El cristo de la agonía
Guardaba con fe piadosa
cierta toledana villa
en vieja y pobre capilla
una imagen milagrosa.
Era la bella escultura
un Cristo cuyo semblante
palpitaba agonizante
con espasmos de tortura.
De su protección divina,
que en todo mal invocaban,
mil prodigios se contaban
en la comarca vecina,
donde no faltó ocasión
a nadie, para llevar
agradecido al altar
un voto o una oración.
Pero, quien con más ferviente
celo, con fe más sincera
veneraba al Cristo,
era el joven Pedro Vicente.
Cristiano fiel y buen hijo
nunca más dicha soñó
que el hogar donde nació
y el culto del Crucifijo.
Mas, a la ciudad un día
se vió obligado á marchar,
dejándose en el lugar
todo lo que más quería.
Con desaliento profundo
sintióse Pedro, al partir,
débil para resistir
las tentaciones del mundo,
y acudió con fe sencilla,
lleno de cristiana unción,
a implorar la protección
del Cristo de la capilla.
—Señor, dijo compungido,
pues que rigores del hado
me llevan de vuestro lado
concededme lo que os pido,
Dadme voluntad que enfrene
el fuego de mis pasiones;
dadme los copiosos dones
que la Caridad contiene...
Dadme cristiana elocuencia
para abatir la maldad;
dadme, en la dicha, humildad,
y en la desgracia, paciencia.
Nunca en mi silencio apoyo
halle el injusto tirano,
ni de ver deje un hermano
en el hijo del arroyo.
Y siempre vuestra bondad
divina, mi pecho aliente
contra la impura corriente
del vicio y de la impiedad.
— El Cristo de la Agonía
oyendo al joven piadoso
se dignó darle amoroso
todo lo que le pedía.
Y de su costado abierto
principiaron a brotar
mil virtudes que el altar
dejaron pronto cubierto.
De tal prodigio asombrado,
humilde, Pedro, y confuso,
a recoger se dispuso
aquel tesoro sagrado.
Mas, viendo que no podía
tanta riqueza guardar
corrió a su casa a buscar
una caja que tenía.
Volvió, y el santo presente
guardó en ella satisfecho,
y se la puso en el pecho
de rica cinta pendiente.
Luego del Cristo divino
humilde se despidió;
besó la cruz, y tomó
de la ciudad el camino.
Ya en ella, pudo apreciar
que su codiciado bulto,
entre aquel pueblo tan culto
era propenso a estorbar;
pues en estrechos pasajes,
sin la menor intención,
pegó más de un tropezón
con ilustres personajes,
y hasta llegó, por su mal,
a derribar en la acera
a un Ministro la cartera
y el bastón á un General.
Al fin, de la caja huían todos,
y el grande y el chico,
del importuno Perico
que estaba loco, decían.
Y él, queriendo poner tasa
á situación tan aleve,
se dijo: —Pues, lo más breve,
es dejar el bulto en casa,
y asi ninguno sabrá
si soy creyente ó ateo;
amén á todo y laus Deo,
¿quién conmigo reñirá'?
— Mas, luego, su cobardía
conoció, y todo perplejo,
decidió pedir consejo
al Cristo de la Agonía.
Allá se marchó derecho,
en la capilla se entró
y ante el Cristo se postró
llevando la caja al pecho.
Confuso y avergonzado
iba ya á exponer su cuita
cuando la imagen bendita
habló del Crucificado,
y le dijo: —Yo, que leo
en tu corazón, Vicente,
tengo, con dolor, presente
lo indigno de tu deseo.
Si al tesoro que te di
vida cómoda prefieres,
libre, por mi gracia, eres,
puedes dejártelo aquí.
Mas, no olvides, sí cobarde
capitulas con el vicio,
que allá, en el postrer juicio,
si me llamas, será tarde.
Esclavos de sus pasiones
los hombres van a la muerte
y habrás de seguir mi suerte
si a su malicia te opones.
Pues sólo porque la luz
les di de santas doctrinas
me coronaron de espinas
y me clavaron en cruz.
Si en tu pecho un santuario
al bien y a la virtud das,
clavado no morirás,
pero tendrás tu-calvario;
porque ya el humano enjambre
que en la tierra fructifica,
al justo no crucifica
lo deja morir de hambre.
Deja la caja, si al suelo
te inclinas y á sus placeres;
si llevar la caja quieres,
mártir subirás al cielo.
Si aquí placer, allí penas,
si allí gloria, aquí pasión,
escoge, por tu elección
te salvas ó te condenas,—
y añade luego la historia
que cuando al Cristo escuchó,
Pedro la caja abrazó
diciendo: ¡ Señor, tu gloria!
Editado por Christelle Schreiber-Di Cesare