La casa del duende
I
Grande anomalía fuera que la ciudad de Toledo, tan aficionada en lo antiguo á la supersticiosa nigromancia, no contara más de un edificio misterioso entre sus hacinadas y monumentales ruinas.
La encantada cueva de Hércules, poterna, templo y aquelarre, el palacio del brujo Marqués de Villena, con sus profundos y bien construidos subterráneos de rosca de ladrillo – aún en pie – y la temible Casa del Duende, conocemos.
La una estuvo en el centro de la ciudad, en la calle de San Ginés; la otra en el occidente de aquélla, junto al templo denominado el Tránsito, antigua sinagoga, y la última en el oriental barrio de San Miguel, al Mediodía del majestuoso Alcázar.
II.
Es notorio que en la calle de las Ánimas – próximo al parroquial templo de San Miguel – había en el comienzo de la Edad moderna un severo edificio que nadie osó nunca visitar por hallarse a su cuidado cierta anciana a quien por bruja se tenía, al propio tiempo que por hábil gitana, tan dispuesta a decir la buenaventura a los incautos, como á pervertir inocentes corazones de jovenzuelas antojadizas y deseadas por irrefrenables mancebos.
Contábase por todos los barrios, y aun fuera de la población, que la tal arpía estaba en íntima comunicación con un solapado usurero hijo de la raza maldita por Jesucristo, al que sólo la vieja hablaba en aquel apartado lugar para urdir préstamos con su cuenta y su razón, siempre á merced de las sombras de la noche.
Causa miedo el recordar las lúgubres y fantásticas descripciones que de la Casa del Duende conserva el pueblo, agigantadas por su calenturienta imaginación, no porque la hubiera vecino alguno visitado como advertido queda, sino por lo que, andando el tiempo, de ella se divulgó, una vez muerto el joven monarca D. Felipe el Hermoso; pues por él llegó a conocerse.
Arrostrando peligros de entidad y sobornando a la bruja después, en la sala de los catafalcos, de las armas y las estatuas, en unión de diversos invitados, sujetos a duras pruebas para patentizar su valor, en la habitación más temible de la misteriosa mansión de la calle de las Ánimas, celebró báquico festín el enamorado esposo de la toledana D.a Juana la Loca.
Despreciando lo imponente del lugar, las múltiples calaveras distribuidas por mesas, catafalcos y rincones, los aprestos militares, las alegóricas pinturas, los monumentales espejos, las cariátides, monstruos, luces, instrumentos de martirio y otras mil y mil increíbles rarezas, allí mutuamente brindaron, anfitrión y comensales por el amor y la orgia.
III
De aquel o aquellos convites – pues suponemos que no fué uno solo – salieron organizados los raptos, fugas, muertes a mano airada y otras estupendas bellaquerías, propias de truanes de presidio, como pérdidas de honras acrisoladas, mermas de capitales, no sólo del individuo, si que acaso de la nación, rebajamientos, ó mejor, degradaciones que hicieron época en la historia, y que todo recto criterio justamente condena.
Sabedor el honrado vecindario de semejantes bribonadas, púsose ojo avizor para dar caza a la virtuosa maestra y encubridora de tan maquiavélicas distracciones; pero ésta, más astuta que la fiera, tipo en viveza y ardides, trasluciendo la intención popular, puso á salvo sus crecidos intereses – con los que en otra población castellana concluyó su vida, según cuentan – desfiguró su rostro con menjurjes que ella se proporcionó en casa del boticario parroquiano, aliñó sus arapientas vestiduras, con más remiendos que hilos tejidos, y se alejó de Toledo en unión del judío, burlando las pesquisas de guardias y curiosos y entregando á las llamas su poco frecuentado palacio, que no tardó en hundirse bajo la acción devoradora del fuego; amedrentando el ruido que produjo su desplome, al barrio alborotado, y aun á toda la ciudad, que se holgó sin escrúpulos de la desaparición de la bruja y del desastre.
Tal fué la Casa del Duende.
Editado por Christelle Schreiber-Di Cesare.