A una astucia otra mayor. Rey don Pedro
Harto conocido es de la mayor parte de nuestros lectores el carácter duro y caprichoso de Pedro I de Castilla, por lo que los poetas le han llamado el cruel, y algunos historiadores el justiciero. Muchas han sido las anécdotas, que como hijas de su carácter particular, nos ha legado la tradición popular. Una vamos a referir sumamente extraordinaria.
Caminaba hacia Sevilla un día el rey, acompañado de los principales de su corte, y cosa bien extraña en su carácter, en su semblante se veía brillar la alegría, sin duda porque iba a descansar de las fatigas de la guerra, en los brazos de la hermosa Padilla. El rey no era delicado en su trato, desdeñaba el ardor del sol y el rigor del frío, dormía en su tienda o al raso, muchas veces sobre el duro suelo: un pedazo de pan negro, un poco de agua le era suficiente y grato alimento, y aun algunos días sufría el hambre con todas sus penalidades.
Era una tarde abrasadora de julio: al encuentro del rey, y a la punta de un monasterio, que se hallaba en medio del camino, salió un reverendísimo abad, fresco, colorado, extremadamente gordo, el que hecho al regalo, llevaba detrás de sí dos corpulentos hermanos que mantenían abierto sobre su aliñada cabeza una especie de palio para libertarla de los ardores del sol.
Inclinóse el abad a besar la mano y de D. Pedro, con aire burlón y algún tanto severo
?¿Cómo os va, le dijo, humilde servidor de Dios? Bien, muy bien me parece que os sientan los ayunos, oraciones y disciplinas. Estáis famoso[1], padre, ¿qué hacéis para estar tan grueso? Yo soy rey y vedme cuán seco, cuán pando [2]estoy.
-Señor, los cuidados, las continuas cavilaciones de V. A. son las que hacen debilitar su cuerpo. Aquí exentos de todo cuidado terreno, no tenemos que pensar en nada más que en la salvación de vuestras almas, y esto es un pensamiento fijo, tranquilo y que no desgasta las fibras del cerebro.
-Pues padre, yo quiero daros ocupación, y me agradeceréis que os haga adelgazar dándoos qué pensar. Tal vez os libraré así de una apoplejía. Dicen que sois muy entendido, que sabéis mucho, que sentís casi crecer la yerba[3].
?Señor, me he ocupado dos los altos destinos de la orden, soy el maestro, añadió aparentando modestia, según dicen, distinguido de ella, el primer conocedor de numismática del reino, y el mejor astrónomo.
?Me alegro, reverendo padre; os voy a dejar tres nueces[4] para que las casquéis con vuestras fuertes y robustísimas quijadas, tres nueces por vida mía, que os han de entretener. –370-
Tres meses os doy de término; al cabo de los tres meses, añadió, dando a su cara aquel aire de ferocidad que aterraba a sus vasallos, y que le valió el sobrenombre de cruel... al cabo de tres meses me responderéis a estas tres preguntas.
Primeramente. Me habéis de decir a punto fijo, sin equivocaros ni en un solo maravedí, ya que sois tan gran conocedor en monedas, cuánto valgo yo cuando en medio de mi corte, sobre mi trono, me hallo dictando leyes a cien pueblos que las acatan como las de la divinidad.
Segunda. Me habéis de calcular, sin fallarme ni en un solo minuto, en cuánto tiempo con mi caballo podré dar la vuelta al mundo: esto no es más, lo sé, que una friolera para vos.
Tercera y última. Me habéis de adivinar, oh gloria de los abades, flor de los sabios de España, cual sea mi pensamiento que franca y lealmente juro confesaros después; pero os advierto que en este pensamiento no debe de haber ni la más mínima cosa que sea verdad.
Si no respondéis a estas tres preguntas, vive Dios que no seréis mucho tiempo Abad, porque os haré encerrar en una torre, y a pan y agua concluiréis la vida.
Inmediatamente metió D. Pedro espuelas a su caballo, este salió corriendo a todo galope, y la comitiva cortesana le siguió inmediatamente.
Estupefacto quedó el pobre Abad, que conocía el genio y humor de D. Pedro comprobado en otros cien no menos funestos lances; no tuvo desde aquí un momento, un rato de tranquilidad. El pobre abad se rompía la cabeza en discurrir. No sufre tantas angustias, ni tan mortales congojas el reo sentenciado al último suplicio a la vista como el pensativo abad.
Envió a consultar a una, dos, tres, cuatro universidades, preguntó a una, dos tres facultades, pasó Dios sabe cuántos derechos y honorarios, y sin embargo, ningún doctor resolvió estos problemas.
En tantas agonías, en tanta cavilación se pasaban las horas, los días, las semanas, ¡los meses!... el término fatal se aproximaba: el pobre abad ya se veía en la torre a pan solo y agua…
Desesperado, pálido, descarnadas sus mejillas, reducido a la mitad de su volumen, ya no era aquel abad gordo, fresco, rollizo que viera el rey tres meses antes, sino un monje seco, macilento, vera effigies de un S. Gerónimo.
Huía de la concurrencia, buscaba los sitios más solitarios y ocultos en los bosques, y a las márgenes de los ríos. Dos días antes del fatal en que expiraba el plazo, paseando cabizbajo por una trocha, apenas transitada por humana planta, encontró sentado en una roca la pastor que guardaba los ganados del monasterio, Bartolo Pérez.
? ¿Qué os contrista, padre abad?, dijo Bartolo, en verdad que estáis más delgado que una sombra, apenas tenéis alientos, apenas podéis arrastrar los pies: sin duda habéis tenido, padre, algún tropiezo.
? ¡Ah, buen Bartolo Pérez y cuánta razón tienes! Un tropiezo he tenido: el rey D. Pedro me ha dado y no poco que hacer. Me ha puesto en los dientes tres nueces, como él dice, que el mismo Belcebuc no es bastante a cascar.
?¿Tan duras son, reverendo padre?
El abad le refirió al pastor las tres preguntas a que el rey le había mandado responder, y le refirió también la terrible pena que debía sufrir si la respuesta no era exacta y satisfactoria. Oyólas Bartolo con la mayor atención, y cuando el abad, que hallaba como todo desgraciado un placer en contar a todo el mundo sus cuitas, hubo concluido su lastimosa narración
?¿Y no es más que eso? exclamó echándose a reír a carcajadas. Tranquilizaos, padre abad, yo me encargo de conducir la barca: prestadme solamente vuestra capucha, vuestras cruces, vuestros hábitos, y yo prometo dar al rey las respuestas que pide. Verdad es que yo no sé ni una jota de ese guirigay de latín, pero yo he sacado en herencia del vientre de mi madre lo que vosotros, altos y poderosos doctores, no sois bastantes a comprar con todo vuestro dinero.
El abad que veía la resolución del rústico, y que en prestarse a la estratagema de Bartolo no arriesgaba con el rey más de lo que arriesgaba en no responder a las fatales preguntas, consintió en el disfraz.
Morir de hambre por no responder, o morir de cualquiera otro modo por burlar al rey todo es morir, decía para sí el buen abad, y a fe mía que le sobraba la razón.
Como no hay plazo que no se cumpla, llegóse el designado por el rey. Era de ver a Bartolo con su capucha, su hábito, sus cruces, y su báculo abacial, penetrando con afectada gravedad en la cámara del rey D. Pedro. Era de noche y la estancia, aunque iluminada, se hallaba con una luz agradablemente templada con ricas pantallas arabescas; los ricos hombres de Castilla, la corte toda del rey, que sentado en el trono con el cetro en la mano y la corona en la cabeza, y con los demás atributos de la dignidad real, imponía por su magnificencia y por su brillante majestad.
?Ahora, señor abad, como gran conocedor en monedas, decidme cuanto valgo hasta el último maravedí.
?Alteza Cristo fue vendido por Judas en treinta dineros. Por eso yo no daría por vuestra alteza, por muy alto que os consideréis y os estiméis, mas que veinte y nuevo dineros cabales. Es preciso que valgáis un dinero menos que él.
?Hum, dijo el rey frunciendo las cejas. Has hablado en razón; por mi honor que nunca me había creído valer tanto.
Ahora es preciso calcularme y decirme en cuanto tiempo, sin fallarme en un minuto, puedo dar la vuelta al mundo.
?Si vuestra alteza sale por la mañana al mismo tiempo que el sol, y le acompaña a caballo siempre, a caballo, y con la velocidad que él, apuesto mi cruz y mis hábitos a que será negocio de 24 horas.
?¡Ah! dijo el rey, con buena avena alimentáis vuestros caballos, con sí y pero; el hombre que ha inventado estos síes y peros y demás condicionales era un excelente filósofo, capaz de salir bien con ellos de todo. En hora reunid todas vuestras fuerzas para la tercera pregunta, y si no a la torre, y a pan y agua. ¿Qué es lo que yo estoy pensando, y es falso? Pronto, responded, y sin síes ni peros, ni esas condicionales malditas.
?Vuestra alteza está pensando que yo soy el abad de S. Onofre.
?Seguramente, ¿pero en este pensamiento qué hay de falso?
?Perdóneme vuestra alteza, en eso se equivoca, porque yo no soy sino el pastor de los ganados del monasterio, Bartolo Pérez.
?¡Qué demonio! ¿tú no eres el abad de S. Onofre? gritó D. Pedro con toda su fuerza, con una expresión feroz que hizo en toda la concurrencia, y en el pobre Bartolo, el efecto de un rayo caído imprevistamente del cielo. Con la rapidez que pasa el rayo pasó el enojo del rey, quien con jovial sorpresa exclamó:
?¡No eres el abad! vive Dios que lo serás desde hoy.
?Señor: exclamó Bartolo, cayendo a sus pies de rodillas.
?Quiero que seas investido con el santo hábito, con el anillo, el báculo y demás distintivos de la dignidad abacial. Tu predecesor irá a la torre, y terminará a pan y agua el resto de sus días. Esto le hará comprender lo que quiere decir quid juris, porque el que quiera segar debe también sembrar.
?Salvo el permiso de vuestra alteza, yo me quedaré siendo lo que soy. Ni sé leer, ni escribir, ni contar, ni una jota de latín, ni de lenguas vivas ni muertas, y lo que Bartolo no ha aprendido ya, tiene la cabeza muy dura para aprenderlo ahora; lo que si tal vez me acostumbraría sería a dar a besar mis manos y echar bendiciones , y...
?Buen Bartolo Pérez, lástima que no quieras ser abad, pero pídeme otra gracia, tu jovialidad me ha divertido y causado un momento de placer, y ¡vive Dios! que yo quiero también causártelo a ti.
?Señor yo no tengo muchas necesidades, pero puesto que vuestra alteza se halla dispuesto a colmarme de favores, le pido por única recompensa el perdón de mi reverendísimo abad, amo y señor.
?Muy bien, muy bien, Bartolo, tienes tan excelente corazón como buena cabeza. -372- Lástima que no hayas nacido caballero: perdono a tu amo el abad, pero con las clausulas y condiciones siguientes.
“Ordenamos al reverendo abad de S. Onofre que desde hoy no emplee en la guarda de los ganados a Bartolo Pérez, a quien mantendrá con el mayor regalo proveyendo gratuitamente a todas sus necesidades hasta el día que plazca al Señor llamarle a sí para gozar de la eterna bienaventuranza”.
Toda la corte celebró el juicio del rey, el pastor colmado de dones volvió a descansar al monasterio aquella misma noche, y el abad libre de tantos cuidados volvió a su antiguo método de vida, engordó de nuevo, y cuenta la crónica que al cabo de algún tiempo murió de apoplejía, de la que seguramente se hubiera librado a habérsele aplicado el sistema flogístico[5] de pan y agua a que primero le había condenado el rey D. Pedro
FUENTE
V.P. “A una astucia otra mayor”, El Panorama (Madrid) vol.1 ( 06/09/1838) núm.24 pp. 369-372.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Famoso: bueno, perfecto, excelente (Diccionario de la Lengua española, RAE 1837)
[2] Pando: inclinado, corvo, lento (Diccionario de la Lengua española, RAE 1837)
[3] Oír crecer la yerba: por la sagacidad.
[4] Nueces: nudos, cuestiones, argumentos.
[5] Perteneciente o relativo al flogisto. Principio o agente que se creyó que intervenía en algunos procesos químicos, especialmente en la combustión). (Diccionario de la lengua española, RAE).