Rafael de León
—De aquí la verás mejor;
contempla con qué primor
ese manto peregrino
se plega al cuerpo divino
de la Virgen del Amor.
Mira qué soplo de vida
por toda su faz ríela:
cuando la vi concluida,
el alma á sus pies rendida
exclamé; Maris Stella.
Mas, ¿cómo tal perfección
mi mano diera á su talla,
esposa del corazón,
sin la dulce inspiración
que mi cincel en ti halla?
— Asi en su taller un día
á su esposa le decía
un escultor toledano
mientras le mostraba ufano
una imagen de María.
Y ella, que el realismo amaba,
y aquel prodigio del arte
á comprender no llegaba ,
disimulando, fijaba
los ojos en otra parte.
Sin cuidarse, al parecer,
— de los que cerca tenia
trabajaba en el taller
un mancebo, que atraía
la atención de la mujer;
sevillana sensual
que encontraba preferible
á la belleza ideal,
la material y tangible
de la existencia real.
Mientras el marido hablaba,
ella, que de su presencia
apenas si se cuidaba,
con el mancebo cambiaba
miradas de inteligencia.
Y tan clara la intención
y tanta la obstinación
fué del extraño mirar,
que al fin llegó á despertar
las sospechas de León.
Celos, cual lava candente,
en su pecho sintió arder,
y de vengarse impaciente,
se retiró del taller
pretextando caso urgente.
Estuvo oculto un instante;
volvió de improviso luego
y pudo ver, lo bastante
para cortar, de ira ciego,
la existencia del amante.
Salvó la esposa la vida
con alas que le dió el miedo,
y el desdichado homicida h
uyó solo de Toledo
á tierra desconocida.
Fué corriendo disfrazado
varias provincias, y al fin,
le admitió, como donado,
el Abad de San Martín,
de Valdeiglesias nombrado.
II
Tras tanto y tan grave apuro.
en el recinto abacial,
bajo el humilde sayal,
se vió e!escultor seguro.
El tiempo, la penitencia,
el trabajo y la oración
devolvieron á León
la calma de la conciencia.
Concedió perdón y olvido
á la esposa delincuente
y lloró sinceramente
su crimen, arrepentido.
Luego de su triste historia
hizo al Abad largo cuento,
y dejar quiso al convento
de su gratitud memoria.
Pidió preciosas maderas
y manejando el cincel
volvió á cruzar Rafael
las artísticas esferas.
Pronto la noble abadía
absorta pudo admirar
un primoroso ejemplar
de soberbia sillería.
Años tras años pasaban
y ya del rico tesoro
para completar el coro
pocas sillas le faltaban,
cuando el Abad, cierto día,
de Toledo le contó,
tal nueva, que le llenó
de mortal melancolía.
Le dijo cómo su esposa
andaba por la ciudad
la pública caridad
implorando vergonzosa,
y añadió: —Pues que sincero
perdón la otorgaste ayer
socorrerla es tu deber;
toma permiso y dinero.
Corre allá; pero á ninguno
has de descubrir quién eres;
que, al cumplir ciertos deberes,
el callar es oportuno.
— Volvió á su pueblo querido,
del Abad siguió el consejo,
y aquel fraile, pobre y viejo,
de nadie fué conocido.
Buscó á su esposa, y mentira
creyó, que penas y años
produjeran tantos daños
en el rostro de su Elvira.
Darse á conocer pensó,
mas, triunfó de su flaqueza:
la socorrió con largueza
y á San Martin se volvió.
Triste, mudo y abatido,
el alma envuelta en misterio,
reanudó en el monasterio
el trabajo interrumpido.
Y tanto y con ardor tal
al cincel movió su brazo,
que en un brevísimo plazo
sólo la silla abacial
faltaba para el completo,
cuando el Abad, nuevamente,
llenó de sombras su mente
con otro triste secreto.
—Toledo llora afligida
por una peste infecciosa,
le dijo, y sé que tu esposa
está de la peste herida;
tu deber alli te llama.
— El buen artista corrió
á Toledo, y encontró
postrada á su Elvira en cama,
abandonada de todos;
lo que alli pasó se ignora,
mas, según se cuenta ahora,
se comentó dé mil modos,
y no sin malicia, el hecho
de hallarse dos apestados,
fraile y mujer, abrazados,
muertos sobre un mismo lecho.
Y en la ciudad toledana
nadie en ellos supo ver,
ni al escultor del taller,
ni á la bella sevillana.
Editado por Christelle Schreiber-Di Cesare