La Cruz Verde
I
Uno de los más célebres motines habidos en la ciudad de Toledo fue el del mes de julio del año 1467.
Un hecho relativamente insignificante dio motivo para que se crearan antagonismos y odios entre los cristianos lindos – o viejos – y los cristianos nuevos – o conversos, – estallando al cabo el alboroto.
En él desaparecieron, presa de las llamas, miles de edificios, y la ira de los contendientes llegó hasta colgar de la torre de la parroquia de Santa Leocadia, y en una azotea de la plazuela del Seco, a dos jefes de la sublevación.
Donde mayor lucha hubo entre los dos bandos, fue en las parroquias de San Lorenzo y San Andrés, próximas ambas al antiguo barrio de Bidadaguim – o de los Curtidores – pues habiendo llegado por el barco gente armada y con pendón alzado desde el pueblo de Ajofrín, con objeto de defender los derechos del cabildo catedral, allí dirigieron los del partido opuesto su más crecida fuerza.
II
Entre los toledanos que se agruparon para mantener incólumes las leyes que favorecían el cabildo, había un listonero, que habitaba en la solana de San Andrés, mozo de gentil apostura, duro brazo y genio nada común, que lo mismo blandía el patrio acero que manejaba los telares.
Dueña de sus pensamientos era una agraciada hija del maestro curtidor que tenía su domicilio en la plazuela sita al final de la calle de la Vida Pobre, a la que después se designó con el nombre que encabeza estos párrafos.
Si tenaz era el amante para ir a la refriega, no lo era menos el padre de su adorada; y de aquí, que identificados los dos, mutuamente se dieran consejos, aguzando la inteligencia y revolviendo argucias para librar el pellejo, cada vez que habían de entrar en combate.
La hija del curtidor, aprovechando los momentos críticos que al descanso había de conceder, bajaba hasta la cruz de piedra existente en la plazuela expresada en compañía de su buen padre, a fin de respirar otro aire y sentir otras impresiones, cambiando conceptos amorosos con el mancebo que apresaba su corazón.
III
Repitiéronse las entrevistas distintas noches, siendo más interesantes y tiernas cuanto más creció el motín, y la curtidora y el bravo listonero, sentados en los peldaños de la escalera de la cruz, acompañados del padre de aquélla, discurrían sobre el término del alboroto, espaciando su mirada por la estrellada bóveda celeste.
Una hermosa noche de clara luna reuniéronse en el lugar de costumbre.
Los entrecortados suspiros que el enamorado joven dejara escapar inconscientemente, y las gesticulaciones nada tranquilizadoras que a su rostro imprimiera de cuando en cuando hicieron a la morena, que el barrio envidiaba, sospechar fundadamente desagradable novedad.
– ¿Te quejas? – dijo al heroico tejedor con voz dulce.
– Vive el cielo – respondió el interpelado – que bien cara he de hacer pagar…
– ¿El qué? – repuso su amada – ¿Te han hecho traición?...
– No por cierto, gacela: libre Dios al que tan pensare.
– ¿Pues qué te aqueja?... ¿Por qué así suspiras ami lado?...
– No te lo ocultaré más. Una pequeña herida que en el brazo izquierdo me hicieron esta mañana me roba el reposo: no sé si podré mañana tomar parte en la lucha.
Dicho esto, la dama se desmayó y cayendo de bruce sobre los escalones de la cruz, derramó copioso llanto.
Auxiliáronla su anciano y vigoroso padre y su lesionado amante, trasladándola a su morada en silencio.
Volvió en sí, y clavando sus pupilas en las del mancebo, haciendo contorsiones y sacudidas capaces de conmover al más indiferente, y pronunciando frases desordenadas a media voz, exhaló el último suspiro.
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IV
El motín llegó a su término: el valiente listonero y el padre de la sensible niña que falleciera anegada en inmenso mar de sufrimiento, sobrevivieron algunos años.
Era su habitual retiro y constante distracción el ir a elevar plegarias al cielo por la tierna flor cortada en su lozana primavera junto a la cruz de sus delicias; sobre cuyos peldaños vertieron tantas lágrimas, que no tardó en crecer al pie de la enseña del cristiano robusta trepadora que cual guirnalda en nicho mortuorio admiró toda la ciudad.
Desde entonces viene llamándose la plazuela de tan poéticos recuerdos, plazuela de la Cruz Verde.
La cruz ha desaparecido en nuestros días; pero el pueblo perpetuó tan tiernos episodios en el siguiente cantar:
«Yo me voy a la Cruz Verde
Y me siento en la peana,
Y allí me pongo a llorar
La muerte de mi serrana.»
Editado por Christelle Schreiber-Di Cesare.
MORALEDA Y ESTEBAN Juan: Leyendas históricas de Toledo, Toledo, Imprenta, Librería y Encuadernación de Menor Hermanos, 1897, 68 p.; pp. 17-21.