Los niños hermosos
I
Entre el dédalo confuso
de misteriosas callejas
que por la imperial Toledo
suben, bajan y serpean,
una existe, flanqueada
por casas pobres y viejas,
que de los Niños Hermosos
el extraño nombre lleva.
Lo debió, en remotos días,
á una curiosa leyenda
en que de un infame procer
hizo rodar la cabeza
un Rey que de su justicia
dió en ello acabada muestra.
De tan peregrina historia
el narrador nada inventa;
la copia de un viejo libro
que, en enrevesadas letras,
refiere el caso, y os juro
que según apunta fechas
y nombres, tiene la historia
carácter de verdadera.
II
El siglo trece mediaba
y por el Rey en Toledo
un Alguacil gobernaba
á quien el pueblo miraba
con justificado miedo.
Hombre á la guerra avezado,
lascivo, duro y cruel,
de la codicia picado;
sin duda tomó el pecado
humanas formas en él.
Diz que, casada ó doncella,
mujer á quien llegó á hablar
si nació, por su mal, bella,
no cejaba hasta saciar
sus apetitos en ella.
Y si algún padre ó marido
á la defensa salía,
callábase por sabido,
que á mano airada moría
ó era á prisión reducido.
Y el noble y el menestral
que el atropello brutal
en su vecino miraban,
llenos de temor, guardaban
sus hijas y su caudal.
De tan graves desafueros
iban, hasta el Eey Fernando,
por cartas y mensajeros,
amargas quejas llegando
de nobles y de pecheros.
Y espantado el Soberano
de los hechos inauditos
del Alguacil toledano,
se dispuso, por su mano,
á castigar sus delitos.
III
El Alguacil, entretanto,
de honras y de sangre ebrio,
sin saciarse, acumulaba
sobre un crimen otro nuevo,
de Dios y del Santo Rey
las leyes dando al desprecio.
Salió un domingo cercado
de esbirros y recorriendo
las calles pasó por una
donde, en infantiles juegos
entretenidos y alegres,
halló dos ñiños pequeños.
Blancos eran cual las flores
del azahar entreabierto,
de sonrosadas mejillas
y azules ojos de cielo
que dulces se dilataban
en irisados reflejos.
Iguales eran sus trajes,
y tan semejantes ellos,
que uno se copiaba en otro
como en transparente espejo.
Detúvose el Alguacil
mirándolos algún tiempo,
y una vieja que pasaba
le dijo: —Son los gemelos
del mercader de la esquina.
—Nunca ví rostros tan bellos,
repuso aquél, y la vieja,
—son el retrato perfecto
de su madre, dijo, y son,
también, el fruto primero
del matrimonio, —Marchaos,
dijo el Alguacil, y
luego añadió á su gente: —Aquí
os quedaréis en acecho,
y cuando no pase nadie
agarrad esos chicuelos,
al Alcázar conducidlos
y á buen recaudo ponedlos.
IV
Los esbirros, avezados
á crímenes parecidos,
llevaron sin ser sentidos
los dos niños secuestrados.
Y cuando el sol declinaba
la pobre madre, Leonor,
con lágrimas de dolor
por sus hijos preguntaba.
Nadie de los niños bellos
razón alguna sabia,
y la madre se sentía
morir de pena por ellos.
Fué inútil todo cuidado
por hallarles; que seguros
los guardó, tras fuertes muros,
el Alguacil desalmado.
Huyeron las alegrías
de aquel venturoso hogar
y entre gemir y llorar
iban pasando los dias.
Ya declinaba el tercero
cuando, á la madre angustiada,
le fué una esquela entregada
por extraño mensajero.
Leyóla, y un ronco grito
de su pecho se escapó
cuando el contenido vió
de aquel anónimo escrito.
Decía: «Si queréis ver
á vuestros hijos, Leonor,
sólo el Alguacil mayor
os los puede devolver.
Sola al Alcázar iréis;
que en este grave secreto
con cualquier paso indiscreto
su vida comprometéis.»
Quedó con los ojos fijos
en aquel papel Leonor,
que iba á pedirle su honor
en rescate de sus hijos.
Y del dilema espantada
se sintió desfallecer,
que aquella infeliz mujer
era madre y era honrada.
Ante una imagen bendita
de la Virgen se postró
y ferviente le pidió
remedio para su cuita;
que todo pecho cristiano
busca, por recto camino,
protección en lo divino
si no la encuentra en lo humano.
Su fe le daba consuelo
en situación tan cruel,
cuando un segundo papel
hizo más grave su duelo.
«Tres días, leyó, han pasado
sin ir donde se os espera;
habéis, cual hirsuta fiera,
vuestros hijos olvidado;
un último plazo os dan;
cuando marque la campana
la media noche mañana,
al Tajo los echarán.»
V
Sin dar crédito á sus ojos,
Leonor, en llanto anegada,
leyó repetidas veces
aquella terrible carta.
El amor de madre en ella
rompió violento sus vallas
y á salvar la vida á aquellos
pedazos de sus entrañas
se dispuso, y como loca,
á la siguiente mañana,
cuando se ausentó el marido,
salió sola de su casa
dispuesta á inmolar su honra,
y cuando libres llevara
al padre sus tiernos hijos,
hundir del Tajo en las aguas
su cuerpo, para lavar
dando la vida su mancha.
Salió por una calleja
á la cuesta del Alcázar
donde se vió detenida
por una barrera humana
que sin cesar, «viva el Rey» ,
con entusiasmo gritaba.
Por encima de la gente
miró, solemne y pausada,
avanzar sobre un caballo
una figura gallarda,
y adivinando quién era ,
corrió á su encuentro, y postrada
de hinojos ante el caballo,
arrancó un grito del alma
diciendo: «Señor, justicia»;
y sorprendido el Monarca ,
ante el dolor de la hermosa
detuvo un punto su marcha;
Escuchó atento sus quejas
y le dijo: —Mujer, calma
tus penas y ven conmigo
que haré justicia á tu causa.
— Poco después se veian
en una lujosa estancia
del Alcázar, al buen Rey
que despacio compulsaba
la letra de unas esquelas;
al Alguacil entre guardias ,
y á Leonor con sus dos hijos
que en silencio se besaban.
Vistas las pruebas, el Rey
dictó sentencia, y el hacha
del verdugo cortó al punto
del culpable la garganta.
Luego la horrible cabeza
del Alguacil, colocada
sobre un plato de madera,
se expuso en calles y plazas,
y para dejar memoria
en la ciudad toledana
del crimen y del castigo,
dispuso el Rey que, á la entrada,
sobre la Puerta del Sol,
un grabado se fijara
en piedra, y él atestigua
que esta leyenda es exacta.
También dispuso, admirado
de las infantiles gracias
y hermosura de los niños,
cambiar el nombre que usaba
la calle donde nacieron ,
y desde aquel tiempo data
el de los Niños Hermosos ,
como hoy la calle se llama.
Editado por Christelle Schreiber-Di Cesare