El arroyo de la degollada
Corría el año 1078. El rey Alfonso VI, desligado de los compromisos que contrajera con Al-Mamun, rey de Toledo, en justo pago á la generosa hospitalidad que Ie dió este monarca, decidió llevar á cabo la ardua empresa de conquistar aquella ciudad y comenzó á levantar banderas, reunir gente y juntar y armar vituallas y todo género de aprestos de guerra.
Durante este año y los siguientes no cesaron las correrías é incursiones y no se dieron punto de reposo para talar los campos é incendiar y destruir pueblos y ciudades; lucharon de continuo para reducir á la Capital al último extremo privándola de todos sus recursos, pues no se le ocultaba al castellano que el rey de Toledo contaba con muchos medios de defensa, y que la ciudad, fuerte por naturaleza y por el arte, no podía ser desde luego conquistada.
Pasemos por alto los auxilios que prestaba al rey moro el emir de Badajoz Jahia Almanzor ben Alafthas, los preparativos que con el mismo objeto hizo el rey de Zaragoza Al Moktadir ben Hud y que la muerte le impidió continuar; la alianza que el de Sevilla Ebu Abed hizo con el cristiano por la que éste aceptó pasase á su poder la hermosa Zaida con las poblaciones que le llevó en dote, y lleguemos al afio de 1083 en que Alfonso se apoderó de todo el país comprendido eutre Talavera y Madrid y en que por fin á tantas y tan devastadoras correrías se decidió á poner cerco á la famosa ciudad, baluarte principal del islamismo en Espafia y que desde la entrada de Tarik estaba bajo el dominio de los sarracenos, que hicieron de ella un centro de lujo y de las artes tan importante casi como Córdoba.
Como en la actualidad, se hallaba Toledo situada sobre una eminencia cercada de barrancos y rocas escarpadas, por cuyas sinuosidades corre el Tajo rodeándole en dos terceras partes de su perímetro y dejando como único frente de ataque la extensa y despejada vega que se extiende á la falda del monte por la parte septentrional; por ella también es la subida agria y penosa y contribuían de igual rnodo á dificultar la entrada en la ciudad las gruesas murallas que se apoyaban en los fuertes naturales y las calles estrechas y tortuosas, cuyo carácter distintivo aún hoy conservan. Para cerrarla por todas partes, cortar todos los pasos é impedir la entrada de vituallas y socorros le fué preciso emplear mucha gente, tanto más cuanto que de esta suerte esperaba alcanzar el triunfo, pues consideniba como la principal arma que debía emplear contra los sitiados privarles de todo recurso, impidiendo á la vez la aproximación de refuerzos que trataban de enviar los amigos ó aliados de los toledanos.
Al fin perdieron estos toda esperanza de socorro, y apurados como se hallaban por el hambre, decidieron obligar á su rey á que entrase en negociaciones con el de los cristianos. Llevárouse á efecto, sin que al principio diesen resultado, y por último hubo avenencia y se estipularon por ambas partes las bases y condiciones bajo las cuales se había de entregar la ciudad, en la que Alfonso VI entró triunfante el 25 de Mayo de 1085, ocupando el Alcázar con toda su corte cuando pasaron los primeros días y el rey estuvo seguro del favor popular y de que nada tenía que temer de la población musulmana. Desde entonces volvió á ser 'l'oledo la capital del imperio cristiano como lo había sido en tiempo de los godos.
Halláronse con Alfonso en esta conquista y entraron con él en la plaza, entre muchos aventureros y caballeros principales de Francia, los más distinguidos condes y caballeros de la nobleza castellana y leonesa. Uno de estos, llamado Rodrigo, joven ilustre y de gentil y apuesta figura, vió cuando subía á la ciudad con las triunfantes tropas, y poco antes de llegar al celebrado Alcázar, que por el ajimez de una casa y casi oculta por el amplio ropaje árabe, asomábase una mujer que descuidadamente dejaba descubierta su linda cara y fijaba en él con insistencia irresistible sus expresivos ojos. Sólo un instante fué suficiente para que se eutendiesen aquellas dos almas. La bella Zahira, hija del rico moro Al Ahmed encontró en el cristiano el tipo soñado durante sus quince años de ilusiones; no pudo resistirse á mirarlo y sin darse cuénta descubrió el rostro y le envió todo su sér en aquella mirada. El gallardo mancebo, por su parte, tampoco pudo explicarse lo que le acontecía, miró instintivamente al ajimez y quedó prendado de la hermosura de aquella mora cuya interesante figura no le abandonó ya.
Transcurrió el tiempo, y estos amores, que empezaron como hemos dicho, fueron en progresivo aumento cada día. La mora, burlando la vigilancia de sus padres, conseguía de vez en cuando hablar con el mancebo, que, pendiente de su adorada, sólo pensaba en verla y collstantemente anhelaba hablar de sus amores, cuya santificación no era posible por las distintas religiones de los amantes. No hallando otro medio Rodrigo para hacer suya á Zahira propúsola la fuga, que desde luego fué aceptada por la enamorada joven, á pesar de no desconocer el grave compromiso que contraía con los suyos y las mil y mil dificultades con que habían de luchar hasta conseguirlo; pero confiaban en la Providencia, y al parecer no en vano. Presentóseles la ocasión tan deseada y no vacilaron en aprovecharla. Todo estaba dispuesto; la mora Zahira salió de su casa á las altas horas de la noche y ocultándose con su vestidura avanzó unos pasos basta encontrar á su amante que la esperaba impaciente y temeroso. Anduvieron largo trecho cogidos del brazo por las tortuosas y oscuras calles, llegando al fin á las afueras del pueblo, donde montaron el caballo que un criado de la confianza de Rodrigo había preparado, y atravesando el río se internaron por las quebraduras y matorrales que en la opuesta orilla se divisaban.
La luna, que en aquella hora empezaba á elevarse sobre el horizonte, iluminaba con su pálida luz la huida que parecía realizarse sin contratiempos ni dificultades. La tierna pareja, tranquila y satisfecha, no pensaba más que en su inmenso amor, y lo mismo la mora que el cristiano creían verse ya en el pináculo de sus ilusiones; pero se habían confiado demasiado; un incidente inesperado y que nunca pudieron prever truncó para siempre la naciente dicha de los amantes. Cuando más distraídos iban en su dulce coloquio, dos moros que á la ciudad se dirigían y que al oir las pisadas del caballo se habían ocultado para verlo pasar, conocieron al punto lo que significaba aquella pareja, y celosos de la honra de su pueblo y enemigos siempre de los cristianos, acometieron contra ellos antes que Rodrigo pudiese apercibirse á la defensa. En trance tan difícil, creyó lo más seguro dar rienda suelta á su caballo y alejarse canto antes de los que de aquella suerte le atajaban en su camino; clavó los acicates á la bestia y veloz como el rayo emprendió vertiginosa carrera. Al mismo tiempo uno de los moros ejecutó lo mismo, logrando darle alcance, y blandiendo la espada que en la mano llevaba cortó de un golpe el cuello de la desventurada Zahira, cuya cabeza, desangrándose, rodó por el arroyo que entre aquellos montes corría lentamente a verter sus escasas aguas en el profundo Tajo.
Editado por Christelle Schreiber-Di Cesare