El Castillo de Guadalerza
Del décimo primer siglo
mediaba el último tercio;
reinaba en Toledo Yáhia,
y en los castillos fronteros
de su reino, que batían
las armas de Alfonso sexto,
destacó jefes bizarros
en bravas lides expertos,
nobles, prudentes, altivos,
de belicoso denuedo,
que en cien batallas probaron
el buen temple de sus pechos.
Entre las negras montañas
que al sur del morisco reino
cierran el paso al extraño
se oculta un valle risueño,
y guardando la garganta
que á su llanura da acceso
se alzaba una fortaleza
cuya defensa y gobierno
por el Rey Yáhia tenia
un bizarro caballero,
de noble sangre nacido,
joven, gallardo y apuesto,
tan bien quisto de los grandes
como querido del pueblo,
y de las moras más bellas
estimado por discreto.
Era su nombre Abenámar;
quien en sus años más tiernos
vio sucumbir á su padre
en un combate sangriento,
y descender al sepulcro,
herida del dolor luego,
á su buena y dulce madre,
quedando en el mundo liuérfano
con un hermano, aún más niño,
Hasán nombrado, por bello.
A los lazos de la sangre
unió la desgracia en ellos
nuevos lazos que estrecharon
comunes gustos y el tiempo.
Jamás Hasán y Abenámar
vivir ausentes pudieron;
que en la guerra y en las paces
eran un alma y dos cuerpos.
Aquel era del castillo
lugarteniente primero,
compartiendo con su hermano
la vigilancia y el riesgo
que los tiempos demandaban
de aquellos duros guerreros.
Ningún temor presentían;
nada turbaba su sueño;
que unidos por tales lazos
eran los peligros menos.
Así dichosos vivían,
así los años corrieron,
sin que una nube empanara
la pureza de su afecto.
II
La tarde en calma declina;
el sol corriendo á Occidente
traspone por la colina,
y alegre cruza el ambiente
la parlera golondrina.
Pasó Mayo con sus flores;
vino el otoño templado;
dando sus frutos mejores:
en los huertos, el granado,
y la vid, en los alcores.
De gala viste el castillo;
leyendas y tradiciones
flámulas y gullardetes
prestan á sus torres brillo,
y del abierto rastrillo
surgen apuestos jinetes.
Lucen en brutos pujantes
bordadas sillas brillantes
con petrales y caireles;
rojos llevan los turbantes
y blancos los alquiceles.
Poniente el sol reverbera
en la dorada estribera;
brillan los frenos de plata,
y desciende la ladera
la lucida cabalgata.
Camina el primero Hasán,
y en diez nevados corceles,
de vivo y noble ademán,
siguiendo sus huellas van
diez arrogantes donceles.
En correcta formación
marcha luego el escuadrón
que Abenámar rige y guia,
cuando otra hueste venía
en opuesta dirección.
Mueve el caballo lozano
de sus donceles seguido
Hasán, galopando el llano,
hasta ponerse cercano
del grupo desconocido.
Y al mirarse frente á frente
de los que van á su encuentro
sintió nublarse su mente
salírsele latente
el corazón de su centro.
Y es, que bajo de un turbante
de blancura deslumbrante
se le mostró, de improviso,
el hechicero semblante
de una hurí del paraíso.
Flor que en los ricos pensiles
del Betis creció dichosa,
es en sus tiernos abriles
cáliz que puro rebosa
en encantos juveniles.
Tez de nieve, dulces ojos
azules, claros y bellos,
labios delgados y rojos,
blondos y largos cabellos
que al mismo sol dan enojos.
¡Quién que la dulzura viera
de su apacible mirada
sospechara ni creyera
que un alma de fuego hubiera
en aquel cuerpo de hada!
Es hija de Aben-Kadía,
noble que en Andalucía
es Alcaide de una fuerza,
y por esposa la envía
al señor de Guadalerza.
Hasán turbado la mira,
ella se acerca á su lado,
enamorada suspira,
le llama su bien amado
y el pobre joven delira.
Abenámar llega en esto
y del suceso advertido,
á su pesar, frunció el gesto,
pero se repuso presto
pues todo un error ha sido.
Zoraida, la linda mora,
que nunca á Abenámar viera,
conoce su engaño ahora
y se acerca seductora
al esposo que la espera.
Y aunque veló su intención
los afectos que sentía
llevó la equivocación,
á su cara la alegría
y el luto á su corazón.
Burlándose de su error,
al lado de su señor,
al castillo va la hermosa,
donde no la hará dichosa
de Abenámar el amor.
Y en pos de los dos esposos
los dos amigos cortejos
van unidos y vistosos
para celebrar, gozosos,
los preparados festejos.
Ya, de la pasada escena
repuesto Hasán marcha en calma
con faz alegre y serena,
llevando oculta su pena
en lo profundo del alma.
Las bodas se celebraron
con inusitado brillo;
todos alegres gozaron;
sólo tristes se miraron
dos almas en el castillo.
La grata fiesta acabó;
el cortejo andaluz luego
contento se despidió
y el castillo recobró
su misterioso sosiego.
III
Es el amor magnético fluido
que el alma humana por los ojos bebe,
la embarga, y lleva su ponzoña aleve
al corazón, que se le rinde herido.
Fórmase en él su predilecto nido;
la sangre inflama que el latido
mueve é inunda todo el ser, que deja en breve,
á sus bárbaras leyes sometido.
Ni yugo sufre, ni razón consiente,
ni el temor le detiene, ni hay abismo
que no salve, con fe siempre creciente.
Encerrado én su pérfido egoísmo,
sólo espera curar el mal que siente
en la insana pasión del amor mismo.
IV
Sintió de ese mal extraño
Hasán la ingrata dolencia
y se propuso en la ausencia
hallar remedio á su daño.
Se fué á la guerra y buscó
en los combates la muerte,
pero, piadosa la suerte
su existencia respetó.
Pasó el tiempo y no pasaba
la dolencia que sentía
porque el mal de quien huía
consigo mismo llevaba;
siendo tal su aberración q
ue, ya despierto ó soñando,
estaba siempre mirando
la causa de su pasión,
Y, al fin, juzgando locura
que la experiencia desmiente,
al amor que el alma siente
buscar en la ausencia cura;
sintió sus penas crecer
y de la lucha vencido,
como vuelve el ave al nido
pensó al castillo volver.
Allí, se dijo, extasiado
mientras escucho su acento,
si muero de sentimiento
podré morir á su lado.
Luego, resuelto, tomó
en su caballo el camino
y esclavo de su destino
al Guadalerza marchó.
Seis meses han transcurrido
desde que Hasán lo dejara,
y por coincidencia rara
en ese tiempo ha sufrido
Zoraida mal tan cruel,
que por extraña manera
se han trocado en flor de cera
sus mejillas de clavel.
Una nostalgia sombría
dejó su pecho sin calma
y tendió un velo en su alma
de triste melancolía.
No hallaba en su enfermedad
alivio, paz ni reposo,
y alejada de su esposo
buscaba la soledad.
Unicamente olvidaba
aquel doloroso afán
cuando del ausente Hasán
alguna nueva escuchaba.
Y Abenámar que notó
aquel extraño cuidado,
con el pecho destrozado
amargos celos sintió;
y entre prudente y confuso
acordó disimular
su desdicha, y á esperar
los sucesos se dispuso.
Así las cosas, un día
de Marzo, triste y lluvioso,
cuando con rostro medroso
el sol su luz escondía,
al Gruadalerza llegó
un bien armado guerrero
que con acento altanero
á la poterna llamó.
Era Hasán, y al conocerle
sus antiguos servidores
por patios y corredores
todos salieron á verle.
Oyó Zoraida gozosa
la nueva de la llegada
y á un ajimez asomada
le saludó cariñosa.
Y cuando fué del suceso
Abenámar avisado,
se sorprendió, contrariado
del imprevisto regreso.
Pero, prudente, ocultó
el enojo que sentía,
buscó á Hasán, fingió alegría
y en sus brazos le estrechó.
A Zoraida se reunieron;
y en el castillo después
¡cuántos afectos los tres
ocultaron y fingieron!
Que en mentida confianza
moraban bajo su techo
con la borrasca en el pecho
y en el rostro la bonanza.
V
Fué recobrando de Zoraida hermosa
la tez de nieve y rosa
sus antiguos colores y alegría;
de Hasán al corazón volvió la calma;
sólo creció en el alma
de Abenámar la duda que sentía.
Ya dormido soñara ya despierto,
por el contorno incierto
de un horrible fantasma perseguido
ciego y celoso se creyó burlado,
por su hermano engañado
y por la esposa que adoró vendido.
Trocóse su carácter apacible
en brusco é irascible;
velaron sombras su semblante adusto ;
vió en Hasán un rival siempre en acecho
y herido del despecho
trató á Zoraida con rigor injusto.
Ella, infeliz, esposa sin ventura,
devoró la amargura
que el contrario destino le ofreciera,
viendo crecer el fuego miserable
de aquel amor culpable
que en hora infausta por Hasán sintiera.
Ya del trato del joven separada
en su cuarto encerrada
por orden de Abeuámar residía,
hiriendo el aire con lamentos vanos,
mientras los dos hermanos
se odiaban con más fuerza cada día.
Tanto como Abenámar indiscreto,
falto Hasán de respeto,
con altiva fiereza se miraban,
que si el uno de amor enloquecía,
el otro se moría
de los celos que el alma le abrasaban.
Aumentaba de Hasán el sufrimiento,
más que el propio tormento,
la prisión de Zoraida, y atrevido,
queriendo poner fin á sus afanes,
iba tejiendo planes
que burlaba la astucia del marido.
Cansado al fin, sin freno ni cordura,
no hallando en su locura
medio de hablar ni ver á la que amaba,
al píe del ajimez donde vivía,
una noche sombría
dulce guzla pulsó y asi cantaba.
VI
Bellísima castellana
en cuya frente lozana
se refleja la mañana
con su más preciado albor;
oye los cantos de amores
con que llora tus rigores
al pie de tus miradores
un rendido trovador.
Abre ya tu celosía
y escucha la guzla mía
que hará con dulce armonía
tu pecho de amor latir;
óyeme ninfa hechicera,
esbelta y gentil palmera,
cuya rubia cabellera
envidia el oro de Ofir.
Salga á calmar mi querella
de tus ojos la luz bella,
que no hay un sol ni una estrella
que compita con su luz;
hurí de labio riente,
hija del Betis luciente,
rica perla del oriente,
maga del suelo andaluz.
Pluguiera no conocerte
cuando al dolor de no verte
aún puede añadir la suerte
otro tormento mayor;
si al fin de mi amante empeño
ha de gozar otro dueño
las venturas con que sueño,
el morir fuera mejor.
VII
Llevó pausado el viento
las suavísimas ondas de armonía
que arrancaba del músico instrumento
la mano que lo hería,
y huyó, cruzando la región vacia,
del tierno trovador el dulce acento.
Reinó el silencio luego
y en solemne reposo sumergido
el castillo quedó; letal sosiego
sepultaba la vida en hondo olvido
y nadie sospechara
que hubiera un ser entre sus negros muros
que de amorosas trovas se cuidara.
Mas, allá en los obscuros
huecos de un ajimez, blanca figura
fantástico contorno dibujaba,
dejando percibir, mal reprimidos,
sollozos de amargura,
que la canción, del pecho le arrancaba.
Y de una enhiesta almena
en la sombra velado, verse pudo,
dominando la escena,
un rostro torvo, descompuesto y mudo
que en largo acecho con afán seguía
cuanto al pie de la torre sucedía.
En los ángulos huecos
del solitario patio resonaron
los misteriosos ecos
de los pasos de Hasán, que se alejaba,
del ajimez las puertas se cerraron
y el hombre que espiaba
en las altas almenas escondido,
un profundo gemido
ronco, cual grito de salvaje fiera,
arrancó de su pecho cavernoso
y se hundió, silencioso,
en la entrada de lóbrega escalera.
Pasó breve la noche,
y apenas en Oriente la mañana
tímida abrió su pudoroso broche
de rosicler y grana,
cuando una trompa de marciales sones,
por expreso mandato del caudillo,
á la plaza desierta del castillo
llamó de la mesnada los peones.
Muy pronto congregados
se vieron descender por la pendiente,
de Abenámar regidos y guiados,
y no bien la corriente
atravesaron del cercano rio
se detuvieron en el verde llano,
junto á una fuente que entre lirios brota,
y allí, con hábil mano,
un alarife delineó el cimiento
de una casa de bellas proporciones
cuyas robustas tapias y machones
en breve alzaron, con oculto intento.
Cuando vió concluido
su proyecto Abenámar, más humano,
dió un instante sus penas al olvido,
á la nueva mansión llamó á su hermano
y allí, á solas, le dijo conmovido:
—Sólo el recuerdo santo
de la mujer piadosa
que amante y casta nos llevó en su seno,
pudo en mi pecho tanto
que á mi pasión celosa
sedienta de tu sangre puso freno.
Aún eras débil niño
cuando en el duro trance de la muerte
te estrecharon sus brazos con cariño,
y angustiada, temiendo por tu suerte,
volvió á mi su semblante moribundo
y, con voz que apagaba la agonia,
me dijo: «Ya en el mundo
huérfano y sólo queda, tú, su guía,
faltando yo, serás y su consuelo;
mi tierno Hasán á tu cuidado fío;
ampáralo, hijo mío,
y te dará su bendición el cielo.»
Cumplí fiel, y á tu vida
desde entonces mi amor he consagrado;
tu conciencia, de cómo me has pagado,
respuesta, acaso, te dará cumplida.
Por nuestra santa madre te perdono
el daño que me has hecho;
de hoy más, ahogado quedará en mi pecho
de mis amargos celos el encono.
Pero, nunca profanes
mi perturbado hogar con tu presencia
ni provoquen mis iras tus desmanes;
aquí tu residencia
tendrás lejos de mi, sin atreverte,
ya te impulse el amor ó ya el hastío,
á indagar los problemas de mi suerte,
y piensa bien que encontrarás la muerte
si cruzas la corriente de ese río.—
Inmóvil y turbado
quedóse Hasán, sin proferir respuesta;
y al recobrar su natural estado,
vió la grave figura del caudillo
alejarse, subir la agreste cuesta
y entrar por la poterna del castillo.
VIII
Creció en Hasán el tormento
de aquel amor infinito
cuando en su conciencia el grito
se alzó del remordimiento.
Presa de extrañas visiones
en su retiro vivía
entregado noche y día
á tristes meditaciones.
Pasaba el tiempo, y sus penas
sólo se calmaban cuando
se extasiaba contemplando
del castillo las almenas;
que á través de su locura
en ellas, soñaba ver
el rostro de una mujer
de celestial bermosura.
La noche le sorprendía
en tan penosa ansiedad
y en su negra obscuridad
cual sudario le envolvía.
No alcanzó poder bastante
al tiempo la ausencia unida
para restañar la herida
de aquel corazón amante.
Y al fin, llorando su suerte,
sintió de la vida tedio,
sin hallar otro remedio
á sus males que la muerte.
Logró, mientras tanto, el alma
de Abenámar olvidar
sus celos, y halló en su hogar
si no la dicha, la calma.
Y en su condición mudable
pensaba tan diferente,
que ya juagaba inocente
á la que creyó culpable.
Halló Zoraída piedad
en el ofendido esposo
que le otorgó generoso
la perdida libertad;
dando con esto ocasión
al amor, que estaba alerta,
á penetrar por la puerta
que abriera la compasión.
Hábil mujer, esgrimía
sus gracias más seductoras
en cuyas redes traidoras
preso Abenámar vivía.
Nada en ella revelaba
de amor oculto el tormento
y él á su lado contento
del peligro se olvidaba.
Nunca, la bella, tomó
de Hasán el nombre en los labios
y el esposo sus agravios
á perdonar se inclinó.
Juzgó que sacar debía
á su hermano del destierro
en que purgando su yerro
un año pasado había;
pero, del mal conjurado
temió la vuelta, y dudó,
á tiempo que recibió
del Rey un pliego cerrado.
Yáhia, con frases que el miedo
dictó, —venid, le decía:
todo su poder envía
Castilla contra Toledo.
Corred, que en bélico apresto
arde la ciudad, ganosa
de abatir la enseña odiosa
del ingrato Alfonso sexto.
— Sintió Abenámar hervir
la sangre en sus venas, fiero,
tomó sus armas ligero
y se dispuso á partir.
Llamó á Osmán, viejo soldado.
y así le dijo: —En mi ausencia,
de tu valor y prudencia
todo lo dejo fiado.
Guarda el castillo, vigila
á Hasán y á Zoraida cela;
de sus pasos, siempre en vela,
Argos será tu pupila.
Adiós; Y ten la certeza
que si la fe que te abona
torpe ó infiel me traiciona,
responderá tu cabeza.
IX
Partió el noble Capitán
y á sus razones perplejo
y aturdido quedó Osmán,
porque el cariño de Hasán
era la dicha del viejo.
Le vió nacer, y á su lado
huérfano luego creció,
de dulces goces privado,
y el fiel y rudo soldado
cual tierno padre le amó.
A su cariñoso celo
debió Hasán en su mansión
muchas horas de consuelo,
que disipaban el duelo
de su triste corazón.
Siempre disculpar sabía
los más absurdos errores
en que el joven incurría,
y de Abenámar tenía
por injustos los rigores.
Fué la imprevista mudanza
rayo de dulce esperanza,
para el corazón de Hasán,
que vió trocarse su afán
en aurora de bonanza.
Pintó con vivos colores
á Osmán su infeliz historia;
le ponderó sus dolores,
é invocó de sus mayores
la respetada memoria.
Aumentaba la violencia
de aquella pasión vehemente
del buen Osmán la imprudencia,
llevando á Hasán, con frecuencia,
nuevas de Zoraida ausente.
El mismo llegó á olvidar
el peligro que corría,
y el joven pudo apreciar
que al seducirle, tenia
poco camino que andar.
Discreta y artificiosa
fué, mientras tanto, la hermosa,
explotando con cautela
la sencillez candorosa
de su viejo centinela.
Débil con Zoraida y blando
con Hasán, fué su indiscreta
conducta, tal fruto dando,
que concluyó tolerando
una entrevista secreta.
Llegó la noche esperada
y Hasán, con paso seguro,
buscó, por senda excusada,
cierto postigo del muro
que al castillo daba entrada.
Abrió, temblando, la puerta;
en el patio silencioso
penetró, con planta incierta,
subiendo, al fín, cauteloso,
una escalera desierta.
Transcurrió, breve, un instante,
cuando, por el lado opuesto,
en un potro jadeante,
trepaba el agrio recuesto
un caballero arrogante.
Al pie del muro llegó
con el potro de la brida
y al centinela llamó,
que á una seña convenida
la entrada le franqueó.
El mismo Abenámar era
que al entregarle el bridón
le dijo, calla y espera;
tomando sin dilación
la entrada de la escalera.
Sufrió, cuando estuvo ausente,
tan pavorosos desvelos,
que en su perturbada mente
siempre llevaba presente
el fantasma de sus celos.
Faltóle calma y aliento
para sufrir el tormento
de aquel bárbaro martirio
y en alas de su delirio
se ausentó del campamento.
Quiso por sus ojos ver
si la hechicera mujer
que con el alma quería,
sumisa estaba al deber
ó perjura le vendía,
Nadie vió por las calladas
estancias cruzar su sombra,
ni en las bóvedas cerradas
dejó resonar la alfombra
el eco de sus pisadas.
Exploraba precavido
en las tinieblas medrosas,
cuando percibió su oído
un vago rumor perdido
de palabras misteriosas.
Creyó que á sus pies faltaba
la tierra cuando avanzaba
mudo, páüdo y absorto,
con paso trémulo y corto
á donde el rumor sonaba.
De un aposento la puerta
traspasó, y á los distintos
rayos de una luz despierta,
sus ojos en sangre tintos
vieron su desdicha cierta.
Rugió como tigre fiero;
en su mano poderosa
febril empuñó el acero,
y al corazón de la esposa
dirigió golpe certero.
Hasán, con noble osadía,
detuvo el brazo á su hermano,
mientras turbada, sin guía,
la infeliz Zoraída huía
presa de delirio insano.
Subió la estrecha escalera
de una torre, siempre viendo,
en fantástica quimera,
detrás, sus pasos siguiendo,
al marido que vendiera.
A las almenas llegó
y cuando cerca miró
aquel fantasma celoso,
saltó de la torre al foso
donde la muerte encontró.
Cuando huyó la infeliz mora,
Hasán, con valor sereno,
le dijo á su hermano: —Ahora
hunde la punta en mi seno
de tu espada vengadora.
Si sed de sangre te aqueja,
en mí venga tus agravios,
que si tu mano me deja
sin vida, no habrá en mis labios
ni un suspiro ni una queja.
— Para saciar la sed mia,
Abenámar respondía,
hay poca sangre en tus venas;
larga será tu agonia
como son grandes mis penas.—
Llamó la guardia y severo
llevó al aturdido mozo
á su mansión prisionero,
asegurando primero á Osmán
en un calabozo.
Luego, por experta mano
y con aviesa intención,
hizo grabar, inhumano,
una fúnebre inscripción
con el nombre de su hermano.
Llevóle á Hasán, diligente,
la escrita piedra, y le dijo:
— Aunque tu amor no consiente
en que estés aquí, de fijo,
que estarás eternamente.—
Salió, dejando cerrada
la puerta, y á la mesnada
ordenó con imperioso
acento, que sin reposo
fuera la casa enterrada.
Cumplióse con tal porfía
aquel feroz sacrificio
que cuando el sol se ponía
sólo un cerro se veía
donde estuvo el edificio.
Luego en la cumbre se vió
también un suplicio alzado
y en él su culpa expió
el buen Osmán, que expiró
inhumanamente ahorcado.
Mudo silencio y tristura
en las gentes del castillo
extendió la noche obscura,
mientras tomaba el caudillo
su caballo y armadura.
Partió sin más compañía
y á la luz del nuevo día
vió, desde un monte cercano,
que ya á Toledo ceñía
el ejército cristiano.
Falto de seso y cordura
entrar quiso por la fuerte
línea, y halló en su locura,
en una lanza la muerte
y en el Tajo sepultura.
Editado por Christelle Schreiber-Di Cesare