Víctor Balaguer, Cuentos de mi tierra, Barcelona S. Manero,1865. Vol. 2, p. 682
Habla bajo vida mía
El día que siguió a la noche de que acabamos de hablar, fue borrascoso y triste, y la noche oscura y negra. Las sombras lo habían confundido todo. La montaña estaba unida al valle, y valle y montaña formaban masa común con las tinieblas.
Solo en el fondo, en el punto donde debía estar Barcelona, se veían brillar algunas trémulas luces que parecían dispersos y errantes fuegos fatuos vagando por una mansión de tumbas.
Las ocho eran, cuando un soldado, de centinela en un baluarte de mediodía, se detuvo de pronto, interrumpiendo su monótono paseo. Le había parecido oír un rumor no muy lejano, el de una piedra quizá rodando desgajada por una pendiente. Interrogó el espacio, procuró con su vista atravesar aquella insondable masa de sombras que le envolvían como un vasto sudario, y prestó atentamente su oído a todos aquellos mil rumores distintos que se oyen de noche en la montaña. Hubo sin embargo de tranquilizarle su examen, pues que no tardó en volver a emprender su paseo, contestando con voz firme al alerta que en aquel momento recorrió los puestos. A haber sido posible que existiera un hombre acostumbrado a registrar las tinieblas, a ver en ellas lo sufí- 297- ciente para hacerse cargo de todos los objetos; y a haber ocupado este hombre el lugar del centinela, de seguro no hubiera quedado tan complacido ni tan prontamente tranquilizado. Acaso su mirada, fijándose en un punto más negro que los otros, hubiera visto como una línea oscura y movediza avanzar, costeando la peña, hacia el baluarte.
En efecto, eran unos bultos que a rastras como reptiles iban ganando terreno, pero ganándolo con una rapidez asombrosa, increíble casi, tanto, que apenas acababa de morir el último alerta en el aire, cuando ya ellos estaban agrupados al pie de la muralla. Se les hubiera podido tomar entonces por un montón de piedras. El centinela continuaba paseando. Tenía ya olvidado el rumor que cautivara pocos momentos antes su atención, cuando, repentinamente, al volverse una vez, vio asomar un objeto por la baranda del muro. Inclinóse para descifrarlo o distinguirlo mejor, pero bastó este momento para que un hombre de un salto se plantara en la plataforma y de otro salto se colocara junto al centinela.
Este no tuvo tiempo para nada. Antes de poderse hacer cargo de la situación, una terrible puñalada le hacía rodar exánime a los pies del aparecido.
Ni el más débil grito se escapó de su boca. La muerte había sido instantánea.
Inmediatamente el desconocido desató una cuerda qua llevaba arrollada a su cintura, y arrojó un cabo a los que, con sus hombros, le habían formado a él escala para trepar.
Hasta nueve hombres se encontraron entonces reunidos. El último que había sabido, empezó a mirar por todas partes.
— ¿Y el centinela, Juan? dijo en voz baja.
— Fuerza ha sido matarle, Alejo. No podía ser de -298- otra manera. Le he tendido de la primera puñalada.
—Soberbia ha sido, dijo uno de los nueve, que se había inclinado para asegurarse que del soldado ya solo quedaba un cadáver.
— De montañés, murmuró Juan. Media hora después, los soldados de guardia en la puerta principal del castillo, que tranquilos rodeaban las llamas de un hogar, volvían asombrados la cabeza al grito de
— ¡El que se mueve es hombre muerto! pronunciado por una voz robusta y firme.
Nueve bocas de fusil dirigidas contra los soldados estaban prontas a hacer honor a la amenaza que se acababa de pronunciar.
Nadie se movió.
Dueños de la puerta los montañeses, esperaron con impaciencia la hora designada para terminar su tan hábil como audaz tentativa.
A las doce, las tropas del archiduque invadían el castillo como un torrente por la puerta que les 'abrieron los montañeses, y la guarnición castellana de Monjuich despertaba sobresaltada al grito por mil bocas repetido de ¡Viva el país! ¡Viva Carlos III![1]
Casi toda la guarnición se rindió. Algunos que intentaron resistirse fueron pasados a cuchillo.
Un oficial francés en un extremo de la plaza de armas se batía desesperadamente contra un grupo de catalanes. Era Emilio de La Guiere. [2] Alejo se presentó en el momento en que, falto ya de fuerzas, iba tal vez a sucumbir.
— ¡Atrás! gritó Alejo; ese hombre me pertenece. ¡Dejádmelo a mí! El rey Carlos me ha concedido su gracia.
Y avanzó tranquilamente hacia el capitán con objeto de salvarle la vida haciéndole su prisionero. El fran -299- cés conoció sin duda a su rival, a su rival favorecido que se le acercaba solo, sin armas, lealmente, mensajero de paz.
A pesar de esto, levantó su espada que dirigió al corazón de Alejo, y que este apartó con la mano haciéndose en ella un rasguño.
Al verse tan mal comprendido, el montañés rugió de cólera y se precipitó sobre Emilio con objeto de ahogarle entre sus nervudos brazos.
Afortunadamente para el capitán, en aquel momento pasaban fugitivos algunos soldados de los suyos que, al verle en tal aprieto, se dirigieron a salvarle. Púsose a su cabeza el oficial francés y, arrollando el pelotón de catalanes que les impedían el paso, llegaron salvos a la puerta del castillo desde donde, aunque perseguidos siempre, pudieron ganar la montaña y entrar en la plaza portadores de la infausta noticia que anunciaba a los sitiados la toma de Monjuich[3].
Al día siguiente, los primeros rayos de un hermoso sol hacían brillar, colocada en el asta de la torre, una banderola, especie de tahalí[4] más bien, sobre cuyo fondo amarillo se destacaban bordados, una Virgen de Monserrate y un escudo de armas.
Era el tahalí de Alejo el montañés bordado por la mano de la bella Rosa.
Por esto decía aquella noche el joven a su amada que, inclinado el cuerpo fuera de la ventana, había escuchado trémula de ansiedad y palpitante de emoción los dramáticos episodios de la tentativa de Alejo; por esto le decía:
— Ningún varón de tu familia combate a la sombra de la bandera catalana, pero el escudo de armas de tu casa tremola como bandera en el primer fuerte entregado por tu amante a los salvadores de la patria.
Y la joven murmuraba con una voz débil como el susurro del céfiro, al oído de su amante:-300-
— Gracias.... ¡oh! gracias, amado mío.
La toma de Monjuich tuvo las consecuencias que esperaba Carlos. Barcelona se rindió y recibió con vítores y palmas al vencedor que juró sus fueros y fue solemnemente proclamado conde de Barcelona y rey de España.
Entonces comenzó esa constante y tenaz guerra de diez años de los catalanes en favor de la casa de Austria y contra la de Francia cuya dominación tan ingratos recuerdos había dejado en el suelo catalán.
Los lectores nos permitirán que rápidamente abrazemos esta época. Nos espera el triste desenlace de la historia de nuestros amantes, que coincidió también con el desenlace de los sucesos catalanes.
Poco tiempo después de haber sido proclamado Carlos en Barcelona, subió en peregrinación a Monserrate. La Virgen querida y protectora de los catalanes vio a sus pies al joven heredero de la casa de Austria que en nombre de cuatro progenies de reyes venía a demandar su trono.
Cuenta la crónica que allí compuso unos versos latinos a la Virgen, y al despedirse de ella, después de haber visitado las ermitas y montaña, dejó sobre el altar su espada guarnecida de oro y ornada con sesenta y nueve diamantes.
No fue esta la única vez que Monserrate vio entre sus peñas al descendiente de la casa de Austria. En 1708 volvió a visitar el templo de la montaña con su esposa D.ª Isabel Cristina de Brunsvich[5], ofreciendo entrambos a la Virgen un cáliz con su patena, selvilla (sic.)[5] y vinajeras de plata dorada, matizado con treinta y cuatro diamantes y un precioso rubí, sin enumerar otros varios riquísimos regalos que hizo por sí sola su esposa.
La primera vez que Carlos había estado en Monserrate, había dejado mil ducados de limosna, los que Alejo había renunciado en favor de la Virgen. -301-
Fueron entre tanto transcurriendo hermosos días de sol y de ventura para los dos amantes. Estos no dejaban de verse todas las noches, todas ellas por la ventana que ya tantas veces había escuchado sus protestas de amor. El porvenir era cada vez más negro y más obscuro. Sin embargo, los dos amantes confiaban siempre. ¡Es tan ciega la confianza del amor!
Un día los monjes castellanos de Montserrat fueron arrojados del monasterio por los concelleres[6], como lo habían sido también en el reinado anterior. Uno de ellos había predicado un terrible sermón contra Carlos en favor de Felipe, y fue bajado preso a la Inquisición de Barcelona, mientras sus compañeros castellanos eran proscritos de la montaña por un decreto del Consejo, que les dio una escolta para acompañarles con toda seguridad hasta la frontera.
Entre esta escolta se contaban varios montañeses, y del número de estos montañeses era Alejo.
Cuando monjes y escolta llegaron a la frontera de Castilla, una guardia de honor enviada por Felipe V se presentó a recibir a los solitarios de la Tebaida catalana. El jefe de esta guardia era Emilio de La Guiere, el mismo Emilio de La Guiere, antiguo rival de Alejo, que éste había dejado capitán y que hallaba entonces coronel.
La vista de su rival inspiró a Alejo tristes recuerdos y amargas reflexiones. Cuando volvió a su pueblo, estaba triste y cabizbajo; cuando vio a Rosa, después de una larga ausencia, su voz salió entre sollozos de su garganta.
¿Por qué? ¡Ay! no acertaba a comprenderlo, no lo sabía; pero empezaba a tener como un vago presentimiento de que para ellos no había acaso felicidad en la tierra.
¡Tanto tiempo de constancia, tanto tiempo de amor, del martirio del amor, y todavía lejana, muy lejana la hora de la verdadera dicha! -302-
¡Pobres amantes! Sus entrevistas, sus conversaciones en la ventana ya no eran como antes, respirando alegría y esperanza: eran tristes, tristes como el porvenir que esperaba a Cataluña.
Un día, Cataluña lanzó un rugido de dolor como si fuera una leona herida. Acercábase el ejército francés castellano, y las llamas de cien pueblos marcaban las huellas de sus pasos.
Las armas de Felipe se apoderaban uno a uno de los baluartes en que ondeaba el pendón catalán unido a la divisa de la casa de Austria.
Sólo Barcelona se sostenía, sólo ella quedaba en pie desafiando altiva la borrasca, entre todo aquel huracán de adversidad que hacía encorvar las torres más altas y más amigas de la dinastía arrojada del trono español por el testamento de Carlos II.
El general de las tropas victoriosas de Felipe marchaba, pues, sobre Barcelona. Quería demoler sus casas una a una y sembrar de sal el sitio en que se elevaba.
Cuando el ejército se acercó al pueblo de los dos amantes, todos huyeron, todos corrieron a refugiarse en Barcelona; Rosa no podía huir como los demás. Su madre estaba enferma, moribunda, no podía arrastrarla en su fuga, y se quedó.
Alejo decidió quedarse también. Partió solo algunas horas para escoltar a su propia familia hasta la capital.
Por mucha prisa que se diera, era ya medio día cuando salió del pueblo, y empezaba a anochecer cuando regresaba.
Su paso era precipitado. Aun cuando sabía que estaba lejos el ejército, temía que durante su ausencia hubiese llegado al pueblo no estando él allí para custodiar a Rosa.
Cerca estaba ya de la población y seguía un barranco de travesía, cuando, levantando la cabeza, le pareció -303- como que el cielo reflejaba una luz muy viva, y como que el viento, al sepultarse en el barranco, le traía confusos gritos de victoria.
Sintió un hielo mortal en el corazón y precipitó todavía más el paso. No andaba ya, corría.
A medida que se iban acercando, a medida que la noche iba enseñoreándose del horizonte, el color que tomaba el cielo era más claro y los gritos más distintos.
Llegó por fin a una colina, tras la cual estaba el pueblo. Subió acelerado y comprimiendo con ambas manos su corazón, que parecía querer romper con sus latidos la frágil caja que lo encerraba.
Subió y..... ¡eternidad de Dios! las llamas brotaban a torrentes del pueblo, y a su sangriento resplandor se veían discurrir por entre las casas, la espada en una mano y la antorcha incendiaria en la otra, hombres feroces de venganza y exterminio.
Una de las casas en que las llamas hacían más estragos era la de Rosa. Alejo pudo distinguirla bien por estar separada algún tanto de las demás. El montañés creyó que su nombre pasaba entonces por sus oídos entre un soplo de viento.
No bajó la colina, la rodó; y la rodó como un alud que la tempestad precipita de la cima de un monte.
Segunda vez oyó una voz que le llamaba, una voz de socorro, de agonía. Alejo llegó a la puerta de la casa de su amada, y se precipitó fuera de sí en el interior.
Una mujer, el cabello esparcido, pálida, desencajado el rostro; una mujer le llamaba a gritos terribles, pugnando por desasirse de un oficial que en vano quería cogerla entre sus brazos para apartarla de una casa cuyas viejas paredes iban desmoronándose con estruendo horrible, empujadas por las impetuosas llamas.
La mujer era Rosa; el oficial Emilio de La Guiere. Alejo no dió más que un salto, el salto del tigre. An -304- tes que el francés pudiera volver la cabeza para verle, el montañés le había cogido y levantado entre sus robustas manos, que como ardientes tenazas se pegaron a sus costados. Fue cosa de un momento, fue la rapidez de un rayo.
Púdose oír un ruido como de huesos triturados; el montañés abrió sus manos, y una masa inerte rodó por el suelo.
-¿Y tu madre, Rosa?—gritó Alejo empujando con el pie el cadáver del coronel para hacerse paso.
Rosa miró a Alejo, pero ni le conoció ni le comprendió. Alejo se precipitó en la sala baja, donde sentada en su sillón acostumbraba a estar la buena anciana.
Allí estaba en efecto, allí mismo, en su ancho y cómodo sillón, junto a la ventana por la cual respiraba siempre el aire del campo, pero inmóvil, la cabeza caída, las manos colgando, pálida y cubierta de sangre, un soldado la había bárbaramente asesinado. El joven cazador se hizo atrás con un impulso de horror.
Rosa entró lentamente y fue a ponerse de rodillas junto a su madre, pero sin llorar, maquinalmente, con la insensibilidad de una estatua.
En este momento, Alejo oyó los gritos que daba pidiendo auxilio un soldado que había asistido a la muerte de su coronel por el montañés.
Se sintió perdido y cogiendo a Rosa por un brazo,
— Rosa, le dijo, estamos perdidos. ¡Huyamos!
—¡Huyamos! dijo Rosa obedeciendo como un resorte al impulso que para ponerla en pie le dio la mano de Alejo. ¡Huyamos! repitió, pero miró a su amado y no se movió.
— ¡Dios mío! ¿se habrá vuelto loca? gritó Alejo.
Y viendo que no se movía, la cogió en sus brazos y la cargó sobre sus hombros.
Entonces empezó una carrera rápida, desesperada, -305- inconcebible, y se hundió en lo más espeso del bosque con su preciosa carga, trepando la montaña por senderos solo conocidos de los cazadores.
Sin embargo, los soldados habían visto la dirección que tomaba y le seguían. Y le seguían de muy cerca guiados por la voz lastimera de Rosa que, loca en efecto, llamaba a gritos a Alejo, a gritos a su madre.
— Por Dios, ¡vida mía! le decía el montañés que no podía acabar de concebir que se hubiese vuelto loca, ¡por Dios que hables bajo, amada mía! Nos siguen de muy cerca, de muy cerca, y tu voz les guía, ¡Habla bajo, vida mía!
Y Rosa continuaba gritando, y el montañés precipitando su paso.
Su intención era esconderse entre las mil guaridas, de él solo conocidas, que existen en Monserrate y llegar por caminos extraviados al monasterio. Una vez en él estaban salvos. Sus perseguidores no se atreverían a seguirles hasta el templo. La Virgen protegería a los amantes.
Y con esta confianza, corría doblando sus esfuerzos y sin ni siquiera sentir el peso que llevaba.
Dos horas duró esta extraña caza. El montañés huyendo, siguiéndole los soldados a quienes guiaban los gritos y gemidos de la pobre loca.
Alejo no podía ya más. Rosa se calló por fin, y su silencio hizo perder las huellas a sus perseguidores.
El montañés so dejó caer junto a una roca con su carga. Sus fuerzas estaban agotadas. Al poco rato, Rosa volvió a empezar sus gemidos y a murmurar palabras incoherente, sin sentido.
—¡Habla bajo, vida mía! le decía Alejo procurando tapar con su mano la boca de Rosa. Habla bajo. Yo no puedo más y ellos están cerca. ¡Por Dios que hables bajo! -306-
Y Rosa, la pobre loca, no hacía caso.
—¡Bajo, más bajo! Habla bajo, vida mía
Y Rosa continuaba desasiéndose de la mano con que procuraba Alejo apagar su voz.
— ¡Dios mío!¡ Dios mío! decía Alejo. Habla bajo, Rosa, o somos muertos. Yo no puedo tenerme en pie, yo no puedo huir, y tus voces van a descubrirles nuestro refugio... ¡Habla bajo, vida mía!
¡Ay! fue como se temía Alejo. Las voces de Rosa volvieron a poner a sus perseguidores sobre sus huellas, y fueron acercándose cautelosos, poco a poco, como réptiles.
—¡Habla bajo, vida mía! volvía a repetir el montañés en el momento en que retumbó un tiro en la concavidad de la montaña, y una bala hundiéndose en aquel noble corazón fue a tenderle sobre el cuerpo de Rosa.
Allí murieron los dos amantes.
He ahí por qué, según me decía el hombre de cabellos blancos que junto al hogar de la montaña me contaba esta leyenda, he ahí porque desde entonces el país puso a aquella roca el nombre de roca de Habla bajo.
Y así es. Una roca de este nombre (parla baix) existe en Monserrate, no muy distante del monasterio.
FUENTE: Balaguer, Víctor. El Monasterio de Piedra: Las leyendas del Montserrat; Las cuevas de Montserrat, M. Tello, 1885. pp.297-306.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Así denominado por el bando austracista.
[2] Personaje probablemente ficticio que aparece en un capítulo anterior del volumen de leyendas.
[3] Tuvo lugar el 26 de enero de 1641.
[4]Tahalí: m. Tira de cuero, ante, lienzo u otra materia, que cruza desde el hombro derecho por el lado izquierdohasta la cintura, donde se juntan los dos cabos y se pone la espada. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[5] Isabel Cristina de Brunswick-Wolfenbüttel, esposa de Carlos VI, pretendiente al trono de España.
[5] Salvilla. 1. f. Bandeja para diversos usos, a veces con una o varias encajaduras donde se colocan copas, tazas u otros recipientes
[6] Concelleres: En Cataluña, miembro o vocal del concejo municipal.