que le miraba amorosamente.

—Escucha y nada temas, le dijo el mancebo: yo velo. —22—

En aquel instante, la última sorguiñá o bruja empezaba su relación.

Izar prestó un oído atento y oyó lo que sigue:

—Todas mis hermanas, decía la bruja con voz chillona, han obedecido tus mandatos. No ha habido ninguna que no te haya deparado víctimas, soberano y señor nuestro, pero las desafío a que hagan lo que yo.

—Habla, hija, murmuró el cabrón: ya sé que eres mi más celosa adoradora.

—Ya sabes, señor mío, prosiguió la bruja, que el gran duque reinante de F.... y su esposa son cristianos celosos, devotos de esa que llaman Madre de Dios: también sabes que no tienen más que una hija hermosa como un sol, y a la cual aman con ternura sin igual. ¡¡Qué gloria para mí el hacer morir poco a poco, lentamente esa hermosa criatura; el secar paulatinamente esa flor en toda su lozanía, infiltrando la desesperación en el corazón de sus padres, para entregarlos así dispuestos a tus poderosas tentaciones!! ¿No sería un golpe maestro matarla al cabo de dos o tres meses de padecimientos? ¿Cuánto os costaría, señor mío, impulsar a sus padres en tal caso al suicidio?

Una mueca horrible, que sin duda debió ser una sonrisa de satisfacción, se dibujó en el semblante del cabrón, y sus ojos brillaron de una manera imposible de describir.

—Si tal haces, contestó el demonio, serías la predilecta de mis hijas.

—Pues dame tus albricias, señor mío, pues ya hace —23— ocho días que la princesa padece, sin que nadie atisbe la causa de su mal y mucho menos los medios de sanarla.

— ¿Y no temes que alguno lo descubra?

—No. El encanto consiste en un enorme sapo que está oculto bajo de una estatua caída y abandonada hace tiempo en un rincón del jardín del gran duque. Mientras el sapo no sea aplastado, la enfermedad seguirá su curso y la princesa morirá.

—Me complazco de ello, Bazzoti, y deseo tener noticias repetidas y exactas de lo que suceda. Yo os doy gracias por vuestros trabajos, prosiguió el genio del mal, y os cito para el sábado próximo.

Dicho esto, meneó el diablo la cabeza, oyóse una espantosa denotación y el trono desapareció con el que lo ocupaba.

Todo quedó entonces sepultado en completa oscuridad.

Al poco rato oyó Izar el vuelo de las brujas que se remontaban por los aires, y al débil resplandor del crepúsculo matutino, divisó las fantásticas hileras de sombras que se dirigían silenciosas al punto del horizonte de donde habían venido, desapareciendo poco a poco tras de una masa de nubes negras.

Dirigió entonces la vista a las ramas del árbol y vio al mancebo que diciéndole —Cumple ahora tu misión como yo he cumplido la mía— extendió sus alas y se remontó al firmamento, dejando tras sí una ráfaga de brillante luz y un aroma  —24— que confortó los miembros entumecidos del niño e infundió valor en su corazón.

 

II

Un mes habría trascurrido desde que Izar había presenciado el conventículo. Lleno de fe en las palabras del ángel, marchaba a ejercer un acto de caridad que tan en armonía estaba con su corazón sensible. Decidido a arrostrar todos los obstáculos que podrían oponérsele, caminaba noche y día hacia Italia, en uno de cuyos pequeños estados  dictaba sus leyes el gran duque de F…,

¿Cómo pudo atravesar el adolescente naciones enteras sin ningún género de recursos, sin conocer el idioma que en ellas se hablaba?'

La tradición nada dice tocante a este punto. Lo que sí se asegura en el país  vascongado es que llegó a su destino y al umbral del palacio del gran duque reinante …

Difícil hubiera sido a nuestro joven aventurero acercarse a aquel personaje, si la duquesa que volvía de un templo vecino, en donde había rogado a Dios por la salud de su hija  no entrara en aquel instante en palacio.

Cuando vio a Izar acercóse a él creyendo fuese un mendigo, y dándole una moneda de plata, le dijo:

—Toma esa limosna, pobre niño, y pide al Señor que sane a  —25— mi hija.

—¿Es vuestra hija la que está enferma? preguntó Izar con dulzura.

—Sí, mi hija querida.

—Pues yo la curaré.

—¡Tú! exclamó la duquesa admirada. ¡Pobre niño! ¿Ignoras acaso que los médicos más famosos han desesperado de su curación?

—Lo ignoro, en efecto; pero lo que sé es que vengo expresamente a curarla y  que la sanaré.

La duquesa, muda de asombro, miró atentamente a Izar, que en pie y en medio de un brillante círculo de cortesanos, se mantenía en actitud modesta y con su graciosa cabeza descubierta. Numerosos rizos se derramaban sobre sus hombros. Revelaba tal candor su límpida mirada, era tan dulce su sonrisa, que la gran señora, después de consultar con la vista a sus cortesanos, y viendo en sus semblantes señales de un asentimiento tácito, subió la suntuosa escalera del palacio conduciendo a Izar de la mano.

Ínterin sucedía este acontecimiento extraño en las puertas del alcázar, el duque se hallaba sentado junto al lecho de la enferma.

Tendría esta unos ocho años. Sus grandes y rasgados ojos habían perdido ya el brillo y viveza que formaba el encanto de sus padres, e iban sepultándose en la profundidad de sus órbitas. Un ancho círculo morado se veía trazado en derredor de los párpados, y la palidez mate—26— del delicado rostro, hacía prever el próximo fin de tan temprana flor. Los labios resecos habían perdido su brillante colorido.

Penoso era aquel espectáculo. Nada más terrible que el dolor de un padre presenciando la lenta agonía de un hijo querido. Dolor mudo, sí, pero profundo. Dolor que por falta de desahogo causa más estragos. Porque un padre además de sofocar el suyo, tiene que aliviar otro dolor: el dolor de la madre.

En este instante se abrió la puerta del aposento y se presentó la duquesa conduciendo a Izar, y seguida de un sin número de cortesanos atraídos por la novedad y deseosos de presenciar la escena que se preparaba.

En este instante se abrió la puerta del aposento y se presentó la duquesa conduciendo a Izar, y seguida de un sin número de cortesanos atraídos por la novedad y deseosos de presenciar la escena que se preparaba.

Izar no manifestó el menor asombro al encontrarse súbitamente en aquellos regios aposentos cubiertos de damascos, de terciopelos, de mármoles y oro. Al verlo marchar sobre aquellas ricas alfombras sin demostrar curiosidad alguna, sereno y apacible el semblante, y sin despegar sus labios purpurinos sino para sonreírse cuando la duquesa lo miraba, nadie hubiera sospechado que aquel niño había pasado sus días errante en los bosques y sus noches bajo el ahumado techo de los caseríos vascongados. Esta circunstancia no pasó desapercibida para la duquesa, en cuyo corazón comenzó a brillar un rayo de esperanza.

Apenas la duquesa entró en el aposento, levantóse el duque, y saliéndola al encuentro, la dijo tristemente:

—Señora, perdamos toda esperanza: nuestra querida hija se muere sin remedio. —27—

—¡Oh! callad, amigo mío: ¿quién sabe si aún....?

—No abriguéis esperanza alguna, repuso el duque: se muere, señora, se muere.

La duquesa miró a Izar que se mantenía detrás de ella, y vio que el niño fijaba la vista en el duque sonriéndose.

—Cualquiera que tú seas, exclamó tomándole la mano y acercándolo hacía sí; ¿es verdad que curarás a mi bija?

—A eso he venido, contestó Izar tranquilamente.

—Ya lo veis, dijo la duquesa a su marido; aún nos queda una esperanza.

—¿Quién es este niño? preguntó el duque admirado.

—Lo ignoro. Al volver del templo lo encontré, y suplicándole rogase a Dios por mi hija, me contestó que venía a salvarla.

—¿Será cierto? exclamó el duque.

—Es la verdad, respondió Izar.

—¿Quién eres? replicó el duque: ¿acaso algún ángel que Dios envía para nuestro consuelo?

—Soy un pobre huérfano, señor.

—¿De dónde vienes?

—De un país muy lejano.

—¿A curar a mi hija?

—Este es el único objeto de mi viaje, que ha durado más de un mes.

Todos los circunstantes lanzaron una exclamación de asombro. Pasóse el duque la mano por la frente —28— como un hombre que se decide a adoptar una resolución importante, y dirigiéndose a la alcoba en donde yacía su hija inerte y moribunda, hizo seña a lzar, para que se acercara.

Las extraordinarias respuestas del niño excitaron, en sumo grado la curiosidad de cuantos presenciaban aquella escena, y agolpáronse en la puerta de la alcoba.

Izar se acercó al lecho y contempló silenciosamente a la princesa que apenas daba señales, de vida,

—He aquí la enferma: ¿podrás curarla? le dijo el duque.

Izar nada respondió: seguía contemplándola silenciosamente

Izar murmuró en voz baja.

—Esta es la flor destinada a marchitarse paulatinamente.

La ansiedad era general. De repente todos los circunstantes lanzaron una exclamación de júbilo. La princesa se había sonreído, tristemente, es verdad; pero se había sonreído: había dado las primeras señales de vida al cabo de un mes.

La duquesa, por un brusco movimiento, se hincó de rodillas delante del niño, y con una mirada imposible de definir y una voz que hizo estremecer a los circunstantes gritó:

—¡Oh! ¡En el nombre de Dios, salva a mi Sofía!

—Levanta, pobre madre atribulada, contestó Izar con gravedad: he venido a curar  a tu hija y la curaré.

—¿Lo oyes, hija mía? dijo la duquesa apretando contra —29— sus labios la mano helada de la princesa. Este niño viene a salvarte.

—Sí, Sofía, añadió Izar. Tu madre, dice la verdad.

Entonces la enferma fijó su apagada mirada en el niño, sonrojándose dulcemente y le tendió la mano.

El asombro había llegado a su colmo. Entonces el duque colocando ambas manos sobre la cabeza del niño, exclamó con acento solemne:

—Yo juro por mi corona gran ducal, que si la salvas, serás su hermano.

Izar dió las gracias con un movimiento de cabeza y salió del aposento suplicando que nadie le siguiese. Todos los cortesanos le abrieron paso respetuosamente le dejaron marchar.

El niño bajó a los jardines; registró los rincones más apartados; descubrió la estatua derribada; la separó a duras penas del sitio que ocupaba y vio al fin el asqueroso sapo que lo miraba fijamente con sus ojos saltones y vidriosos. Izar puso el pie sobre aquel sapo y lo aplastó. Hecho esto volvió al cuarto de la enferma, en donde se hallaban reunidos todos los dependientes de palacio, inquietos por su desaparición y más inquietos aun por su tardanza.

Cuando oyeron crujir la seda del tapiz que cubría la puerta, una expresión de alegría asomó al semblante de todos... Esperaban al misterioso niño, y el niño apareció tranquilo y sereno como siempre.

—¿Y bien? preguntó la duquesa con ansiedad.

Izar se acercó al lecho de la enferma. —30—

—¡Sofía! ¡Hermana! ¿Me oyes? la preguntó.

—Si, contestó la princesa llenando de admiración a todos los presentes. ¡Oh! ya no siento aquel peso... aquí... aquí... en el pecho.

—¡Bendito seáis, Dios mío! exclamó la duquesa vertiendo lágrimas de alegría: mi Sofía se ha salvado.

—Ya oyes lo que dice tu madre, hermana mía. Levántate que ya estás curada.

La princesa se incorporó en el lecho lentamente; miró a todas partes, restregóse los ojos y dijo sonriéndose:

—Sí, ya estoy buena.

Entonces el duque abrazando a Izar exclamó:

—En el nombre de Dios, adopto por hijo este huérfano que ha derramado la felicidad en mi familia. ¿Consentís, duquesa?

Por toda respuesta, la pobre señora se arrodilló delante del niño, diciéndole:

—Hijo mío, bendice a tu madre.

La fama de este suceso maravilloso, extendiéndose en breve por toda la Italia, atravesó luego los Alpes y sirvió de materia para que los provenzales improvisadores lo narrasen en sentidas trovas. De estos pasó a los bardos vascongados; de manera que en las montañas en que tuvo principio este acontecimiento, ya nadie lo ignoraba cuatro meses después. — 31—

 

III.

Dijimos al principio de esta narración, que Lañoa después de haber derribado a su hermano, se había puesto en marcha, a pesar de la espesa niebla. Al poco tiempo, conoció que Izar no le seguía y se paró: viendo que tardaba en reunírsele, empezó a inquietarse y lo llamó a voces; pero fue en vano.

Entre las diferentes propiedades de una niebla densa, la más notable es la de que apaga los sonidos de manera que apenas pueden oírse dos personas muy próximas.

Viendo, pues, Lañoa, la inutilidad de sus gritos por el silencio que reinaba, se alarmó de veras y volvió al sitio donde se había separado de su hermano. Pero el niño ya había desaparecido; y entonces se apoderó de él la más violenta desesperación. Lloró amargamente a su hermano abandonado: su imaginación ardiente se lo presentó moribundo de frío y hambre, implorando su socorro y echándole en cara su ingratitud y dureza; y el pobre Lañoa se desesperaba, corría de aquí para allí llamándole con gritos furiosos, se arrojaba al suelo y se mesaba los cabellos... pero sin ningún resultado favorable.

Pasó toda la noche sentado en un peñasco, devorado por la fiebre y el remordimiento: recorrió el día inmediato —32— todas las montañas vecinas, y no encontrando rastro ni vestigio alguno, se apoderó de él una profunda melancolía y desde entonces no se le oyó cantar ninguna balada. Tornóse huraño y salvaje: huía de las gentes, y ¡desgraciado del que se atreviese a pedirle nuevas de Izar! Cinco meses hacía que se le veía vagar solitario por los bosques y los pastores comenzaron a sospechar de que hubiese sometido el crimen de Caín. Pero, apenas empezaron a esparcirse estas sospechas, cuando ya se cantaba en buenos versos vascongados, la maravillosa historia de Izar el misterioso y la bella Sofía. La balada era una relación exacta de todos los hechos acaecidos desde la separación de los dos hermanos, hasta la adopción del huérfano por el gran duque.

No tardó Lañoa en saber esto acontecimiento que colmó su corazón de alegría, aliviándolo de un gran peso. Seguía solícito a los que lo cantaban y suplicaba humildemente se la repitiesen una vez concluida. Su carácter cambió de súbito y se hizo humano y tratable.

Entretanto las pompas de la primavera habían sucedido a la desnudez del invierno: las suaves y perfumadas auras de abril a los violentos huracanes de diciembre, las montañas ataviábanse con sus verdes galas, y los pajarillos saludaban con sus alegres trinos la vuelta de la estación de sus amores.

Solo el Aquelarre permanecía triste y sombrío como siempre.

 Diríase, que envidiosa de la alegría general de la naturaleza, aquella montaña —33— maldita se complacía con entristecer su risueño panorama, mostrando su faz cejuda que formaba un extraño contraste con el bullicioso y festivo movimiento de las demás montañas.

Ningún pájaro cantaba en su enramada, ningún cervatillo triscaba en su espesura. Todo era soledad, todo silencio.

Un anochecer, sin embargo, los pastores de los valles divisaron con asombro y terror, que por la solitaria meseta del Aquelarre se paseaba una forma humana. Herida esta por los rayos oblicuos del sol en su ocaso, adquiría proporciones gigantescas. Al lado de esta figura se veía otra igual que seguía fielmente sus movimientos.

Este no era más que un simple efecto de óptica, fenómeno asaz común en aquellas elevadas regiones, donde los objetos adquieren dimensiones colosales, merced a la refracción de los rayos solares al atravesar sutiles capas de vapores.

Pero aquellos sencillos pastores ignoraban todo este, y solo veían en aquel fenómeno un motivo para ponerse en salvo. Así es que temerosos de que los sorprendiese la Boche en las inmediaciones de la montaña maldita, en la cual, según ellos, se preparaba algún acontecimiento siniestro y de mal agüero, se daban priesa a recoger su ganado y a encerrarse en sus chozas.

La figura humana que se paseaba en la cumbre del Aquelarre era Lañoa el solitario. —34—

Desde que oyó la balada en que se narraba la historia de su hermano, le acometieron vivos deseos de marchar a verlo; pero su orgullo se resistía y para engañarse a sí mismo con respecto a la pasión que lo hacía obrar, decíase:

—No, no: le abandoné cruelmente cuando era pobre y débil; no debo ir a buscarlo ahora que es rico y poderoso. Cuando, como él, haya llevado a cabo una acción generosa, iré a su presencia y le pediré perdón... y el me perdonará.... ¡Es tan bueno! ... Subamos, pues, a la montaña maldita; sorprendamos algún secreto en el conventículo, y obraremos.

Menester era que el que abrigase semejante pensamiento y tratase de llevarle a cabo, estuviese dotado de un valor sobrenatural, de una firmeza de carácter a toda prueba, y Lañoa  el audaz, el altanero, poseía estas cualidades en alto grado. Otro móvil había además que lo impulsaba. Este era su orgullo.

—¡Cómo! se decía, ¿seré yo menos que mi hermano? ¿Él tan débil, yo tan fuerte y robusto? ¿El tan dulce y pusilánime, yo tan altivo y valiente? No, no: subiré al Aquelarre, y arrancaré si es necesario sus cuernos al demonio.

Y abismado en estos pensamientos, ¡subió la áspera montaña decidido a desafiar cuantos peligros se le presentase!, y lograr su fin a toda costa. La noche iba acercándose y Lañoa, siguiendo fielmente lo que la balada relataba, se metió en el hueco del árbol.

Casualmente era un sábado, y por consiguiente —35— aquella, noche debía reunirse el conventículo. En efecto, a eso de medianoche empezó Lañoa a percibir aquel ruido extraño e incesante que se aproximaba cada vez más. Su naturaleza comenzó a flaquear cuando divisó aquellas larguísimas hileras de fantásticas sombras que se dirigían al sitio donde se encontraba.

Un sudor frío corría de su frente, cuando las sombras se saludaron entre sí y formaron el confuso remolino que tanto había chocado a Izar. Los gritos y carcajadas de las brujas aumentaron su terror, y cuando al fin las vio descender a la pradera, cuando pudo distinguir sus repugnantes figuras, el pobre comenzó a temblar. Empezaron las brujas sus danzas singulares, y Lañoa estaba ya pesaroso de haber prestado oído a los consejos del orgullo.

Pero ya el mal estaba hecho y no tenía remedio. Decidióse, pues, a sufrir las consecuencias de su falta, y más tranquilo, esperó el desenlace de la temeraria empresa.

No se hizo esperar mucho tiempo. Una horrorosa detonación hizo estremecerse a las montañas en su base, y a poco apareció el trono de ébano y sentada en él la figura más horrible que jamás vieron ojos humanos.

La cabeza del príncipe de las tinieblas era enorme; sus ojos desmesuradamente abiertos, parecíanse al cráter candente de un volcán: orejas de un tamaño no conocido pendíanle hasta los hombros, y de su boca desprovista de labios, salían bocanadas de humo denso, —36—a cuyo través se divisaban de vez en cuando largas filas de dientes amarillos y agudísimos. Sus pies y manos mostraban uñas afiladas, encorvadas y largas. El resto del cuerpo correspondía a la fealdad del semblante.

Dirigió su sañuda mirada por la numerosa reunión que aguardaba temblando las órdenes de su soberano infernal, y luego gritó con voz cavernosa:

—¡Bazzoti! ¡Bazzoti!  Una de las brujas que se hallaba confundida con las demás, se colocó en frente del trono de ébano.

—Ahí, ahí, exclamó el genio del mal. ¿Qué se hicieron tus promesas, maldita?

—No pudieron cumplirse, contestó temblando la bruja.

—Ya: la princesa sanó, y sus padres lejos de pensar en suicidarse, adoran más y más a mi mortal enemiga.

—¡Señor! murmuró la bruja medio muerta de terror.

—Cállate, replicó el diablo; y ya que para nada me sirves en este mundo, ve a esperarme en el otro.

Dicho esto hirió el suelo con su garra y la bruja desapareció en la sima que se abrió a sus pies.

Las demás bajaron la cabeza hasta la tierra y permanecieron en silencio.

—Ahora, añadió registrad el árbol.

Lañoa tembló de pies a cabeza al escuchar aquella orden, y se creyó perdido. — 37—

Bien pronto se vio agarrado por una multitud de brujas que le atenaceaban los miembros y que con satánicas risas lo llevaron ante el trono del príncipe infernal.

—¡Ola! ¡ola! Aquí tenemos a lo que parece otro curioso, exclamó haciendo una mueca horrible. Acércate, profano, acércate.

Lañoa en aquella terrible situación hizo un esfuerzo sobrenatural, y dio a su semblante un aire de sarcástica burla.

—¡Oh! parece que no nos tienes miedo, prosiguió Luzbel rechinando los dientes.

Lañoa por toda respuesta se encogió de hombros.

Terrible era la lucha que se preparaba entre aquel niño sin más apoyo que su carácter de hierro, y Luzbel armado con todo el poder del infierno.

—¿Qué hacías escondido en ese árbol? le preguntó después de contemplarlo largo rato.

—Burlarme de ti, contestó Lañoa riéndose.

—¡¡Profanación!! gritaron las brujas.

—¡Silencio! ¡silencio! dijo Satán, y las brujas se callaron.

—¿Con que se burlaba de mí? Volvió a preguntar después de un momento de silencio.

 —Si, a fe.

—¿Te parece que ha podido jactarse nadie de haberse burlado de mi impunemente?

—Sí; puesto que mi hermano lo ha hecho ya con buen éxito. — 38—

—¡Oh! ¡oh! ¿Según eso eres hermano del que ha salvado a la princesa italiana?

Lañoa  no contestó.

—Responde, maldito, le dijo la bruja más inmediata.

Lañoa la agarró por los cabellos y la tiró al suelo, puso el pie sobre su garganta, cruzóse de brazos y miró fijamente a Satán.

Este quedó estupefacto al ver aquella rápida acción, y al notar la serenidad inalterable del niño.

—Por el infierno, joven, le dijo al fin: me vas interesando.

—Pues yo te desprecio, le contestó Lañoa.

—¿Me desprecias?

—Sí.

—¡Bah! Eso dices porque no me conoces. El niño frunció el labio superior, en señal de soberano desdén.

—Acércate y toca esta mano si te atreves, añadió alargando su mano armada de acaradas uñas.

Lañoa rechazó con el pie el cuerpo asqueroso de la bruja, y cogió impávido la mano de Satán.

—¿Quema? le preguntó este.

—No lo siento, contestó Lañoa con indiferencia.

Y el niño tenía tostada la piel al contacto de aquella mano abrasadora.

—Es extraño, murmuró Luzbel.

—Ya ves que no te temo, le dijo Lañoa.

—Lo confieso, contestó aquel soltando la mano casi carbonizada —39— del adolescente; pero eso no prueba que me desprecies.

—¿Quieres una prueba? preguntó Lañoa  con arrogancia.

—¿A ver?

—Ahí la tienes, dijo el joven escupiendo al rostro de Luzbel.

Describir aquí la expresión de rabia infernal que apareció en el monstruoso semblante de Satán, no es dado a pluma humana. Lanzó un rugido, en cuya comparación la violenta erupción de un volcán es una suave melodía, y alzándose airado de su trono, cogió al niño entre sus garras y lo lanzó como una catapulta al precipicio que está situado a más de una legua de distancia.

El cuerpo de Lañoa se hizo pedazos y su alma obtuvo gracia en el cielo.

Desde entonces el citado precipicio es conocido en la comarca con el nombre de Infernu erreca[3] y los pastores aseguran que a la media noche de todos los sábados, excepto el de Resurrección, se oye un quejido lastimero y un ruido semejante al que produce un cuerpo blando y pesado al caer.

 

FUENTE

José María Goizueta. “Aquelarre. Leyenda primera.  Leyendas vascongadas.  Establ. tipogr. de D. F. García Padrós, 1851 pp. 11-39.También publicado en  Álbum de Señoritas. Correo de la Moda Álbum de señoritas y Correo de la moda. 24/1/1858, n.º 243, pp.246.

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

[1] Etxalar

[2] Bataola: bathaola, Bulla, ruido grande. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[3] Molino del infierno

 

 

 

 

[1] Etxalar

[2] Bataola: bathaola, Bulla, ruido grande. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[3] Molino del infierno