Amores del rey Rodrigo con la princesa Eliata
Rodrigo con los combates que había sufrido en tan temprana edad, sus empresas guerreras y las inquietudes que habían acompañado a su reciente advenimiento al trono, no había experimentado las dulces sensaciones del amor. Varias anécdotas se refieren sobre la primera beldad que halló gracia a sus ojos y fue elevada por él al trono, pero nosotros nos limitaremos a seguir los detalles de un cronista árabe [1]a quien da por auténtico uno de los más célebres poetas españoles [2].
Entre las pocas plazas porticadas que no había querido desmantelar D. Rodrigo, se hallaba la antigua ciudad de Denia, situada en las costas del Mediterráneo y a la que defendía un castillo edificado sobre una alta roca que do minaba perfectamente el mar.
El alcaide de la fortaleza, acompañado de mucha gente de la ciudad, estaba un día en la iglesia implorando a la Virgen que ahuyentara una tempestad que azotaba las costas, cuando un centinela trajo la noticia de que un crucero morisco estaba preparándose a desembarcar en la plata. El alcaide dio inmediatamente órdenes para que las campanas tocasen a rebato y se encendiesen hogueras en las eminencias de la montaña, con objeto de avisar y alarmar a los pueblos circunvecinos, pues estaban expuestas las costas a las crueles devastaciones de los cruceros berberiscos.
No tardaron mucho en aparecerá caballo innumerables habitantes de las cercanías, armados con lo que primero pudieron hallar a mano, y todos precedidos por el alcaide que se constituyó en jefe, salieron de la ciudad. Al mismo tiempo, el barco morisco remaba desesperadamente por llegar a la orilla. Ya le faltaba poco para conseguir su objeto y los soberbios figurones dorados que decoraban su exterior, sus magníficos gallardetes y banderolas de seda, la multitud de los remos caprichosamente pintados, daban a entender que no era un buque de guerra, y sí una suntuosa galera destinada a alguna ceremonia de estado. Traía todas las señales del temporal, rotos los masteleros, medio destruidos los remos, y trozos del velamen y de las banderolas esparcidos por todas partes.
Al encallar el náufrago barco en la arena, la turba impaciente de cristianos se lanzó a él, ávida de cautivos y despojos; no pudo menos, sin embargo, de pagar alguna admiración y respeto a la ilustre compañía que venía a bordo, donde se hallaban moros de ambos sexos lujosamente ataviados, y revelando en su noble aspecto y en la multitud de joyas que les adornaban el alto rango a que pertenecían. Notábase entre todos una joven radiante por la riqueza de su traje y su singular hermosura, a quien todos parecían rendir cierta sumisión.
Varios moros la rodearon con los alfanjes desnudos, amenazando con la muerte al que se atreviere a acercarse. -133-
Otros saltaron del buque y corrieron a pedir de rodillas al alcaide que por su honor y nobleza, como caballero, protegiese a una virgen real de las injurias e insultos de sus secuaces.
«Ante vos tenéis, señor, le decían, a la hija única del rey de Argel; a la prometida esposa del hijo del rey de Túnez. La íbamos conduciendo a la corte de su futuro esposo cuando la tempestad nos separó de nuestro camino, obligándonos a refugiarnos en vuestras costas. No seáis más cruel que la tempestad, y prodigadnos generosamente lo que las olas y la tormenta nos ha negado.”
El alcaide dio oídos a sus súplicas. Condujo a la princesa y toda su comitiva al castillo, donde se le hicieron todos los honores correspondientes a su clase. Varios de sus antiguos vasallos intercedieron por su libertad, ofreciendo cuantiosas sumas que, en nombre de su padre, pagarían por el rescate; pero el alcaide desoyendo sus deslumbrantes ofrecimientos, «es una cautiva real, decía, y solo mi soberano puede disponer de ella.” Por lo tanto, después de haberla dejado descansar algunos días en el castillo, y cuando se hubo recobrado enteramente de las incomodidades de la travesía y del terror de los mares, hizo que la condujesen con toda su comitiva y con la pompa correspondiente a una princesa, a la corte de D. Rodrigo.
Entró, pues, la hermosa Eliata[3] en Toledo más bien como una soberana triunfante, que como cautiva. Un cuerpo escogido de caballeros cristianos, cubiertos de ricas armaduras, abrían la marcha como simple guardia de honor. Rodeaban a la princesa las damas moras de su comitiva, y la seguían su guardia musulmana ostentando todos el lujo que tenían reservado a la corte de Túnez. La princesa iba vestida en traje de novia, con los atavíos más costosos del oriente; su diadema centelleaba con el fuego de sus diamantes, y estaba adornada con las plumas más raras y preciosas del paraíso; aun el mismo jaez de seda de su soberbio palafrén que apenas tocaba el suelo, estaba bordado con perlas y piedras preciosas. Al atravesar la brillante cabalgata, el puente del Tajo, no quedó habitante en Toledo que no saliese a contemplarla, no oyéndose por toda la ciudad otra cosa que alabanzas á la sorprendente hermosura de la princesa argelina. Adelantóse el rey Rodrigo seguido de los caballeros de su corte á recibirá la real cautiva. La vida voluptuosa a que últimamente se había entregado, había dispuesto su corazón a las sensaciones amorosas, y a la primera vista de la sin par Eliata quedó enteramente rendido a sus encantos. Viendo su hermoso semblante alterado por el sentimiento y la ansiedad, trató de consolarla con dulces y corteses palabras, y conduciéndola a su real alcázar “he aquí la dijo, tu habitación, donde nadie osará molestarte; desde este instante puedes considerarte en la mansión de tu padre y disponer a tu placer de cuanto apetezcas.”
Allí quedó, pues, la princesa con las damas que la habían acompañado de Argel, y a nadie era permitido visitarla, excepto el rey que cada día sentía aumentarse más su amor hacia la tierna cautiva, tratando por cuantos medios
estaban a su alcance atraerse su afecto. Tan dulce tratamiento comenzó a disipar en la princesa el natural dolor de su cautiverio, pues justamente se hallaba en esa florida edad en que el sentimiento no puede albergarse por mucho tiempo en el corazón. Acompañada de las jóvenes damas de su corte, visitaba los anchurosos salones del palacio, y aspiraba en divertidos paseos, el embalsamado ambiente de los jardines. Cada día le inquietaba menos el recuerdo de la casa paterna, y cada día aparecía el rey más dulce y más amable a sus ojos, y cuando por último le ofreció dividir con ella su corazón y su trono, le escuchó con los ojos bajos, y ligeramente sonrojada, pero con aire de resignación.
"Un obstáculo quedaba aun que superar para cumplir los deseos del monarca y era la religión de la princesa. Rodrigo, inmediatamente encargó al arzobispo de Toledo que iniciase a la bella Eliata en los santos misterios de la fe cristiana. La inteligencia femenil es al mismo tiempo que dócil, muy pronta en concebir las excelencias de las nuevas doctrinas, así que, no tardó mucho el arzobispo en lograr su conversión como también la de la mayor parte de sus damas; señalando en seguida el día en que había de celebrarse el bautismo público. La ceremonia se efectuó con gran pompa y solemnidad en presencia de toda la nobleza de la corte. La princesa y las damas, vestidas de blanco, marchaban a pie hacia la catedral, en tanto que una tropa de hermosísimos niños, vestidos de ángeles, iba sembrando el camino con flores, y el arzobispo, saliéndoles al encuentro, las recibió, se puede decir, en el seno de la Santa Iglesia. La princesa abandonó desde aquel momento su nombre morisco y fue bautizada con el de Exilona, por el cual se la llamó en adelante, y es generalmente conocida en la historia.
Las bodas de D. Rodrigo con la hermosa convertida se verificaron poco después, celebrándose con la mayor magnificencia. Hubo fiestas, torneos, banquetes y otros regocijos públicos, que duraron por espacio de veinte días
Y a los cuales acudieron los nobles de todas partes de España. Después de esto, los individuos de la comitiva de la princesa que rehusaron abrazar el cristianismo y deseaban volverá África, fueron enviados a ella con magníficos regalos y acompañados por una embajada al rey de Argel para participarle el enlace de su hija y asegurarle la sincera amistad de D. Rodrigo.
FUENTE:
s.a. El Fénix. Periódico universal literario y pintoresco. Nú.m.17, pp. 2 de septiembre de 1849, pp. 132-133.
[1] Pérdida de España por Abulcacim Tarif Abentaque.
[2] Lope de Vega.
[3] Algunos la llaman Zara.